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Theodore, Janeth y el tabernero del Viking's —Griffin—, se subieron al barco que los llevaría a las márgenes del bosque después del mediodía, conforme lo acordado.

A estas horas, el barco rompehielos ya había trazado un camino al que seguir entre las olas congeladas del lago Colburgue y el viento se había calmado significativamente, permitiendo un viaje tranquilo por sus aguas. Pese a esto, todos se vistieron de acuerdo a la hostilidad del clima.

La señora Durand optó por un chamanto grueso de lana a doble faz, su mejor par de botinas, y dejó de lado sus vestidos y faldas por un pantalón grueso, prácticamente impermeable, adecuado para cruzar las montañas y montañas de nieve que los esperaban. El señor Gauvain vistió su abrigo de piel de oso —regalado por su amigo de Hurepoix René Pelletier—, botas de cuero similares a las de un viejo húsar y un gorro de piel de zorro. Griffin, un abrigo de piel de reno, similar a un capote —elaborado por sus parientes Onasinos—, botas del mismo material, y mitones de cuero. Él también traía consigo su escopeta —necesaria para asegurar una travesía segura— y su equipaje —ya que tenía pensado quedarse algunos días con sus familiares en el bosque—. Pero no era el único armado en el grupo; le había prestado una carabina a Theodore.

No querrás encontrarte con un oso o lobo entre estos árboles y no tener cómo protegerte —fueron sus exactas palabras al periodista, quien se vio forzado a concordar con su razonamiento y cargarla.

Las tres extrañas figuras, cubiertas por su peculiar vestuario, cruzaron el lago Colburgue en menos de treinta minutos. Pero —tal como lo ocurrido en su última travesía— atravesar la vegetación y la nieve en tierra firme fue bastante más difícil que a las olas. Llegar a la aldea de los Onasinos a pie les demoró una hora completa.

Al ver las guirnaldas de flores rojas circulando el enorme tronco de un enorme árbol de Coihue y el estandarte de lana trenzada que señalizaba el camino hacia el primero de los asentamientos Onasinos, Theodore soltó un suspiro aliviado. Ya no soportaba más caminar en el frío. Pese a estar bien abrigado su rodilla mala le dolía, obligándolo a cojear, y la falta de oxígeno en sus pulmones lo hacía vacilar en sus pasos.

—Fuerzas, Gauvain —Griffin le dio unas palmadas al brazo—. Ya casi estamos llegando.

Entraron al "Knai" —la aldea de los nativos— luego de una conversación corta con los guardias que la protegían. Pese a que años se habían pasado desde su primera y única visita, los hombres reconocieron al periodista de inmediato y, a diferencia de lo sucedido en aquel entonces, no demostraron hostilidad alguna hacia el forastero y su acompañante. Por lo contrario, al ser ahora socio y copropietario de la imprenta Onasina en Estex, era visto por los locales como un hombre de respeto. El cacique de la aldea hasta le había enviado un amuleto de suerte como gesto de gratitud —al que claro, Theodore estaba usando durante aquel viaje—.

Luego de charlar un poco con los soldados, estos lo escoltaron hacia la casa del chamán, quién al verlos afirmó ya estar esperando su visita y los invitó a pasar, y tomarse un té.

—Griffin, no es necesario que te quedes aquí. Necesito hablar con el señor Gauvain y la señora Janeth a solas.

El tabernero y el periodista se miraron. El primero dio de hombros; no podía ir en contra a las órdenes del sabio anciano. Sería reprochable, en su cultura.

—Volveré a buscarlos a las tres y media, entonces. Si eso está de acuerdo a lo que desea Wairu, claro...

—Es una hora adecuada —el viejo respondió—. Ahora ve, hijo mío. Debo conversar con ellos.

Griffin se marchó, yéndose a la residencia de uno de sus familiares a almorzar. A continuación, el par de amantes siguió al chamán a los interiores de su propio hogar, dónde él instruyó que se acomodaran donde quisieran, y se sintieran en casa.

—Antes de charlar con ustedes, debo hacer una oración y pedirle permiso a los espíritus presentes para comunicarles todos los mensajes que debo transmitir —Wairu comentó, caminando hacia el gran altar que tenía en la sala—. Espero que esto no sea un problema...

—No, para nada —Theodore contestó y Jane concordó con sus palabras con una breve sacudida de su cabeza—. Usted haga lo que tiene que hacer.

—De acuerdo —el anciano agarró un cuenco con hierbas que había molido por la mañana, se acercó al fuego que ardía en su chimenea y las quemó. Usó el recipiente como incensario, y le explicó al par que debía "limpiar el aire a su alrededor" para espantar a los "malos espíritus". Ambos volvieron a asentir y lo observaron en silencio, intrigados por el ritual—. Yo oí, señor Gauvain, que usted es un hombre de fe,  pese a no ser necesariamente religioso.

—Sí... lo soy. O al menos intento serlo.

—Y usted, señora Durand... ¿Tiene alguna fe?

La mujer decidió usar la pregunta para comprobar la autenticidad de cualquier experiencia que estuviera prestes a vivir:

—¿No se comunica usted con los muertos? ¿Por qué no le pregunta a mi hija?

—Janeth.

El chamán, en vez de enojarse, se rio.

—Ya lo hice. Y debo confesar que Caroline es una joven muy dulce. Tuve la suerte de conversar bastante con ella, el otro día. Me dijo que usted es bastante parecida a su amado —Wairu miró a Theodore por un instante—. Ambos viven bajo el dicho "ver para creer", ¿no es así?... Pero usted es mucho más apegada a este dicho que él. Lo que hace bastante sentido, ya que su infancia vivió en un orfanato de monjas capuchinas y fue muy religiosa, al punto de considerar volverse una cuando tuviera la edad adecuada... Pero la vida no le permitió seguir ese camino. Y, por sus experiencias personales, se dio cuenta de que credo y fe son dos cosas bastantes distintas... Usted, señora Janeth, cree en una fuerza superior. Eso es cierto. Pero no se apega a rituales. Tiende a desconfiar de ellos, y de su veracidad —la mujer, sorprendida al punto de callarse, se palideció y le dio un apretón a la mano de su amado. La satisfacción del chamán ante su reacción fue evidente—. Pero claro que todo esto su hijita me lo contó. Ahora necesito oírlo de usted... Así que repito la pregunta: ¿Tiene fe en algo mayor a sí misma?

—Sí —ella respondió, luchando contra su desconcierto—. Pero, ¿por qué quiere saber eso?

—Porque la fuerza de su convicción es necesaria en este momento. Caroline está aquí y quiere demostrarle que lo está, pero si no cree en lo que siente, en lo que percibe a su alrededor, jamás logrará verla. Ahora mismo tiene que creer para ver, señora. No ver para creer. ¿Me comprende?

—Entonces... ¿Usted quiere que deje mi escepticismo a un lado? ¿Es eso?

El chamán hizo una mueca confundida.

—¿Escepticismo?

—Recelo, incredulidad —Theodore le explicó—. Si no me equivoco, y perdón si lo hago, la palabra para ello en su lengua sería Nalupkisun... Creo.

—Ah... En ese caso, eso es justamente lo que quiero —el anciano dejó el cuenco sobre su altar otra vez—. Necesito que, por un momento que sea, solo confíe en sus sentidos y en su intuición. Nada de dudas. Nada de recelos. ¿Quiere ver a su hija nuevamente?

—Sí —Jane confesó en voz baja.

—Entonces tenga fe en que lo hará —Wairu frotó sus manos y cerró los ojos, en seguida instruyéndole a ambos que hicieran lo mismo. El par de forasteros, demasiado curiosos y cansados como para rechazar sus órdenes, las siguieron sin nuevos reclamos. El chamán prosiguió en cantar una de sus canciones sagradas, en un tono bajo y grave:— Ki paglan uivat ki laun... ki tuungak anniksugaa kila... —Por estas pocas palabras que Theodore entendió en todo el mantra, supo que el anciano le estaba pidiendo a sus ancestros protección y consejos, para auxiliar a sus visitantes—. Concéntrense en los espíritus que más quieren volver a ver en este momento —el religioso ordenó, antes de retomar el discurso en su lenguaje. Luego de unos minutos cantando, continuó:— Los dos, abran los ojos.

Al hacerlo, el periodista sintió el agarre de Jane en su mano volverse aún más apretado. Sintió también un escalofrío descender por su espalda, una mano fantasma acariciar su cabeza, pero no vio ningún espectro que justificara la sensación. Ella en la otra mano, vio cosas que jamás olvidaría.

—T-Theo... —su amada balbuceó, conmovida y asustada.

Él la miró. Su rostro era uno de terror puro. Sus ojos, llenos de lágrimas, oscilaban de un lado de la habitación a otro, sin detenerse en un punto fijo.

—¿Qué? ¿Qué te pasa?

—C-Carol... —su mano libre apuntó hacia la izquierda—. Está a-ahí.

—¿La logras ver?

Jane sacudió la cabeza y de a poco, su temor fue superado por su añoranza, nostalgia y su cariño.

No importaba si estaba allí en carne y hueso o si su aparición era inmaterial e intangible; aquella chica sonriente y de mirada triste era su hija. La prueba estaba en el brillo de sus ojos oscuros. En los hoyuelos en las esquinas de su boca. En su cabello sedoso. En la rosácea que caracterizaba sus mejillas. En sus uñas carcomidas. En el lunar que tenía en el pómulo. Detalles minúsculos, que nadie más que ella y Theodore podrían reconocer. Era Caroline. La editora lo sabía. Y por ello, sus lágrimas volvieron a caer en cascadas por su rostro, aunque por un motivo distinto. Estaba feliz de ver a su querida niña en paz, en un estado libre de sufrimiento, lejos de cualquier daño.

—Sí, la veo —la mujer concordó, por un instante despegando la mirada de la silueta translúcida de su hija para poder mirar a la señora que la acompañaba, de pie al otro costado de la sala. Por sus ropas pesadas, anticuadas, supuso que ya había fallecido a algunos años. Sus ojos penetrantes y amables, no obstante, le resultaron familiares. El color de su cabello, la forma de su nariz, sus pecas y su sutil doble barbilla no le dejaron lugar a duda; era pariente del hombre a su lado—. Theo... creo que... creo que tu madre está aquí t-también. Creo que es ella. La señora Leónie...

—¿Sí? —él sonrió y la misteriosa aparición hizo lo mismo, inclinando su cabeza a un lado para observarlo—. ¿Qué está haciendo?

—Te está mirando, con mucho cariño... Parece extrañarte.

El chamán, viendo la misma escena que Jane, cruzó los brazos y se acercó más a dicho espíritu, a conversar. Intercambiaron algunas palabras, pero la señora Durand no logró oír la respuesta de la fallecida. Apenas la voz de Wairu, agradeciéndole por su visita y por su paciencia.

La señora Leónie ojeó a Theodore otra vez, antes de fruncir el ceño y dejar que una mueca preocupada tomara control de sus facciones. Volvió a hablarle al chamán. Él asintió y se volteó hacia los visitantes.

—Señor Gauvain.

—¿Sí?

—Su madre efectivamente está aquí. Y me pide que le diga lo siguiente: su hermano no está en una buena condición.

La expresión maravillada del periodista de pronto de volvió una de recelo y confusión.

—¿Qué?

—Raoul... Él no acepta haber muerto aún. Está en negación. Por ahora, se ha vuelto un iñukun, o sea, un espíritu errante... —el chamán frunció el ceño, claramente pesaroso por lo que anunciaba—. Dígame, desde su partida al mundo espiritual, ¿A usted le han pasado cosas extrañas, como caídas inexplicables, malas noches de sueño, pesadillas repentinas, visiones?...

—En los meses posteriores a su muerte, sí. Pero eso se ha detenido.

—Por ahora —Wairu contestó, preocupado—. Me temo que, en casos de villantun iñukun, esos tipos de ataque son muy recurrentes.

—Perdón pero ¿qué dijo?...

Villantun significa padecimiento, o miseria. Iñukun, espíritu errante —el anciano le explicó, antes de que pudiera terminar de hablar—. Su hermano es un espíritu atormentado. Un espíritu ue no puede hallar su camino hacia la Lihuen; la luz. Por eso su madre me ha estado visitando con tanta frecuencia... Ella necesita su ayuda para poder llevarlo de vuelta a la claridad.

—¿Mía? Pero ¿cómo se supone que deba ayudarla? ¡Aún estoy vivo!

—Rece por el alma de Raoul. Pídale perdón, día y noche.

—¿Perdón? Pero yo no hice nada mal...

—¿Alguna vez lo fue a visitar a su cautiverio?

El señor Gauvain se volvió aún más molesto e inquieto.

—No.

—Pues ahí está su respuesta. Y es por eso, muy probablemente, que él se siente tan injuriado y furioso con usted... Lo abandonó. Lo dejó morir solo.

—Eso no es del todo cierto...

—No me tiene que convencer de nada —el chamán nuevamente lo interrumpió—. Usted sabe lo que hizo o no, y sabe si tiene alguna culpa o arrepentimiento en el fondo de su consciencia. Pero eso no es lo importante aquí. Lo importante es que usted mantenga la memoria de su hermano viva, que le de todo el cariño que no recibió en vida ahora, en forma de ofrendas y plegarias, y que no se deje llevar por cualquier resentimiento que sus futuras acciones puedan causar. Porque, por lo que me dice la señora Leónie, él está fuera de control. No siente nada más que odio y por ello está enraizado al mundo de los vivos. Los fenómenos extraños que usted ha vivido en los últimos años solo empeorarán de aquí en adelante, me temo. Hasta que la riña entre los dos se solucione, lo harán. Puede esperar de todo.

Theodore, pese a sus infinitas preguntas, dudas y miedos, permaneció callado mientras Wairu hablaba. Si lo que decía era cierto —y su intuición le gritaba que lo era—, Raoul lo detestaba por haberlo encerrado en un manicomio. Por haberlo ignorado por años, jamás yendo a visitarlo en persona. Y lo más deprimente era que el periodista entendía sus motivos para hacerlo. Los encontraba válidos y relevantes. Porque ya se había culpado a sí mismo por los mismos crímenes antes.

A su edad, comprendía que sus viejas decisiones y comportamientos habían sido crueles y fríos. Distanciarse, por decisión propia, de uno de los hombres a los que más amaba y respetaba en toda la tierra era prueba clara de cuán insensible, egoísta y desdeñoso él había sido. Su miedo a "arruinar su reputación" lo condujo a olvidarse de su propio hermano. Y ahora debía pagar el precio.

—Iré a visitar su tumba —declaró, queriendo que el espíritu de su madre, en donde fuera que estuviera, lo escuchara—. Y prometo que rezaré por él todos los días. No es mi costumbre, pero... por Raoul, haré lo que sea.

El chamán miró a un costado y respondió:

—La señora Leónie agradece por su ayuda. Y dice que lo extraña bastante, pero que siempre estará a su lado —Wairu volvió a ojear al señor Gauvain—. Usted le pidió que cuidara a la joven Caroline, ¿cierto?

—Se lo rogué, más bien.

—Pues su madre lo escuchó. Por eso, ella y su ahijada están aquí hoy, juntas. Así que ambos usted y la señora Durand, por favor, no se preocupen por el destino de su alma. Está bien protegida y acompañada —el anciano dio unos pasos hacia Jane, quién seguía anonadada y conmocionada por la presencia de su querida hija—. Usted principalmente... pare de preocuparse y hundirse en su inquietud y su miseria. Por sus experiencias pasadas y sus incontables pecados, es natural que piense que la señorita Carol murió por culpa suya. Pero eso no es cierto, en lo absoluto. Ella falleció porque así lo dictaminaba su línea de vida. Era su destino. Usted no tuvo, ni tiene, ninguna influencia sobre su fin. En otras palabras, usted no la condenó a una muerte dolorosa, o un castigo eterno en ese lugar inexistente al que ustedes forasteros llaman "infierno".

La editora, boquiabierta y profundamente tocada por sus palabras, sacudió su cabeza como si se negara en aceptarlas.

—Eso... no es cierto. Yo podría haber hecho algo...

Mamá, no —la voz de su hija al fin reverberó por el aire, capturando su atención de inmediato.

—Carol... —sus cejas se arquearon, en una mueca dolorida.

Hiciste de todo para salvarme, y no te culpo por haber fallado. Era inevitable. El señor Wairu tiene razón. Al menos aquí ya no me siento tan mal... —la joven pausó y dio un paso adelante—. Aunque te extraño, muchísimo.

Esta afirmación hizo que la mujer rompiera en llanto de una vez por todas.

—Yo r-también te extraño. Siento que perdí una p-parte de mí cuando te fuiste...

Pero no me he ido —la chica llevó su mano fantasma a la mejilla de su madre. No logró detener ninguna gota con sus dedos, obviamente, pero sí logró hacerla sentir su cariño—. Los esperaré, aquí del otro lado.

—¿Lo prometes?

Sí —Caroline sonrió, también llorando—. Lo prometo.

Cuando Janeth volvió a parpadear, ambos espíritus se esfumaron. Desaparecieron de vista, haciéndola derrumbarse ante el peso de su luto otra vez. Ver a su hija de nuevo había sido una experiencia fantástica, que llevaría en su corazón por el resto de sus días, pero aquellas últimas palabras la destruyeron.

Una parte de sí quería convencerla de que todo aquello había sido un sueño, o alguna alucinación repentina. La otra, quería aferrarse a la promesa hecha, buscar fuerzas y confort en aquel juramento, reparar todas las gritas en su pecho —dejadas por la ausencia de la joven— con la argamasa de amor y de esperanza que aquella aparición le había entregado.

Extrañaba tanto a su amada hija, que dejó que su sentimentalismo y su intuición ganaran la batalla. Al menos ahora entendía por qué el chamán le había preguntado sobre su fe. Quería saber de antemano si aquella experiencia tendría algún valor para ella en el futuro.

—La señora Leónie y la señorita Caroline acaban de marcharse —Wairu le informó a Theodore—. Su mensaje ha sido entregado.

—Gracias —Jane le dijo al anciano, arrepintiéndose de su actitud prepotente e incrédula al inicio de su reunión—. Por dejarme verla una última vez y saber que estará bien.

—No necesita agradecerme por nada. Ella fue la que insistió en que la invitara aquí. Agradezca a su hija. Y usted, señor Gauvain...

El periodista, aparentando amargura y desasosiego, volvió a mirar a Wairu.

—¿Sí?

—Haga lo que su madre pidió. Rece por su hermano.

Theodore asintió, pero no dijo nada. Respiró hondo, le dio unas palmaditas a la mano de Jane antes de apartarse de ella y se levantó de donde estaba sentado. Hasta abrió la boca para agradecerle al anciano todo lo que había hecho por ellos, pero fue físicamente incapaz de hablar. Otra vez sacudió la cabeza, bajó la mirada y caminó afuera de la choza.

—Theo...

—Déjalo ir —el chamán detuvo a Jane antes de que pudiera reprocharlo por su comportamiento— Necesitará un poco de tiempo para pensar en todo lo que le dije.

—Pero...

—Volverá en breve, no se preocupe. Con el frío que hace, no aguantará permanecer ahí afuera más de diez minutos. Querrá entrar y calentarse. Por mientras, déjeme poner a hervir el agua. No hay nada mejor para recuperarse de una ceremonia tan delicada y sentimental como esta que bebiendo un té con Coihue. Es vigorizante...

El religioso siguió hablando, pero Jane se desconectó de su discurso. Miró hacia la puerta, pensando si debería levantarse e ir a buscar a su amante, pero no quería ser maleducada con su anfitrión. El favor que les había hecho a ambos era impagable. Poder comunicarse con Caroline, aunque apenas por algunos minutos, fue un milagro. No era capaz de ignorar las órdenes de Wairu, ni de abandonarlo.

Por ello esperó con suma impaciencia a que Theodore regresara a su lado —lo que eventualmente hizo, aunque con los ojos rojizos, hinchados y llenos de melancolía—. Pero no fue su tristeza lo que más la preocupó, ni su timidez inusual. Fue su mirada distante, desconcentrada. Su actitud anestesiada, desprendida de la realidad. Su falta de coordinación y su extraño pedido de beber su vaso de Coihue solo, sin añadirle té.

Su comportamiento lánguido y taciturno continuó por el resto de la tarde. Y ella solo percibió qué diablos le pasaba cuando, al regresar a las orillas del lago, lo vio sacar un frasco de vidrio del bolsillo interior de su abrigo y abrirlo. Unas pastillas cayeron en su mano. Él llevó un par a la boca, guardando el resto. Sin agua que beber, dejó que se disolvieran bajo su lengua, poco incomodado por la amargura del medicamento o cuán entumecido este dejaba sus labios. Ya se había acostumbrado al costo de su anhelado letargo.

—¿No deberías tomar solo una? —Jane indagó, preocupada.

—Mi doctor aumentó mi prescripción. Mi dolor ha empeorado.

—Hm.

La explicación era una farsa y ella lo sabía. Pero, considerando su mal humor y su agotamiento físico, decidió no confrontarlo al respecto ahí mismo. Lo haría otro día, cuando los dos estuvieran bien descansados y ya se hubieran acostumbrado a toda la información que habían recibido en las últimas horas.

—Volveré a casa el miércoles —Theodore anunció, de la nada, mientras navegaban por las olas—. Extraño a mis hijos y tengo que conversar con Helen. Sobre lo que el chamán nos dijo.

—¿Estás seguro?

—Sí —él asintió—. Si no me voy de tu hogar pronto, querré quedarme ahí para siempre —sonrió por primera vez en horas, pero no por felicidad o satisfacción. Lo único que sentía en aquel momento era resignación, hacia la mediocridad que era su vida familiar, hacia su deprimente pasado y su desesperanzado futuro—. Y ambos sabemos que no puedo hacer eso.

Jane quería discordar. Quería rogarle que se quedara junto a ella hasta que aquella horrible estación pasara, que el año terminara, que su vida finalizara, que el cielo se cayera, o el tiempo y espacio cesaran de existir. Podría pasar todos los días que le restaban a su lado, en la más brillante alegría o en la tristeza más fría y no se aburriría de él.

Pero ella ya no era tan ingenua y sensible como para creer que él en efecto se quedaría, o que existía otra opción a no ser decirle adiós.

Y a su edad, había llegado a una conclusión; el destino de todos los amantes es separarse, ya que todo en el universo tiene su fin, incluso el amor.

Más temprano o más tarde, alejarse de nuestra alma gemela es una obligación inescapable. Sea por circunstancias de la existencia en sí, o por el aparecimiento repentino de la muerte, esta bifurcación de caminos es segura. Claro que siempre estaremos dispuestos a reencontrarla, de alguna manera u otra, pero nunca tendremos la certeza absoluta de que lo haremos. Solo la esperanza. 

Por eso mismo, para Jane, amar una persona una sola vez era una bendición. Dos veces, un milagro. Más de tres, una raridad.

Theodore se había convertido en una excepción a su tesis que no podía, ni quería explicar. Ellos habían compartido tantas despedidas que ya no podía contarlas. Pero de alguna manera él siempre volvía, comouna ola que se aparta del océano y regresa corriendo a la costa, buscando lasarenas que había dejado atrás por extrañar su familiar calidez.

Sin embargo, por más que ella se hubiera acostumbrado a decirle adiós, jamás quería hacerlo. Años podrían pasar entre cada despedida y bienvenida, pero Janeth jamás se sentiría cómoda con dicho sacrificio. Porque sabía que, si pudiera, seguiría al periodista hasta el eje del mundo. Lo acompañaría en la tumba y hasta el más allá, sin temerle a nada, sin dudar de nada. Si fuera posible, se quedaría a su lado y a su merced, para siempre.

Pero tenían obligaciones. Tenían deberes. Tenían leyes a las que respetar, tanto jurídicas, como morales, y sociales. Por eso, se veía obligada a recordar su propio dicho, una y otra vez; el destino de los amantes es separarse. Y aunque no lo deseara, aunque esto lo le agradara, debía decirle adiós. No existía otra alternativa para ambos, ni otro camino a tomar. La despedida era la manera más segura de volver a verse.

Y ella solo aceptaba dicha frustración por saber que él era la excepción a la norma. Por saber que él regresaría, pronto. Y ese fugaz optimismo, causado por la mera idea de volver a verlo, de volver a tenerlo entre sus brazos, aunque apenas por un solo segundo, era la única razón de porqué concordaba con sus palabras. Volver a ser suya y volver a llamarlo suyo, le otorgaba la mansedumbre necesaria para ser una mujer resignada a su posición y a su castigo. Y tal vez no tenía fe en Dios, en las religiones, en el hombre o el mundo. Pero tenía fe en Theodore y en su lealtad. Y eso le era suficiente.


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Un dibujo que hice hace raaaaaaaaaaato para imaginarme mejor la apariencia y ropa de los Onasinos:


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