𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟽
Merchant, 28 de mayo de 1900
Como una visita súbita de un viejo conocido, de esas que dejan a los anfitriones de una casa perplejos, nerviosos e incómodos con su proceder improvisado, la muerte había aparecido para clamar la vida de otro ser querido de Theodore. No había anunciado su aparición de antemano, no había dado pistas de su llegada. Apenas arribó, con la filuda hoz de la inconsciencia en una mano y la otra extendida hacia la pobre alma que había venido a recoger.
Bernard Gauvain fue el nombre enunciado por el espectro. Y su voz baja, fría e escalofriante, fue oída así que su hermano menor entró a su hogar, cuya puerta principal había encontrado abierta al llegar.
Pensando que aquella inusitada situación se debía a algún robo, el periodista exploró la residencia con cautela, usando su bastón como arma de defensa. Pero, al depararse con una carta de despedida en la mesa del comedor, supo que aquello había sido planeado con cautela. Corrió a la habitación de Bernard, aterrado, y lo encontró muerto sobre su cama. Se había ahorcado con un cinturón, tal como Raoul. Para cuando Theodore llegó, ya era demasiado tarde.
El luto y el shock de la lastimosa escena fue tan violento, que el señor Gauvain no logró llorar, ni gritar, por varios minutos. Se mantuvo de pie en la entrada de los aposentos como una montaña, inamovible e inalterable, apenas viendo el cadáver, sin aceptar que realmente era uno.
Cuándo el pánico al fin tomó control sobre su cuerpo, su primer instinto fue dejar aquella casa, correr a la suya y rogar por ayuda. Al sentarse sobre el sofá y contarle a Helen lo que había pasado, no lo hizo de manera calma y ordenada; temblaba tanto que llegaba a tartamudear, sus ojos no podían enfocar a la silueta de su esposa y su pecho se contraía al punto de no dejarlo respirar. Con el rostro hundido entre sus manos y la postura encorvada, empezó a balancearse de frente para atrás, como si anhelara la serenidad traída por una cuna. Repetía el nombre del fallecido como si pudiera revivirlo apenas con el poder del habla, sin realmente oír lo que sucedía a su alrededor, o entenderlo. De a poco, su alejamiento del mundo fue empeorando y todos sus estímulos desaparecieron.
La señora Gauvain, también afectada por la pérdida de Bernard, pero visiblemente más templada que su marido, se encargó de imponerle orden al caos. Le ordenó a una de sus mucamas que fuera a la Casa de Gobierno y llamara a Lawrence; esta emergencia era más importante que su trabajo. Le pidió a otra que fuera a contactar a los hijos del fallecido, quienes aún estaban en la imprenta trabajando, controlando el negocio familiar mientras su tío se recuperaba de las lesiones adquiridas en las barricadas. Luego, hizo que el doctor Allix apareciera en su hogar —no tan solo para poder iniciar el proceso de traslado del cuerpo de Bernard a la morgue, como también para que examinara a Theodore e intentarla calmarlo—.
—Mutismo, inmovilidad, estereotipia... está catatónico —el médico le dijo a Helen, en voz baja.
—¿No que eso solo le sucede a gente con esquizofrenia y otras locuras?
—Prefiero el término enfermedades psiquiatrías. Pero no, no es exclusivo a la esquizofrenia o cualquier otro padecimiento. Es algo que sucede en varios otros cuadros.
—¿Es permanente?
—No. De todas formas, es bueno mantener un ojo sobre Theodore... Cuando despierte de ese trance, Dios sabe cómo se comportará.
El doctor estaba correcto. Cuándo el periodista retomó la razón, comenzó a sollozar, haciendo ruidos pulmonares, dolidos, que no podían ser considerados gemidos. La pura agonía de haber perdido al último pariente que tenía lo había destrozado.
Cuando Lawrence llegó, se sorprendió al ver el estado de su padre. La única vez que lo había visto llorar con tanta fuerza fue cuando perdieron a Eleonor. Con el ceño fruncido y la mirada entristecida, el joven lo abrazó, cerrando los ojos al sentir el estremecimiento que lo afectaba. Solo se separaron cuando Harold y Harry arribaron. Theodore los quiso abrazar también y su hijo lo entendió. Sus primos ya habían perdido a su madre por la lejanía; perder a su padre por un suicidio fue el colmo de la mala fortuna.
La familia Gauvain atravesó aquella oscura noche juntos, apoyándose en las tinieblas, marchando con las manos tomadas hacia la luz del alba y hacia la promesa de un nuevo día, más feliz y esperanzado.
Pero Theodore, en su interior, presentía que las nubes pronto se tomarían al cielo dorado. Que la oscuridad y el luto serían eternos. Había experimentado tantas tragedias en su vida, que pensaba que su negativismo a este punto era justificado. La melancolía abrió paso a la indignación. La lobreguez atrajo al rencor. Dicha amargura terminó transformándose en remordimiento. ¿Podría haber evitado este cruel episodio? ¿Debía haber sido más comprensivo? ¿Más empático? ¿Qué pensaba su hermano de él? ¿Qué lo había llevado a terminar su vida de manera tan lamentable?
Tantas dudas no lo dejaron descansar. Tantas emociones contradictorias no lo dejaron estar en paz. Y por ello, así que todos se durmieron, como una araña que espera la quietud de la madrugada para salir de su escondite, él cruzó el suelo entarimado de su casa, con pasos veloces pero silenciosos. Atravesó las calles tenebrosas afuera, cortó la niebla con su silueta y dejó atrás las casas de sus vecinos. Llegó a la calle Colburgue. Caminó hacia la residencia de su amante.
Lo que quería, era buscar una farmacia abierta e intoxicarse hasta que su consciencia fuera robada por las drogas. Y si eso no fuera posible, correr a una Mopper House y ceder ante la curiosidad de probar el láudano. Pero justamente eso era lo que no se permitiría hacer. Y cuándo la puerta a la salvación y la tranquilidad se abrió, se sintió orgulloso de sí mismo por haber ignorado la tentación. Un abrazo cálido y cariñoso siempre sería mejor que cualquier insensibilidad gélida ofrecida por sus medicaciones. En ese instante, lo volvió a comprobar.
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Janeth cumplió con lo prometido. Lo calmó, lo escuchó, lo distrajo su mente de sus peores pensamientos y a su lado finalmente logró dormir. Cerró los ojos y se entregó al sueño.
Solo para ver, en él, a su hermano recién fallecido.
Los dos estaban en un parque, sentados en una banca, cerca de un álamo blanco. El clima era agradable, el cielo estaba clareado y los chirridos lejanos de las alondras anunciaban la pronta llegada de la mañana.
—Cuida a los niños por mí —Bernard le dijo, como si no supiera que sus hijos ya se habían convertido en hombres—. Diles que su padre ahora está con Dios, aunque esto sea una mentira. Diles que no se preocupen por mí, aunque su preocupación sea justa. No quiero que sufran por las decisiones de un viejo pecador.
—¿Cuál es el destino que te aguarda? —Theodore le preguntó, sin realmente saber por qué—. ¿Cielo o infierno?
—Entré al infierno cuándo aún estaba vivo... No me di cuenta de que morir no me haría salir de él —el más viejo de los Gauvain respondió, con una sinceridad nunca antes expresada—. Mi gran error, fue juzgar a aquellos que pensé, estaban destinados al fuego eterno... Juzgué tanto al jardín ajeno, que olvidé de cuidar del mío. Y las flores marchitaron, la tierra se secó, y todo aquello que era bello perdió su lozanía.
—¿Hay alguna salvación? ¿Para ti y para mí?
—No sabría responderte. Desde que dejé mi cuerpo todas las reglas que seguía, todas las creencias que protegía y alababa con todo mi espíritu han sido destrozadas por la realidad de las cosas... Todo fuera de la carne es complejo. El fuego no arde y el descanso no es eterno... —sacudió la cabeza—. ¡Cuán arrogante fui, al afirmar que tenía todas las respuestas para el complejo funcionamiento del universo! ¡Y cuán perdidos estarán mis amigos, cuando vean las mentiras que han esparcido sobre el funcionamiento este nuevo mundo!... ¡¿Cómo reaccionarán, cuando entiendan que el fanatismo es el Hibris de la humanidad?!...
—Me estoy perdiendo en tus divagaciones, Bernie. Solo quiero saber si estarás bien.
Su hermano, inquieto y en conflicto, tragó en seco antes de mirarlo.
—No lo sé —fue su respuesta definitiva—. Ya no sé nada. ¿Dónde está el castigo que merezco por mis acciones? ¿Dónde está el juicio que temí toda mi vida? ¿Dónde está el terror, el dolor y sufrimiento que mi religión me prometió? ¡Aquí no hay nada!... Solo la quietud, la meditación y la soledad. ¡Y francamente, este es un destino peor que el Valle de Hinom! ¡Que el lago de fuego, las nubes de azufre y las planicies de tormento!... Tener la consciencia pesada, sin nadie que me ofrezca consuelo o perdón, es la penitencia más insoportable y desesperadora que nunca me imaginé. Y nadie me advirtió de ella. Nadie...
—Rezaré por ti, Bernard —Theodore tomó su mano y le dio un apretón—. Confío en la bondad de Dios, más de lo que confío en las palabras de los hombres. Tú también deberías... —vio a los primeros rayos de sol besar la cima de los árboles y añadió:— Si el tormento es causado por la consciencia, también la paz debe ser encontrada por ella.
—Eres más sabio de lo que creía...
—No, Janeth lo es. Ella me ayudó a llegar a esta conclusión.
—Si pudiera, le pediría perdón de rodillas por todo lo que le dije... Ahora veo que todas mis ofensas eran innecesarias e infantiles. Pero como no puedo... te pido disculpas a ti.
—Te perdono, Bernie. Siempre te perdonaré —el periodista le sonrió y se levantó de la banca—. Te amo, mi hermano. Y te extrañaré.
—Prométeme que no cometerás los mismos errores que yo.
Theodore no alcanzó a responderle nada. La luz del sol aumentó su brillo al punto de cegarlo y consumir a sus alrededores con su dorado resplandor. Se despertó de su sueño como si un rayo lo hubiera golpeado, sentándose con un salto. Jadeante, perturbado por lo que había visto y oído, se llevó una mano al pecho y giró sus piernas hacia un lado de la cama. El movimiento despertó a Janeth.
—¿Qué sucede?
—Soñé con mi hermano —le dijo, sin voltearse a mirarla—. Con Bernard —ella se quedó quieta, dándole espacio para hablar—. Y en el sueño, él parecía estar tan nervioso... Tan molesto y desconsolado. Quisiera poder calmar su espíritu. Ofrecerle una pizca de templanza. Pero ya es tarde. Es muy tarde para hacer cualquier cosa. Y lo que más me duele es saber que, aunque lo hubiera intentado, él no me hubiera escuchado... Se aisló de las opiniones del mundo intentando buscar la salvación y lo único que encontró fue la desolación y la soledad.
Su amante permaneció callada. En ciertos momentos de la vida, esta es la decisión más sensata. Se movió hacia él, lo abrazó por detrás y se unió a su luto silencioso. Era lo mejor que podía hacer ahora.
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