𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟻
Merchant, 09 de septiembre de 1900
A mucho tiempo Theodore no iba a misa. Como ya se sabe, pese a ser un hombre espiritualizado, él ya no se consideraba dogmático, ni metódico en sus creencias. Más bien recogía conceptos religiosos, místicos y científicos que le atraían, y así creaba su propia e interna religión.
Sí temía al infierno, al castigo divino y al desconocido destino que lo esperaba al fin de su vida. Pero su terror no era fijo, tallado en piedra. A veces era casi nulo, otras, lo dominaba. No podía decidirse si creer en el concepto del sufrimiento eterno o no. La cantidad de relatos contradictorios que el universo le había entregado sobre el más allá lo impedía de llegar a una conclusión al respecto.
Lo que sí creía, sin lugar a duda, era en la existencia de Dios. No el descrito por los católicos, o el venerado por los Dhaoríes. No lo percibía como un reflejo directo del hombre, ni concordaba con el concepto de que el Creador los había hecho en "su imagen y semejanza"; eso le sonaba más al ser humano siendo arrogante, que siendo sincero.
No, para Theodore, Dios era todo aquello que se podía y no se podía explicar. Era la lluvia que regaba los cultivos, luego de meses de sequía. Era el sol saliendo después de la tormenta. Era el trozo de pan que una madre humilde le daba a su hijo hambriento. Era la moneda que caía en la mano herida de un mendigo, luego de un día largo de miseria. Era la recuperación milagrosa de un niño enfermo. Era la muerte justa de un criminal descarado. Era la acción y reacción del cosmos en su forma más pura. Era plegaria y alivio. Pregunta y respuesta. Situación y resolución.
Aunque claro, esto no siempre había sido así. Desde niño, su enseñanza había sido rigurosa; su madre era una cristiana devota, fiel a Jesús, a la santísima trinidad, a los santos y a los mandamientos. Y por esto, durante muchísimo tiempo él también lo había sido. Había heredado su fe y sus creencias por no conocer a nada más. La inocencia protegió a su ignorancia, como suele suceder.
Pero cosas habían sucedido en su vida que lo hicieron cambiar de parecer respecto a todo esto. Conocer a otras personas, de religiones distintas a la suya, fue el primer motivo de su transformación. Al mudarse a Merchant se hizo amigo de protestantes, cuáqueros, judíos, musulmanes, sikhs, Dhaoríes, Onasinos, ateos; la lista era larga. Vio en primera mano el sufrimiento de todos estos grupos, su marginalización, su exclusión, así como su determinación en preservar sus ideas y tradiciones. No encontró justa su situación. No encontró justa la intolerancia demostrada hacia todos ellos. Además, percibir que tantas religiones existían y que tantas otras narrativas eran consideradas sagradas por sus practicantes, lo hizo preguntarse por qué la suya era la correcta, la especial. ¿Cómo podía estar seguro que aquél era el real camino hacia la vida eterna? Dios no había descendido de los cielos para apuntarle adónde ir. Jesús no le había murmurado la respuesta al oído. Ambos lo dejaron decidir qué hacer por cuenta propia, respetando sus conclusiones y su libre albedrío para explorarlas.
El segundo motivo de su transformación, fue ver el ostracismo que otras minorías de su sociedad sufrían, impulsado por sus supuestos "colegas de culto"; sus amigos y hermanos de fe. En días de trabajo, eran ellos los que tiraban piedras a los indígenas que veían caminando por la calle, los que ahorcaban a negros y colgaban sus cuerpos inmóviles en los árboles, los que golpeaban a muerte prostitutas, metían a niños huérfanos en cárceles, les escupían a los mendigos y se reían de su humillación. Y en los días de descanso, eran ellos los que entraban a las iglesias en masa, se sentaban a sonreírle al altar y rezar por su eterno bienestar. Decían amar la biblia, pero jamás habían leído más allá de la primera página. Decían amar a Cristo, pero si José y María hubieran golpeado la puerta de su hogar, sin dinero, sin comida, sin trabajo y sin destino, serían incapaces de demostrarles amabilidad y compasión. Los hubieran enviado a vagar por las calles, aperecer bajo la mirada decepcionada del Altísimo, y ante la antipatía humana.
El tercero motivo de la transformación de Theodore, no era una situación, o un hecho, sino una persona. En específico, una de las víctimas frecuentes de este tipo de creyente de papel, débil y transparente; Janeth.
A veces sentía que ella no reconocía su propia inteligencia y sabiduría, pero para él, no había una mujer más intelectual que su amante. Ella no había encontrado a Dios en los interiores de una parroquia, sino en un orfanato, y en las calles frías del puerto. No lo había encontrado en pasajes antiguos y parábolas milenarias, sino en conversaciones casuales en las más tenebrosas madrugadas. Ella le había enseñado a ver el amor de Dios reflejado en el brillo de la mirada de cada ser humano de buena voluntad.
—La verdadera salvación es la solidaridad, Theodore. Es la consideración, la empatía. Jesús ya lo tenía claro, pero creo que muchos se sus seguidores aún no han entendido su mensaje. Ni Dios, ni su hijo, quieren que juzguemos al prójimo. Quieren que lo amemos y que el juicio sea propio —ella le dijo en una ocasión, mientras charlaban en su antiguo hogar en la calle Cochrane.
Ahora, sentado en una de las últimas bancas de la Iglesia de Saint Walburga, mientras el sacerdote hablaba sobre el poder de la caridad, él pensaba en lo mucho que aquella mujer lo había convertido en un mejor hombre.
Sí, tal vez ya no era un religioso estricto. Pero era un ser con morales y virtudes, consciente de su impacto en el mundo. No hacía cosas buenas porque un libro se lo ordenaba, lo hacía porque quería ser una buena persona. No se creía superior por tener una fe en algo, mucho menos privilegiado. Había perdido su orgullo, prejuicio y desdén.
Aunque algo sí había permanecido, su perfidia. No creía tener un buen carácter, o un genio fácil. Examinando sus acciones y actitudes pasadas, no podía llegar a otra conclusión; él era insoportable. Había perdido a su hija, yerno y nieto por ser terco y resentido. Había perdido a sus dos hermanos por ser un canalla y un mentiroso. Había hecho sufrir a Helen por ser rencoroso, a Lawrence por ser reservado, a Janeth por ser impulsivo. Y hasta ahora, reconociendo sus fallas, se veía inclinado a repetirlas de nuevo.
La Ley de Pureza de Medicaciones entraría en vigencia el día siguiente. Su cuerpo le rogaba una y otra vez que corriera a la farmacia más cercana mientras aún pudiera y tirara todas sus monedas a los pies de su dueño. Su corazón y mente eran lo único que lo impedían de moverse.
Miró a su hijo, quien a su vez miraba al sacerdote. Respiró hondo. Se dio cuenta de que se estaba mintiendo a sí mismo. Sí había otra razón para no ceder ante sus vicios: él. Su familia. El bienestar de todos los que lo rodeaban.
Tragó en seco. Bajó la mirada a la biblia que sostenía —más para encajar con el ambiente que para leer de verdad—, y soltó un exhalo largo. Era por eso, y por mucho más, que generalmente no iba a misa. Siempre que lo hacía era incapaz de concentrarse apenas en las enseñanzas del sacerdote. Su mente siempre divagaba y lo terminaba torturando con un centenar de pensamientos desordenados. Estar callado por tanto tiempo le hacía más mal que bien.
Cuando la ceremonia terminó, en vez de devolverse a casa, Theodore decidió visitar el cementerio de la iglesia. Primero fue a ver a Eleonor y Charles. Luego, a su hermano Bernard. Y entonces se movió a la de Raoul Breslow, el pobre chico al que había rescatado de Hurepoix y criado con cariño, hasta su infortunada muerte en las barricadas.
—¿Quién es? —Nicholas le preguntó.
El periodista removió su mirada de la lápida y lo miró.
—Es... un ex funcionario mío. Falleció en febrero. Tenía veinticuatro años. Pero yo lo conocía desde los doce.
—La misma edad que yo.
—Así es.
—Lo siento —el niño se le acercó más y puso una mano sobre su brazo. Generalmente tenía cierta aversión al contacto físico, así que para el señor Gauvain, el gesto fue más que significativo—. Has perdido a mucha gente, ¿no?
Theodore se quiso reír de la pregunta. Lo único que hacía era perder gente.
—Sí —se contentó con responder—. Lamentablemente, sí.
—Bueno, no me perderás a mí —el chico le dijo, con una tranquilidad y seguridad que lo tomaron desprevenido.
—Eso le ruego al Padre todos los días —le dijo, y siguiendo su gesto atípico con otro más raro todavía, el periodista lo abrazó de lado, volviendo a mirar a la tumba—. Te necesito conmigo... Para siempre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro