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Merchant, 05 de septiembre de 1900
El miércoles la segunda mala noticia de la semana llegó. Desde Las Oficinas —la sede del gobierno nacional— un comunicado importantísimo fue enviado.
A partir del próximo lunes 10 de septiembre, todos los productos elaborados con opioides, cáñamo, cocaína o artemisia, serían declarados ilegales. Esto significaba que la venta, compra, síntesis y destilación de cualquiera de estos elementos estaba prohibida para el público común. La única excepción a esta Ley serían las medicaciones producidas por el Laboratorio Farmacológico Nacional y las distribuidas por sus afiliados, que podrían venderlas exclusivamente bajo receta médica.
Al leer el comunicado enviado por el comité de prensa de la Casa de Gobierno, Theodore se sintió agobiado. Ahora no podría comprar sus pastillas y ampollas para el dolor, aunque lo quisiera. Por un lado, esto era bueno; ya no sería tan fácil caer en la tentación. Por el otro, esto sería terrible; existían ciudadanos con vicios muchos peores a los suyos que vivían apenas para tener una próxima dosis. Sin sus drogas, se volverían locos y la criminalidad en la ciudad —que ya era alta por sí sola— se volvería incontrolable por la policía.
Con la boca en el suelo, el ceño fruncido y el cerebro freído de tanto pensar, él se levantó de su escritorio, recogió su pipa y salió del edificio de la imprenta, a fumar. Contempló que debía hacer y que postura debía defender. La del gobierno, de control y reglamentación, o la del ciudadano común, desesperado y viciado. ¿Siquiera debía pronunciarse sobre esto?
Mientras echaba humo por su boca, observó sus alrededores, sin realmente estar atento a ellos.
—¡Ted! —una voz tuvo que llamarlo para que despabilara.
Sacudió la cabeza y pestañeó un par de veces, al ver a su frente una figura que no se esperaba encontrar en Merchant, no tan pronto.
—¿Régine? ¿Qué haces aquí?
—Volví a la ciudad —se detuvo a su frente y lo ojeó de pies a cabeza—. Los chicos me pidieron que lo hiciera y decidí ceder a sus deseos. Llegué hoy, de hecho.
—Eso es... bueno —Theodore asintió, dando otra calada—. Pero, ¿adónde vivirás?
—Con ellos en nuestra antigua casa, claro.
—Claro... —él repitió, algo molesto por la decisión.
—Créeme, la idea tampoco me agrada, pero como Henry y Harry no quieren irse de ahí, no tengo otra opción... Ellos me quieren cerca y yo también. Así que me tragaré el disgusto que esas paredes me causan por su bienestar —cruzó los brazos—. Tú y Helen podrían venir a visitarnos, este fin de semana.
—No creo que será posible. No después de todo —el señor Gauvain dijo, quitándose la pipa de los labios—. Además, ella estará de viaje, yo también, y Lawrence está de luna de miel.
—Ah... lo entiendo —Régine suspiró, aunque no parecía del todo convencida—. Pero... ¿Luna de miel? ¿Lawrence se casó?
—Con Judith Hampton, sí. La boda fue este sábado.
—¡Vaya! ¡No tenía idea de que eso había ocurrido!... Mándales mis felicitaciones, por favor.
—Lo haré.
—No sabía que esos dos se gustaban.
—El matrimonio no siempre se basa en amor o en gusto.
—¿Por acaso dices que se casaron por conveniencia?
—No... solo lo dejo a entender —le guiñó el ojo y volvió a fumar—. Al menos los dos son buenos amigos. Se llevarán mucho mejor de lo que sus padres, eso sí puedo afirmar.
—A veces una amistad verdadera es más útil y agradable que un romance.
—Cierto.
La conversación quedó estancada. Theodore no quería seguir hablando y Régine ya no tenía temas a los que discutir.
—Bueno, espero que ambos sean felices de todas formas... Y espero que todos en tu familia estén bien.
—Espero lo mismo.
Ella volvió a mirarlo de arriba abajo. En vez de abrazarlo —considerando la historia entre ambos y el hecho de que estaban en público— le estiró la mano, a la que él tomó y besó.
—Gracias por cuidar a mis hijos mientras estaba lejos de aquí —le dijo de pronto, porque sentía que debía—. Lo aprecio bastante y siento que Bernard, en dónde sea que esté, también lo hace.
—De nada. Fue un placer tener a los chicos en mi casa —él respondió, con una sonrisa educada—. Aunque me alegra que ahora puedan estar al lado de su madre, al fin.
Régine le sonrió antes de decirle adiós; tenía que ir al banco antes de que cerrara. Y fue una de esas pocas expresiones genuinas que se dignaba a compartir con sus parientes, una vez a cada mil años. Theodore comprendió el gesto como una manera sutil de reforzar su agradecimiento, y la vio marcharse entre el humo de su pipa sin sentir animosidad alguna respecto a su regreso.
Las horas pasaron. El señor Gauvain volvió a concentrarse en la Ley de Pureza de Medicamentos. ¿Qué hacer al respecto? ¿Qué postura adoptar?
Nunca antes sus ganas de ir a la farmacia más cercana y deshacerse de todo su dinero había sido tan fuerte. Sentía que, si no se llenaba de medicamentos ahora, nunca más lo haría. Que su dolor y su ansiedad serían eternos.
En camino a casa, se detuvo frente a una botica. Como un perro que babea y ladra, viendo el carnicero vender el último pedazo de carne del día, sus ojos brillaron con deseo. Tragó saliva al observar las vitrinas, llenas de frascos y botellas coloridas. Llevó una mano al bolsillo de su abrigo, buscando su billetera. Pestañeó. Respiró hondo. Sacudió la cabeza y se apartó.
En vez de regresar a su residencia, hizo lo que su amante le había indicado y corrió a su hogar. Janeth, al verlo por ahí tan temprano, alzó una ceja confundida. Pero, antes de que pudiera preguntarle cualquier cosa, él estiró su mano adelante, entregándole la carta enviada por el Comité de Prensa. Dejó que ella la leyera y entendiera por cuenta propia el porqué de su apariencia enfermiza y tez sudorosa.
—Entra —lo tomó del brazo con una mirada preocupada y lo jaló hacia la sala. Él se quitó el sombrero y sentó en el sofá, mientras ella cerraba la puerta y terminaba de leer el mensaje. Cuando lo hizo, respiró hondo y le devolvió el sobre—. ¿Cómo te sientes? ¿Respecto a esta Ley?
—Tengo miedo de que sea un tiro por la culata para el gobierno. Prohibir algo no hará que el consumo cese, solo empeorará el deseo de los ciudadanos de consumirlo. Y dará vía a la venta ilícita de esas medicaciones... lo que a la vez aumentará el índice de criminalidad en el sur y Dios sabe que ya es altísimo.
—Lo mismo pensé al leer eso. Pero no me refería a su impacto en la sociedad... ¿Cómo estás tú?
—¿Yo?... pues... —bajó el mentón—. No lo sé. Por un lado, estoy feliz, porque la tentación de recaer en mi vicio será alejada de mí. Por el otro, angustiado, por el mismo motivo. Siento que el tiempo se me acaba para conseguir esas pastillas e inyecciones. Que si no las compro y guardo ahora jamás las volveré a ver, y nunca más sentiré sus efectos... Lo que me irrita, porque no quiero volver a tocar en ninguna de esas dos cosas. Pero a la vez, las deseo. Es raro... una sensación muy extraña —tragó en seco—. Es como... como si el panadero te anunciara que nunca más venderá el buñuelo que tanto te gusta. Y de pronto tienes el doble de ganas de comerlo, de saborearlo una vez más, porque sabes que puede ser la última... ¿Me entiendes?
—Sí —ella respondió, sentándose cerca suyo y poniendo una mano sobre su muslo, en un intento de calmarlo. Theodore no lo había notado, pero había estado sacudiendo la pierna sana mientras hablaba. Sus nervios eran mucho más aparentes de lo que había creído—. No me voy a enojar contigo si lo hiciste, pero...
—No he tenido un relapso —la interrumpió, aún sin mirarla—. Hasta caminé a una farmacia, pero... no entré. Lo juro.
—Te creo —sus dedos entonces dejaron la pierna del periodista y buscaron por su mano—. ¿Quieres que te distraiga un poco? ¿O quieres seguir hablando sobre esto?...
—No —sacudió la cabeza—. Distráeme. Háblame del libro. Quiero olvidarme de esa maldita Ley por ahora.
—De acuerdo.
Y Janeth lo hizo. Por las próximas dos horas, habló sobre el capítulo nuevo que estaba escribiendo, sobre sus recuerdos de la matanza en las barricadas, que habían inspirado varias escenas en él, sobre la pesquisa que había hecho para algunos de sus personajes, y lentamente fue cambiando de tema, hasta terminar contándole sobre las últimas cartas que había intercambiado con su hermano y los planes que tenía de ir a visitarlo durante navidad. Mientras ella seguía con su tangente, su gato, Napoleón, se acostó sobre el regazo de Theodore y le pidió cariño. Hasta el animal percibió que necesitaba vaciar su cabeza por el momento, o esta explotaría.
—Gracias —él dijo eventualmente, cortando su discurso por accidente.
Ella le dio una sonrisa dulce, aunque preocupada, como respuesta. Y le recordó, apenas con su presencia y su proceder, su principal razón para no recaer otra vez: el miedo que tenía de volver a decepcionarla y herirla.
—¿Por qué me agradeces? No he hecho nada.
—Has hecho más por mí que cualquier otra persona viva —él aseguró, antes de sonreírle de vuelta—. Y estoy bastante contento de verte tan entusiasmada con tu vida ahora mismo... Edward parece ser un gran hombre y estoy seguro de que pasarás una navidad hermosa junto a él y su familia.
—¿Celoso, señor Gauvain?
—No. Solo feliz por ti —la miró a los ojos para comprobar su sinceridad—. Te extrañaré, eso sí.
—Aún falta un poco para mi partida, no necesitas extrañarme por adelantado. Además, solo me quedaré cuatro días en su hogar. Estaré de vuelta en un pestañeo... —Theodore se inclinó adelante y la calló con un beso.
—Cada hora lejos de ti se siente como un año entero —ella se rio—. ¿Qué? ¿No crees que digo la verdad?
—Creo que te gusta exagerarla.
—Sí, pero eso es parte mi carisma —él bromeó, guiñándole un ojo—. Pero... hablando de ausencia.
—¿Hm?
—Estaré ocupado este fin de semana. Así que, si no me aparezco por aquí, por eso es. Vendré el lunes sí o sí a verte, pero...el viernes, domingo y sábado no podré hacerlo.
—¿Por tu trabajo?
—No, no... es que Lawrence está en su Luna de Miel en la capital, Helen se irá de viaje con el doctor Allix a Saint-Lauren y yo tengo pensado pasar esos tres días con Nicholas, para que no se sienta solo.
—¿Helen se irá de viaje con el doctor?...
—Yo le ofrecí esa oportunidad, descuida. Todo está bien planeado para que nadie se entere de nada. Quise darle unas pequeñas vacaciones, para que pueda disfrutar su relación un poco más. Nada más justo, considerando la cantidad de veces que ella nos ha permitido hacer lo mismo a nosotros.
—Concuerdo... —Jane se acomodó en el sofá, apoyando su codo sobre el respaldo—. ¿Y a dónde irán? Tú y Nicholas, me refiero.
—Creo que nos quedaremos por aquí. Pero tengo pensado llevarlo a conocer la playa, a pescar, tal vez navegar en un velero si el tiempo lo permite.
—¿Pescar?
Theodore alzó una ceja.
—¿Por qué tú y Helen tuvieron la misma exacta reacción al oír eso? ¿Qué hay de tan malo en que lo lleve de pesca?
—Nada, es que... por lo que tú me has contado, él no parece el tipo de niño que disfrutaría ese tipo de actividades. Siempre tiene la cabeza metida en un libro, ¿no?... ¿Por qué no llevarlo a conocer la Biblioteca Municipal de Merchant?
El señor Gauvain abrió la boca para contradecirla, pero de pronto se dio cuenta de que tenía razón.
—Sabes... creo que precisamente eso haré.
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