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Merchant, 03 de junio de 1900

Volver a su imprenta después de perder a su hermano, Bernard, su querido vecino, el señor Hampton, así como el pobre Raoul y varios otros funcionarios, fue una experiencia dura y angustiosa para Theodore. Cruzar la calle Swift y entrar a la calle Huron —donde su negocio se localizaba— invocó la presencia de memorias que detestaba tanto como respetaba.

Visiones de sus amigos y empleados siendo ametrallados y laminados como jamones surgieron con cada nuevo paso dado. El suelo cubierto de hojas y nieve, no era el que veía. Los charcos de sangre ya no estaban ahí para el ciudadano común, pero él aún sentía las mareas de rojo chocar contra sus zapatos, humedeciéndolos, estropeándolos. El aire era a su alrededor era frío y olía a tierra mojada, pero la pólvora fantasma, el hedor de los cadáveres apilados y el humo ennegrecido de los incendios aún lo nauseaban al punto de querer vomitar. Los gritos revoltosos de los manifestantes caídos, los alaridos y gruñidos agónicos de los sobrevivientes y el llanto de sus familiares desesperados silenciaban el castañetear de las herraduras de los caballos, y el ruido de las ruedas de los carruajes.

A su lado, sus sobrinos lo miraban con preocupación. Sufrían por su propio luto, pero entendían que su tío estaba pasando por un momento bastante peor a ellos. Su hombro aún no había sanado del todo. Su mente aún no estaba en el lugar correcto. Y perder a su hermano en medio a semejante caos apenas empeoró su desánimo.

Los trabajadores de la Gaceta sabían que Theodore regresaría a su función como director ese lunes. Por ello, le prepararon una sorpresa para motivarlo: lo recibieron con aplausos y silbidos, agradeciendo sus acciones heroicas en aquel sangriento 26 de febrero.

La recepción gloriosa tan solo lo hizo sentirse peor. ¿Por qué lo aplaudían? No había salvado a suficientes personas. Había usado a Maurice Geyser como excusa para huir de ahí, dejando a sus fieles compatriotas atrás. Sus esfuerzos no habían sido suficientes y nunca lo serían.

Aun así, con una arenga improvisada, les agradeció a todos por haber continuado con su deber al público de Merchant pese a la matanza y los alabó de vuelta por su buen servicio y esfuerzo. Al terminar de hablar y oír el doble de aplausos, se excusó de su público lo más rápido que pudo y se encerró en su despacho.

En vez de llorar —ya se había cansado de las lágrimas— se puso a fumar y a pensar en algo que escribir.

Cuando volvió a salir, tenía en manos un texto que no publicaría en su diario, sino en un nuevo libro, cuyo título ya tenía definido: "Fantasmas del Ayer".


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