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Merchant, 06 de marzo de 1907

En un giro argumental que ninguno de sus habitantes vio venir, el puerto de Merchant había comenzado a dejar atrás la era oscura de guerra, hambruna, enfermedad y muerte que lo solía caracterizar.

Muriel Thompson-Walbridge hasta ahora estaba haciendo un trabajo magistral como alcalde y había transformado la ciudad más importante del sur en uno de los polos económicos del país.

(Esto no quiere decir que había erradicado la criminalidad, para nada, apenas que ahora sus habitantes podían vivir cómodos en la pobreza, no en la extrema miseria. Al final, era bastante evidente para todos aquellos que tuvieran más de dos dedos de frente, que el político era apenas un seudónimo usado por el líder de la Hermandad de los Ladrones. Si terminaba con la criminalidad, terminaba también con su fuente de dinero y de poder. No era tan estúpido como para ser justo.)

Resulta que, al final, los temores de Theodore con relación a la Ley de Pureza de Medicamentos no fueron del todo ciertos. Sí, después de la instauración de la misma una ola de violencia sacudió la nación, pero por un tiempo más corto de lo que él se había esperado. Esto porque, gracias a Walbridge, una nueva solución había sido encontrada para satisfacer las necesidades de los adictos ignorados por el gobierno Estatal. La Hermandad ahora vendía todas las drogas prohibidas por la Ley, bajo nombres nuevos. Él confesaba que no sabía cómo el proceso de producción y de distribución funcionaba, pero sí estaba intrigado por hacerlo. Lo que era un gran problema, ya que él se había prometido que jamás se acercaría a dichas substancias otra vez. Investigar el proceso implicaba el riesgo de volver a consumirlas y conociendo su pobre autocontrol, sabía que era mejor mantenerse alejado. Por sus Janeth, su hijos, sobrinos y nietos, debía hacerlo.

Ah, sí. Había cumplido uno de sus mayores sueños en la vida: se había convertido en abuelo. Lawrence y Judith habían tenido gemelos, a un año atrás. El niño había nacido primero y fue nombrado Georges Helen, en honor a su abuelo materno y abuela paterna, fallecidos. La niña, Eleonore Helen, también en honor a su abuela paterna y a su tía.

El "par de oro" —como Theodore los había bautizado— se convirtió en su más nueva obsesión. Nunca había amado tanto a dos almas como amaba a sus nietos. Apenas verlos le sacaba una sonrisa honesta, afectuosa y tierna del rostro. Judith y Nicholas con frecuencia lo molestaban por su expresión juvenil y adorable, pero él no se incomodaba en ser el motivo de su risa. No negaría sus sentimientos nunca más.

Hablando de Nicholas, el muchacho —ahora con dieciocho años— le había torcido el brazo para que lo dejara entrar a la escuela naval. El periodista no se hallaba ni un poco contento con la idea, pero luego de tanto tiempo intentando convencerlo de que abandonara sus sueños, se dio por vencido.

—Si esto es realmente lo que quieres, apoyo tu decisión —le dijo, luego de una larga charla que tuvieron en su despacho—. Pero espero que sepas que si a cualquier momento deseas volver atrás...

—Estoy determinado en ser un marinero —él afirmó—. Agradezco tu preocupación papá, de veras lo hago, pero esto es lo que siempre quise hacer... y ahora que seré un adulto, sé que es lo que debo hacer.

Theodore suspiró.

—Si insistes.

No fue fácil para el señor Gauvain aceptar su decisión, pero por el bienestar del joven se forzó a hacerlo. Si él juraba conocer el precio de sus ambiciones, le tendría fe y le desearía lo mejor en sus aventuras. Era su deber, como su guardián.

La familia Gauvain se sacó una foto grupal, cuando Nicholas fue seleccionado para ser parte del grupo de cadetes de la escuela naval Arthur Satchet - una de las muchas que existían a lo largo de la costa del país-. Theodore la enmarcó y la puso en el antiguo velador de Helen, junto a una imagen de la misma, cuando joven, sosteniendo a su hija.

—Ahora todos podemos estar juntos —le dijo al cuadro, antes de respirar hondo e ir a acostarse.

Soñó, por primera vez en años, con su esposa. Al despertar no se acordó muy bien de lo que le había dicho, pese a saber que tuvieron una conversación extensa. Pero aquello no le molestó. Pudo verla, aunque apenas por algunas horas. Fue reconfortante.


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