𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟼𝟹
Merchant, 24 de agosto de 1908
Si bien Theodore jamás dejaría de escribir para la Gaceta, él había llegado a un punto de su vida en el que ya no podía seguir trabajando. Su salud estaba muy delicada y continuar en su puesto de periodista/director sería una locura.
No quería dejar atrás a profesión por la pasión que le tenía, pero reconocía que ya no poseía la misma fibra y fuerza de antes. Era tiempo de hacer algunos ajustes.
Por primera vez desde su infarto, él regresó a la imprenta. Fue recibido con semblantes asombrados, silbidos, gritos y aplausos. Le estrechó la mano a todos los que pudo, saludó a los que estaban más lejos de sí, y abrazó a Henry, al volver a verlo. Luego, llamó a sus sobrinos a su despacho y los invitó a conversar.
—Como ustedes ya saben, tengo planes de retirarme como director de la Gaceta. Y este negocio pronto quedará bajo sus manos. Seguiré siendo el dueño legal de todo esto hasta el día de mi muerte y escribiré unos artículos como periodista de tiempo en tiempo, pero mi liderazgo terminará... y mi legado será protegido por los dos. Confío en que harán un excelente trabajo. Y es por eso... —sacó de su bolso de cuero dos cajitas rojas, alargadas—. Que les traje estos regalos de buena suerte —eran dos plumas estilográficas, revestidas de oro. Al verlas, los gemelos se emocionaron y levantaron la mirada, perplejos—. Felicitaciones muchachos... ahora son los nuevos directores de este diario.
Theodore decidió no compartir aquellas noticias con sus demás empleados aquel día. Lo haría la semana siguiente, cuando el entusiasmo por verlo de vuelta ya no existiera. No quería arruinar los buenos ánimos de todos de inmediato. Pasó unas horas charlando con todos, caminando por las líneas de producción junto a su bastón, e incluso les dio dinero a los nuevos repartidores para que se fueran a comprar unos dulces en la gigante confitería que había abierto en la calle Swift.
Después llevó a sus sobrinos a almorzar. Dejó que celebraran su promoción con una sonrisa orgullosa, pero se mantuvo reservado acerca de sus propias emociones y no dejó que su tristeza se evidenciara. Aquella imprenta era, al final de cuentas, su bebé. Su tesoro. Dejarla atrás era la decisión más difícil que tomaba en su vida.
Cuando regresó a casa, no encontró a nadie más que Janeth en ella. Lawrence había salido a trabajar y Nicholas a iniciar el papeleo para transferirse de la marina al cuerpo de bomberos de Merchant —una novedad que dejó a todos sus familiares más tranquilos sobre su futuro profesional—.
La señora Durand había permanecido en la residencia Gauvain por pedido de Laurie.
—Papá puede estar mejorando, pero aún no está mejor. Él la necesita aquí —fue el argumento dado por el hombre que convenció, aquella misma mañana, a alargar su estadía en el hogar de su amante.
Ni ella, ni él sabían sobre los planes del abogado y del futuro bombero de casarlos a ambos en una ceremonia Onasina. La idea era tan rara, que ni en sus sueños más locos podrían imaginársela. Pero Lawrence estaba decidido en hacerla realidad y Nicholas, siendo un romántico empedernido, lo apoyaba con toda su alma.
¿El único problema en este plan? El anillo de zafiros que Theodore le había entregado a Janeth no había regresado a su dedo aún. En otras palabras, su relación estaba dañada y ninguno de los dos sabía cómo exactamente repararla.
Esto cambiaría aquel fatídico lunes.
El señor Gauvain, creyendo que estaba a solas —porque tenía entendido que su amada ya se había marchado— entró a la sala de su hogar y colapsó sobre el sofá, sollozando con violencia. En su desespero por llegar a casa y refugiarse en su privacidad, había entrado a la residencia con pasos rápidos, sin despegar la mirada del piso. Resultado: no vio a Jane sentada cerca de la chimenea, leyendo el manuscrito finalizado de "Fantasmas del Ayer".
—¿Theo?
Al oír su voz, él tensó los músculos de su cuello, chocó sus dientes, cerró su boca y obligó a su cuerpo a reprimir los lamentos de su espíritu. Pero ya era tarde. Ella ya había visto lo obvio.
—Estoy bien —su mano temblorosa limpió las lágrimas de su rostro, mientras la escritora dejaba las hojas que sostenía sobre la mesa de centro y se le acercaba.
—¿Qué pasó?
—Fui a la imprenta. Charlé con mis sobrinos —un tembloroso inhalo precedió su próximo anuncio:— Les dije... que son los nuevos directores de la Gaceta.
La expresión de Janeth fue de preocupada a compasiva, en un pestañeo.
—¿Te vas a retirar?
—Sí... ya es hora. Mi salud ya no me permite seguir adelante. Voy a seguir escribiendo algunos artículos, pero... ya no seré el líder del negocio —con la misma mano que se había secado la cara frotó su rodilla lesionada, antes de atreverse a girarse hacia su amante y mirarla a los ojos. Sabía que hacerlo apenas aumentaría sus ganas de seguir sollozando, pero ahogarse en sus lágrimas era mejor a ignorar su presencia—. Ellos se encargarán de todo a partir de ahora.
Los dedos delgados de Janeth tocaron su mejilla. Acariciaron su piel al deslizarse hacia su oreja, a sumergirse entre los mechones gruesos de su cabellera. Jalaron su cabeza hacia ella. Theodore entendió aquello como una invitación para abrazarla y dejar de lado cualquier pretensión de fortaleza. Se entregó a la escritora sin reclamos.
—Has hecho un excelente trabajo y lo sabes. Todos estamos muy orgullosos de ti.
—Hice mi mejor, y estoy contento con el resultado... pero voy a extrañar mi trabajo. Voy a extrañar mi imprenta.
—Sigues siendo el dueño. Puedes ir a visitarla cuando quieras.
—Lo sé... pero no será lo mismo.
Janeth no le respondió nada. Sabía que ninguna palabra lo reconfortaría en aquel momento. Por eso lo sostuvo y dejó que se apoyara en ella, como a décadas lo hacía.
Cuando él encontró fuerzas para apartarse, ella corrió los dedos por su cabello nuevamente y lo acomodó sobre su cabeza. Él sonrió, pero no por mucho tiempo. Cualquier gesto de cariño ofrecido por la dama lo hacía recordarse de su rechazo en el jardín, y enfriaba a la calidez reconfortante que lo envolvía. Su rostro alegre se perdía en medio a sus contemplaciones. Su buen humor se desvanecía.
—Voy a... —se levantó del sofá—. Voy a la cocina, a buscar algo que comer. Aún no he almorzado.
—Las chicas hicieron carne de cordero —mencionó a las cocineras—. Según lo que me dijeron, les quedó delicioso.
—Veamos si eso es cierto —él bromeó, le dio una sonrisa desanimada y se volteó a la puerta.
—Ehm, Theo...
—¿Si? —se detuvo y la volvió a mirar.
—¿Puedo acompañarte?... ¿O prefieres comer a solas? —ella se quitó sus lentes de lectura del rostro. El señor Gauvain, sin saber qué hacer, abrió la boca sin un motivo claro para hacerlo. La movió, sin decir nada y apuntó al comedor. Janeth percibió su incómodo y sacudió la cabeza—. Olvídalo. No te quiero molestar.
—No... —dijo y cerró los ojos, frunciendo el ceño—. No, ven conmigo... Ehm... ¿Ya has almorzado?
—No, aún no. Estaba ocupada revisando el manuscrito. Ya está prácticamente listo, solo falta escribir las dedicatorias.
—Entonces ven —se convenció a sí mismo de que era una buena idea, molesto con su propia molestia. Pese a su rechazo, Janeth seguía siendo la mujer que más amaba y una de sus mejores amigas. No sería correcto negarle su compañía, aunque esta lo entristeciera. La escritora suspiró y se levantó. Lo tomó del brazo y lo siguió a la cocina. Al verlos juntos, las empleadas alzaron sus cejas con evidente interés, pero no dijeron nada. Parecían ya saber que ambos eran una pareja—. ¿Señorita Sutton? —él llamó a la cocinera más cercana—. ¿Podría servirnos dos platos de carne de cordero?
—Claro, señor Gauvain. Le hubiera puesto la mesa si supiera que vendría aquí a almorzar. Pensé que pasaría la tarde en la imprenta.
—Sí... cambié de planes a última hora. Lo lamento por el inconveniente.
—No, no se disculpe señor —ella insistió y le hizo una seña a sus ayudantes para que prestaran atención—. Vayan a poner los cubiertos y el vino a la mesa, yo llevaré los platos —enseguida, miró de nuevo a su patrón—. Pueden ir a esperar en el comedor.
—Gracias —él sonrió con aprecio y junto a Janeth hizo lo sugerido por la empleada.
Ambos se sentaron en la mesa mientras la loza era acomodada a su frente. Su amante esperó a que las sirvientas se fueran para estirar su mano hacia el vino y servirles a ambos unas copas. Theodore bebió la mitad de la suya en cuestión de segundos y ella no lo culpó. Si estuviera tan estresada como él, haría lo mismo.
—¿Nicholas te contó que pedirá su transferencia al cuerpo de bomberos?
—¿Hm? —él la miró—. No... no lo hizo.
—Fue a solicitar su cambio hoy. Seguirá trabajando en el agua, pero en operaciones de rescate cercanas a la costa. Ya no tendrá que hacer viajes mar afuera.
—Eso es un alivio de oír. La idea de que muriera de la misma manera que su hermana siempre me aterró —el hombre confesó de golpe, tomando a su amante de sorpresa—. Al menos aquí estará más cerca de la ayuda médica, caso algo llega a suceder. Dios espere que no.
Silencio. Janeth agarró su mano y la acarició.
—Él estará bien.
—Lo sé —respiró hondo—.Pero soy su padre, no puedo evitar preocuparme.
Los platos con su almuerzo llegaron. La escritora soltó su mano de inmediato al ver a la cocinera aparecer en la puerta y él miró a su palma vacía con desagrado y tristeza. ¿Por qué tenían que seguir ocultando una relación que casi todos sus conocidos ya sabían, existía? Hacerlo en su propio hogar, más encima, era el colmo. Estaba cansado de fingir que no amaba a Janeth. De ver como el miedo estremecía su silueta todas las veces que pensaba, alguien los estaba mirando. De saber que, en el fondo de su alma, ella también ya se había hartado.
La cocinera se fue. Jane recogió sus cubiertos. Él desvió sus ojos de su propia mano y los pegó a ella.
—¿Y qué hay de nosotros?
—¿Qué? —ella paró de cortar su carne para prestarle atención.
—Nicholas estará bien... ¿y nosotros? ¿Estaremos bien algún día?
De esta vez, su sorpresa no la atacó sola. Junto vino su culpa, lista para darle la golpiza de su vida.
La escritora no podía decir que se arrepentía por negar su propuesta de matrimonio. Como ya se sabe, tenía una multitud de motivos para hacerlo. Pero no podía sentirse tranquila o complacida por su decisión tampoco. Amar a alguien y querer hacerle bien a veces son emociones contradictorias.
—Mi corazón nunca dejará de ser tuyo, Theodore. Aunque mi mano no la sea —ella le dijo, con simple y cruda sinceridad—. Así que espero que sí.
Él exhaló, cansado, recogió su tenedor y se puso a comer. Jane pensó que la conversación se había muerto ahí y que él había ignorado su respuesta, hasta verlo recoger la botella de vino y llenar de nuevo sus copas. El gesto fue pequeño, pero ella lo percibió por lo que era: una aceptación de sus palabras.
Unos tres minutos se pasaron y escucharon voces viniendo de la sala, junto a pasos acelerados y una risa alegre. Por el tono, supieron que era Nicholas.
—Buenas tardes, papá, señora Grant —los saludó al entrar al comedor, usando el seudónimo de Jane para no confundir a la sirvienta que lo acompañaba, y que le traía el postre a la pareja.
—Buenos... ¿qué haces aquí tan temprano?
—Ya entregué el papeleo para cambiarme al cuerpo de bomberos y tuve bastante suerte. ¿Saben con quién me encontré en la Casa de Gobierno? Al capitán Gabriel Winston.
—Conozco a ese nombre —Theodore frunció un poco el ceño.
—Trabajó para usted en la imprenta como repartidor, cuando era pequeño. Me dijo que fue uno de los niños que usted rescató en Hurepoix. Al oír mi nombre, se me acercó y me contó su historia... y pidió que yo les agradeciera, a ustedes dos, por haberlo ayudado a salir de las calles.
—¿Él se convirtió en bombero? Vaya... —Janeth dijo, enorgullecida.
—Así es, y cuando le conté que estaba tratando de transferirme de la marina al cuerpo de bomberos él prometió ayudarme. Con la condición que lo dejara venir aquí, a darles las gracias en persona —Nicholas señaló a la puerta—. Capitán, puede entrar.
Al ver al hombre cruzar el umbral, ambos Theodore y su amante se levantaron de sus asientos.
—Buenas tardes —el sujeto les sonrió, al detenerse al lado de Nicholas.
Los bomberos de las Islas de Gainsboro, así como las otras subdivisiones de las fuerzas armadas, también tenían un uniforme estandarizado. La gran diferencia es que sus trajes no cambiaban de tono de color de acuerdo a su posición en el escalafón, como ocurría con las otras ramas de las FA. Esto es porque todos usaban gabardinas largas de cuero —un material resistente al fuego— por encima de sus uniformes negros. Para identificarse, tenían insignias en sus brazos con su rango y su nombre. En su casco plateado, usualmente llevaban el número de su compañía. La del capitán Winston era la 03, conocida por ser la primera de Merchant especializada en accidentes náuticos y ahogamientos.
—Un placer volver a verte, mi caro —Theodore caminó hacia el bombero y en vez de estirarle la mano, se saltó las cortesías y lo abrazó.
Janeth lo siguió.
—Dios, como has crecido. ¡Y te has vuelto muy apuesto, además!
—Pues gracias, señora —el oficial se rio, mientras el señor Gauvain se apartaba y le daba espacio a la mujer para abrazarlo también.
—¿Cuántos años tienes? Me cuesta recordar.
—Jane...
—Treinta y dos —Gabriel contestó, de buen humor.
—¿Y ya eres capitán de tu compañía? —Theodore alzó las cejas.
—Así es. Y pronto seré el jefe de su hijo, señor. Si todo sale bien.
—Lo saldrá, sin duda —él señaló a la mesa—. Siéntate, por favor. Nicholas, ve a la cocina a pedir que nos sirvan té.
El capitán se quitó el casco e hizo lo solicitado, mientras el hijo menor del periodista salía del comedor. Dejó el objeto sobre la mesa y corrió una mano por su cabello negro, alborotado y algo sudado, peinándolo hacia atrás.
—No me puedo quedar por mucho tiempo, pero quise venir aquí a agradecerles, a ambos usted y a su señora, por la ayuda que me prestaron cuando era un niño.
—No es necesario...
—No, sí lo es —Gabriel sacudió la cabeza y silenció al más viejo—. Sabe, señor... en los últimos años, he pensado mucho en mi infancia y en mis días en el orfanato, en la calle. Especialmente desde el fin de la guerra de pandillas —se quitó el guante blanco que resguardaba su mano derecha y para el espanto de sus anfitriones, dejó a muestras las centenas de cicatrices que tenía en su piel—. Tuve que combatir un fuego en el barrio latino en el febrero sangriento de 1900... —mencionó a la época de las barricadas que prosiguieron la muerte de Frankie Laguna—. Y salí bastante herido. Fue un milagro que no muriera. Pasé dos meses y medio en cama, y mientras me recuperaba, contemplé mucho todos los otros milagros que habían ocurrido en mi vida... me di cuenta entonces de que nunca les di las gracias a ustedes, por todo el bien que me hicieron. Pensé en decirle algo en mayo de ese año, cuando el alcalde le entregó la Estrella de Honor Republicana, pero no pude. No tuve el coraje de acercarme. Creí que usted no me recordaría.
—Claro que me recuerdo de ti. Tenías dieciocho cuando te fuiste de la imprenta, ¿no?
—Sí. Así es —Gabriel le volvió a sonreír—. Me quería meter a la academia de policía, pero usted me convenció a entrar a la de bomberos. Una decisión muy acertada, considerando lo que pasó en los años posteriores. Me hubiera muerto en las barricadas si no hubiera seguido su consejo. Y nunca hubiera llegado a mi actual cargo de capitán —Nicholas regresó mientras el hombre terminaba de hablar y se sentó en el lado opuesto de la mesa. Al verlo, hizo una mueca extraña y añadió:— ¡Ah! ¡Por un momento se me olvidó agradecerle también por su ayuda en ese 26 de febrero! El coraje que usted tuvo de entrar a edificios en llamas y rescatar a civiles fue ejemplar.
—¿Él hizo qué? —Janeth soltó su tener y miró a su amante, perpleja.
—No fue nada...
—Salvó a unas treinta personas, señor. No calificaría eso como "nada" —el bombero resaltó y Theodore dio de hombros.
Gabriel les siguió dando detalles a los demás presentes sobre las hazañas del señor Gauvain, mientras este, recordando los hechos mencionados por el hombre, masticaba su comida en silencio. Ahora que escuchaba a alguien más relatar su historia, él se daba cuenta de lo suertudo que fue al no morir ese día. No sabía hasta hoy porque Dios lo había mantenido vivo, pero tenía claro que lo hizo por algún buen motivo. Considerando el contexto de todas las situaciones narradas por el capitán, era evidente que había caminado por el valle de la sombra y de la muerte, y sobrevivido para comprobar el poder divino —porque sin duda su escape de aquel terror había sido celestial y milagroso—.
Mientras mascaba, sentía que Janeth lo estaba observando, cada vez más recelosa. No importaba que los días de las barricadas hubieran sido dejados en el pasado, la posibilidad de haber perdido a su gran amor aún vivía. Y eso era lo que más la asustaba. Recordar el desespero que sintió al ver a Theodore en su puerta, herido y asustado, estrujó su pobre corazón de manera violenta.
Para cuando el bombero se retiró de la casa, ella aún no había recobrado el control sobre sus emociones internas, y su mirada perdida y semblante pálido lo comprobaban.
—Me voy a ir a acostar... —el señor Gauvain anunció, llevando una mano al pecho.
—¿Estás bien? —Nicholas preguntó, preocupado.
—Sí, sí... solo cansado. Y me duele un poco el esternón, pero el doctor Allix dijo que eso sería normal.
—¿Quieres que te llevemos arriba?
—No, no es necesario —se levantó de la mesa y besó la frente de Jane, antes de pasar por detrás de su silla y la de su hijo, a quien le sacudió la cabellera—. Si no me despierto para la cena, por favor, vayan arriba y háganlo por mí.
—Sí, señor —Nicholas respondió, mientras él se marchaba—. Es tan raro verlo así, ¿no?
—¿Hm? —Janeth pestañó, dejando de lado su abstracción, y miró al muchacho.
—Dije que es raro verlo cansado. Me acuerdo de los días en que pasaba horas lejos de casa, recorriendo esta ciudad de punta a punta, buscando una nueva historia que contar en la Gaceta... y ahora un paseo corto lo agota. Es extraño. Y triste.
—Concuerdo en que es triste, pero no me resulta extraño. Él siempre ignoró su cansancio y priorizó su trabajo, sus amores y su familia. Sacrificó su paz y tranquilidad para evidenciar el sufrimiento ajeno y cobrar justicia en nombre de aquellos que no podían. Para bien o para mal, su extenuación fue aumentando y aumentando, con cada nuevo día de batalla. Era inevitable que algún momento colapsara... Aunque confieso que siempre creí que su caída sería relacionada a sus dolores articulares, en especial su rodilla. No tenía idea que su corazón sería el responsable de ella.
—Él me habló sobre el problema que tuvo con su rodilla —Nicholas admitió—. Y bueno, con sus pastillas e inyecciones para el dolor. ¿Cree usted que su adicción sea un problema recurrente, como él lo afirma?
—Sí... sé que lo es, porque ha estado a punto de recaer en sus vicios muchas veces.
—Pero no lo hizo.
—No. Todas las veces que siente que lo hará, viene corriendo a mi casa y pasamos unas horas juntos, hasta que su mente se tranquilice —ella reveló y bebió un poco de vino.
—¿Y cómo lo hace? ¿Cómo tiene tan buen autocontrol?
—Bueno, él le hizo una promesa a su hija y a mi hija; que Dios las tenga; que nunca más volvería a tocar sus pastillas o sus inyecciones. Y la ha cumplido... desde febrero de 1900.
—¿Esa fue la última vez que...? —divagó.
—Sí. Al menos, que yo sepa —Janeth dejó su copa de vino sobre la mesa.
—Él también me habló sobre lo ocurrido con mi tía —Nicholas bajó la voz e intentó ser lo más discreto posible, al tocar el delicado tema—. Me imaginó que eso debe haber sido un golpe bajo para usted.
—Lo fue. Pero ya no le guardo rencor a ninguno de ellos por lo que pasó. Yo acababa de perder a mi hija y Theo era muy cercano a ella. Estuvo de luto conmigo. Y cuando comenzamos a aceptar esa pérdida, el terrible accidente de tu hermana sucedió... Él perdió a Caroline en el 10 de julio de 1892, y a Eleonor, Charles y su nieto en el 22 de agosto de ese mismo año.
—Espera... ¿nieto?
—Tu hermana estaba embarazada cuando el velero se dio vuelta.
Nicholas pestañeó, perplejo, y su boca se desplomó.
—No sabía eso.
—Pocas personas lo hacen.
—Entonces fue por eso que Chuck y Eleonor querían tanto apresurar la boda, no por la eventual muerte del señor Fouché.
—Exacto. Y te debes imaginar ahora el real tamaño del arrepentimiento de tu padre, después del fallecimiento de ambos.
—Debe haber sufrido bastante.
—Y aún lo hace. Es por eso que siempre he intentado perdonar sus equívocos y manejar su humor cambiante con paciencia y resignación —movió su cabeza como si estuviera asintiendo, pero con poco entusiasmo—. Entre su luto, sus vicios, su personalidad fuerte y su salud frágil, él vive en una agonía constante... Agonía que comparto, claro, porque a pesar de sus imprudencias reprochables y sus acciones cuestionables, sigue siendo la otra mitad de mi alma. Mientras él sufra, yo lo haré. Es inevitable. Pero quisiera... quisiera poder cargar con todo su dolor. Quisiera poder ayudarlo a sentirse menos exhausto y solo.
—Usted sabe que podría —Nicholas comentó, con un tono críptico.
Jane comprendió el mensaje detrás de sus palabras al instante. Si accediera a ser su esposa, Theodore sin duda se sentiría mejor.
—Podría... Pero "poder" y "deber" son dos verbos muy distintos.
—Entiendo su recelo y sé que es justificado. Pero quisiera que usted me escuchara, por unos breves minutos y que contemplara solución a este dilema que ambos yo y Lawrence creemos podría funcionar para todos.
La escritora frunció el ceño, confundida.
—¿Solución?
Nicholas concordó y se dispuso a explicarle todo el plan que él y su hermano habían teorizado. Organizarles una boda en un asentamiento Onasino y declararla legal a través de la notaria de la Casa de Gobierno.
—Ningún Merchanter se enteraría de esto. Su unión sería secreta. Solos nosotros y un chamán sabríamos al respecto.
Janeth se inclinó adelante, apoyó su codo en la mesa y el mentón en la mano. Se veía contemplativa, y lo estaba. Este acuerdo podría funcionar.
—Pero yo y tu padre tendremos que vivir juntos después de firmar nuestra unión civil.
—No necesariamente... a diferencia de un certificado de matrimonio, el certificado de unión civil no demanda que los involucrados vivan juntos. Pueden hacerlo, pero no es obligatorio. Apenas garantiza derecho a pensión, peculio, seguros de salud, etcétera.
—¿Y ambos están absolutamente seguros de que nadie más que nosotros lo sabría?
—Lawrence fue el que sugirió esta idea. Si él dice que es una vía segura, le creo. Y también debería usted.
—¿Puedo al menos pensarlo?
—Claro... Solo tenga en mente que mi padre está débil y que su tiempo en la tierra puede estar agotándose.
—No digas eso.
—No le voy a mentir —él afirmó, para el disgusto de la señora—. Considérelo con calma, pero no desperdicie los días valiosos que nos restan. Es mejor arrepentirse de un error, que pasar el resto de la eternidad en duelo por lo que nunca fue.
Y con estas palabas Nicholas se levantó, recogió parte de la loza sucia y se marchó a la cocina. Jane, impactada por el dicho, miró al anillo de zafiro que llevaba en el dedo con cierta angustia. Sus sentimientos demandaban que se olvidara de sus miedos pasadas y se lanzara a la nueva e idílica vida que le aguardaba. Su lógica y su experiencia, le rogaban que fuera sensata y realista. ¿A cuál dirección debería su alma seguir? ¿La de los sueños y esperanzas, o la de los recuerdos y aflicciones?
Estas dudas ya las perseguían a tiempos, pero nunca antes fueron seguidas de semejante pregunta: ¿De qué le serviría tanta cautela si su amado se despertara muerto?
El mero pensamiento la hizo tomar su decisión ahí mismo, sentada en aquella mesa.
Cuando el muchacho regresó, junto a una empleada, ella le hizo una seña para que se quedara mientras la mujer trabajaba.
—Acepto la propuesta, con una condición.
—¿Cuál? —él indagó, aliviado.
—Quiero ser yo la que converse con tu padre al respecto. Él merece que así lo sea.
—De acuerdo.
---
Theodore durmió por un par de horas, despertándose antes del atardecer. Al abrir los ojos pensó que estaba solo, pero enseguida sintió la respiración de Jane tras su espalda y aceptó con gusto su equivoco. El brazo derecho de la mujer envolvía su torso y su mano acariciaba su pecho con movimientos lentos y sutiles. En la habitación, nada más se movía. Los últimos rayos del sol iluminaban parte de la pared, pintando todo con todos dorados y ocres. Si el paraíso existiera en la tierra, él sabía que sin duda era allí, bajo el amparo del ángel que por décadas amaba y que no sabía cómo había logrado mantener cerca hasta ahora.
—¿Theo? ¿Estás despierto?
—Hm —concordó, tragó saliva y se volteó. Para su alegría, el brazo de Jane no dejó su posición, apenas se acomodó—. ¿Ya es la hora de la cena?
—No, aún no... pero necesito hablar contigo.
—¿Algo grave pasó?
—No. Tranquilo —dio unas palmadas suaves en su pecho—. No tengo ninguna mala noticia que darte... sino una buena.
—¿Buena?
Ella sonrió, con los ojos vidriosos.
—Acepto.
Por su sueño, Theodore se demoró en entender el significado de aquella palabra.
—¿Aceptas?... ¿Qué aceptas?
Jane señaló con sus ojos a la mano que descansaba sobre el esternón del señor Gauvain. Específicamente, al brillante anillo de zafiro por él regalado.
—¿Qué...?
Él no terminó de hablar. La respuesta al fin encajó en su mente y su ceño fruncido por su confusión se arrugó aún más por su emoción.
—Lawrence y Nicholas encontraron una manera de que nos casemos, sin que nadie se entere... a través de una boda Onasina.
—Tú estás...
—Contactaron a Griffin y confirmaron que sí nos podemos casar bajo sus costumbres, por ser "miembros honorarios" de su comunidad. ¿Te acuerdas de las sortijas que Wairu nos dio en 1900? Esas son las que nos da el privilegio de...
—Jane —la detuvo—. ¿Estás implicando lo que crees que estoy implicando?... ¿Te quieres casar conmigo?
Ante la incredulidad de Theodore, ella dejó que sus primeras lágrimas cayeran.
—Siempre he querido. Solo no podía.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—El hecho de que nuestras carreras no estarán amenazadas de esta vez. Podremos ser marido y mujer legalmente, pero sin tener que decirle a toda Merchant que lo somos. Nuestra privacidad estará protegida... Podré ser tuya sin hacerte daño.
El señor Gauvain cubrió su delicada mano con su propia palma, de piel gruesa y seca.
—Nunca me harías daño.
—Pero mi pasado sí. Por más que yo lo haya dejado atrás, temo a que regrese. Temo a que te destruya. Por eso le dije que no a tu propuesta. No fue por falta de amor, o de querer... ¡Te quiero más que al aire que respiro! ¡Te deseo más que a cualquier otro hombre que haya tocado en mi vida!... ¡Te amo a pesar de mi lógica y mi razón! —a su lado él se rio. No por encontrar su discurso melodramático, sino por compartir los mismísimos sentimientos, y por encontrarse profundamente tocado por sus palabras—. Pero la pregunta que más importa es... ¿Qué le dirás a mi propuesta? ¿Aceptarías casarte conmigo? ¿Me perdonarías por haberte rechazado? ¿Por haberte causado el peor de los malestares y la más cruel de las decepciones?...
—Contigo me casaría hasta las planicies ardientes del infierno —la cortó—. ¡Claro que acepto! Tendrás mi "sí" por el resto de la eternidad.
—¿Lo dices en serio?
—Serísimo.
Conmovida, aliviada y completamente enamorada del escritor, ella hizo lo que más le encantaba hacer en la vida: se subió sobre él y atrapó su cuerpo entre sus piernas, para así llenarlo de besos, acariciar su mandíbula áspera y probarle, con todo su entusiasmo, que lo amaba.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro