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Merchant, 25 de diciembre de 1900

Más que negarse a dejar a su amante exiliada en su soledad, el señor Gauvain quería evitar que fuera consumida por su tristeza, que repudiara la idea de preparar su cena navideña y se privara del placer de devorarla, que pasara las horas más sagradas del año acostada en su cama, pensando en los tiempos felices de su pasado en vez de disfrutar su presente y soñar con un alegre futuro.

Mientras le pudiera entregar risas y confort, lo haría. Mientras la pudiera hacer sentirse como una mujer respetable, rodeada de cariño y de estima, no pensaría dos veces antes de complacerla.

Ella había perdido su inocencia antes mismo de terminar su infancia. Había perdido su dignidad antes mismo de volverse una muchacha. Había visto morir a sus padres, a su tío, a su diabólico ex esposo y a su querida hija. Su hermano la adoraba, pero no lo suficiente para sacrificar la lealtad de su esposa y la paz de su hogar. Janeth había sido despojada de todo y a todos, a excepción de Theodore. Él reconocía la responsabilidad que su presencia en su vida conllevaba y por esto mismo se negaba en defraudarla, en hacerla sentirse pequeña, abandonada, desolada por el desdén ajeno y el vacío de su entorno.

Su interés puro en cuidarla, sin embargo, muchas veces era frenado de golpe por las inseguridades de su amante en sí. Esto pasó en la semana previa a nochebuena. Janeth, en un inicio, se negó con vehemencia a entrar en la residencia Gauvain.

—Hacerlo sería cruzar una línea que jamás deberíamos cruzar —ella le dijo, con una tristeza resignada, acentuada por un recelo entendible e irremediable.

Su opinión solo cambió cuando Helen, al percibir la frustración y desanimo de su esposo, fue a su casa a convencerla de aceptar la propuesta.

—Tengo algo que contarte, que creo, te hará reconsiderar tu posición —la señora Gauvain le dijo, con una mirada críptica. No parecía acongojada o particularmente melancólica, pero sí, cansada. Sus ojos reflejaban cierto sufrimiento interno que Janeth no logró del todo entender. Al menos no hasta que, para su total desconcierto, se le fuera revelada una verdad que no se había esperado oír nunca:— Mis días en esta tierra están contados.

Helen pasó más de cuarenta minutos discursando, mientras la escritora, pasmada y emocionada por todos los malos motivos, no logró hacer más que asentir o negar con la cabeza.

El doctor Allix había encontrado un tumor en su pecho izquierdo. Por su ubicación, era mejor no intentar removerlo. Por su tamaño, la situación aún no era tan grave como algún día llegaría a ser. La señora Gauvain podría vivir por unos años más, pero sin duda perecería antes que su esposo.

—¿Theodore sabe sobre esto?

—No —ella respondió, con tranquilidad—. Y no planeo decírselo tampoco. Caso contrario él se obsesionará con la idea de poder salvarme, cuando ya sé que esto no es posible. Además, quiero evitar causarle un sufrimiento prolongado. Cuando el día de mi muerte llegue, le contaré todo. Por ahora, prefiero mantener el silencio. Y agradecería bastante si hicieras lo mismo.

—Como quiera usted —Janeth respondió, arrugando un poco el entrecejo.

—Te cuento todo esto por una razón en específico; sé que cuando me muera Ted querrá casarse otra vez. Y sé que será contigo.

—Eso arruinaría su reputación. Él no...

—Lo hará. Ese es un hecho incuestionable para mí. Pero, hasta que eso suceda, quiero que nuestros hijos se acostumbren con la idea de tenerte cerca. Así, cuando la propuesta de matrimonio ocurra, no levantará sospecha alguna. Si saben que ustedes son amigos cercanos desde ahora, la sorpresa no será tan grande.

—¿No es muy temprano para estar pensado en eso?

—Aquel que no piensa en el futuro estará siempre encadenado al pasado. Y yo me niego a vivir así —Helen contestó, estirando su espalda—. Por eso, insisto en nuestra propuesta. Pase Navidad con nosotros. Fortalezca su identidad como Leónie Grant.

Esta charla llevó a Janeth al presente, donde se hallaba de pie frente a la casa de su amante de casi dos décadas, acompañada por el doctor Richard Allix, quien fingiría ser su primo durante la velada. Para causar una buena impresión, se había puesto el vestido más caro que poseía, un sombrero nuevo que había comprado la semana anterior, y hasta había traído una tarta de manzanas preparada por ella misma, como obsequio para sus anfitriones.

—Huele deliciosa —el médico le sonrió y apuntó al dulce.

Ella le sonrió de vuelta, agradeciéndole por el halago, antes de perder todo el color y entusiasmo de su rostro al ver la puerta principal abrirse. Una mucama los ojeó de arriba abajo y los hizo pasar adentro.

El tamaño de la casa de su amante era bastante mayor a lo que se había imaginado. Sus muebles y decoraciones, tan sofisticados y lujuriosos que la llegaron a intimidar. El doctor Allix también se veía un poco desconcertado con los interiores, pese a conocer la propiedad mucho mejor que ella. Ambos suponían que era inevitable estarlo, al venir de ambientes humildes, más prácticos que ornamentales, más simples que ostentosos.

—¡Señora Grant! ¡Tan bueno volver a verla! —Helen se levantó de su asiento, con una expresión tan alegre que asustaba—. ¿Es eso una tarta lo que huelo?

—De manzanas con canela, sí. Y buenas noches, señora Gauvain.

—Buenas... —la dama respondió y enseguida le hizo un gesto a otra de sus mucamas para que llevara el postre hacia la mesa del comedor. Luego, miró al médico—. Señor Allix, también es bueno tenerlo aquí. Por favor, tomen asiento los dos. Siéntanse en casa.

El dúo se acomodó en el sofá de dos cuerpos mientras Helen los presentaba a los demás invitados. Se apretaron la mano con los demás, intercambiaron expresiones cordiales y siguieron con la conversación lo mejor que podían.

Por unos minutos, Janeth logró entender a lo que Theodore se refería cuando decía que los círculos sociales que lo rodeaban lo aburría. La charla entre burgueses era tan privilegiada y superficial que le llegaba a dar sueño. Por suerte, su experiencia como actriz le resultó útil; logró fingir interés hasta que su amante llegara a la sala.

—Qué bueno que pudo venir, señora Grant —el periodista sacudió su mano con gentileza, antes de hacer lo mismo con el médico y sentarse al lado de su esposa.

—Le tengo que agradecer a usted por invitarme. Tenía pensado pasar esta navidad por mi cuenta, pero es mucho más agradable hacerlo entre amigos.

—Pues siempre será bienvenida aquí —Helen respondió en lugar de Theodore, sorprendiendo incluso al mismo—. Es, al fin y al cabo, una de las principales razones detrás del éxito de las obras de mi querido esposo.

—No diría eso...

—Pero la señora Gauvain tiene razón. Usted lo es —el hombre sonrió y vio su gesto ser reflejado en el rostro abochornado de su amante—. Y lo mismo se aplica a usted, doctor Allix. Puede bendecirnos con su presencia cuando quiera.

Mientras los otros miembros de la sala seguían conversando, Lawrence ojeaba a los invitados de sus padres en silencio, desde el sillón. Se veía irritado, pero —al estar imposibilitado de compartir su molestia en el momento— mantenía sus opiniones personales guardadas para sí.

Su esposa, en la otra mano, estaba muy entusiasmada con la conversación y demostraba emociones contrarias a él. No conocía el real vínculo entre los presentes, claro. Si lo hiciera, es probable que ni siquiera se hubiera aparecido.

—Señor Gauvain —la voz de una mucama cortó por las risas y comentarios felices del ambiente—. Lamento interrumpir, señor. Pero le llegó correspondencia de la Casa de Gobierno.

El periodista miró a los rostros sorprendidos a su alrededor, antes de agarrar su bastón y levantarse del sofá.

—Con permiso —les dijo y se aproximó a la mujer.

Tomó el sobre entre sus dedos y esperó a que los otros retomaran la conversación para abrirlo. Leyó la carta en un rincón solitario de la sala, suspiró al terminar de hacerlo y volvió a tomar asiento al lado de Helen. Las voces se callaron con su regreso.

—¿Y? ¿Qué sucedió? —fue Lawrence el que preguntó primero.

—Dos de los libros de "En el Margen del Mundo" fueron nominados al premio Chateaubriand —él dijo y le entregó la carta a Janeth—. Uno escrito por mí y editado por la señora Grant, y el otro escrito por la señora Grant y editado por mí.

—O sea que...

—Están compitiendo —Helen terminó la frase del doctor Allix, sorprendida.

Janeth leyó la carta una y otra vez, incrédula. ¿De verdad había hecho un trabajo tan bueno que ahora estaba compitiendo con Theodore? ¿Uno de los mejores autores de su sociedad?

—Yo... —levantó la mirada—. Lo siento.

—¿Usted lo siente? —la señora Hampton, madre de Judith, indagó.

—Y ¿por qué? —la señora Gauvain la siguió—. No tiene por qué sentirlo. ¡Esto es una excelente noticia!

—¡Exactamente! —Theodore exclamó, sonriendo—. ¡Y tenemos que celebrarla!

Ninguno de los presentes pareció notar el tenso cruce de miradas entre Jane y Lawrence, que prosiguió el anuncio. El rubio seguía sin declarar públicamente su rabia, pero apenas su manera de observarla era ofensiva. Si el ambiente fuera otro, a este punto probablemente ya le hubiera pegado. Ella percibía su disgusto, pero no había nada que pudiera hacer por ahora para detenerlo.

Quince minutos después, los invitados y anfitriones se movieron al comedor para la cena y el señor Gauvain explotó una botella de champaña. La primera copa, como era de esperarse, fue destinada a su editora, como agradecimiento por su colaboración. La segunda a su esposa, por cuestión de respecto y tradición. Siguió sirviéndole espumante a los demás invitados mientras todos charlaban y al llegar el momento de entregarle una copa a su hijo, él se vio obligado a abrir otra botella; había vaciado la que sostenía. Lawrence percibió entonces que era uno de los últimos individuos en la lista de prioridades de su padre, cosa que le empeoró aún más el mal humor. Aquello podría resultarle un detalle insignificante para cualquier otro ser humano, pero estando tan furioso como estaba en el presente, él tomó la demora como un ultraje.

—¿Estás bien? —Judith le preguntó en voz baja—. Has estado quieto desde que llegamos.

—Solo tengo un dolor de cabeza —el rubio le respondió, sin remover los ojos de encima de Jane—. Ya pasará.

La cena continuó. Para el alivio de Lawrence, sus padres trataron a sus respectivos amantes con cordialidad y educación, sin jamás atravesar una línea que no debían frente a su esposa y suegra. Todos parecían ser tan solo muy buenos amigos y nada más.

No que esta discreción fuera aplaudible o honorable. Por lo contrario, en los ojos del muchacho, era despreciable. ¿Cuántos años deberían haber ensayado aquellas sonrisas brillantes y gestos enternecidos? ¿Cuántas mentiras habían contado para mantener la realidad oculta y protegida de todos? Apenas pensar en dichas preguntas lo asqueaba. Pero conservó su serenidad hasta el fin de la celebración, por el bien de su vida social. No podía armar un escándalo cenando con la familia de su consorte, en aquella mismísima mesa. Además, su hermano menor no merecía enterarse de tal perfidia a tan pequeña edad. Tal vez, cuando alcanzara el fin de su enseñanza media, le contaría todo, pero por ahora era mejor mantener vivía su ignorancia. Era lo correcto a ser hecho.


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La cena de navidad terminó a las una y media de la mañana. Como la señora Hampton seguía viviendo en la casa vecina, Lawrence y Judith decidieron pasar la noche allí, en vez de trasladarse a su propia residencia. Nicholas se había ido a dormir unos minutos después de la partida de su hermano y las mucamas a horas ya se habían marchado a sus casas. Los platos y restos de comida dejados sobre la mesa del comedor serían recogidos y limpiados en la mañana.

—Bueno, ahora que solo somos nosotros aquí... creo que podemos dejar de lado las formalidades —Theodore dijo, mientras abría una de las ventanas de la sala para ventilar el aire.

—Y podemos al fin abrir el regalo que nos envió René —Helen añadió mientras volvía de la cocina, donde había escondido la botella—. ¡Chartreuse!

—¿Qué es eso? —el doctor Allix preguntó, alzando una ceja.

—Es un licor francés.

—El mejor licor francés —el señor Gauvain corrigió a su esposa.

—¿De verdad vas a decir eso cuando existe el coñac?

—Mantengo mi postura —él se defendió—. Es el mejor.

Helen se rio y abrió la botella. Le sirvió un vaso corto a cada uno de ellos y se sentó con el suyo, al lado del médico.

—Esto... tiene sabor a anís y menta —Richard dijo e hizo una cara de leve disgusto—. ¿Sería maleducado de mi parte preguntar si hay otro licor que me pueda servir? Sé que es el mejor de los mejores, pero no me gustó mucho.

—Hay gustos y gustos, supongo. No hay ningún problema que quieras algo más. Pero, ¿qué prefieres? ¿Whiskey, brandy, gin o Coihue? —Theodore le preguntó.

—Coihue. Por favor.

—Ya vuelvo.

—Te acompaño —Janeth respondió.

Ambos se movieron a la cocina. El periodista abrió la alacena, estiró su brazo hacia la repisa más alta y recogió el destilado pedido por el médico. Aprovechó y agarró también el whiskey, por si en algún momento querían variar en el sabor de los tragos.

Cuando se volteó para irse, vio a Janeth con los brazos cruzados y el mentón caído, aprovechando la privacidad que al fin tenían para demostrar sus reales emociones respecto a la velada.

—Hey... ¿qué pasa?

Ella respiró hondo y lo miró, con los ojos llenos de lágrimas.

—G-Gracias... por no dejarme sola hoy.

Theodore dejó las botellas sobre la encimera más cercana y se acercó a su amada.

—Gracias a ti por venir aquí. Sé que no fue fácil.

—Helen me pidió que lo hiciera —ella se limpió el rostro—. Me sorprendió, la verdad. Que ambos me invitaran.

—No sabía que ella había ido a conversar contigo. Pero estoy feliz de que lo haya hecho. Quería tenerte aquí esta navidad. Porque la verdad es que estaba preocupado... Temía que dejarte sola en una fecha tan importante te haría retroceder en tu progreso. Siempre me dices que comer a solas es más difícil que hacerlo con alguien a tu lado.

—Y lo es —ella concordó—. De veras lo es... por eso mismo no sé qué estaría haciendo a estas horas, si estuviera encerrada en mi casa, sin la compañía de nadie. No creo que hubiera sido capaz de cenar por cuenta propia. Comenzaría a pensar en lo mucho que extraño a mis padres, a mi tío, a Carol, y me quedaría sin apetito alguno.

—Pero estás aquí —él acarició su mejilla.

—Lo estoy —ella le sonrió, con los ojos aún llorosos—. Y hasta parece un milagro que lo esté.

—Si fuera por mí, jamás te irías. Jamás tendrías que ocultarte bajo un nombre que no es tuyo —Theodore besó su frente—. Y serías mi esposa.

La última aseveración recordó a Jane de la charla que había tenido con Helen, unos días antes. Y ahora reconocía que la señora Gauvain tenía razón en sus predicciones sobre el futuro. Si del periodista dependiera, se casaría de nuevo así que ella falleciera.

Los dos se abrazaron por un momento y la escritora aprovechó el tiempo para observar, sobre el hombro de su amante, el anillo de zafiro que hace años él le había regalado, y que hasta hoy llevaba en el meñique como señal de fidelidad.

Después de los diamantes, aquellas piedras eran unas de las más duras y durables. Eran raras, costosas y elegantes. Que Theodore las hubiera elegido para coronar aquellas alianzas no era casualidad. En la época en que fueron elaborados, él le había dicho que había elegido aquella gema por su color azulado, similar al del vestido por ella usado en la primera vez que sus caminos se encontraron. Esto era verdad, pero no del todo. Había escogido zafiros porque él quería que sus atributos reflejaran el futuro de su relación.

Aquella alianza era una promesa silenciosa que le había hecho; soportaría a todos los golpes del mundo para estar con ella y jamás dejaría que la belleza de su amor se arruinara.

—Feliz navidad, Theo.

—Feliz navidad, Jane.


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