𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟻𝟿 - 𝙿𝚊𝚛𝚝𝚎 2
Nicholas corrió más en quince minutos de lo que hizo en toda su vida. Le dio gracias a Dios por su decisión de ingresar a la marina; los músculos que había ganado desde entonces aumentaron su velocidad al límite de la capacidad humana. Llegó al departamento de Richard Allix jadeante, pero la adrenalina en sus venas lo impidió de estar exhausto.
El hombre, al oír su relato sobre lo sucedido con Theodore, entendió su apuro y desespero a la perfección. Cada segundo que el periodista no recibía atención médica era uno que estaba más cerca de morir.
Cuando ambos regresaron a la residencia Gauvain, Lawrence y las mucamas ya lo habían llevado a su cama. Richard lo examinó con una mirada preocupada, le midió la presión —con el auxilio de un peculiar aparato que trajo en su maletín, un esfigmomanómetro de mercurio—, anotó sus signos vitales en su cuaderno y comprobó lo que ya suponía:
—Angina pectoral grave. También conocida como ataque cardíaco, o infarto —les dio el diagnóstico a sus hijos, mientras el afectado dormía en su habitación. El doctor y los dos hombres se habían trasladado al pasillo para darle privacidad y quietud, ya que el responso era fundamental para su mejora—. Su padre ya había presentado algunos episodios menores de desmayos y dolores agudos al pecho, pero este... este pudo ser mortal. No les mentiré.
—¿Pero qué lo causó?
—No tengo como decirlo exactamente... puede tener alguna enfermedad que lo haya desencadenado, o puede deberse a un momento reciente de alto estrés. ¿Él ha discutido o peleado con alguien hoy?
—No que lo sepamos. Estaba fuera de casa cuando llegamos y se demoró una hora en aparecer por aquí.
La respuesta de Nicholas hizo a la pieza faltante del rompecabezas aparecer en la mente de Lawrence.
—La señora Durand... —llevó una mano a la tez—. Estaba con la señora Durand.
—¿Quién? —el marinero indagó, confundido.
—¿No lo sabes? —Laurie miró a su hermano, preocupado—. ¿Papá no te ha contado?
—¿Contado qué?
El doctor Allix percibiendo la tensión en el aire, se excusó de la conversación y volvió a entrar a la habitación.
—La señora Leónie Grant no se llama así. Su nombre verdadero es Janeth Durand. Y... no es apenas su editora. Es su amante.
—
Aquel día había dejado de ser uno de los mejores cumpleaños de su vida a ser el peor. Janeth regresó a casa llorando cántaros, apenas siendo capaz de ver el camino que tenía por delante. Tenía la desesperante sensación de que había arruinado su vida para siempre.
En el fondo, sabía que Theodore solía ser un hombre pasional y que en algún momento volvería atrás en su decisión de dejarla. No dudaba que él la amaba y sabía que su reacción exagerada se debía a esto. Pero reconocer dónde sus lealtades yacían no era lo mismo a no sentirse herida por sus palabras y acciones. Y joder, las llagas que partían su corazón dolían. Mucho.
Caminó hacia el sofá de su casa y dejó que sus huesos cansados se desplomaran en una pila de miseria y remordimiento. La quietud imponente de su hogar la ponía de frente con sus peores pensamientos y temores, y su imaginación se ampliaba en aquella imperturbable serenidad, haciéndolos parecer mucho más intimidantes y monstruosos de lo que eran. Su espalda y hombros se curvaron ante las bestias, mientras ella expurgaba sus pecados con un llanto pulmonar, genuinamente afligido.
Su gato anciano, sintiendo su pésimo humor y energía, comenzó a frotarse contra la falda de su vestido, tratando de llamar su atención y distraerla de su rumia mental. Pero era inútil. La cadena de ideas nocivas ya había comenzado a forjarse y ella estaba atrapada por dichos eslabones, sin esperanza alguna de escapar.
Quería gritar, pero no podía. Quería romper aquella casa a pedazos, pero no podía. Quería cubrir el cuerpo abusado y envejecido que inhabitaba con aceite y prenderse fuego, para así unirse a las cenizas de su hija en el patio santo. Pero otra vez, no podía. Y su lista de limitaciones no terminaba allí, era infinita. Amarse a sí misma teniendo en cuenta su pasado era una tarea imposible. Sentir orgullo de sí misma teniendo en cuenta todas sus acciones y actitudes, aún más.
Aceptar la propuesta de matrimonio idílica hecho por el hombre al que amaba no solo sería una injuria a su sensatez, como también una ofensa a su moral, pues la convertiría en la mujer más egoísta que conocía. Y haber perdido la dignidad décadas atrás no la había hecho perder su carácter honesto y respetuoso; arruinar la carrera de Theodore para llevar un anillo brillante en el dedo no valía la pena. No podía decirle que sí.
Atribulada y sobrecargada por sus sentimientos, pasó un buen rato sentada en aquel sofá, acariciando a su gato y dejando que el peso de su cabeza meditabunda la aplastara. Un dolor de espalda fuertísimo, combinado con una migraña repentina la hizo quedarse dormida.
Cuando se despertó de su siesta, sintiéndose tan terrible como cuando se había entregado a los brazos de Morfeo, fue por oír a alguien golpeando su puerta. Se levantó de ahí con las piernas débiles, la garganta apretada y la faz hinchada por tanto llorar. Ni se importó por preguntarle al desconocido quien era antes de abrirle la puerta. A este punto, nada peor le podría pasar.
—¿Nicholas? —su cansancio la hizo olvidarse de agregar el "señor" antes de decir su nombre.
—Buenas tardes, señora Durand.
Oír el apellido la hizo perder todo su sueño y entrar a un estado de alerta.
—¿D-Durand?
—Sé quién usted es ahora. Lawrence me contó todo —el joven dio un paso adelante y se quitó los guantes blancos de la mano.
Al observarlo de punta a punta, Jane se preocupó. El muchacho llevaba puesto su uniforme militar de servicio y estaba cubierto de sudor, pese al frío de la ciudad. Su respiración jadeante, cabello despeinado y mirada penetrante no eran normales. Algo había sucedido.
—Entre, por favor —ella le dijo y se secó el rostro con la manga de su camisa, tratando de recomponerse.
Nicholas lo hizo, pero al llegar a la sala, no tomó asiento.
—Mire, yo debo ser rápido, lamentablemente. Quisiera poder sentarme a charlar con usted por horas, pero eso no es posible. Solo debo decirle lo siguiente: su pasado no me importa. Lo que usted hizo o dejó de hacer, no me importa. Es muy conmovedor que se haya sacrificado tanto por su hija, concuerdo. Pero eso ya pasó. Fue a veinticinco años atrás —él aseguró, con una franqueza que la sorprendió—. Y señora, juro por el alma de mi madre que la admiro por todo lo que ha hecho.
—No deberías...
—No importa, lo hago —Nicholas la cortó, seguro de sí—. Estoy en el puerto casi todo el día. Veo a las damas que viven y trabajan por allí. No tienen una vida fácil. Tanto mis compañeros, como los supuestos "ciudadanos de bien" de esta maldita ciudad las tratan como escoria. Como basura. Y tan solo imaginarme el hecho de que algún día usted estuvo allí, entre esas pobres almas, vendiendo a su cuerpo por una simple moneda de oro y algo que comer me parte el corazón. Porque de veras la estimo, señora Grant... Durand —se corrigió e hizo una corta pausa para que ella pudiera asimilar toda la información—. Usted es fuerte. Tiene un pasado terrible, es cierto. Pero es fuerte. Lo superó. Lo enterró. Y es ahora una escritora de renombre. Una editora que todos los autores de Merchant quieren tener el placer de trabajar con...
—Señor...
—¿Por qué, entonces, decide sabotear su propia felicidad? ¿Después de sobrevivir a todo esto?
—¿Perdón?
—Mi padre le pidió la mano, ¿no?... Conversé con Laurie, como le dije. Y él me mencionó que nuestro padre quería proponerle matrimonio. Lo hizo, ¿no es así? Y usted... —la apuntó con un tono acusatorio—. Usted le dijo que no. Quiero saber por qué.
—Su carrera. Mi carrera. La opinión de los demás. El hecho de que si nos descubren estamos arruinados —dio de hombros, llorosa—. Hay muchos factores.
—No me lo creo. Debe haber algo más que reputación en juego. Si fuera por eso, usted jamás hubiera aceptado ser su editora y co-autora en primer lugar. Si le temiera tanto a la posibilidad de ser desenmascarada, no se hubiera expuesto tanto al público. Entonces dígame, con sinceridad, ¿qué la llevó a romperle el corazón?
Janeth, al oír su acusación, perdió lo que restaba de su compostura:
—¿C-Crees que esto también no me rompe el corazón a mí?... ¡Lo amo! ¡Lo amo más que a todo en este mundo, incluyéndome a mí misma!... ¡Haría, y haré, lo que sea por él, incluso sufrir en su nombre, si eso es lo que me cuesta protegerlo!
El marinero dio unos pasos hacia ella.
—Pues ahí chocamos con el problema; usted lo ama más que a usted misma... o sea que no se siente tan importante como él. No se valoriza tanto como él. Y no se siente capaz de ser su esposa, no por el prejuicio ajeno, sino por el propio.
La escritora abrió aún más la boca para contradecirlo, pero se encontró sin palabras. Así que, de esta vez, se resignó a concederle el punto y bajar el mentón. El muchacho la había leído como un libro, su observación era bastante acertada.
—N-Nunca seré la mujer que él necesita a su lado.
—Pero siempre lo ha sido —el muchacho una vez más la afrontó—. Mire, señora... lo que mi hermano me dijo hoy no fue necesariamente una novedad para mí. Que en paz descanse mi amada madre, pero yo siempre supe, desde pequeño, que su unión con mi padre era más una amistad que un amor genuino. Se querían, pero no se deseaban. No como marido y mujer deben desearse. Yo era un niño, pero no era ciego —se quitó el sombrero blanquecino de su cabeza—. Señora... usted siempre cuidó a mi padre como una esposa de verdad debería cuidarlo. Y después del fallecimiento de mamá, esto se volvió aún más evidente.
—No... Helen era su mujer.
—En papel. No en presencia. Insisto, amo a mi madre, pero si ella estuviera aquí sé que concordaría conmigo. Usted siempre ha sido la real esposa de padre. Siempre estuvo ahí para él en las sombras, pero ahora... ahora es tiempo de que salga a la luz. De que asuma en público un rol que le ha pertenecido a años, sin que nadie lo supiera. No entiendo por qué se niega a asumir lo que es: la consorte definitiva...
—Señor Nicholas...
—Solo llámeme Nick. No necesita ser formal conmigo, nunca lo hizo.
—Nick... —ella soltó un exhalo frustrado—. Insisto. Si pudiera, créeme que me casaría con él, pero simplemente no puedo. Poner en peligro la estabilidad de nuestras carreras, así como nuestras finanzas y reputaciones, que ya no son de las mejores, no vale la pena. Este es un caso de sensatez, no de amor... es lamentable, pero lo es.
El hombre sacudió la cabeza.
—Pues pienso que reconsiderará todo lo que ha dicho hasta ahora luego de que escuche la pésima noticia que vengo a entregarle.
—¿Noticia?...
—Mi padre está postrado.
—¿Qué?
—Tuvo un infarto.
—
Sí, Janeth Durand estaba acercándose a sus sesenta años de edad. Sí, sentía dolores crónicos en sus talones y espalda. Sí, su delgada complexión no era de las más sanas. Pero voló a la casa de Theodore así que el peso de aquella revelación se asentó en su consciencia. Corrió más que un ladrón en fuga, que un gendarme en una persecución, que una presa inocente escapando de su predador. Sintió en la piel el desespero singular de un pájaro que huye del diluvio y vendaval de una tormenta.
Su apuro fue tal, que a Nicholas le costó seguirle el paso, y el cuerpo de un marinero joven, esculpido por los días laboriosos y crueles del puerto, perdió la carrera para una mujer de mediana edad.
En cualquier otro contexto, él se hubiera reído de la situación, pero ese momento solo pudo venerar la lealtad y dedicación de la señora hacia su padre. Esto una vez más hizo evidente el real tamaño del amor de ella sentía por el periodista; era colosal.
Cuando arribó a la residencia Gauvain, Janeth no perdió su tiempo charlando con las mucamas y subió la escalera al segundo piso a saltos. Lawrence, al oír la conmoción causada por su llegada —y por la consecutiva llegada de su hermano menor— se giró hacia los peldaños e intentó tranquilizar a la señora Durand antes de que pudiera invadir la habitación de su padre.
—¡Vine aquí tan rápido como pude! ¡¿Dónde está?!
—Descansando, bajo supervisión del doctor Allix. Está medicado y estable. Pese al susto que nos causó, esto no fue fatal. Tranquila.
—¡¿Tranquila?! ¡¿Cómo puedo estar tranquila?! ¡Yo le causé esto! —lloró y se llevó una mano a la tez, mientras jadeaba.
—Usted no hizo nada —el abogado la sujetó con delicadeza de los brazos—. Si es culpable, entonces yo también lo soy. Yo le pedí que rechazara su propuesta.
—Ninguno de los dos puede ser culpado por un mal súbito como este —Nicholas respondió—. En especial considerando que no es el primero.
Janeth llevó su mirada al marinero con prisa.
—¿Cómo así, "No es el primero"?
—¿Papá no le contó?
—¡¿Contó qué?!
—Yo tuve una discusión con él —Lawrence confesó, soltando a la dama—. En la que dije unas cosas... repugnantes. Y peor de todo, sobre usted.
—De eso me acuerdo, usted ya me pidió disculpas.
—Lo sé y lo hago de nuevo, mil veces si necesario. Pero la cosa es que, ese día, el estrés que yo le causé lo llevó a desmayar —sus ojos se vidriaron—. Lo enojé al punto de colapsar. No tenía idea sobre esto hasta que el doctor Allix me lo comentó recién, pero si a alguien debe culpar, ese soy yo.
—No... ¡No! —ella exclamó, indignada—. Señor Lawrence...
—Ya le dije que deje el "señor" de lado...
—Laurie. Como madre se lo puedo asegurar, las rabietas de parte de un hijo o hija son normales. Las discusiones, por más agitadas o injustas que se pongan, son normales. Usted puede haber cruzado varias líneas, pero no hizo nada para causar esto —aseveró, percibiendo por intuición apenas, que el hombre se estaba reprochando mentalmente por todos sus errores, fueran estos mínimos o gigantes—. Si yo no me puedo culpar por esto, entonces usted tampoco lo haga.
La conversación fue interrumpida por la puerta de los aposentos de Theodore, abriéndose. El doctor Allix, con una expresión severa y la apariencia ligeramente desajustada, salió al pasillo.
—Sabía que no me estaba volviendo loco. Es bueno verla por aquí, señora Janeth —caminó hacia ella y le dio un abrazo corto.
Hace ya un tiempo, por la cercanía entre el médico y el señor Gauvain, ambos se habían vuelto amigos. Era uno de los pocos que ella tenía, de hecho, que sabía sobre su pasado trabajando en el puerto.
—¿Cómo esta él?
—Débil, pero vivo. Gracias a Dios.
—¿Puedo verlo?
—Le recomendaría que esperara un par de horas. Está durmiendo.
—Por favor, Richard... estoy angustiada.
—Lo sé... y la entiendo. Pero él necesita descansar su mente, antes que todo. Los males de su corazón vienen principalmente de su cabeza y él debe estar en paz para sanar. Al menos por ahora.
Nicholas puso una mano sobre el hombro de la mujer. Lawrence bajó la mirada al suelo. Allix hizo una mueca que no calificaba como una sonrisa por su desanimo. Y ella, contrariada pero resignada a su sufrimiento, asintió.
—Vamos, señora Gr... Durand. Vamos abajo, a tomar un té. En unas horas más regresamos —el más joven del grupo le dijo con cariño, compadeciendo su dolor.
Con la lengua sabiendo a hiel, el pecho rodeado por púas y la mirada oscurecida por su desilusión, ella se dejó ser escoltada a la planta baja.
—Deberías dejarla pasar la noche aquí, señor Lawrence—. el médico le dijo al hombre, una vez ambos estaban a solas.
—Eso hará que los vecinos hablen...
—Su padre puede estar muerto al final de este día —el doctor lo cortó, tan sincero que llegaba a ser insensible—. Y entonces toda la habladuría no valdrá de nada.
De esta vez, el hijo mayor del señor Gauvain se calló. Cruzó los brazos, apoyó la espalda contra la pared más cercana y dejó que Allix regresara adentro.
A las seis de la tarde en punto, le comunicó su decisión final a la señora Durand. Ella se quedaría allí, no tan solo por aquella noche, sino también por los próximos días.
—Vaya a su hogar, empaque lo que necesite y vuelva aquí. Deje todo en la habitación de visitas, para evitar despertar el interés de las mucamas, y cuando la noche caiga, visite a mi padre. Quédese con él... la necesita, ahora más que nunca.
—¿No será eso muy arriesgado? —ella suspiró, en conflicto.
—Que le importe un bledo lo arriesgado. Hoy, usted se queda.
Sus palabras, más la amabilidad de Nicholas, la convencieron a hacerles caso. Junto al marinero, se subió al carruaje de la familia Gauvain y llegó a su domicilio, a preparar un baúl con sus pertenencias y mudarse a la residencia de su amante.
—
Mientras separaba qué prendas llevaría consigo, vio de reojo la caja de música que el periodista le había regalado, a dos décadas atrás. Janeth la consideraba una de las reliquias más preciosas que tenía y por eso la mantenía en excelente estado.
Al terminar empacar, no pudo evitar tomarla entre sus manos y darle vuelta a la manecilla que tenía en un costado. La dulce melodía que emitió la conmovió, como a años no lo hacía.
Nicholas, que había oído las suaves notas desde la sala, se acercó a la puerta de su habitación y observó la sentimental escena; Janeth abrazando el instrumento mientras luchaba contra sus ganas de sollozar.
Pero él le recordó que ya no necesitaba ocultar y reprimir su sufrimiento por el bienestar ajeno, al cantar parte de la canción:
—Que donneriez-vous, belle, pour avoir votre ami?... —ella, sorprendida por su voz, sorbió la nariz y lo miró. Él señaló al objeto—. Usted debería traer esto también. Puede ser un buen incentivo para la recuperación de papá. Me cantaba mucho esa canción cuando yo era pequeño... —Nicholas entró a los aposentos con pasos lentos y recogió el baúl cerrado—. "¿Qué daría usted, hermosa, para tener de vuelta a su amigo?" "Yo daría Versalles, Paris y Saint-Denis."... Siento que es una letra que encaja con ustedes, ¿no?
—Sí... —ella acarició la escultura que encabezaba el instrumento—. Lamentablemente, sí.
—
Luego de dormir por horas, atrapado por un sueño profundo e ininterrumpido, Theodore se despertó, sobresaltado. Pensó, por un breve segundo, que tendría otro infarto. La pesadilla que lo había arrastrado de vuelta a la consciencia había sido tenebrosa y su corazón por poco no la había soportado.
Como de costumbre, sus inquisidores usuales habían sido sus hermanos fallecidos, Raoul y Bernard. El primero le aseguró que la muerte de Helen no había sido ocasional y el segundo, que el próximo en perecer sería Lawrence. El pensamiento remoto de semejante tragedia ocurriéndole justo a su hijo lo trastornó tanto, que en su imaginación acabó pegándole un mamporro al supuesto espíritu de Bernard.
Al despertarse, llegó a la conclusión de que aquello apenas había sido su temor a la muerte y a la justicia divina, atormentando su inconsciente. No una intervención real de sus parientes fallecidos. Se sentó sobre la cama —con cierta dificultad, debido a su cansancio— y agarró el vaso de agua que el doctor Allix le había dejado en el velador. Bebió unos sorbos, se tomó su tiempo en regresar a una respiración tranquila y volvió a dejar el vaso donde lo encontró. Contempló volver a dormir, pero pese a su agotamiento, no quería arriesgar tener otra pesadilla. Así que agarró su bastón y yendo en contra de las anteriores recomendaciones del médico, se levantó a dar un paseo por su casa.
Ya era de noche y el mundo se había serenado. Sus mucamas se habían marchado a sus hogares, sus hijos probablemente debían estar durmiendo en sus antiguas habitaciones, así como el doctor Allix en la de visitas, y no había nadie por allí para retarlo por su inquietud y terquedad. Nadie que lo obligara a acostarse otra vez.
O al menos eso pensó, hasta ver la luz tenue de una vela brillando por debajo de la puerta de los aposentos de Eleonor —consecutivamente transformados en el estudio de pintura de Helen—. Alguien seguía despierto y su naturaleza curiosa lo impedía de seguir con su trayecto sin saber quién. Lentamente, para no hacer ningún ruido, él giró la manija y le echó un vistazo al recinto, por el diminuto resquicio que había creado.
Tuvo que pestañear un par de veces para convencerse de que no estaba alucinando. Janeth de verdad estaba sentada sobre un taburete, usando una bata de dormir y con el cabello suelto, adentro de su casa, mientras examinaba la última pintura en la que Helen había trabajado antes de fallecer: un retrato de su familia.
Theodore sintió otra puntada en su pecho, pero de esta vez, no fue por una angina. Fue por el arrepentimiento que sentía por su comportamiento explosivo aquella tarde. El rechazo explícito de su pedido de matrimonio le había dolido bastante, sí. Pero jamás debió dejar a su amante sola bajo la lluvia invernal, en medio del jardín japonés, después de una discusión tan agitada. Mucho menos devolverle el anillo de zafiro que decoró su meñique por dos décadas, y que compró justamente para simbolizar su lealtad y compromiso hacia ella. Eso fue exagerado, lo admitía.
Pensó entonces en alejarse de la puerta y seguir caminando hacia las escaleras, para ir a la cocina a buscar algo que comer. Pero yendo en contra de su miedo, terminó de abrirla y entró a la habitación, sobresaltándola.
—Buenas noches...
—Theodore —ella se levantó de inmediato y corrió hacia él, abrazándolo sin pensarlo dos veces.
El alivio que la mujersintió al verlo fue contagioso, así como su cariño. Él la sostuvo bien cerca de sí, besó su cabeza e inhaló su perfume, feliz de poder sentirlo de nuevo.
—Gracias al buen Dios estás vivo —Jane murmuró y se apartó un poco para mirarlo—. ¿Cómo te sientes?
—Ya estuve mejor, confieso —ya que no podía ocultar el letargo en su voz, decidió ser sincero—. Aún me duele bastante el pecho y el cuerpo.
—Deberías estar descansando.
—Tengo hambre y estaba a punto de ir a la cocina...
—No, no. Tú vuelve a la cama y yo iré abajo a hacerte algo que comer. No puedes estar de pie...
—¿Qué haces aquí? —él la interrumpió, curioso y preocupado.
—¿Cómo así, qué hago aquí? Colapsaste, Theodore.
—No, no... ¿quién te llamó aquí? ¿Lawrence?
—Él y Nicholas. De hecho, debería avisarte... Nicholas sabe que nosotros estamos juntos.
Las cejas del periodista se alzaron.
—¿Qué?
—Lawrence le contó todo. Pero no reaccionó tan mal como su hermano... por lo contrario, hasta me tranquilizó cuando llegué aquí. Me preparó un té y charló conmigo por el resto de la tarde, mientras descansabas.
—Nicholas es un muy buen chico. No me sorprende que lo haya hecho. Lo que me asusta es que Lawrence estuviera dispuesto a darte la bienvenida —caminó hacia el taburete y se sentó—. Perdón, mis piernas...
—No te disculpes —ella lo cortó—. Y con respecto a Laurie... Él también ha sido un caballero desde mi llegada. No tengo de lo que reclamar. Ambos han sido increíblemente pacientes y amables conmigo.
—Si supieras las cosas que Lawrence me ha dicho sobre ti...
—Lo sé —ella cruzó los brazos—. Él me lo repitió todo y pidió disculpas hoy, de nuevo. Lloró bastante mientras lo hizo, incluso.
—¿Lawrence? —Theodore indagó, perplejo e incrédulo.
—Sí. Lawrence. Tu hijo. Pese a sus diferencias, lo único que quiere es tu bien. Al igual que yo —Jane dio un par de pasos adelante y lo miró a los ojos—. Lo lamento, de verdad, por tener que rechazarte. Pero espero que entiendas porqué lo hice. Porqué lo hago. No quiero arruinar tu carrera y tu legado... Y si alguien se entera sobre mi pasado, eso es lo que haré.
—Podríamos vivir como René y Beatrice.
—No lograrías vivir en un poblado alejado del mundo, seamos sincero. Tuviste un infarto y ya estás merodeando por la casa. Imagínate viviendo en medio del bosque; saldrías a explorar y jamás te volvería a ver. Eso si antes no te vuelves loco por la monotonía. Además, tu imprenta...
—Ya tengo sesenta años, Jane. La imprenta en un año o más será de mis sobrinos. Ya los estoy preparando para heredarla.
—Pero mi punto permanece: necesitas de la energía de la gran ciudad para ser feliz.
Él bajó la mirada.
—Sí... sobre eso tienes razón —luego, corrió una mano por su rostro cansado—. Solo... quería que hubiera una manera de que tú y yo pudiéramos estar juntos. Y si eso implica vivir una vida en el exilio, no me quejaría nunca de ello.
—Otra mentira. En nuestra primera discusión ya te estarías quejando por extrañar la ciudad. Sin mencionar el hecho de que eres muy ligado a esta casa... tu hijo está enterrado aquí. No te podrías ir.
—¿Por qué siempre tienes que ser tan racional?
—Uno de nosotros debe serlo. Para el bien de ambos.
—¿Y qué pasa si esta vez quiero ser un soñador?
—Estarás siendo un necio.
Él se rio, entristecido.
—Lo sé —miró entonces al último cuadro de Helen, que seguía apoyado en el caballete—. Supongo que ser feliz y vivir en sociedad es una paradoja. Así como lo es amar y esperar que todo salga bien.
Jane percibió el resentimiento en sus palabras, pero prefirió ignorarlo por ahora. El doctor Allix le había resaltado varias veces: No podía estresar a Theodore. Al menos no hasta que estuviera cien por ciento recuperado. Ambos pasaron unos minutos en silencio, observando el retrato, cuyas sombras y brillos no habían sido añadidos y cuyo color era plano, unidimensional.
—¿Quién es esta muchacha? —la escritora apuntó a una joven que había sido dibujada al lado derecho de Theodore.
—Eleonor —él confirmó—. Y él bebé que sostiene puede ser mi nieto, o su hermano mayor, Lucien. Helen nunca me lo contó —suspiró y volvió a cruzar miradas con Jane—. ¿Pero sabes lo que sí me contó? Que quería terminar esta pintura y colgarla en la sala. Porque quería que nuestra familia estuviera completa, al menos una vez. Aunque solo fuera en un cuadro —se levantó y caminó hacia un rincón de la habitación, queriendo recoger algo del alargado estante que su esposa usaba para guardar sus obras—. Y como no podía incluirte en él, ni a Richard, ella hizo esto —le enseñó otro lienzo, más pequeño y liviano: un claroscuro de ambos. La expresión estupefacta de Janeth al verlo fue una que Theodore podía decir, con total seguridad, jamás haber visto antes—. Mi plan, después de que me dijeras que sí, era terminar la pintura de mi familia y colgarla en la sala, junto a esta. Como Helen lo había querido. Pero supongo que hacer eso nos convertiría a ambos en necios, ¿no?... Al final, ¿Qué sucedería si uno de mis antiguos amigos te viera y te reconociera? —él no pudo contener su sarcasmo.
—Theo...
—¿Sabes cuántos meses le tomó a Helen hacer esto? Diez —puso a la pintura de vuelta en su lugar y regresó al taburete—. Diez meses de su vida que malgastó, ¿no?... A lo mejor por eso nos casamos, los dos fuimos unos idiotas.
—No digas eso...
—Verdad, fuimos necios —se giró hacia el caballete—. Y ahora que lo pienso, todo aquel que ama lo suficiente para olvidarse de la realidad lo es... y yo me olvidé de la mía. Creí que podía ser feliz contigo, sin límites y reglas. Me equivoqué.
Janeth cerró los ojos y frunció el ceño. La situación de dolía tanto como a él.
—Sabes que te amo, ¿cierto? —ella preguntó luego de una larga pausa en su conversación.
—Lo sé —Theodore confirmó, con un tono tranquilo, aunque acongojado.
Este fue el final anticlimático de su charla. Por ahora, no tenían nada más que decirse. Seguir hablando solo haría a la escritora más miserable y a él más humillado. Así que acordaron, en silencio, aplazar esta discusión para después.
—Iré abajo a prepararte una sopa —ella anunció, volteándose hacia la puerta antes de abrir los párpados otra vez, sabiendo que comenzaría a lagrimear—. Tú ve a acostarte.
—Lo haré —el periodista respondió, pero no movió un músculo.
Apenas cuando escuchó sus pasos alejarse y desaparecer en la oscuridad de la casa, él se permitió sollozar con todas sus fuerzas, y doblegarse ante el dolor en su pecho. En el bolsillo de su bata de dormir, tenía un pequeño frasco de vidrio, entregado por el doctor Allix unas horas atrás. Contenía un jarabe hecho a base de Hidrato de cloral, un sedativo poderoso que para los médicos de las Islas podía ser la clave para curar a un centenar de enfermedades distintas, relacionadas al corazón y al cerebro. Desde problemas cardíacos hasta el insomnio crónico, la ansiedad y la depresión, el compuesto era indicado y recetado para todo. En unos años más se descubría que lo opuesto era cierto y que el sintético de hecho hacía más mal que bien, pero en aquel momento, toda la sociedad farmacéutica le decía que era seguro. Y Theodore no tenía otra opción a no ser confiar en su palabra. Se tragó un poco del jarabe amargo, de olor acre, hizo una mueca de disgusto y esperó que los batidos de su corazón se serenaran.
Regresó a su habitación así que dejó de oírlos reverberar por las paredes de sus oídos.
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