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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟼𝟶

Merchant, 19 de agosto de 1908

Por la severidad del cuadro médico de su padre, Nicholas decidió que renunciaría a su empleo en la armada. Con su entrenamiento y con sus conocimientos adquiridos, podía conseguirse un empleo trabajando en el barco rompehielos del lago Colburgue, como capitán de barco pesquero en el puerto, o incluso en el sector administrativo de la escuela naval. Pero ya no estaría en servicio activo. No quería viajar más por el mundo. Deseaba quedarse en Merchant y pasar el resto de los días del señor Gauvain junto a él.

—No quiero ser la causa de tu disgusto, hijo. No necesitabas renunciar a tu servicio por mi culpa. Estoy bien.

—No, no lo estás el muchacho lo contradijo —Estás pésimo. Temo irme de aquí y nunca despedirme de ti, así que me quedo. Es mejor.

—Pero...

—No discutamos, por favor. Esto no es un sacrificio para mí. Quiero quedarme por aquí. Y no sé por qué reclamas, cuando deberías estar contento. Nunca quisiste que fuera parte de la armada en primer lugar.

—No quería que fueras expuesto a la maldad de mercenarios y a los crímenes bárbaros que ellos comenten.

—Lo sé... y tenías razón al intentar protegerme.

—¿Tenía razón?...

Nicholas, quién estaba de pie cerca de la ventana, mirando a la calle abajo, se volteó para mirar a su padre, acostado en su cama. En sus ojos claros, Theodore encontró una tenebrosidad inédita. Una angustia oculta, pero real, que lo asustó al punto de hacerlo revigorarse y sentarse sobre el colchón, a prestarle más atención.

—Mis colegas en el STS Royale no eran los sujetos más cuerdos del mundo —el joven mencionó al barco al que había habitado por los últimos meses, como suboficial—. A mediados de febrero, tuvimos una batalla contra unos Piratas y capturamos algunos de ellos. Nuestro protocolo nos obligaría a llevarlos a tierra, para que fueran juzgados de acuerdo a sus crímenes y encerrados en la prisión adecuada. Pero claro, en el mar, las leyes de los hombres civilizados no se aplican.

—¿Qué les pasó?

Nicholas cruzó los brazos y desvió la mirada. No tan solo aparentaba lamentar los eventos que recordaba dentro de su cabeza, sino que también se veía asqueado y atormentado por todo lo sucedido.

—Les dislocaron los hombros y fueron colgados en la proa de sus muñecas.

—Dios santo...

—Cuando llegamos al puerto, después de navegar el mar de Diamantes por unos días, la mitad de ellos había desaparecido. La otra mitad, muerto. Y hubo uno cuyo cuerpo fue tragado por el mar, pero sus manos... sus manos quedaron atadas al barco —aclaró la garganta y caminó hacia la mesa de noche, a servirse un vaso de agua—. Todo esto dicho, creo que es claro por qué no volveré.

Theodore esperó a que terminara de beber para pedirle un sorbo.

—Lo lamento. Nunca quise que fueras testigo de una escena tan bárbara.

—Lo sé... y en retrospectiva, debería haberte hecho caso. Nunca debí enlistarme. La vida en la armada no fue hecha para mí —el periodista tragó el agua y dejó el vaso sobre el velador, mientras Nicholas se sentaba en el borde de la cama, a preguntarle:— Papá... ya me he leído todos tus libros, y los libros que la señora Janeth ha publicado. Me sé todas sus historias de memoria. Pero confieso que, pese a que me encanten, siempre creí que casi todas sus escenas sangrientas eran ficticias. Pensaba que ustedes habían dramatizado sus experiencias al máximo para poder hacerlas sonar más interesante al público. Pero luego de pasar tanto tiempo en la marina y de ver tantas cosas horrendas...  me pregunto si estaba equivocado. Nunca hablamos sobre ello, pero... necesito saber... —cruzó los brazos—. ¿Cuántas de las cosas que has escrito son reales?

Theodore respiró hondo. Miró a su hijo con preocupación. Mordió su labio inferior y se arrancó un pedacito de piel.

—¿Me creerías si te dijera que todo lo es?

El marinero frunció aún más el ceño. Las esquinas de su boca se curvaron abajo.

—Sí. Pero cómo... ¿Cómo has podido dejar eso atrás? ¿Cómo has superado todas esas tragedias?

—No he podido —dio de hombros y sacudió la cabeza—. No he sido capaz de dejar nada de lo que me sucedió atrás y no sé si el día llegará en el que logre hacerlo. Pienso en la muerte de mi padre, madre, de mis hermanos, todos los días. Pienso en las centenas de obreros que vi morir en las barricadas, todos los días. No es algo que alegra, pero no puedo evitar hacerlo. Me lavo el cuerpo, pero mi memoria sigue sucia. Me cambio la ropa, pero sigue empapada de sangre. Quisiera poder decirte que la culpa por haber sobrevivido se va... pero no te mentiré, no lo hace.

—¿Y las pesadillas? ¿Paran?

—Con suficientes pastillas para dormir, sí.

Nicholas se rio, pero no por encontrar la respuesta divertida, sino por estar nervioso y por entender que la situación era espeluznante.

—¿No hay otra opción?

—Escribir. Leer. Dibujar. Pintar... expresar tu dolor en el arte. Ayuda a soportar el peso de esos recuerdos. Y vale más la pena que hacer lo que yo hice: perderte en adicciones sin sentido.

—Tuviste problemas con las ampollas de cocaína, ¿no? Me acuerdo de algunas cosas que mamá contó sobre ello.

—Aún tengo un problema con ellas. Siempre lo tendré —aclaró, algo avergonzado.

—Al menos ahora hay la Ley de Pureza de Medicamentos, cosa que antiguamente no había.

—Eso no sirve de nada, solo para generarle más lucro al Estado. El Laboratorio Farmacológico Nacional ha ganado millones desde que los productos genéricos fueron prohibidos. Y peor, esa Ley dio vía a que ahora ese tipo de productos sean vendidos ilegalmente por criminales. La Hermandad de los Ladrones, por ejemplo, ha mantenido a las Mopper Houses abiertas. El consumo de opio no ha terminado, solo se ha vuelto más complejo de solucionar, porque ahora los tenemos a ellos gestionando todo el problema —Theodore explicó y tosió un poco. Este era uno de los efectos secundarios de su angina—. Nick... ¿te puedo confesar algo?

—¿Sí?

—Sabes que tengo contactos con algunos de esos hombres. Sabes que podría ir ahora mismo a comprarme unas ampollas de coca.

—Sí.

—Te juro que a veces quiero... anhelo hacerlo. Me acuerdo de todo lo horrible y de todo lo peor que ya me ha pasado, de todo lo que he hecho y de lo que algún día tendré que hacer... y el remordimiento me consume. Se vuelve todo en lo que pienso. Y ahí quiero volver a usarlas. Pero cuando las ganas de hacer algo así de estúpido me dominan, me obligo a recordar que no puedo. Que no debo. Por ti, tu hermano, tus primos, por Janeth... tengo que quedarme sobrio. Tengo que salir del fango de malas memorias, dejar el pasado atrás y seguir adelante, con el mentón en alto y la mente clara. Y eso es lo que yo te recomendaría... —respiró hondo—. Por más difícil que hacerlo se vuelva, solo sigue viviendo. No te entregues a la miseria crónica, a adicciones, a vicios... no vale la pena. Recuerda que tu sobreviviste y los demás no. Y por eso debes aprovechar la oportunidad que Dios te dio de seguir aquí, en este mundo, y hacer que ese milagro valga la pena —Theodore apuntó arriba y en su voz se hizo evidente cuán delicado e importante el tema era para él—. Eso incluye a la gente que mastate, o que dejaste morir. Si tú aún respiras, aprovéchalo en su lugar.

—Entiendo —su hijo respondió, conmovido, y comenzó a jugar con el anillo que llevaba en el meñique. Ambos hicieron una breve pausa para calmar sus corazones y apaciguar sus sentimientos. Pero la conversación estaba lejos de acabar; el marinero aún tenía algunas dudas que aclarar—. ¿Papá?

—¿Sí?

—Alguna vez... —tragó en seco—. ¿Alguna vez mataste a alguien? ¿En las barricadas?

Theodore, sorprendido por su osadía, se demoró un poco en contestar:

—Yo... no lo sé. Creo que sí. A lo mejor, sí —miró a la ventana, huyendo de los ojos intrigados de Nicholas—. Herí a muchos hombres, eso es cierto, pero dentro de lo posible intenté mantenerlos vivos... nunca le di a nadie en la cabeza. Les disparé en el brazo, en la pierna, en el torso, en los hombros. Pero nunca en la cabeza.

—Pero ¿nunca viste a nadie morir? —rehízo su pregunta—. ¿Por tu culpa?

Otra vez, al periodista le costó desenmarañar sus pensamientos y entregar una respuesta rápida y concisa.

—Sí... sí hubo un sujeto al que vi morir. Mejor dicho, al que dejé morir. No lo maté, pero... tampoco lo rescaté de la muerte cuando pude. Y no fue en las barricadas, sino fuera de ellas.

—¿Y quién fue?

El señor Gauvain frunció el ceño y pestañeó, imaginándose la escena en su mente. Luego, miró a su hijo.

—Connor Martin Lewis.

—Huh... ese nombre me suena familiar.

—Debes conocerlo. Él era un escritor y terrateniente famoso antes de morir. Escribió "Crónicas Sureñas".

—Ah, sé quién es. Leí ese libro en el colegio —el muchacho se dio cuenta y su pasmo aumentó—. Pero ¿qué le sucedió?

Theodore soltó un exhalo largo y su semblante se volvió más austero y resentido.

—Bueno... empecemos por el hecho de que Connor era un antiguo amigo mío y fue muy cercano a mí, años atrás. Lo conocí poco tiempo después de mi boda con tu madre, y junto con René Pelletier, lo llegué a considerar uno de mis mejores amigos. Bebíamos juntos, íbamos de caza juntos, yo le mandaba algunos de mis manuscritos que nunca publiqué, él me mandaba los suyos... Éramos muy unidos. Pero dejamos de hablarnos por un tiempo, después de que Eleonor naciera. No fue por ninguna pelea o discusión, solo nos distanciamos porque vivíamos en ciudades distintas y nuestras vidas tomaron caminos diferentes.

—Cosas que pasan.

—Exacto... pero lo reencontré durante la temporada de caza en Hurepoix, en 1895. Iba acompañado de Janeth. Los dos estábamos de vacaciones y le insistí que fuéramos a celebrar el Samhradleum, que es un festival anual de la cerveza llevado a cabo por los habitantes del poblado. Cuando lo vi, lo saludé con cordialidad y charlamos un poco, con gusto. Pero así que él se fue, yo me volteé a Janeth y noté que ella estaba completamente asqueada por su presencia... Resulta que él fue uno de sus "clientes" —hizo un gesto con las manos—. Y lo llamo así, pero no creo que siquiera merezca ese título —soltó una risa áspera—. Él fue uno de los hombres que la... fue un... —respiró hondo—. Mierda. Odio hablar sobre esto.

—Tómate tu tiempo.

Y eso el periodista hizo.

—Connor fue uno de los bastardos que la agredió, de una manera que ninguna mujer, independiente de su situación social, o moral,  merece ser agredida.

Nicholas se demoró unos segundos en comprender las implicaciones que aquellas palabras.

—O sea que... ¿la violó?

Theodore bajó la mirada y asintió. Toda la rabia que sentía hacia el maldito infeliz y los otros degenerados de su estirpe calentó su sangre, haciendo que su rostro se enrojeciera y sus venas saltaran en su cuello. Se veía muy distinto al tranquilo y pacifico señor Gauvain. Ni parecía que había tenido un infarto a unos pocos días; por su expresión, estaba listo para el combate. No importaba que el sujeto de su conversación ya estuviera muerto a años. Si pudiera, lo reviviría solo para verlo morir de nuevo.

—Sí... lo hizo.

—¿Y a él qué le pasó? ¿Cómo falleció?

El periodista volvió a mirar a su hijo.

—Yo y Jane estábamos visitando las ruinas del castillo de Gainsborough cuando oímos sus gritos resonar en la distancia. Seguimos su voz y lo encontramos entre los árboles, vestido con su traje de caza, siendo atacado por un oso Carya, que son comunes en la región. Yo estaba armado, pero en vez de levantar mi arma y disparar, me quedé quieto... y observé cómo él era laminado como un pernil por las garras de esa criatura. No logré sentir ninguna empatía por él después de enterarme de lo que hizo. Janeth fue la que tomó las riendas de la situación. Después de ver que yo no reaccionaba, y que no lo haría nunca, agarró mi rifle y mató al animal ella misma. Pero para entonces ya era tarde, Connor ya se estaba desangrando. Y murió menos de una hora después. 

—¿Te arrepientes de lo que hiciste?

Theodore alzó una ceja.

—¿Te arrepentirías tú?

—No —el marinero respondió, al instante—. No en este caso —luego, hizo una pausa en la conversación. Miró al velador de su padre y se sorprendió al ver que el hombre había enmarcado, en un pequeño cuadro, a un dibujo de él acompañado de Janeth. Por lo difuminada que estaban las líneas, asumió que debía ser ya bastante viejo—. La señora Durand ha sufrido mucho, ¿no?... Conversé con ella el otro día, cuando llegó aquí en casa, y yo le preparé un té para calmarla. Pedí que me contara la verdad sobre la relación de ustedes. Pero no creo que estaba preparado para oír la mitad de las cosas que ella me contó. Y no lo digo de mala manera, así por favor no me malinterpretes... pero yo me asombré, con la cantidad de eventos terribles a los que ambos tuvieron que soportar. Especialmente ella.

—Janeth es una guerrera. De las más fuertes que Dios ya ha creado —los ojos de Theodore se vidriaron—. Ha sobrevivido a cosas que ni tú ni yo sobreviviríamos. Ha sido humillada, golpeada, denigrada de la peor manera posible y, aun así, ha mantenido su mentón en alto. ¿Cómo? Sólo Dios sabe.

—¿Puedes contarme más sobre ello? Quiero entender tu lado de la historia también.

El señor Gauvain le hizo un gesto al lado vacío de su cama.

—Será mejor que te acomodes... será una historia larga.

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