𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟻𝟿 - 𝙿𝚊𝚛𝚝𝚎 𝟷
Merchant, 16 de agosto de 1908
Para el cumpleaños de su amante, el señor Gauvain organizó un día completo de diversión pura.
Por ser invierno, pensó que sus opciones de paseo serían reducidas, pero aquel día el clima le sonrió. La nevisca había parado y el cielo era azul. Niños jugaban en las calles y el comercio ambulante se había intensificado. Además, el lago Colburgue se había congelado y parte de él estaba siendo usado como pista de patinaje.
El plan sería llevar a Janeth a dar unas cuantas vueltas por el hielo, luego a almorzar a algún restaurante, pasar a la panadería a comprar unos dulces y permanecer el resto de la tarde y noche en su casa, disfrutando la compañía ajena mientras se calentaban frente a la chimenea.
A su edad, ambos ya no tenían tanto vigor como para pasar todo el día fuera de su hogar. Su salud tampoco era tan fuerte como antes. Así que el cronograma era cómodo para los dos. Risas entretenidas por el alba, descanso seguro por el crepúsculo.
Theodore también se había arreglado bastante para la salida. Había comprado un abrigo nuevo y una capa Inverness la semana anterior, queriendo estar bien protegido del frío y verse apuesto a la vez. Además, visitó a la barbería la tarde anterior, donde se cortó el cabello, removió la barba y aparó el bigote. Y en el día del encuentro en sí, hasta escogió usar su perfume más caro.
Como si no fuera suficiente, llevó junto a sí un ramo de jazmines —una de las pocas flores que resistía al frío del invierno— como regalo de buenos días para su amada.
Y cuando Jane le abrió la puerta, vestida con ropas simples y cómodas, sin tener la menor idea de todo el itinerario por él planeado, su corazón se detuvo. Pero no por sentirse atraída hacia él. No por estar embelesada. No por reconocer su gallardía. Sino por temerle al motivo detrás de ella.
Así que lo vio, la conversación que había tenido con Lawrence resurgió en su mente. Y ella supo de inmediato que Theodore realmente quería pedirle la mano aquel día, el muchacho no le había mentido.
La sonrisa de su amado era tan blanca como la nieve, y tan mágica e inocente como la de un adolescente enamorado. Sus ojos resplandecían como las aguas del puerto. Olía como los bosques que lo rodeaban. Se había esmerado en verse lo más guapo y caballeroso posible. Y en sus ojos, lo era. Claro que lo era. Pero su entusiasmo y su esfuerzo le resultaron tan encantadores como deprimentes. Porque la respuesta a la pregunta que él tanto quería hacerle lo destrozaría.
Ella no quería romperle el corazón, pero sentía que sería inevitable.
—Buenos días, señora Durand. ¿Estaría usted interesada en recibir un ramo de flores? —el periodista le ofreció unos hermosos jazmines.
Ella empujó su mano a un lado y lo abrazó antes de decirle cualquier cosa, apoyándose contra su pecho como si quisiera fundirse con él. Así pudo ocultar su rostro mientras se recomponía y hallaba fuerzas para mirarlo otra vez.
—Te extrañé estos días —le murmuró, con una voz débil.
—Lo sé, y lo siento. Estaba ocupado dándole clases de finanzas a mis sobrinos. Sabes que ellos van a estar a cargo de la imprenta cuando yo me retire y tienen que saber cómo cuidarla, en todos los aspectos —él la abrazó de vuelta y besó la cima de su cabeza—. Pero hoy tengo todo el día libre para estar contigo y darte el mejor cumpleaños posible... Hablando de ello, feliz cumpleaños cariño. Te amo.
—Gracias... y también te amo —ella sonrió, ignorando el pesar que envenenaba su alma—. Ahora ven adentro. Hace frío aquí afuera —ambos se separaron e hicieron justamente eso, entraron a calentarse cerca de la chimenea y continuar con su conversación cerca del fuego—. ¿Ya comiste?
—Huevos revueltos. ¿Tú?
—Me tomé un té.
—¿Solo eso?
—Estaba pensando en combinar mi desayuno con el almuerzo.
Él dejó las flores sobre la mesa.
—¿Es un mal día con la comida?
—No... solo no tengo apetito ahora.
—¿Dirías lo mismo si te invitara a desayunar al café Dyrne? Oí que tienen una máquina de café nueva que trajeron derecho de Europa. La usan para preparar bebidas que, según mis funcionarios, son absolutamente deliciosas. Al parecer hay una que combina café con chocolate y tengo muchas ganas de ir a probarla... ¿Me acompañas?
—Claro. Solo voy a cambiarme de ropa primero, dame diez minutos —caminó hacia el pasillo que daba a su habitación, pero se detuvo antes de entrar en él. Miró a su amante desde allí, de pies a cabeza, y le volvió a sonreír, más afectuosa que antes—. Te ves guapo.
El periodista, halagado por el comentario, le tiró un beso. Ella se rio, se quitó unos mechones del rostro abochornado y retomó su rumbo.
- - -
Los dos decidieron sentarse en una de las mesas cercanas a las ventanas de la fachada del café Dyrne. Pese a que el cielo estuviera despejado —una raridad en los inviernos en Merchant— el frío seguía siendo un grave problema.
Acomodarse bajo los brillantes rayos de sol fue una decisión acertada. La calidez del ambiente, mezclada con el vapor de sus bebidas y el dulce sabor de ellas, los relajó a ambos, dejándolos en un elevado estado de espíritu.
—¿Tienes algo que hacer después de esto?
—Pensaba que podíamos revisar entre los dos el último capítulo de "Fantasmas del Ayer". Estamos atascados en ese libro por demasiados años, tenemos que publicarlo luego.
—Eso es cierto, pero... —Theodore se limpió la crema del café de su bigote—. Tenía otros planes en mente. Podemos revisar ese capítulo mañana.
—¿Otros planes?
—El lago Colburgue se congeló. Podíamos ir a patinar, ¿no?
—Pero tu rodilla...
—Estará bien. El doctor Allix me convenció a hacerme una rodillera de cuero y la he estado usando últimamente, para caminar largas distancias y para hacer ejercicio. Mi dolor no es tan agudo con ella puesta —se explicó, sonriendo—. Además, tenemos que aprovechar nuestro vigor mientras podamos. Yo ya tengo sesenta años. ¿Tú cuantos cumples? ¿Veinticinco? —Janeth se rio y luego de un minuto de contemplación, le sacó la lengua—. Ah no. Verdad. Tienes cinco.
La editora recogió su taza de café y bebió un sorbo, mientras Theodore le daba una mordida a un dulce escocés de galleta, caramelo y chocolate —cuyo nombre variaba de país a país, pero que en Merchant era conocido como Gainsborough Shortcake, por ser el postre favorito del colonizador—. Ella también había mordisqueado uno, pero como no sentía mucha hambre, el dulce había sido abandonado en su platillo de porcelana, a ser tirado a la basura o recogido por los dedos ansiosos del periodista.
—Sí insistes que tu rodilla estará bien, te creeré —ella respondió, luego de ponderar con cuidado la idea—. ¿Pero siquiera tienes patines?
—En mi casa, sí. ¿Tú?
—Los tengo. Pero hace un buen rato no los uso.
—Hay que cambiar eso, entonces —él dijo, feliz por su aprobación.
Jane respiró hondo y lo admiró con todo su interés, intentando inmortalizar en su memoria el alegre resplandor de sus ojos, las marcadas líneas de expresión de su cara, la rosácea en sus mejillas y nariz, las fallas en su ceja y las pequeñas cicatrices en su sien; todo lo que caracterizaba el rostro sufrido pero amable de su compañero, amigo y amante.
Quería recordar aquel momento de felicidad para siempre, porque temía perderlo así que rechazara su propuesta de matrimonio.
Sabía que oír su negación sería extremadamente decepcionante y triste para él, al punto de herir su orgullo y hacerlo cuestionar su estima hacia ella, pero no tenía otra opción.
Theodore la amaba y esto lo cegaba a la realidad; su relación no era encomiable. Cuando se conocieron, él era un hombre casado, con hijos y ella, una prostituta elevada a cortesana, trabajando en un teatro para mantener a una hija que no veía a meses. Ahora sus sentimientos podían ser puros y genuinos, pero cuando todo empezó, su principal atracción había sido sexual. Si alguien descubriera quién realmente era la "Señora Grant" y se enterara del pasado que existía entre los dos, sus carreras estarían acabadas. Los lectores de la Gaceta podían ser progresistas, pero no tanto para perdonar un escándalo así de grande.
Ella ya se había expuesto bastante al recibir el premio Chateaubriand, años atrás. Pero que el público la viera una vez en una velada, no era igual a verla siempre en galas y bailes. Podía pasar desapercibida en un evento ocasional. Pero al volverse la mujer de Theodore, tendría que acompañarlo a todo tipo de fiesta o celebración, dónde sin duda chocaría con uno de sus clientes adinerados. Su alias sería destrozado y su privacidad, perdida.
Jane podía soportar el ostracismo, la soledad, las ofensas, el desdén, el odio, y cualquier tipo de reacción negativa expresada por la sociedad. Ya conocía todos estos tipos de crueldad muy bien. Pero su amante, no. Y no sería capaz, luego de décadas de alabanzas, ovaciones y adulación pura, de aguantar la presión impuesta por una mala reputación.
Por ende, no podía decirle que "Sí". Lo amaba, lo amaría hasta el día en que el cielo se tiñera de negro, el planeta parara de girar, los océanos se secaran y el sol dejara de brillar. Su corazón le pertenecía hasta el fin de los tiempos y quería ser su esposa hasta entonces. Pero reconocía que el precio de dicho deseo era muy alto y que pagarlo apenas dañaría los hermosos sentimientos que sentían uno por el otro. Porque al sentir el desprecio del mundo hacia ellos, esto era lo que sin duda pasaría; su conexión sería debilitada, su cariño amargado por su arrepentimiento.
Entre ser feliz siendo su amante, admirándolo desde las sombras y apoyándolo entre bambalinas, y sentirse miserable siendo su esposa malhablada, la primera opción era la única a tomar.
—¿Qué? —él la despertó de su abstracción, sin perder su encantadora sonrisa.
—Nada... —Jane bajó su taza—. Solo pensaba en lo mucho que te amo.
Las esquinas de la boca de Theodore se levantaron aún más. Ella reflejó su alegría por un instante, antes de mirar a un lado y ver la calle a través de la ventana.
¿Cómo podía un día tan agradable prometer una noche tan melancólica?
—¿Quieres comer algo más, o puedo pedir la cuenta?
—Pide la cuenta —Jane le contestó, pero no volteó la mirada.
Theodore percibió que algo la incomodaba, pero decidió no preguntarle qué. Janeth siempre había sido una mujer muy introspectiva, llena de contemplaciones profundas y de difícil comprensión para el ciudadano común. A veces se detenía a mirar a la naturaleza, a las personas, a la ciudad, con una expresión meditabunda, similar a la de un sabio ermitaño o de un filósofo arcaico, que busca entender a su mundo apenas con sus ojos.
El señor Gauvain escribía sus libros usando extractos de sus recuerdos y evocaciones. La señora Durand, usando sus observaciones y su percepción de la realidad. Todo lo que veía lo cuestionaba, analizaba y usaba para fomentar su creatividad. Que Jane estuviera absorta no era una señal de alerta para él, era parte de lo cotidiano. Por ello, no se preocupó mucho ante su desasosiego, apenas fue testigo de él. Algo que, en retrospectiva, lamentaría con todo su espíritu.
Luego de dejar el café, ambos se separaron y regresaron a sus casas, a recoger sus patines. Acordaron reencontrarse en uno de los accesos principales al lago Colburgue —que habían sido adoquinados hace poco, luego de que toda la maleza que lo rodeaba fuera declarada parte de un parque público—, el sendero de rosas.
Pese a que el camino en sí no tenía un nombre definido, Janeth lo había bautizado como tal por pasar cerca de las viejas rosaledas, un sector que ambos ella y Theodore a años visitaban, y que consideraban su punto favorito de la ciudad, por su belleza y tranquilidad.
El pequeño jardín era colorido al punto de parecer una pintura, silencioso al punto de parecer olvidado, y había sido construido lejos de las zonas de recreación del área, lo que les garantizaba cierto grado de privacidad a todos sus visitantes. Además, por allí el calor no golpeaba con tanta fuerza. Una permanente brisa corría entre las flores y los arbustos, perfumando al aire con su aroma dulce, refrescando a todos los seres que los admiraban. Las pérgolas que sostenían dichas plantas también proveían una excelente protección del sol abrasador, oscureciendo las bancas abajo y ofreciendo un descanso perfecto para cualquier transeúnte. Y, por la noche, las sombras de tales estructuras ofrecían un escondite perfecto para que románticos empedernidos se besaran, hicieran el amor, y vivieran sus pasiones al máximo.
Theodore y Jane sabían que este era el caso, mejor que nadie, porque en los meses iniciales de su relación aquellos doseles floridos habían sido el santuario de sus sentimientos y deseos.
Y —si bien ambos ya no tenían la necesidad de quererse allí, expuestos a la intemperie y a posibles arrestos— los recuerdos que el sector les traía seguían nítidos en sus mentes, así como su nostalgia por tiempos que ya se habían ido y que jamás volverían.
Tal vez era por esto que, durante todos los veranos y primaveras que prosiguieron la muerte de Helen, ambos habían visitado el área de día, al menos una vez por semana.
Fuera para sentarse a charlar y comer manzanas caramelizadas, frutillas con chocolate derretido, helados o algodón de azúcar, o fuera para caminar con los brazos entrelazados entre las flores, en total silencio, no importaba. Lo hacían para contemplar lo lejos que su relación había llegado, y para celebrar el hecho de que ya no tenían que esconderla tanto, ni con tanta vehemencia.
Tan solo en invierno, cuando el lugar se convertía en una zona muerta, reconocible apenas por sus pilares metálicos congelados, sus visitas se detenían. Y no por gusto, sino por necesidad. Esto porque, entre junio y agosto, la nieve cubría todo el pasto seco del terreno —que ya no era poco frecuentado, sino hostil al punto del abandono—. El viento que lo besaba ya no era templado y agradable al olfato, sino gélido, inodoro e hiriente. Su variada paleta de colores ya no existía; era intercambiada por una amplia gama de blancos, grises y azules. Las pérgolas se cubrían de hielo y carámbanos. Ese se convertía en el rincón más peligroso del parque.
Solo concordaron con reunirse allí aquel día porque el clima no era tan agresivo y el riesgo que corrían de herirse al visitarlo no era tan grande. Además, desde la transformación del área a parque público, todos los caminos y senderos que la dividían eran diariamente despejados por un grupo de trabajadores contratados por el alcalde, conocidos como SSC —acrónimo para "Snow Shovellers Company" o "Compañía de Limpiadores de Nieve"—, lo que había reducido los accidentes por resbalones y caídas a la mitad.
Hablando del alcalde, Theodore debía reconocer sus gigantescos esfuerzos para hacer del Colburgue un sitio de interés ciudadano. Entre la creación de la SSC y de la GaLO —"Gardening and Landscaping Organization" o "Organización de Jardinería y Paisajismo"—, la belleza del lugar había incrementado exponencialmente.
La flora y fauna nativa que allí crecía pasaron a ser protegidas por Ley, así como las ruinas de varias construcciones de la época colonial.
Terrenos baldíos pasaron a ser ocupados por pabellones, glorietas y monópteros nuevos. Y hasta un jardín japonés fue fundado, y abierto al público.
Según lo que Walbridge le explicó al periodista en una entrevista que le hizo, cerca de dos meses atrás, esta última idea fue inspirada por la amistad que él entabló con un estadista japonés famoso en las Islas de Gainsboro, Maeda Hiroto.
El sujeto había pisado en territorio nacional por primera vez en 1872, enviado allí a través de la misión diplomática Iwakura, que buscaba distribuir un puñado de estudiantes, administradores y educadores japoneses alrededor del mundo, para que absorbieran la cultura occidental lo máximo posible y regresaran a su patria con buenas ideas para modernizarla. La misión también buscaba renegociar los llamados "Tratados Desiguales" entre Japón, Norteamérica, Gran Bretaña y varios países europeos, que habían sido firmados durante las décadas previas —algo que al final, no se logró—.
Hiroto fue uno de los pocos ciudadanos de la misión Iwakura que decidió no regresar a su tierra, con el fin de la misma. Vivió por años en Levon antes de migrar a Carcosa, donde estableció una empresa especializada en la venta de herramientas de carpintería, construcción, y jardinería, junto a otro inmigrante que había conocido en la capital, un australiano llamado Roger Miller. Esta empresa fue nombrada, por supuesto, "Maeda & Miller".
Hiroto estaba buscando expandir sus negocios hacia el sur, ahora que Merchant se estaba convirtiendo en una ciudad relevante dentro de la economía nacional. La industria estaba creciendo, la inmigración y la mano de obra barata aumentando, tratados financieros estaban siendo firmados con otros países e imperios cercanos, y hasta Levon comenzaba a envidiar a la nevada urbe.
Walbridge, siendo el oportunista que era, decidió darle la bienvenida a Hiroto y a Miller con la propuesta de un proyecto entre su empresa y la Casa de Gobierno; la construcción de un jardín japonés usando las herramientas de dicha marca.
El negocio fue un éxito para todos los involucrados, como era de esperarse. Los Merchanters más ricos quisieron renovar sus propios jardines caseros luego de visitar al jardín japonés, y derrocharon gran parte de sus fortunas en las tiendas de bricolaje locales. La demanda fue tanta, de hecho, que Maeda & Miller anunció la apertura de una tienda propia en el centro de la ciudad. Theodore escribió un largo artículo al respecto, así como también escribió sobre la construcción del jardín japonés que había comenzado todo el frenesí orientalista de la región.
No obstante, hasta ahora no había sido capaz de ir a visitar el lugar en persona, y tuvo que describirlo basándose en los comentarios de sus empleados que sí habían transitado por él durante el otoño.
Al pensar en todo esto, el periodista decidió hacer una pequeña modificación a sus planes. Luego de patinar junto a Jane y llevarla a almorzar, ambos volverían al parque Colburgue e irían a pasear por el jardín, antes de irse a casa.
Allí le pediría su mano.
Después de encontrarse en el sendero del rosedal, ambos se tomaron del brazo y se acercaron a paso lento a las márgenes del lago. Se sentaron sobre unas rocas para ponerse los patines y equilibrándose con la ayuda mutua, se irguieron sobre el hielo.
Por ser domingo, en una hora relativamente temprana, el lugar aún no se había llenado de gente. Todos los que se sumarían a la diversión más tarde por ahora estaban en sus iglesias y parroquias, concentrados en sus misas.
Esto no era una casualidad. Theodore sabía que menos público significaba más intimidad para conversar, tocarse, abrazarse, y ser la pareja que eran sin temer a la opinión ajena. Por eso la llevó allí por la mañana. Quería libertad.
—¡A que no me ganas! —él le dijo, sonriendo, y aumentó su velocidad patinando, mientras Jane se reía y le seguía la cola, rápidamente ganando la delantera por tener una estatura más baja y ser más ligera—. ¡Hey, espérame!... ¡ESPÉRAME!
—¡¿No que no te podía ganar?! —ella carcajeó.
A partir de entonces dieron vueltas y vueltas por el Colburgue, disputando el primer lugar en su infantil carrera, preocupándose apenas de no acercarse al hielo negro o tropezar con sus propios pies.
El cansancio eventualmente los alcanzó y el juego terminó, sin un real vencedor. A seguir intentaron bailar en círculos, pero su agilidad era limitada y su destreza aún peor; Theodore se cayó sobre su trasero y Janeth por poco se le unió. Para el alivio de ambos, su cuerpo no salió herido, apenas su ego. De todas formas, pudieron reírse de la situación y seguir adelante, sin darle mucha importancia.
Unos diez minutos se pasaron y ellos disminuyeron la velocidad de sus pasos, al acercarse a las márgenes del lago. Se sentaron otra vez para recuperar sus alientos, dieron dos vueltas finales por el Colburgue, y decidieron entonces continuar con su itinerario.
Theodore le dijo que la acompañaría a su casa, dejaría a sus patines allí e iría con ella a almorzar. No quería separarse de su lado otra vez, por algo tan insignificante. Y Jane se sentía tan contenta por la diversión que estaban teniendo, que concordó con todo sin presentar cualquier impedimento o reclamo.
Se había olvidado por completo del miedo que la sacudió por la mañana. Se había olvidado por completo de lo que sucedería más tarde, inevitablemente.
Y por ello, hasta llegó a preguntar, sin ninguna hesitación o temor:
—¿Y si comemos en mi casa?
Sorprendido por la sugerencia —pero feliz de oírla, considerando la complicada relación que ella tenía con la comida— Theodore sonrió:
—Depende, ¿qué estará en el menú?
—Pensaba en una sopa de arvejas con carne.
—Hm... sabroso. Pero es tu cumpleaños, ¿estás segura de que quieres cocinar? Tenía pensado llevarte al Oriental's.
Nombrar el restaurante hizo lo imposible, despertó el apetito de Janeth.
El Oriental's era uno de los pocos restaurantes de las Islas de Gainsboro que vendía comidas asiáticas. En Merchant, el único. Había abierto hace poco, junto con el jardín japonés, y ganado el interés instantáneo de la alta burguesía por presentar una impresionante variedad de platos exóticos, con nombres aún más extraños, que ninguno de ellos jamás había visto o escuchado antes.
La novedad justificaba la curiosidad y la señora Durand no negaba ser parte del grupo de fascinados.
—Estoy muy tentada a aceptar tu propuesta.
—Entonces hazlo. Vamos a ver si toda la habladuría es cierta y la comida de allí es tan buena como dicen.
Janeth amplió su sonrisa y asintió:
—De acuerdo. Vamos.
- - -
Efectivamente, la culinaria del Oriental's era deliciosa, los rumores no mentían. Y el señor Gauvain, volviéndose obsesionado con ella, quiso aprender más sobre sus orígenes, haciendo justicia a su alma investigativa.
Él le hizo varias preguntas al camarero —quien, al identificarlo como el dueño de la Gaceta Dorada, llamó a su jefe y se lo presentó—.
Como el mundo es un lugar muy pequeño y las Islas de Gainsboro meras partículas flotando en el aire del mismo, el dueño del restaurante resultó ser Maeda Iku, uno de los hijos del empresario Maeda Hiroto.
El caballero, extremadamente agradable y simpático, decidió agradecerle por el artículo escrito sobre el jardín japonés con una jarra de vino de arroz gratis y un descuento de quince por ciento en el resto de la cuenta. Al final, las palabras de Theodore habían resaltado la admiración del público por su cultura y habían incrementado bastante la fortuna de la familia Maeda.
En general, la experiencia de la pareja en el Oriental's fue excelente. Los fideos que probaron —llamados Udon— sumados a la tabla de Sashimi —compuesta de carne de pescado fileteada— que devoraron, rápidamente se convirtieron en unas de las comidas favoritas del dúo.
El señor Maeda también les recomendó que probaran algo que él llamó "Guotie" —y que resultaron ser trozos de carne de cerdo recubiertos de masa y freídos en aceite—. Él les explicó que la receta era China, pero que uno de sus cocineros le había insistido que la agregara al menú. Actualmente, era el plato más vendido del restaurante.
—¡Y por una muy buena razón! —Theodore exclamó, enamorado de los aperitivos.
Jane se rio de su gula entusiasmada, mientras hundía un trozo de salmón en una salsa marrón, que ninguno de los dos logró identificar, y luego se lo metía a la boca, con el auxilio de unos palillos. Si bien al periodista le había costado acostumbrarse a usarlos, ella no tuvo dificultad alguna. De hecho, le encantó su simplicidad.
—Ahora me quiero comprar una de estas cosas. ¿Cómo se llaman?
—¿Hashi? Creo —él dijo, mientras intentaba recoger el resto de sus fideos con dichos palillos, en vano. Frustrado, los intercambió por una cuchara—. Tú compra lo que quieras, solo por el amor de Cristo no tires el resto de los cubiertos a la basura. Soy un desastre con estas cosas.
Janeth tuvo que reprimir una carcajada.
—Tranquilo, que no lo haré —lo miró, encariñada, mientras él se metía el caldo del Udon a la boca—. Y... gracias.
—¿Hm?
—Por todo lo que has hecho hoy. De verdad estoy disfrutando mucho este día —ante su comentario él volvió a sonreír, dejando de lado su irritación momentánea. Solo entonces, después de tres horas de júbilo ininterrumpido, fue cuando ella se acordó de la conversación con Lawrence, y lo opuesto sucedió en su rostro; su alegría se esfumó—. Theo... hay algo de lo que te quiero hablar. Y pienso que ahora es el mejor momento para hacerlo.
—Hmft —él intentó concordar con la boca llena, y este fue el sonido extraño que terminó soltando.
—Mira... yo te amo. Con mi cuerpo, mente y espíritu. Lo hago. Pero...
—¡Señor Gauvain! ¡Qué bueno que no se ha ido todavía! —una voz masculina interrumpió el habla de Janeth. Era el dueño del restaurant, que había regresado a su mesa, acompañado de su padre—. Lamento cortar su conversación así, pero les vengo a presentar a mi padre, el señor Maeda Hiroto.
Ante la presencia del empresario, ambos Theodore y su amante se levantaron de su asiento. Saludarlo estando sentados sería irrespetuoso. Apenas con el fin de las cortesías, todos se acomodaron.
A partir de ahí, los tres hombres charlaron con cordialidad, pero Janeth no quiso entrometerse en la conversación. Por ello respiró hondo, ojeó a su amado con recelo, se tragó el resto de su vino de arroz y volvió a rellenar su vaso. Repitió el proceso hasta vaciar por completo la jarra.
Ellos discutieron sobre diarios, finanzas y negocios. Ella pensó una y otra vez en la oración que no logró comunicarle a su amado, en la idea que hizo subir cada vez más el ácido en su estómago: "No puedo casarme contigo".
—Leí sus libros, señora Grant —el más viejo de los Maeda comentó, sacándola de sus contemplaciones—. Tiene usted un impresionante intelecto. No concuerdo con muchas de las cosas que dice, confieso... Pero soy capaz de reconocer una buena prosa cuando la leo. Y felicitaciones respeto a eso no me faltan.
—Gracias, señor.
—También le agradezco por haber mencionado, en una de las partes de "Flor de Hielo"... —nombró a una de las novelas cortas de Janeth, que había escrito sin la coautoría de Theodore—. A las dificultades que los inmigrantes de las Islas sufrimos.
—Otra vez, soy yo la que le agradece, señor Maeda. Espero haber hecho un trabajo decente hablando sobre una experiencia que no es mía.
—Más que decente, nos hizo justicia. Gracias —el hombre insistió y le hizo una pequeña reverencia, siendo seguido por su hijo.
Sin saber exactamente cómo responder, ella se inclinó de vuelta. El gesto pareció agradar a Hiroto, quién con una expresión dichosa, le ordenó a Iku que les trajera más vino de arroz.
De a poco, las preocupaciones de Janeth volvieron a disiparse. Charlar con el estadista sobre su antigua vida en Japón, sobre la misión Iwakura, los orígenes de su empresa en Carcosa y su alianza con Roger Miller la terminó distrayendo al punto de olvidarse nuevamente de su temor. Eso, o la somnolencia pacifica causada por el alcohol en su sangre.
Para cuando ella y Theodore se despidieron de sus anfitriones y salieron a la calle, su ansiedad ya no existía. Caminaron de vuelta al parque charlando, con los brazos tomados y las bocas sonriendo.
Al llegar al jardín japonés, se detuvieron en la fila de la boletería. Para entrar, uno debía pagar una pequeña tarifa. El dinero arrecadado era invertido en el cuidado del mismo, que permanecía abierto durante todas las temporadas del año.
Como Theodore ya se había ocupado de la cuenta de su almuerzo, Jane decidió encargarse de las entradas. O mejor, lo obligó a estar de acuerdo con su decisión, aunque esta lo molestara.
—Es tu cumpleaños.
—Es un día más del año.
—Eso es debatible.
—Solo déjame hacerlo, ¿ya?
La pequeña discusión no fue resentida, ni airada. Más bien, juguetona, coqueta y juvenil. Terminó con el periodista sacudiendo la cabeza mientras se reía y con ella jalándolo de la mano hacia el interior del jardín, entusiasmada por explorarlo.
Por el frío, el estanque artificial que lo caracterizaba también se había congelado. Pero el puente arqueado rojizo que lo cruzaba seguía disponible al público y hacia allí los dos se dirigieron.
Al otro lado de la estructura existía una Machiya —una casa japonesa tradicional, hecha de madera— que albergaba una tienda especializada en té.
En sus cercanías, un Torii —pórtico sagrado generalmente visto en santuarios japoneses— que había sido levantando en honor a la familia Maeda y servía para declarar aquel lugar como un sitio sagrado; una campana hecha de monedas de bronce fundidas, que se tocaba apenas en ocasiones especiales, como en el año nuevo; dos postes de madera con cordeles atados entre ellos, donde los visitantes podían dejar colgados unos papelitos —llamados Tanzaku— con sus deseos más profundos escritos encima.
En verano, el lugar debía ser precioso. Pero ahora que el cielo comenzaba a cerrarse y una lluvia fina a caer, su belleza era superior, al punto de ser mágica.
La luz amarillenta de las linternas brillando entre los árboles perennes, la cortina de humo que cubría la casa de té en la distancia, la manera en la que las piedras brillaban con la caída de las gotas, el canto de los pájaros endémicos disputando espacio con el gruñido profundo de los truenos arriba, todo causaba una sensación única e indescriptible de serenidad.
La quietud de los visitantes del jardín también ayudaba a mantener esta atmosfera plácida. Al final, la verdadera paz se encuentra en donde la voz de la naturaleza habla más alto que la del hombre. Y allí, Gea gritaba.
—Este lugar es bastante más hermoso a lo descrito por mis funcionarios —Theodore pensó en voz alta, mientras los dos se detenían sobre el puente, a observar el estanque congelado.
—Realmente lo es —Jane lo respaldó, dejándolo tomarla de la mano.
—No quiero que te duelan los dedos —él se excusó y le besó los nudillos, antes de soplarlos.
A aquel punto, la temperatura había bajado tanto que las mejillas y narices de ambos se habían enrojecido, y todo exhalo dado por sus pulmones materializaba una nube blanquecina en el aire a su alrededor. Jane ya había salido a trabajar en las calles en condiciones bastante peores y no se incomodaba demasiado con el frío, pero fue incapaz de decirle esto a Theodore. Su consideración por ella la impedía de hacerlo.
—¿Quieres ir a tomar un té para recalentarte un poco? Pareces estar con frío.
—No, no... estoy bien. Todo ese vino de arroz ya me dejó bien cálido por dentro —él le sonrió y miró a las manos que sostenía. En específico, al anillo de zafiro que decoraba el dedo meñique de una. Luego, inhalando una larga bocanada de aire, dejó que su rostro adoptara una expresión esperanzada, enamorada, y levantó la vista—. Sabes... he estado disfrutando este día tanto, que hasta me olvidé de algo.
—¿Qué? —ella le preguntó, entre encariñada y recelosa.
Por primera vez en décadas, él ojeó a sus alrededores con temor antes de inclinar su cabeza adelante y arrebatarle un beso desesperado de la boca. Y su atrevido gesto la dejó tan asombrada, tan encariñada, que Jane se demoró un poco a responderle.
Pero cuando lo hizo no se arrepintió de nada. Se entregó a sus deseos como si aquellos fueran los últimos labios que los suyos jamás tocarían.
Ambos ya estaban entrando a sus años de viejez. Ambos ya habían perdido todos los vínculos que los impedían de ser formales y cordiales en público. Si ella no podía casarse con él por el bien de la familia Gauvain, al menos se daría el gusto de amarlo sin restricciones, sin más temores, al menos una vez. No dejaría que su cabello se blanqueara por completo sin saber cómo se sentía tener semejante libertad.
—He estado... —él balbuceó al apartarse, para que ambos pudieran respirar—. He estado pensando en cómo expresarte mis sentimientos toda la mañana. Pero no he podido decidirme en qué decir, o cómo decírtelo... porque te amo tanto que me quedo sin palabras genuinas para explicártelo. Porque te amo tanto, que el silencio se vuelve mi mejor manera de demostrártelo. Y admirarte, en quietud, se convierte en mi mejor declaración de amor. Porque sé que al hablar me tropezaría con frases inútiles y adjetivos rebuscados. Y tú no mereces eso. No mereces la superficialidad de un discurso repetido, común y convencional... Mereces la poesía que mi corazón compone y que mis labios no saben cómo enunciar.
—Theo...
—Cásate conmigo —la cortó con una actitud tan determinada como vulnerable y acercó sus rostros aún más, al punto de sentir su aliento rozar con su piel—. Hazme ese honor, Jane... sé mía. Y solo mía. Eres la única persona que logra entender mi quietud. Que la merece. Que me quita el aliento, la razón, el genio... y me hacer sentir humano. Sé mía.
Los ojos de ambos brillaron y se anegaron por motivos muy distintos.
Theodore, por ser al fin libre de hacerle este pedido, que por tantos años había guardado cerca de su corazón herido y pesaroso, esperando el momento correcto de vocalizar. Janeth, por tener que seguir reprimiendo sus ansias de ser, como él se lo rogaba, solo suya.
Si los tiempos fueran otros y su sociedad no fuera tan prejuiciosa, le hubiera dicho que sí en un pestañeo. Pero Merchant estaba lejos de ser una utopía justa y bondadosa y ella, como su amante, debía saber que para el bien de ambos este para siempre este sería su rol.
Así que, por más doloroso que hacerlo le resultara, ella se apartó de él y sacudió la cabeza, rechazando su compromiso.
—No p-puedo. Y tú sabes por qué.
El semblante esperanzado del periodista se transformó de un segundo a otro. Luego de un fugaz instante de confundida desilusión, fue maldecido con la expresión más destrozada, mustia y apenada de toda su vida.
Si Helen había dejado calcinado a su corazón, después de tantas deslealtades y sufrimiento, Janeth lo había molido a polvo. Su pecho vacío y oscuro se llenó con bilis negra. El sol se puso para su alma y todo lo que la rodeaba fue tragado por la penumbra de una noche triste.
—¿Qué?
—No puedo casarme contigo, Theodore.
El señor Gauvain se estremeció y dio un paso atrás.
—No p-puedes... ¿Por qué?
Ella soltó un exhalo tembloroso y dejó que sus lágrimas cayeran.
—Si me caso contigo, tendré que acompañarte a todas los eventos y galas que se hagan en este puerto. Tendré que ser presentada a tus empleados, conocidos, familiares y amigos. Seré expuesta a tus círculos sociales como nunca antes... ¿De verdad crees que nadie me reconocerá? ¿Que ninguno de los hombres con los que te asocias verá mi cara y recordará mi cuerpo, el placer que le di por un dinero despreciable, pero que necesitaba? ¿Piensas que esa no es una posibilidad?... —ella frunció el ceño—. No hay un año que pase sin que yo me acuerde de Connor Lewis. De ese antiguo amigo tuyo que fue uno de mis clientes. Me resulta imposible pensar que su caso sería el único. ¿Y qué sucedería si el público de Merchant descubre quién realmente es Leónie Grant? ¿Qué pasaría si se enteraran que no te estás casando solo con tu editora, sino con una vieja mujer pública, una cortesana, una actriz?... ¡Te arruinarían, Theodore!... Tu familia perdería todo el prestigio que tiene y tus hijos estarían condenados a ser juzgados por nuestras acciones hasta el día de sus muertes. Sin hablar del legado que le dejaríamos a tus nietos...
—No me importa.
—Eso no es cierto...
—¡NO ME IMPORTA! —él soltó un grito mezclado un sollozo, que la arruinó por dentro—. ¡Estoy a décadas sacrificando mi felicidad por los demás! ¡Por lo que los otros van a decir! ¡Por lo que esta ciudad hipócrita de mierda piensa!
—Baja la voz...
—¡NO! ¡No lo haré! ¡Me harté! ¡¿Cuándo voy a poder ser feliz?! ¡¿CUÁNDO, JANETH?! —él se movió como si se fuera a marchar de ahí, pero no lo hizo—. ¿Por qué solo no me dejas amarte?... ¿P-Por qué?...
—Te amo, Theodore. Es por eso que te digo "no". Y en algún momento verás que tengo razón. Que debo hacerlo.
Él sacudió la cabeza. Escondió sus ojos detrás de su mano. Apoyó casi todo el peso de su cuerpo sobre su bastón. Se sentía tan herido que su llanto se convirtió en una risa lastimosa, húmeda. A su frente, la escritora se preocupó. Intentó acercársele y tocar su brazo, pero él percibió su presencia y se alejó como si hubiera sido quemado por sus dedos.
—No —le dijo y bajó su palma de su rostro hinchado, mojado, y avasallado por los sentimientos que demostraba—. No me digas n-nada más.
—Por favor...
—No —insistió—. Es suficiente por hoy. Me v-voy a casa.
—Theodore.
—¡Me mentiste! – estalló otra vez, en un volumen más bajo, pero igual de resentido—. ¡Por a-años me dijiste que d-dirías que sí! ¡Lo hiciste una y o-otra vez!...
—¡Porque de verdad me quiero casar contigo! —ella afirmó, con toda su fuerza y convicción—. ¡Pero no puedo! ¡Querer y poder son dos cosas distintas!...
—¡BASTA! —la interrumpió—. Solo... basta.
Los dos se miraron y supieron que la conversación efectivamente había acabado.
Nada podían decir sabiendo que sus esperanzas habían sido apuñaladas por la sensatez y la razón, y que estaban ahora muertas, destinadas al olvido. Nada podían decir sabiendo que no existen palabras dulces lo suficiente para consolar a un alma que ha perdido a sus sueños. Y ambos acababan de ver a los suyos ser aniquilados por los puños indiferentes de su sentido común.
El silencio de amor se había convertido en silencio de dolor.
El señor Gauvain se limpió las lágrimas sabiendo que más caerían y enderezó su postura, sabiendo que hacerlo no le devolvería la dignidad, o disfrazaría su abatimiento. Miró a la salida del jardín. A la casa de té. Y por último a Janeth. Su orgullo le rogaba que se fuera y su compresión, que se quedara.
Decidirse entre dichas opciones fue difícil, pero no imposible. La lluvia comenzó a caer con más ira. El viento tomó fuerza. Él tragó en seco y dijo:
—Hasta aquí te acompaño —luego, porque sus frías palabras no fueron suficientes para expurgar su rabia, él se quitó el anillo de zafiro que a dos décadas llevaba en el dedo y se lo entregó a su amante—. Adiós.
Theodore no se quedó a ver la reacción de Jane, o a oír un pedido de disculpas que nunca lo complacería. Se fue del jardín, del parque Colburgue, y caminó a casa bajo la tormenta, sollozando al punto de temblar.
Abrió la puerta de entrada con su llave y pasó a la sala, con la firme idea de desplomarse en el sofá y nunca más levantarse de ahí.
Pero se sorprendió al encontrarse con sus dos hijos, Lawrence y Nicholas, esperando por él.
—¡Papá! ¡Mira quién vino a visitarnos por los próximos tres días!
El señor Gauvain quiso estar contento por la aparición del muchacho. Quiso sonreír, abrazarlo, abrir un whiskey y sentarse a charlar con él y su hermano. Pero un súbito malestar lo impidió de siquiera fingir estar bien.
Sintió un dolor fuertísimo en el pecho y en el brazo, nauseas repentinas, y mareo. Soltó su bastón y llevó una mano a su esternón. Apenas logró decir:
—Llamen al doctor Allix.
Antes de desplomarse hacia adelante, cayendo de cara en el piso.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro