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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟿

Merchant, 15 de agosto de 1900

Janeth se interesó bastante en la idea propuesta por Theodore, de inmortalizar sus memorias sobre el día y noche del 26 de febrero en una novela corta, usando personajes ficticios, situados en el mismo contexto histórico. Su fascinación con el proyecto fue tanta, de hecho, que le rogó al periodista cancelar la reserva que les había hecho en su restaurante favorito para celebrar la víspera de su cumpleaños. Quiso pasar dicha noche sentada junto a él en la sala de estar de su casa, corrigiendo sus párrafos hasta que toda la narrativa fuera fuerte y coherente.

Él, claro, no cedió por completo a su petición. Sí, permanecerían en la casa de su amante, pero tendrían una cena celebratoria de igual manera. Así que —con la excusa de ir a "visitar a su editora"— le pidió a una de sus mucamas que le separara una botella de vino importado de Carcosa, un plato con quesos y jamones cortados, así como pan laminado, chocolates y frutos secos. Todo esto fue dispuesto en un canasto y protegido de la intemperie con un pañuelo de algodón.

Por primera vez en mucho tiempo, Theodore dejó su casa temprano —alrededor de las seis de la tarde—, cargando consigo dicha encomienda. Lawrence se quedaría a dormir donde sus primos  —quienes habían heredado el hogar de sus padres y movido allí todas sus pertenencias—, Nicholas pasaría la noche en la casa de los Richards —unos vecinos con tres hijos de su misma edad, que eran sus amigos—, y Helen iría a visitar a su propio amante en la calle Swift. Todos estarían fuera de la residencia Gauvain hasta el día siguiente, por lo que el periodista se dio el gusto de salir de allí bien arreglado, perfumado y con el mentón en alto. Generalmente, se sentía como una rata, deslizándose por el pavimento oscuro de la ciudad, camuflándose con las sombras de la madrugada para pasar desapercibido por sus vecinos. No aquel día. Él caminó iluminado por la luz del sol que se acostaba sobre el horizonte, con su cena en el canasto, el bastón golpeando el suelo en un ruido lento, repetitivo, y la mente fija en apenas una cosa: disfrutar la velada lo más que podía.

Cuando llegó a la residencia Durand, no lo hizo con una sonrisa dichosa o relajada, sino con la expresión melancólica de un hombre que intenta ser contento, pese a las dificultades de la vida. Esto se traduce a labios prensados en su centro, curvados apenas en sus esquinas, y una expresión atascada entre la alegría y la tristeza. En una mirada amable, pero cargada de dolor. En un cariño desmedido, creado por el terrible miedo de perder a aquellos que amaba, y de perder a su alma gemela.

Se sentaron a escribir mientras comían y su semblante no se modificó en todas esas horas.

—Ya es la medianoche —él observó, dejando de lado la copa de vino que aún no había terminado—. Feliz cumpleaños.

—¿Tan rápido? —Jane se quitó los lentes de lectura y miró al reloj—. Huh... curioso. Hemos pasado casi seis horas escribiendo.

—Creo que es momento que tomemos un descanso, ¿no?

—Sí... definitivamente lo es. – ella sonrió y soltó un bostezo largo. Luego, organizó las hojas a su frente en pilas a su frente y se giró hacia su amante—. Ahora... ¿dónde está mi beso de felicitaciones? No es cualquier día que cumples cincuenta años.

—No pareces tener un día más que treinta, cariño —él le dijo y siguiendo su pedido, se inclinó a un lado y la besó, acariciando su rostro con su mano.

—No necesitas exagerar tampoco —la mujer se rio y lo besó de nuevo.

—¿Y quién dice que lo hago? En mis ojos, sigues siendo igual de hermosa como lo eras en la noche que nos conocimos.

Jane sacudió la cabeza.

—Tan melodramático.

—Y aun así me amas.

—Lastimoso, pero cierto —bromeó y volvió a conectar sus labios.

Una cosa llevó a la otra y de pronto ella se había sentado sobre sus piernas, acorralándolo contra el sofá.

—¿No podemos?... —los besos detuvieron el habla de Theodore por un minuto—. ¿Dejar lo del libro para mañana?

—¿Seguro? —la editora corrió su dedo pulgar por el labio del periodista, removiendo el exceso de saliva que lo cubría.

—Sentada donde estás creo que sabes que estoy segurísimo.

Janeth se rio y sacudió la cabeza. Ellos continuaron besándose, marcándose y divirtiéndose. La chimenea estaba prendida y el aire adentro era cálido. Las cortinas estaban cerradas, el gato se había marchado al baño a dormir en la bañera —por alguna razón le gustaba meterse ahí— y ambos ya habían trabajado lo suficiente para sentirse merecedores de un momento de gozo.

—¿Te quieres quedar aquí o vamos adentro? —ella le preguntó, preocupada por su rodilla.

—Tú eres la cumpleañera —él soltó su cabello, sonriendo—. Tú decide.

—Las sábanas de mi cama deben estar horriblemente frías. Creo que podíamos quedarnos por aquí.

—Como prefieras.

Efectivamente, se quedaron por allí. Rodeados de papeles, recostados cerca del fuego de la chimenea, amándose sin apuro.

No podían llamar lo que hicieron sobre aquel sofá de sexo, porque no encajaba muy bien en los parámetros definidos como tal por su sociedad y época, pero ambos sí alcanzaron el orgasmo, independiente de la falta de penetración, y eso les bastó. Ambos estaban demasiado cansados y cómodos como para moverse con vigor y energía; la opción más favorable para su actual flojera fue usar sus manos y bocas. Así no tuvieron que desvestirse, levantarse, o esperar demasiado para sentir un poco de placer.

Aquella noche el enfoque no estuvo en el acto sexual en sí, sino en la intimidad que dicho acto implicaba. Esta era, a final de cuentas, la mejor parte de todo lo que hacían juntos y la que más disfrutaban en pareja.

La intimidad era —y sigue siendo— algo que muchas personas menosprecian y subestiman, al creer erróneamente que equivale a "costumbre", "rutina" y "monotonía". 

Tanto Theodore como Jane podían afirmar que lo contrario era cierto, y repugnaban esa interpretación básica de dicho concepto. Para ellos, la misma no se reducía apenas a ver un cuerpo desvestido y sentir el roce de la piel ajena bajo una luz tenue. No era igual a acostumbrarse a dicha visión y encontrarla normal. No era convertir a su atracción en algo banal, ocasional, sino apreciarla por su longevidad.

La intimidad, bajo sus parámetros, implicaba ver más allá de la carne. Era admirar el alma del otro, desnuda e indefensa, bajo un haz de luz brillante y aun así sentirse encantado por su belleza y su fealdad, una y otra vez, pese a la repetición interminable de dicha escena.

No era apenas querer a una persona, o desearla tan solo para satisfacer a las necesidades propias, sino tratarla con el cariño que ameritaba y respetar sus gustos también. No era apenas dejar que sus compañeros los vieran en situaciones extrañas y saber que estas serían aceptadas con naturalidad, sino experimentar la forma más pura y fuerte de confianza, al saber que no serían juzgado por nada, y que podían relajarse y ser ellos mismos, con todos sus defectos y raridades. No era normalizar la presencia del otro, sino sentirse asombrado un millón de veces por ella, y que cada una fuera por una razón distinta. Era conocer a la persona que amaban de frente al reverso y aun así encontrar novedades en su familiaridad. Era estar feliz teniendo sexo o haciendo el amor; besándose o apenas intercambiando miradas; hablando con fervor o estando quietos, apreciando el silencio. Era sostener al mundo entero en sus manos y no sentir miedo alguno de dejarlo caer.

Y todas las emociones que Theodore sentía al tener a Jane entre sus brazos, con la respiración entrecortada, ojos cerrados, rostro abochornado y cuerpo en llamas, no podía apenas reducirse a una palabra tan superficial como "excitación", porque no había nada de obsceno en ellas, nada perverso o inmoral. Eran íntimas.

Y él prefería mil veces estar absorto ante la preciosidad de su amada —ni un poco avergonzado de sus impulsos y deseos, extenuado y jadeante—a estar acostado en una cama cualquiera, con la cabeza y el corazón vacío, al lado de una mujer que no conocía o añoraba en lo más mínimo. Una experiencia saciaba las necesidades de su espíritu; la otra, apenas las de su cuerpo. Y no es necesario explicar cuál de las dos es superior. La materia nunca venció ni vencerá a lo etéreo e intangible, en ningún parámetro.

Reevaluar la importancia de todos estos conceptos se había vuelto la nueva actividad favorita de Theodore, quien —desde la masacre en la calle Swift y la muerte de su hermano— había estado meditando bastante sobre su vida amorosa.

Él se preguntaba a menudo cómo había sido capaz de ser un canalla tan grande con Janeth en su juventud y en los últimos años. Cómo había sido capaz de engañarla con Régine, de todas las mujeres. Podría haber perdido la persona que más júbilo le traía en la vida por apenas unos segundos de placer, que no lo dejarían satisfecho en lo absoluto.

¿Cómo había sido capaz de querer intercambiar sus preciados momentos de intimidad por minutos de triste vulgaridad? ¿Cómo había estado tan desesperado al punto de hacer eso?

Todavía se sentía asqueado consigo mismo. Janeth decía que ya lo había perdonado, pero la verdad era que él nunca lo haría.

¿Y lo peor de todo? Bernard había muerto sin saber sobre su crimen. Había fallecido sin conocer la verdad. Mientras tanto, su viuda seguía disfrutando su vida al máximo en algún lugar remoto de la nación, bien mantenida por sus hijos, sin duda acompañada de algún nuevo amante.

Theodore no quería detestar a Régine, porque entendía sus motivaciones para alejarse de su marido, pero... la manera en la que todo se había desarrollado no le dejaba alternativa. Él y ella eran los verdaderos pecadores; si alguien debió morir, eran los dos.

Mientras Janeth se quedaba dormida a su lado, con la cabeza apoyada en contra de su hombro, el señor Gauvain sacudió la suya e intentó no perderse en sus oscuros pensamientos. Pero luego de tantos años de tormento, sabía que era inevitable. Cuando contemplaba demasiado sus decisiones y sus errores, un recuerdo lo arrastraba a otro, que lo arrastraba a otro, y la montaña de malas memorias iba creciendo bajo sus pies, hasta que llegaba al punto en que se le hacía imposible descenderla.

Aquella noche, revivir en su imaginación el día de su traición fue tal punto. Tenía los ojos acuosos, pero no quería llorar. Tenía un nudo en la garganta, pero no quería despertar a Jane al aclararla. Así que besó la frente de su amada e intentó huir a última hora de todos sus arrepentimientos. Se forzó a cerrar los párpados y dormir.

Esta estrategia no le resultó ser ni un poco fructífera, en retrospectiva. Una pesadilla violenta ajustó el nudo en la base de su cuello y él se despertó de golpe, sin poder respirar.

Las macabras escenas que había visto aquel 26 de febrero se repitieron a su frente. El lago de sangre en la calle Swift. Los adoquines de toda la cuadra, cubiertos de muertos. La humareda con olor a madera quemada y carne asada. Las centenas de heridos rogándole por su ayuda. Los edificios ardiendo, los vidrios rotos bajo sus zapatos, los gritos de los manifestantes y los disparos de la policía. Todo fue recordado.

Por un minuto, no notó que había regresado a la sala de estar de la residencia Durand, ni pensó que en realidad nunca la había dejado. Su consciencia no estaba anclada en presente, sino volando hacia el pasado.

—Theodore... Theodore, escúchame. Estás bien. Todo está bien, nadie te va a herir —Jane insistió, sujetándolo de las muñecas.

Su cuerpo temblaba y él estaba inquieto. En su terror, sus manos habían tomado posición de combate, actuando como si tuvieran un rifle entre ellas. Sus ojos frenéticos miraron a todos los lugares menos a su amada, demorándose una eternidad en percibir que ella estaba allí.

—Es Raoul... el pobrecito de Raoul... —murmuró con voz fina y ojeó al suelo, donde veía al cadáver inexistente del muchacho al que habían salvado en Hurepoix. Por alguna razón, no lograba imaginarlo como un adulto, sino como a un niño— . D-Dejé que l-lo mataran...

—Eso pasó hace meses, Theo. Él no está aquí ahora. Y no lo dejaste morir, lo asesinaron. Pero tú no lo viste ser ejecutado, ni sabías que él seguía por ahí cuando llegaron los cañones. No podrías haberlo rescatado —Janeth le dijo, soltando uno de sus brazos para poder llevar su mano a su rostro angustiado— . Hey. No mires al piso. Mírame.

—No...

—Hazlo. No hay nada en el suelo. Es solo tu imaginación torturándote. Mírame —ella se repitió, acariciando sus mejillas hasta que, eventualmente, él logró seguir sus órdenes—. Eso es... estoy aquí, contigo. No estás solo. No estás en la calle. Ambos estamos en mi casa, al lado del lago Colburgue, y no hay nada malo ocurriendo allí afuera, ¿de acuerdo?... Thomas Morsen ya no es alcalde, la policía ya no te está buscando, todo está bien. La revuelta de febrero se quedó en ese mes. Se acabó...

Cuanto más ella hablaba, más la marea en los ojos del periodista crecía. Sus pulmones volvieron a expandirse, pero al exhalar lo hicieron con un ruido fuerte y doloroso, como si estuvieran siendo desinflados a fuerza. Su labio inferior comenzó a temblar, sus cejas se curvaron y de pronto, estaba sollozando.

Janeth lo jaló hacia su pecho y lo sostuvo mientras su compostura se hacía pedazos, sin interrumpir sus explicaciones. Sabía que él la estaba escuchando, pese a su llanto, y que su voz era la única soga de sanidad a la que él se estaba aferrando en el momento.

—P-Pude haber h-hecho más...

—No. De ninguna manera eso es cierto. Eras solo un hombre contra un ejército entero, hiciste lo que podías.

—Pero... d-dejé a Raoul morir... Dejé al señor H-Hampton morir...

—Otra vez, hiciste lo que podías. Si hubieras intentado salvarlos, seguramente el que hubiera terminado muerto serías tú.

Él sacudió la cabeza, negando sus palabras. Ella lo abrazó con más fuerza, soltando un suspiro preocupado.

Sabía que Theodore estaba pasando por un pésimo periodo de su vida, pero al parecer, había subestimado cuán afectado él había sido por sus vivencias.

Janeth había visto las montañas de muertos siendo retirados de la calle Swift, pero no podía ni imaginarse cómo se habría sentido si los hubiera visto ser fusilados, a su frente, sin que pudiera hacer algo para salvarlos. La impotencia y el temor que su amado debía haber sentido aquel día se escapaban de su capacidad de entendimiento. Hay ciertas experiencias que son inenarrables; para conocer su verdadera importancia uno debe vivirlas. Esto la escritora lo entendía muy bien.

Así como Theodore jamás comprendería el horror de trabajar en el puerto y de ser una "mujer pública" — como la alta sociedad solía llamar a las prostitutas en su tiempo—, ella jamás comprendería el tamaño de la barbarie a la que él había sobrevivido.

—¿Vamos a la cama? —le preguntó cuándo percibió que el señor Gauvain comenzaba a calmarse.

—A-Aún no... —él murmuró, aferrándose a su ropa con desespero—. Por favor...

—Okay. Nos quedamos aquí. No hay problema.

Algunos minutos se pasaron. Los dedos de Theodore se relajaron y él logró despegar sus manos del cuerpo de Janeth, al fin.

—Lo siento —le dijo, sacudiendo la cabeza—. Arruiné tu cumpleaños...

—No. No arruinaste nada —la editora lo interrumpió—. Tuviste una pesadilla, eso es normal. En especial después de todo lo que has visto y vivido.

Él continuó negando con la cabeza. La señora Durand volvió a agarrar una de sus muñecas —de esta vez con menos fuerza— y deslizó sus dedos hacia abajo, hasta que estuvieran enraizados a la palma de su amante.

—Lo único que quiero es dejar a ese día atrás... —Theodore murmuró—. Pero siento que no puedo. Me resulta imposible hacerlo.

—Porque es imposible hacerlo. Hay ciertas cosas que uno nunca olvida —la mujer le dijo, con una simplicidad tan genuina que llegó a darle escalofríos—. No importa cuanta rabia sientas por lo ocurrido, cuán determinado estés en ignorarlo... no podrás. Lo único que puedes hacer, es aceptar los eventos y aceptar que lo que sucedió estaba fuera de tu control.

El periodista no volvió a hablar. Pasó unos minutos esforzándose lo más que podía en calmarse y luego fue llevado a la cama por Janeth. Cuando se quedó dormido nuevamente, no tuvo más pesadillas. Pero sí se despertó un par de veces más antes del nacer del sol, con el corazón disparado y un temor inexplicable en el pecho. Por suerte, su amante permaneció imperturbable. Ella merecía su descanso, mucho más que él.

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