𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟼𝟺
Merchant, 27 de agosto de 1908
Otra vez, el destino había hecho de la vida de Theodore un gran chiste. El nuevo chamán de los Onasinos, un muchacho al que todos también llamaban de "Wairu", solicitó que su boda con Janeth tomara lugar aquel jueves, 27 de agosto.
A lo mejor el joven, así como su predecesor, mantenía contactos frecuentes con los espíritus de sus familiares fallecidos. A lo mejor, el anciano que había ocupado su cargo anteriormente le había contado todo lo que sabía sobre los Gauvain. O tal vez, aquella fuera una mera coincidencia. Pero el hecho era que la fecha elegida coincidía con la del día en que encontraron el cuerpo sin vida de Eleonor. Era el aniversario de su muerte.
Por esto mismo, antes de prepararse para su gloriosa aventura en el místico bosque nevado, Theodore se abrigó lo más que pudo y salió de su casa solo, al nacer del alba, y fue a visitar la iglesia de Saint Walburga.
La nieve en el pavimento no era tan gruesa como para resultarle peligrosa. Aun así, caminó con pasos cortos y lentos, concentrado en preservar su energía y mantener calmo a su corazón. No quería asustar a sus hijos y a Janeth, pero el dolor en su pecho no se había desvanecido del todo. A veces, por la noche, se despertaba con el pulso galopando como un caballo salvaje en su oído, la presión más alta que las nubes, y el cuerpo bañado en sudor. Estos síntomas solían ser indicadores de alguna pesadilla perturbadora o episodio de estrés severo, pero desde su angina, se presentaban sin causa clara. Esto lo hacía temer por su propia mortalidad y contemplar cómo, cuándo y dónde tomaría su último aliento.
Sus antiguos temores y conflictos sobre el cielo y el infierno regresaron. Su recelo a reencontrarse con todas las pobres almas a las que había dañado, de una forma u otra, nunca había sido más fuerte. Él estaba en crisis, pero no quería aceptarlo, mucho menos discutirlo en voz alta. No quería pensar en la idea de que sería brutalmente castigado por sus pecados y jamás volvería a ver a sus seres queridos otra vez.
Con el mentón bajo, la mirada aciaga y los hombros caídos, él y su bastón llegaron al cementerio de la iglesia. De esta vez, no trajo flores. Solo tenía algunas monedas en los bolsillos y sus manos heladas cubriéndolas. Pero esto no era problema alguno. Todas las semanas, desde la muerte de su hija y su yerno, un florista local —contratado por él— venía a dejarles coronas fúnebres y ramos de rosas. El tratamiento era igual para Bernard, Helen y Raoul Breslow.
Se detuvo frente al lugar de descanso de su hermano mayor y mentalmente le dijo buenos días. Usó su pie para limpiar su nombre —cubierto por la nieve— y leyó las letras una y otra vez, esperando por alguna señal de que él estaba cerca. Pero no sintió nada. Le dijo que lo amaba, que se arrepentía de sus errores pasados y se despidió de él, moviéndose hacia el lote de su esposa.
En los años que prosiguieron su fallecimiento, Theodore había ordenado que un pequeño obelisco de mármol blanco fuera puesto sobre su féretro, para evidenciar que aquella mujer había sido una de gran importancia y prestigio mientras aún vivía.
Supuso que, en dónde fuera que estuviera, a Helen el gesto le resultaría agradable. Siempre le había gustado ser reconocida y venerada, a final de cuentas. Era parte intrínseca de su personalidad, su afán de grandeza. Apenas pensar en su vieja altivez lo hizo sonreír. Si antes encontraba a dicha característica insoportable, ahora la extrañaba, al punto de sorprenderse a sí mismo. El único pensamiento que lo reconfortaba era saber que ahora estaba entregue al cuidado misericordioso de Dios, de sus familiares fallecidos, y claro, de los amados polluelos que habían tenido juntos, que no habían llegado a emprender vuelo ni a conocer a cielos más azules que los de Merchant.
Ya con los ojos anegados, se movió a la tumba consiguiente, donde dos de dichas crías reposaban: Eleonor y Charles. Ambos habían muerto antes de estirar sus alas y entregarse al viento agitado de la vida. Su boda pudo y debió ser el inicio de una hermosa aventura, pero nada más fue que una ráfaga de aire primaveral, dulce pero débil, que los invitó a saltar al vacío sin poder salvarlos de la caída. Su unión era un recuerdo inmortal de su fidelidad y de su amor, pero cualquier alegría que hubiera producido en su momento había sido enterrada por la nieve de la ventisca que la siguió.
—Hace tiempo que no venía aquí, cariño —él le murmuró a la tumba, y con cada palabra dejó escapar una nube de humo blanquecino por sus labios y nariz—. Mucha gente consideraría eso un avance... me dirían que es bueno, que evite la melancolía que este lugar me trae. Incluyéndote, estoy seguro. Pero hoy es un deber que lo haga, Lenny. Tuve que venir. Así que perdóname si es que lloro, o me pongo melodramático... —Al decir esto, en su mente se imaginó a Eleonor girando los ojos e insistiendo que su sentimentalismo no le incomodaba. Ella siempre había sido la más comprensiva y tolerante de sus hijos—. Es inevitable que mis emociones me sobrecarguen y me afecten. Porque, como sabes, hoy es... hoy es un día triste. Muy, muy triste... porque a exactamente dieciséis años atrás, tu cuerpo fue encontrado bajo el hielo del lago Colburgue. Congelado, solitario... sin vida —dijo y su aire de felicidad se esfumó. Miró entonces alrededor, sorbió la nariz y dejó que sus lágrimas cayeran—. De alguna extraña manera, siento como si tu accidente hubiera ocurrido ayer. Y todavía lloro tu ausencia todas las noches, porque al cerrar mis párpados y relajar mis músculos, recuerdo el exacto momento en que me dieron la noticia de tu infortunada muerte. Siempre pasa. Y eso... eso... —respiró hondo—. Me avasalla. De veras lo hace. Ese día fue y sigue siendo, uno de los peores de toda mi vida... y lo que más rabia me da, es que el luto agónico que entonces sentí sigue existiendo dentro de mi pecho ahora. Lo inunda de bilis negra y convierte a mi melancolía en un veneno letal. Me transforma en un monstruo tóxico, cruel e irresponsable. En la peor versión de mí mismo —hizo una pausa para limpiarse las lágrimas y miró de nuevo a la lápida—. Pero debo confesar que existe una persona que me ha ayudado a sanar. A drenar ese líquido espeso, repugnante y asesino que se llama tristeza, a un nivel soportable. Tolerable, mejor dicho. A regresar a mi humanidad... es Janeth —sonrió, encariñado—. Me casaré con ella hoy. No sé por qué, pero quería contártelo. No será algo público, lamentablemente. Y no nos casaremos en una iglesia, como por años lo he soñado. Pero como le dije el otro día, eso no me importa. Me casaría con ella en cualquier lugar. Porque esa mujer tiene el don singular de convertir al infierno en un paraíso. Al desierto en un oasis. A la tierra, en el cielo. A un establo en una mansión. A una choza en una catedral. Es su poder especial... hacerme feliz en cualquier ocasión, en cualquier lado. ¿Y te cuento lo que es más increíble? Ni siquiera lo percibe. Es una persona tan buena, tan positiva, y ni lo percibe... Me da mucha pena, pensar en ello, la verdad. Porque sé que no tan solo fue la sociedad la que la llevó a creer que su presencia es maligna. Yo también lo hice —hizo una pausa. Suspiró. Y al recobrar sus fuerzas, continuó:— Nunca llegué a hablarte a fondo sobre esto, pero a muchos años atrás yo era un hombre realmente despreciable. La ofendí, la humillé... la traté de manera repudiable. He intentado mejorar y dejar mi arrogancia desdeñosa atrás, pero desde entonces he cometido un centenar de errores más, que no sé cómo ella ha sido capaz de perdonar. La integridad de su carácter y la resiliencia de su espíritu son formidables, pero reconozco que ella merecía un mejor trato, un mejor amante. Y sé que fallé, al no ser capaz de entregarle ambos. Aun así, ella aquí permanece... a mi lado. Oculta en mi sombra, pero resignada a estar ahí. Si algo aún me resta de mi corazón, créeme que esta noción lo pulveriza. No quiero destinarla a las tinieblas para siempre. No quiero que esté fuera de mi legado y que sea tachada apenas como mi amante. Jane es mucho más que eso y merece ser reconocida por lo que es; mi alma gemela, mi amiga, mi educadora, mi compañera... mi esposa —él se agachó cerca de la lápida, limpió la nieve que la cubría y apoyó su mano sobre la piedra—. Es por eso que te ruego que aceptes y bendigas nuestra unión, Lenny. Espero que esto te ha feliz, no miserable. Juro que amé a tu madre y te prometo que Helen estará para siempre en mi corazón. Pero lo que siento por Jane es algo completamente distinto. Es algo tan fuerte y resistente que ni sé cómo explicártelo. Lo único que sé es que quiero encontrar las palabras correctas para definir a todas estas profundas emociones que siento, así como quiero vivir los años que me quedan a su lado y aprender a amarla como lo merece... Pero para ello, debo desposarla. Me volveré loco si la sigo rebajando al puesto de amante, cuando a años ya no lo es. Te ruego que no te enojes conmigo por esta decisión. O al menos, te pido que intentes entender mis razones para casarme. Que respetes mi amor, porque es real... y en ciertos días, es lo único que me mantiene vivo —él dejó de hablar. Miró al cielo y vio que las nubes se estaban despejando. El sol se asomaba en el horizonte y el canto de los pájaros había comenzado. Era hora de irse—. Eso es todo lo que tenía que decirte, Lenny... hasta pronto, mi querida niña. Descansa.
Se levantó con la ayuda de su bastón. Inhaló el aire frío del cementerio y se volvió a secar las mejillas. Comenzó a voltearse hacia el camino que lo conduciría a la salida, pero se detuvo al ver una diminuta alondra descender de los árboles cercanos y posar sus garras sobre el túmulo grisáceo de su hija.
El acercamiento inexplicable del ave hizo a sus cejas alzarse, en una expresión tan fascinada como conmovida. De inmediato, él buscó algo que darle al pobre animal para que comiera. Era invierno y sin duda apreciaría su ayuda. Cerca de la tumba, sus ojos encontraron a unas pequeñas hojas asomándose entre la nieve. Arrancó al brote de la tierra y se lo dejó al pajarillo. Las alondras de las Islas no solo se alimentaban de insectos y frutos secos, como también de algunas plantas. Sabiendo esto, él le sonrió al pájaro y lo dejó devorar su desayuno. Pero antes de recoger el tallo y volar lejos de allí, el ave lo volvió a sorprender: Lo bendijo con su dulce canto.
Theodore no se movió mientras la melodía resonaba. Apenas amplió su sonrisa, inclinó su cabeza a un costado y continuó llorando.
Algo en lo profundo de su consciencia le decía que aquella alondra no se le había aparecido por pura coincidencia. Su hija se la había enviado.
—Gracias, Lenny —murmuró, al ver al ave regresar a su árbol.
Y con esto, retomó su caminar y se dirigió a la salida del cementerio. Tenía que arreglarse para su boda.
---
Porque Theodore era un hombre sentimental, se vistió con el mismo atuendo que usaba la noche en que conoció a Janeth, un frac. A él le añadió la Estrella de Honor Republicana —recibida a inicio de siglo—, y uno de sus abrigos de piel. También se afeitó la barba, aparó el bigote y peinó el cabello canoso. Por su angina, no había tenido energías para afeitarse antes. Pero aquel día, quiso esforzarse en verse refinado.
Griffin lo pasó a buscar en un carruaje conducido por el dueño del establo comunal, Hunter Wyatt, a las once y media. Mientras se dirigían al lago Colburgue, él le informó que almorzarían en el asentamiento Onasino a las una —después de la boda— y que regresarían a la ciudad a las cinco —antes del atardecer—.
Al llegar a la entrada del parque, se despidieron de Wyatt y caminaron hacia el punto de encuentro acordado entre todos los invitados de la ceremonia: el camino del rosedal.
Lawrence había llegado primero, pero para la sorpresa de Theodore, no vino solo.
—¿Judith? —él miró a su nuera de arriba abajo, en pánico.
—¿Usted de verdad cree que no sabía sobre lo suyo con la señora Grant? —la sonrisa astuta de la mujer no le resultó amenazante, por suerte, pese a la severidad de sus palabras—. Me corrijo, señora Durand.
—Por el amor de Dios... —dio un paso adelante y la tomó de las manos—. No le hable sobre nosotros a nadie.
—Laurie ya me contó sobre los peligros de su situación, señor. No se preocupe, ninguna información a su respecto se escapará de mis labios, se lo prometo.
Theodore miró a su hijo.
—Lawrence, ¿cómo así, le dijiste...?
—Ella me presionó, no tuve otra opción.
—Señor Gauvain, respire... No queremos que tenga otra angina justo en el día de su boda —ella llamó la atención de su suegro con cierto recelo, al percibir lo pálido que se había vuelto—. Insisto, nadie más que nosotros sabrá de nada. Eso incluye a mi familia.
Luego de un instante de duda, él asintió e hizo lo indicado. Inhaló una larga cantidad de aire y sacudió levemente la cabeza, como si así pudiera aturdir a sus temores y borrar de su mente a su preocupación.
Mientras tanto, Nicholas aparecía entre la nieve que cubría el camino, seguido de cerca por Gabriel. Él, así como Judith, era uno de los pocos invitados que atenderían a la ceremonia.
A seguir, llegaron más amigos de la pareja: Alonse Archambeau —el artista que años atrás los había dibujado mientras estaban de paseo en Hurepoix—, la señora McKay —una vecina anciana de Janeth, que había cuidado a Caroline varias veces mientras ella trabajaba—, Henry Goldenberg —el hombre que en su niñez había actuado como mensajeros entre ambos—, el señor Carter y su familia —dueños del almacén más popular entre los dos—, Richard Allix —el médico familiar—, Delphine de Gaulle —la médium que habían conocido en el Château de Fontenay— y claro, René y Beatrice Pelletier —sus más grandes aliados en toda Merchant—.
A las once con cincuenta, la última persona que faltaba en la lista de Theodore llegó, y al verla, su sonrisa tímida creció a su máximo esplendor. Jane llevaba un vestido azulado, muy similar en tono al que usó en la noche que se conocieron, pero más grueso y apto para la hostilidad del invierno. Por encima, un abrigo de piel blanco, regalado unos años atrás por su amado. Su cabello negro —ahora bordeando grisáceo por la edad— estaba parcialmente oculto por un gorro del mismo material y color. Ella se veía, como siempre, preciosa.
Pero también entró en pánico en ver a Judith y él no pudo evitar reírse. La reacción de la dama había sido igual a la suya.
—Tranquila, señora Durand. Como ya se lo mencioné al señor Gauvain, su secreto está a salvo conmigo—. Fue lo único que él alcanzó a oír, de todas las demás palabras murmuradas por su nuera.
Janeth, luego de calmarse y saludar a todos los presentes, al fin se le acercó. Al instante, ambos se relajaron. Mientras tuvieran el apoyo uno del otro, estarían bien.
El grupo se subió al barco que Griffin les había conseguido para el viaje y llegaron a la otra margen del lago sin mayores inconvenientes. Durante todo el trayecto, la mano de Theodore no dejó la de Jane.
Ambos lideraron la excursión por la nieve y por los árboles, mientras el tabernero velaba por la seguridad de todos con su rifle en brazos. Por suerte, no se toparon con ningún animal peligroso. Sí vieron algunos alces en la distancia, pero estos no ocasionaron ningún disturbio. Cuando llegaron al poblado de los Onasinos, el joven chamán que había autorizado su visita los estaba esperando, junto a un pequeño grupo de soldados y conocidos de Theodore.
Los forasteros fueron conducidos por Griffin y Awhina —uno de dichos amigos del periodista— a una casa al final de la villa, donde se realizaban todas las grandes ceremonias y rituales de los nativos. Los únicos que se quedaron atrás, por orden del chamán, fueron los novios.
—Antes de que su boda comience, quiero agradecerles a ambos por decidir establecer su unión aquí, de todos los lugares —el muchacho habló en la lengua de ambos, con bastante más facilidad que su predecesor—. El amor y el respecto que ustedes han cultivado y declarado por nuestra comunidad son muy apreciados. Y justamente por esto, no tan solo aceptamos sus visitas, como las celebramos.
—Gracias a ustedes, por dejarnos venir —Jane le dijo, sonriendo.
—Y por invitarnos a almorzar aquí también.
—No necesitan agradecernos. Es nuestro honor —el religioso se llevó una mano al pecho—. Eso sí, debo avisarles ahora que la ceremonia Onasina tiene sus diferencias a lo que ustedes considerarían una "boda" en su sociedad... Nosotros no usamos alianzas para evidenciar nuestra fidelidad. Ustedes, si quieren, son libres de hacerlo, pero no es una parte crucial de nuestros ritos. Lo que sí hacemos es poner una especie de bufanda con varios diseños sagrados para nosotros alrededor del cuello de la pareja, en este caso ustedes, y solo la retiramos cuando los votos se hayan intercambiado. Ah, y como consideramos al fuego como un espíritu elemental relacionado al amor, es normal que los casados enciendan un iknut, que nada más es que un pote de barro lleno de hierbas tradicionales, que ahumarán el ambiente. ¿Están de acuerdo con todo esto?
—Sí.
—Claro.
—Bien. Entonces pasemos a mi Kon... Eh, a mi casa. Esa es la palabra, creo.
—Lo es —Theodore aseguró.
—¿Usted habla mi lengua?
—Muy pocas cosas sé, pero puedo comunicarme. Jane la ha estudiado más a fondo que yo, desde nuestra primera visita a su tierra. Ella es la experta.
—No mientas —ella le sacudió la cabeza, sonriendo, y luego miró al chamán—. Sé lo básico... Halú, ine ian Janeth —"Hola, yo soy Janeth".
—Para ser una forastera, hasta que usted tiene una buena pronuncia.
—Ya dije, experta.
—Theodore.
—¿Qué? —él sonrió, levantando las cejas.
El chamán se rio y los condujo a su hogar. Al entrar, ambos observaron que la configuración de sus muebles, decoraciones y demás objetos era muy parecida a la del chamán anterior. Su altar, en específico, era igual. Él no se demoró mucho en recoger lo que había venido a buscar para la ceremonia.
—Esto... —él les enseñó la "bufanda" que había anteriormente mencionado, que más bien parecía una estola de la liturgia cristiana, por su tamaño y su estilo—. Se llama Traruye. Los dos deben entrar al Rukon, la casa donde la ceremonia tomará lugar, con esto ya puesto. Así que se los vestiré ahora.
—Adelante.
—Deberían tomarse del brazo. Será más fácil de caminar así —el chamán los orientó.
La pareja respiró hondo. Entrelazaron sus brazos y se miraron con cariño. Wairu entonces puso la tela roja sobre sus hombros y la ató al frente de ambos. Estaban ahora literalmente unidos uno al otro.
Salieron afuera otra vez y caminaron lado a lado hasta la choza donde sus invitados los aguardaban. El chamán entró primero, cargando consigo el pote de greda que usarían como incensario y las hierbas a las que quemarían. Theodore y Janeth lo siguieron.
Fueron sorprendidos por el sonido agudo y melodioso de una flauta, siendo tocada por uno de los Onasinos presentes. La canción no era una que conocieran de antemano, pero sabían, apenas con escucharla una vez, que jamás la olvidarían.
Adentro de la construcción, sentados en bancas de madera tallada, recubiertas con pieles de oso y castor, sus amigos y familiares los ojeaban con alegría y con orgullo. Como en una iglesia tradicional, dichas bancas estaban separadas por pasillos y en la parte trasera de la habitación, había un gran altar, cubierto de velas, vasijas de arcilla, contenedores de metal, de bronce y una larga colección de estatuillas. El ambiente en sí olía a hierbas y a tierra mojada. Poseía una energía fuerte, sagrada, que hasta el más escéptico de los hombres no se atrevería a ofender o desacreditar.
El chamán le hizo una seña a la pareja para que se acercaran al ara. Dejó lo que había traído sobre la piedra y se volteó a la muchedumbre, mientras el flautista terminaba de tocar. Así que la última nota resonó, él juntó ambas manos al frente de su pecho y les sonrió a los forasteros.
—Buenos días a todos... —dijo de buen humor—. Sé que vinieron esperando una boda por completo realizada en Onasin, pero para evitar confusiones innecesarias, la realizaré en su idioma. Eso sí, perdónenme si cometo algunos deslices... puede pasar —miró entonces a los novios—. Como ya saben, estamos todos aquí para celebrar la sagrada unión de Theodore Gauvain con Janeth Durand. Dos almas que a muchos años ya se conocen y se aman, pero que no han tenido la oportunidad de evidenciar dicho amor hasta ahora. Dos almas inmortales que a varias vidas se apoyan, se acompañan, y que seguirán haciéndolo si así Dhaor lo permite, pero que en esta vida se han visto separadas más veces de lo necesario... Almas gemelas, amigas, que merecen el placer de jamás volver a decirse adiós. Que merecen seguir caminando hasta el fin de sus días en la tierra juntas. Hoy, celebramos su vínculo, su amor, su matrimonio... y le pedimos al altísimo y a los espíritus elementales que los protejan en esta nueva etapa de su vida —cerró los ojos, levantó sus manos al alto y dijo algo en su lenguaje que apenas los demás nativos lograron entender, antes de continuar:— Bendecido sea este día, bendecidos sean estos hermanos —luego, miró a la pareja—. Es tiempo de que compartan sus votos. La dama primero, por favor.
Janeth giró su cabeza hacia Theodore y lo admiró con la misma devoción de un fiel a un santo, con la misma reverencia de un colibrí a una flor. Y de pronto, por razones que no lograba nombrar, ella se volvió consciente del paso de los años en su rostro. Impresionante, como un hecho tan obvio, al que ya se había acostumbrado por su simplicidad, volvió a ganar relevancia de manera tan repentina; ambos habían envejecido.
Las bolsas de piel bajo los ojos de su amado, las líneas agrietadas que surcaban por su tez y mejillas, las canas en su bigote y en su cabello, todo era evidencia de los incontables días de cariño y anhelo que habían compartido, de los veinticinco años de nubes tormentosas y cielos soleados, de noches de pasión y mañanas de tristeza, de dolores y placeres, que habían sobrevivido lado a lado.
¿Y lo que más la sorprendía? Saber que amaba a cada uno de estos escenarios por igual. Que no despreciaba ni a los momentos de más pura agonía que había vivido junto a él. Porque caminar en la calle del luto y la amargura a su lado era mucho más fácil y gratificante, que deambular por el bulevar de la alegría sola. Soportar al azote de la lluvia, el ardor de la nieve y el misterio de la bruma no era un desafío, si él estaba cerca.
Ella no sabía qué le deparaba el mañana. Los dados del destino no siempre jugaban a su favor y esto la vida ya se lo había hecho claro, pero independiente del resultado, independiente de las semanas o años que les restaban, de las riquezas o miserias, de las risas o llantos, de las discusiones o bromas, de las desilusiones u orgullos que les aguardaban, ella quería quedarse a su lado hasta que sus huesos se volvieran polvo y se disolvieran en la eternidad.
—Esperé a este momento por tantos años y ahora... ahora no sé qué decirte —pestañeó, embelesada.
—Puedes tomarte tu tiempo —él sonrió, despreocupado—. No me iré a ningún lado.
Ella, concentrada en mirarlo y en memorizar todos los rasgos de su semblante gentil y afectuoso, respiró hondo antes de continuar. Sus ojos no abandonaron los de él por un segundo siquiera:
—No sé si pueda, la verdad, decir algo muy coherente ahora... No porque no quiera, ganas no me faltan. Pero porque expresarme se hace difícil. Tú has reemplazado a todos los pensamientos de mi mente con tu recuerdo. Has robado a mi corazón de sus sentimientos. Todas las palabras hermosas que conozco, ya fueron plasmadas en las notas de amor y desespero que te envié en secreto, en los tiempos en que apenas mirarte era un pecado. Todas mis anécdotas, se metieron entre las páginas de tus libros e hicieron de sus párrafos su hogar. Ya te lo entregué todo. Ya lo ocupas todo. No hay un centímetro de mi alma que la tuya no haya tocado... ¿Qué decirte entonces? ¿Si ya lo sabes todo, lo has visto todo, oído todo? ¿Qué promesas de fidelidad hacerte, si ya te pertenezco por completo? —a su frente, el labio inferior de su amado tembló, pero su sonrisa permaneció fija en su rostro. Sus iris resplandecieron por sus lágrimas, pero el brillo fue bello, alegre. Y a su alrededor, su confesión conmovió al pequeño público que los acompañaba. Pero, ¿cómo no lo haría, si las había dicho con total sinceridad, valor y confianza?—. A la vez siento que, si nuestro tiempo no fuera finito, mi elogio jamás se acabaría. Tengo tantos halagos que hacerte, tantas alabanzas que compartir, tanta gratitud que expresar... que podría pasar el resto de mis años haciéndolo.
—Pues me siento de la misma manera —él tomó su silencio súbito como una señal para que comenzara a hablar—. Yo Podría venerarte hasta el fin de los tiempos, sin nunca aburrirme. Y a la vez, también te amo tanto que no sé cómo expresarme. Vaya paradoja —sonrió—. Pero considero más productivo, en vez de perder mi voz con palabras repetitivas y de cansarte con mi discurso ornamentado, o de simplemente permanecer callado, mirándote con interminable embeleso, que sea breve y conciso en mi declaración: Te amo. Y no importa cuántas veces ya te lo haya dicho, esa verdad no pierde su relevancia. Te amo. Pese a mis errores, pese a mis lamentos, pese a mí mismo... Te amo. Te venero. Y te pido disculpas, al frente de todos nuestros amigos y familiares... —miró alrededor por un instante—. Al frente de Dios. Te ruego por tu perdón.
—Theo...
—No, déjame... —corrió la lengua por su boca, nervioso—. No siempre fui el hombre que merecías. Especialmente en los primeros años de nuestra relación. Te ofendí por tu pasado, me quejé por decisiones que no tuviste otra opción a no ser tomar, me desquité contigo por frustraciones propias, y tú me perdonaste por todo. Cada golpe injusto, cada ultraje desmerecido solo aumentó tu compasión y cariño hacia mí... y hasta hoy siento que no lo merezco. Que jamás seré digno de tu amor. Pero como ya lo hago a años, quiero intentar serlo... y por eso, te juro que ya no seré el hombre que te abandona a cada nuevo amanecer. El que te oculta y te rechaza para proteger a sus intereses y su legado. No. Yo seré el hombre que cruce el lago de fuego del infierno por ti. Seré el que clame tu nombre por los siete mares de esta tierra... seré tu esposo. Ahora, literalmente —comenzó a llorar, pero su expresión contenta no desapareció.
Al terminar sus pequeños discursos, el chamán sostuvo el contenedor con las hierbas a su frente y le entregó una caja de cerillas a Jane.
—La mujer generalmente hace los honores —le dijo y ella, apenas siendo capaz de manejar sus emociones, siguió su orientación.
Una vez el incienso ardía dentro del turíbulo, ella se lo entregó a Theodore. El fragante humo los envolvió mientras se miraban a los ojos, conversando sin decirse una sola palabra. Una vez el rito terminó, el joven chamán recogió el pote de greda y lo puso sobre el ara.
—Dhaor altek nikilakat; Dios bendiga a los casados —el religioso declaró, dando por finalizada la ceremonia. Les quitó de encima la tela roja que los cubría y mientras la doblaba, afirmó:— Este sería el momento adecuado para que intercambien alianzas. Si es que desean hacerlo, claro.
Janeth sonrió al oír la sugerencia. Del bolsillo derecho de su abrigo de piel, sacó algo que su marido no esperaba volver a ver aquel día: El anillo de zafiro que él le había entregado, de manera tan molesta y desdeñosa, después de su pelea en el jardín japonés.
—Esto te pertenece —antes que Theodore pudiera responderle cualquier cosa, ella recogió su mano izquierda y deslizó la sortija a su debido lugar, en la base de su dedo meñique—. Ahora sí... —envolvió su palma con sus dedos, para que él pudiera ver a ambos anillos y entender la importancia del momento—. Combinamos otra vez.
El escritor subió la mirada de la piedra hacia la joya preciosa que tenía al frente, e hizo lo que a veinticinco años anhelaba hacer: la besó ante varios testigos, sin sentirse asustado, sin temer a su indiscreción, y con la serenidad de saber que su satisfacción era mutua.
---
Luego de almorzar con los Onasinos, el grupo de visitantes se despidió de sus anfitriones y se dirigió de vuelta al lago Colburgue. Al regresar a la otra orilla, sus caminos se separaron y todos se fueron a sus respectivas casas. A excepción de Janeth, Judith, Lawrence y Nicholas, quienes se devolvieron junto a Theodore a la residencia Gauvain. Allí pasaron la tarde tomando té, charlando sobre los conflictos del pasado, las bendiciones del presente y sus planes para el futuro. Con el caer de la noche, ellos también se despidieron. En la casa quedaron apenas Theodore y su amada. Hasta las mucamas se habían marchado.
—Puede sonar pretencioso que lo diga, pero no deja de ser cierto; hoy ha sido el día más feliz de toda mi vida —Jane le dijo, mientras se desvestía.
El señor Gauvain, removiéndose el corbatín del cuello, le sonrió.
—No suena para nada pretencioso. Comparto el mismo sentimiento y puedo afirmar, este es el día más feliz de nuestras vidas —respondió, mientras se deshacía de su camisa y pantalón.
Como las capas de vestimenta de la dama eran superiores en número a las suyas, él decidió ayudarla a quitárselas. Deshizo el nudo de los cordones de su corsé, removió sus enaguas, el polisón, y hasta le quitó sus medias. Luego de años de relación, no necesitó preguntarle si la mano extra era requerida, lo supo por intuición, y ella le agradeció con una maravillosa recompensa: un beso cariñoso en el costado de la cabeza.
Al fin, ambos llegaron a sus ropas interiores; un negligé en el caso de Janeth, y calzoncillos largos en el de Theodore. La intima visión no era nada de sorprendente, esto debe ser dicho. Formaba parte de los incontables cuadros cotidianos que se repetían en la memoria de ambos, todas las semanas, meses y años que habían compartido juntos. Sin embargo, en ese día de luz y de amor, su valor era especial, y superior a todos los demás. Pues esta sería la primera noche que pasarían como marido y mujer.
—Te conozco a veinticinco años... ¿por qué me siento como una jovencita encaprichada de pronto? —Jane se burló de su propio rostro abochornado y de su inexplicable timidez, llevando una mano a la mejilla para sentir su calor.
—Si te hace sentir mejor, yo también estoy nervioso. Y no sé por qué. Es ridículo.
—Completamente ridículo.
—Ya nos vimos desnudos varias veces.
—Ya nos tocamos varias veces.
—Esto es absurdo.
Los dos pararon de hablar, de golpe. Se miraron, mientras trataban de contener sus risas, y la decisión no les resultó nada beneficial. Theodore carcajeó primero y se sentó en la cama. Janeth perdió su compostura seguir y soltó una risotada propia, ocultando su rostro tras su palma.
—Ya somos ancianos, ¿qué nos sucede? —el señor Gauvain se limpió las lágrimas de su rostro alegre, enrojecido por su respiración entrecortada.
—Habla por ti, yo tengo apenas treinta años.
—¿De veras? Creí que tenías veinte y algo.
Se volvieron a mirar. Se volvieron a reír. Theodore estiró su mano adelante, pero con los ojos nublados por su júbilo, no logró encontrar la de su amada de inmediato. Sin embargo, pese a esta pequeña demora lo hizo, y al atrapar su muñeca, la jaló de inmediato hacia él. Mientras ambos recuperaban su aliento, se acomodaron en la cama. Allí, se quitaron lo que sobraba de sus prendas. Janeth, como usualmente prefería sentarse sobre su cadera, así lo hizo. El señor Gauvain se dejó ser besuqueado y querido con una sonrisa contenta, y la expresión serena de un gato viejo siendo acariciado por su amo. En determinado momento sí le retribuyó todo el afecto y atención, haciéndola derretirse hacia el otro lado de la cama, dejándolo tomar control sobre la situación sin ninguna condición o reclamo.
Su noche de amor fue más corta que las vividas en su juventud, pero igual de intensa y pasional. La edad les había restado energía, pero sumado placer. Y sí, a lo mejor la lascivia desenfrenada que existía entre ambos en el pasado ya no era la misma, pero la sensualidad que sus cuerpos percibían continuaba inalterada. Para Theodore, ella seguía siendo la mujer más bella y seductora ya vista por sus ojos. Para Janeth, él seguía siendo el mismo hombre viril y encantador que había conocido a décadas, y desde entonces, el único con el que se sentía segura al ser vulnerable. Sus cuerpos habían cambiado, su predisposición también, pero su atracción era inmutable e inmortal. Sus almas incompletas seguían anhelando el momento de encajarse y sentir, por un minuto de goce mundano, el éxtasis de su unión.
En su época —e incluso en la actual— muchas personas creían que el sexo, el deseo y el orgasmo son elementos vulgares de la naturaleza humana y animal, que merecen ser ocultados tras cortinas, barridos bajo alfombras, delegados a la ignorancia. Pero esta idea es errónea, dañina y absurda. Nada debe ser más reverenciado, estimado y respetado que el placer compartido por dos almas que se aman. Theodore y Janeth lo tenían más que claro. Y podían afirmar, con total certeza, que ningún otro espíritu, vivo o muerto, lograría satisfacerlos de la misma manera que uno al otro.
En esta vida y en todas las próximas, jamás existiría un reemplazo digno para sus labios dulces, para sus toques gentiles y sus cuerpos cálidos. Estaban condenados a recordarse y extrañarse, por el resto de la eternidad.
Esto era innegable.
—Te amo, señora Gauvain.
—Y yo a usted, señor Gauvain.
----------
Nota de la autora: ¡Fin!... Bueno, al menos de este tomo. Pronto vendrá el tomo III. Ojalá hayan disfrutado esta montaña rusa extraña, y les pido que preparen los pañuelitos para el próximo libro, porque si son como yo, van a llorar jeje ^^
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro