𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟼
Merchant, 22 de mayo de 1900
Bien temprano por la mañana, el señor Gauvain dejó su casa y se dirigió a la de su amante. Cargaba consigo el bastón honorifico entregado por el nuevo alcalde, envuelvo en una bufanda adentro de su bolsa de mensajero.
A llegar a la residencia Durand, Janeth lo recibió con su usual dulzura y su gato se enroscó en sus piernas, contento de tenerlo de vuelta. La mujer luego lo llamó a la mesa, dónde aún desayunaba, y le dijo que le contara todo sobre la ceremonia en la Casa de Gobierno —que había ocurrido el día anterior—. Ella había estado en la muchedumbre, observando, pero no se pudo acercar al periodista por motivos obvios, reservándose a admirarlo de lejos, y a aplaudirlo sin realmente poder felicitarlo.
Él le habló sobre la cordialidad de Walbridge, los nervios que sintió al presentarse delante de tantas personas, le describió las emociones que lo sobrecargaron cuando la medalla al fin fue puesta sobre su pecho y por último, abrió su bolsa, sacando su regalo de adentro.
—Tanto yo como Helen llegamos a una conclusión ayer, mientras conversábamos. Yo jamás hubiera recibido condecoración alguna, si no fuera por tus constantes intervenciones, valentía y amor. Jamás me hubiera vuelto el hombre de carácter que soy hoy, si Dios no te hubiera puesto en mi camino. Así que, si bien no puedo entregarte la medalla, espero que esto sea suficiente para demostrar mi gratitud, y la gratitud de mi familia, hacia ti... —desenvolvió al bastón y se lo ofreció, con cuidado y elegancia.
—Theo... —Jane, embelesada, tuvo cierta dificultad para responderle: — No puedo aceptar esto.
—Insisto —él tomó su mano y la envolvió alrededor del premio—. Lo mereces. No hay nadie a quien conozca con más honor y valentía que tú.
Con los labios entreabiertos, la cabeza sacudiéndose por instinto, y los ojos oscilando entre el bastón y su amado, ella no fue capaz de responderle nada al instante. Theodore, comprendiendo su pasmo, soltó su palma y dejó el objeto descansar entre sus dedos. Luego le sonrió, en un gesto de reafirmación.
Ella lentamente comenzó a moverlo y a observarlo, con el mismo interés jovial e inocente que el periodista había demostrado en la premiación.
—"Semper fidelis ad honorem, justitiam et patriam"... ¿Qué significa?
—"Siempre fieles al honor, la justicia y la patria"... Era el lema de los batallones sureños del ejército revolucionario —el señor Gauvain le dijo, guardando la bufanda que había usado para envolverlo en su bolsa—. Es bonito, ¿no?
—Parece una pieza de museo. Por eso mismo no es una buena idea que...
—Es tuyo —Theodore la cortó—. No me lo puedes devolver más. Te pertenece.
—Tú eres el ciudadano de honor, no yo.
—Solo soy un ciudadano, punto, porque tú me salvaste de ser ejecutado y de morir por una herida de bala. Sin ti, sería otro de las decenas de fiambres caídos en la calle. Y no hay honor en la muerte.
—No necesitas regalarme nada por cumplir con mi deber como tu pareja —ella murmuró, dejando el bastón sobre la mesa para poder sostener su rostro con sus manos—. Te amo. Haría, y haré, lo que sea por ti.
—Sí, sí... pero te lo quiero regalar de todas formas —él volteó la cabeza y besó una de sus palmas—. Así que acéptalo.
—Theo...
—Por favor —le imploró, acercando sus rostros, hasta que sus narices estuvieran a centímetros de distancia una de la otra.
Riéndose de su gesto bromista e infantil, Jane reconsideró su regalo. Al final, él parecía bastante determinado en dárselo; no podía hacerle la desdicha de negarlo y serle injustamente ingrata.
—Está bien. Ya. —ella le murmuró, pese a sus propias ganas de decir lo contrario—. Lo acepto... Y gracias, por venir aquí y decir todo esto. Lo aprecio mucho.
—De nada —Theodore la besó, aún sonriendo.
Ellos continuaron charlando, desayunando, e intercambiando miradas cariñosas en el ínterin. Eso es, hasta que la editora bajó su taza, con una expresión meditabunda, y dijo:
—Hey... hay algo que se me olvidó mencionarte cuando llegaste...
—¿Qué?
—En un rato más iré a la Iglesia de Saint Walburga.
—¿Por qué? —él preguntó, al terminar de mascar un trozo de queso.
—Es el día de santa Rita de Casia. Todos los años, el 22 de mayo, voy a misa.
—No sabía que eres devota.
—Le hice una promesa, hace mucho tiempo atrás... —Jane dijo, apoyando su codo en la mesa y el mentón en la mano—. Le rogué que me ayudara a sobrevivir a Albert, a proteger a mi hija, y le que pedí que, si pudiera, pusiera a un hombre más digno en mi camino... y ella me concedió cada uno de esos deseos —su voz se partió al final, seguramente por recordar a Caroline.
—¿Quieres que vaya contigo? —él le preguntó, con un tono amable.
—¿No sería un poco peligroso, que te vean conmigo en público?
—Lo sería, pero estoy dispuesto a correr el riesgo —Theodore deslizó sus dedos hacia los de Janeth, tomándola de la mano—. Además, podría aprovechar la oportunidad para visitar a Lenny y Charles. Hace tiempo no voy.
La mujer asintió y lo miró con cierta tristeza.
—Es una pena que nuestras hijas hayan fallecido tan jóvenes... Me imagino las dos mujeres preciosas que ambas serían ahora, y lo orgullosas que estarían de ti, por todos tus logros. Ellas no merecían el final que tuvieron, pero... - le dio un apretón a su mano y respiró hondo. – Sé que están sonriendo de oreja a oreja por saber que te volviste un "ciudadano de honor".
Él sorbió la nariz para no llorar, y se rio con brevedad.
—Sabes... este año se cumplen ocho años desde su partida. La de ellas y la de Charles.
—Parece como si hubiera sucedido ayer... Creo que debe ser porque no hay un día que pase sin que yo piense en ellos... y en ti. —Jane suspiró—. A veces, mirando en retrospectiva, entiendo porqué cometiste tantas locuras aquel año. Hasta yo lo hubiera hecho. Perdiste ados hijas y a tu yerno, al mismo tiempo...
—No te olvides de mi nieto.
—¿Nieto?
—¿No te lo conté? —Theodore le preguntó con cierto asombro—. Tenías razón con respecto a tus teorías, Eleonor sí estaba embarazada. Por eso se casó con tanta rapidez con Charles.
—Nunca me lo mencionaste —Janeth respondió, anonadada. Ella sabía lo mucho que su amante quería ser un abuelo, y que la oportunidad de cumplir su sueño le hubiera sido arrebatada de manera tan brutal debió avasallarlo por dentro—. Lo siento tanto, Dios...
—Ya pasó —él usó su otra mano para cubrir sus dedos entrelazados y darles unas palmaditas, antes de levantarse—. Por más que recordemos su ausencia a diario, tenemos que seguir adelante. Es lo que ellos hubieran querido. Es lo que Eleonor seguramente quiere, en dónde sea que esté. Así... sigamos. Es lo que nos resta.
La editora lo observó con cuidado, percibiendo las lágrimas gruesas que se balaceaban en sus ojos luctuosos, resplandecientes y melancólicos.
—Como dije antes, estoy segura de que todos están muy orgullosos de todo lo que has logrado. Eso incluye a tu nieto, bendito sea.
Theodore, al oír su afirmación, pestañeó un par de veces hasta poder ocultar su tristeza y prohibir el inicio de su llanto. Con una sonrisa débil, pero cálida y cariñosa, él se inclinó adelante y le besó el costado de la cabeza a su amada.
—Ellos no están orgullosos apenas de mí. Tú también eres digna de veneración, porque has trabajado más duro que nadie, y has sido la mejor mujer que un hombre le podría pedir a Dios.
—Cariño...
Él la calló con otro beso, más emotivo y largo.
Luego, le sonrió, tomó la loza sucia de la mesa y la llevó a lavar a la cocina, sin decirle nada más.
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Theodore entró a la iglesia de Saint Walburga con una actitud apesadumbrada, empeorada por su caminar lento y sus hombros caídos. Su brazo en el cabestrillo y cojera prominente solo lo hicieron verse más penoso y enclenque. Pero su apariencia actual no era el mayor de sus problemas, sino la ausencia de la mano de Jane en la suya, y la distancia física que los separaba.
Por el ambiente familiar en el que se encontraban, la hora del día, y la cantidad de gente adentro del templo —lleno, por la misa dedicada a santa Rita—, él y su amada tuvieron que mantener cierto espacio entre los dos. Debían implicar que lo suyo era apenas una amistad ligera, no un amor latente. Por ello, ningún toque duradero era permitido. Miradas debían ser rápidas. Sonrisas, cordiales.
Así, el periodista la acompañó a la capilla lateral de la iglesia y se arrodilló a su lado —frente a una pintura de la santa que habían venido a venerar— luego de poner una rosa en el pequeño altar dedicado a la virtuosa, repleto de ofrendas y regalos de los fieles.
Rezó, no solo pidiendo por el bien de su esposa, de sus hijos e hijas, de sus vivos y muertos, como también por el de su amada Janeth. Le agradeció a la santa, a Dios, al universo y todo lo que había más allá de él, por su presencia en su vida, su interminable paciencia y su capacidad de perdonarlo por sus equívocos más nefastos y aborrecibles.
Cuando se levantaron, él se secó las mejillas con sus dedos y le sonrió, como si le dijera que estaba bien. Esto no era del todo cierto, pero no quería que ella se preocupara.
Dejando la capilla atrás, ambos salieron al exterior de la iglesia, pasando por el puesto de un florista antes de ir al cementerio. Él le llevó un ramo de crisantemos a Charles, ya que Jane insistió en llevarle claveles a Eleonor. Dejaron las flores en su lote compartido, cerca del sauce llorón.
Ver las lápidas de sus familiares fue lo que finalmente hizo a Theodore llorar. No gimotear, o soltar gemidos agónicos con cada sollozo, como lo hacía últimamente, sino dejar que sus ojos se drenaran, deshaciéndose de sus lágrimas sin resentirlas.
—Te extraño, Lenny —comenzó a conversar con la tumba, como siempre lo hacía cuando venía a visitarla—. A cada año se me hace más difícil aceptar que nunca más te volveré a ver... al menos no en carne y hueso —se rio, entristecido—. Sé que tu espíritu está cerca de mí. Y te siento, a ti y a Charles, con frecuencia... pero eso no borra el hecho de que te extraño, cariño. Y mucho —bajó su mentón, así que su labio inferior comenzó a temblar—. Lo siento por haber roto la promesa que te hice. Por haber vuelto a tocar esas malditas medicaciones. Quisiera haber tenido más fuerza de voluntad aquella noche en las barricadas. Quisiera haber sido más fuerte en mis convicciones, en mis decisiones, pero fallé. Y por eso te pido perdón... —respiró hondo y tragó un poco de saliva, al sentir la mano de su amante masajear su tensa espalda—. También te pido que me perdones si es que te vuelvo a fallar... Porque siento que voy a hacerlo de nuevo. Que arruinaré todo por mis propios caprichos y ansias de placer, como suele suceder —se enderezó la postura y levantó la mirada, otra vez. Hizo una pausa, se concentró en calmar su respiración. Siguió hablando:— Espero que te encuentres bien, en dónde sea que tú y Charles estén... Mándale saludos de mi parte, ¿sí? Y dile que, gracias a él, Lawrence tiene la costumbre de ir a pescar con sus amigos al Colburgue ahora. Lo hace todas las semanas. De hecho, no creo que te lo he contado, pero tu hermano quiere comprarse su propio velero en el futuro. Imagínate eso, un abogado respetado como él, asesor jurídico de la Casa de Gobierno, volviéndose un marinero en su tiempo libre... Solo Laurie lograría hacer esa visión parecer normal —él sonrió, en un intento de alegrarse—. Y ya que hablamos de las cosas que te has perdido, tu madre te hizo una pintura, unos meses atrás. La colgamos en la sala, sobre la chimenea. Es preciosa y creo que te encantaría... estoy seguro de que te encanta —se corrigió, negándose en hablarle en condicional—. Ella tiene bastante talento. A cada día que pasa, sus obras se ponen mejores. Eso sí, creo que pronto nos quedaremos sin espacio para guardar tantos cuadros y los tendré que regalar a un museo...
Theodore siguió charlando con la grisácea lápida, sin perder su entusiasmo, por unos diez minutos ininterrumpidos. Mientras él hablaba sobre las novedades de su día a día y las reminiscencias de su pasado, Jane lo observaba con ojos vidriosos, emocionados por el amor que encontraba en cada nueva palabra enunciada.
A pesar de su luto y de su melancólica nostalgia, de su cara arrugada y su semblante lánguido, el inmenso cariño que el periodista demostraba por su hija era vibrante, fuerte, y se mantenía muy bien preservado en su interior. Tal ternura calentaba los confines de su pecho, revigorizaba su exhausta alma y de paso, le brindaba cierta jovialidad a su voz, usualmente grave y rasposa, dañada por sus llantos excesivos. Se veía destrozado, pero su actitud era una de resignación y tranquilidad. Se sentía agotado, pero hablaba con energía y con vigor. Era una contradicción ambulante, pero había aceptado su desarmonía.
Y la señora Durand entendía su situación, ya que le pasaba lo mismo en relación a Caroline. A diario tenía que luchar contra su saturnina disposición y contra su angustia invencible e interminable, causada por su muerte. A diario, se obligaba a razonar y a expresarse con falso positivismo, esperando que eventualmente, su felicidad fingida se volviera genuina. Esta batalla de ánimos y sentimientos era agotadora. Y de ahí venía su deseo constante de autodestruirse, de prender en fuego las ruinas de su alegría. Al dudar del propósito de su resiliencia, dudaba también del propósito de su vida. Y eso la hacía preguntarse, con frecuencia: "¿Para qué intentar seguir adelante, cuándo parte de mi alma se ha perdido en el pasado?"
La única diferencia entre ellos dos, es que ella no elegía los mismos métodos para castigarse que Theodore. Prefería la soledad constante a tener aventuras ilícitas con extraños. Quedarse en cama durante una semana completa, a no dormir por días y días. Saltarse sus comidas y sentir el vacío de su alma ser reflejado en su cuerpo físico, a devorar banquetes gigantescos y ahogarse en litros de alcohol. Prefería el tormento consciente y vibrante, al sufrimiento entumecido por drogas. Ella priorizaba la carencia, ya él, el exceso.
Pero el resultado de todas estas opciones contrarias era el mismo; desánimo, vergüenza, arrepentimiento y dolor. Sentimientos que ellos creían merecer y que, por la misma razón, buscaban. ¿Y la raíz de dicho comportamiento dañino? La culpa.
Culpa de no poder ser personas mejores. Culpa por ser humanos con fallas e imperfecciones. Pero principalmente, por haber sido capaces de proteger a los que amaban, y salvarlos a tiempo.
—¿Por qué estás llorando? —Theodore le preguntó de pronto, sacándola de su el ensimismamiento.
—No estoy llorando... —ella se arrepintió de lo que dijo al llevar una mano a la mejilla y sentirla húmeda—. Ah... pues... no sé por qué, sinceramente. Ni percibí que lo estaba haciendo...
El periodista decidió creerle, pese a su aprehensión. Y también pensó que era mejor no insistir en el asunto, por ahora. Así que asintió, miró al cielo y comentó:
—Creo que en breve lloverá... Deberíamos irnos de aquí. ¿Quieres decirle algo a Lenny antes?
—No, pero te quiero decir algo a ti y quiero que ella lo escuche.
Él inclinó su cabeza a un lado.
—¿Qué?
—Te amo —Jane pestañeó, intentando despejar su visión—. Y no importa que errores cometas, no puedo dejar de amarte. Así que, si sientes que vas a tener un relapso, o si simplemente lo tienes, no lo ocultes de mí... háblame. Ven a mi casa y pasa unas horas conmigo. No te voy a dejar, o reprochar. Te escucharé. Así que apóyate en mí... Y déjame ayudarte.
—Pero no te quiero decepcionar.
—Me decepcionarás más si me mientes —afirmó, entrelazando los dedos de sus manos—. Theo... sé que es difícil, detener costumbres nocivas y vicios. Pero también sé que con el apoyo correcto es posible hacerlo. Tú me has ayudado tanto desde la muerte de Carol... y no exagero al decir que, si no fuera por ti, mi relación con la comida me hubiera costado la vida —lo vio bajar el mentón, claramente tocado por la confesión. Esto porque, cuando nerviosa, Jane solía dejar de comer. Lograr que tocara una mísera miga de pan era un desafío tremendo—. Tú me salvaste de mis peores pensamientos y hábitos. Si puedo hacer lo mismo por ti, quiero. Así que, cuando sientas que vas a perder el control, que el juicio te falta, que volverás a beber y a medicarte descontroladamente, ven a mí. Cuando sientas que lo arruinarás todo, ven a mí. No te podré quitar todo el dolor y el desasosiego de encima, pero puedo ayudarte a soportar su peso.
—Gracias —él murmuró, luego de unos instantes de contemplativa quietud—. Y lo haré... si me juras que harás lo mismo.
—Lo juro.
Theodore entonces le dio una ojeada cuidadosa a sus alrededores, y al no ver a ningún conocido en sus cercanías, la abrazó.
La lluvia comenzó a caer. Pasaron unos instantes unidos uno al otro como si fueran un solo ser y mente, compartiendo su calor frente al aire frío, consolándose ante la mirada pasiva y misericordiosa de los ángeles de piedra en sus cercanías.
—Yo también le hice una promesa a un santo, ¿sabes?... —él se sintió motivado a confesar—. A muchos años atrás, lo hice.
—¿De veras?
—Hm.
—¿Y a cuál?
—San Nicolás.
—¿El patrono de los niños?
—Sí... y de las prostitutas.
Janeth se apartó de su pecho para mirarlo. Theodore tenía los ojos de un niño asustado y las facciones de anciano cansado. Tantos sentimientos invadían su corazón y mente que no era capaz de procesarlos todos; pena, arrepentimiento, tristeza, compasión... amor. Su mirada era una vorágine de emoción pura.
—¿Y por qué? ¿Qué te llevó a hacerle una promesa a él?
—Pues tú. Específicamente, lo que te pasó el 05 de diciembre de 1883.
El semblante confundido de la mujer de pronto se vio moldeado por la misma lobreguez funesta de su amado.
Tenía malos recuerdos asociados a la fecha. Casi se había muerto en ese terrible día. Unos prestadores a los que les debía dinero la habían acorralado en una calle sin salida y la habían forzado a pagar su deuda con su cuerpo, salud y dignidad. La golpearon, abusaron y dejaron en el pavimento a morir en soledad y miseria. Pero la crueldad de los hombres jamás vencería a la amabilidad del Padre y por ello, una de las muchachas con las que trabajaba la encontró antes que se desangrara.
Sus conocidos le dijeron que tuvo suerte, el crimen ocurrió en verano. Si hubiera sucedido en invierno, se hubiera congelado mucho antes de que la ayuda llegara. Otra vez, ¿mera coincidencia o piedad divina? Quién podría afirmar.
Theodore, al enterarse del ataque, había corrido al hospital a verla. Le rogó, dominado por sus llantos y su remordimiento, que aceptara su auxilio financiero. Le pagaría todas sus deudas si ella dejara su profesión en las calles atrás. Él ya le había hecho la misma oferta un centenar de veces antes, pero aquel día, la determinación y el orgullo de Janeth se rompieron. Entre lágrimas de agotamiento y vergüenza, aceptó su propuesta.
—Esa noche, yo no dormí. No volví a casa. Me quedé a tu lado hasta que el sol saliera, velando y vigiando, rezando por tu bienestar... y mientras estaba en ese estado de meditación, hablándole a Dios con toda mi sinceridad y fe, me acordé que el día siguiente era el día de San Nicolás y que habría una misa especial para él, en la iglesia de Saint Walburga. Helen me lo había comentado. No sabía en ese entonces que él era el patrón de las prostitutas... pero, por alguna razón que no podría explicarte ahora, le imploré que te protegiera y que no te dejara morir. Y a cambio le dije que intentaría ser un hombre más honesto y empático. Donaría más dinero a los pobres y lo haría para verlos prosperar, no para satisfacer mi propio ego. Dejaría de juzgar públicamente a la moralidad de las personas que no entendiera, sin importar cuales fueran mis convicciones personales o mis juicios internos respecto a ellas. Amaría más a mis hijos. Te amaría más a ti. Encontraría una manera de reunirte con tu hija... Le hice muchas promesas, tantas que ya ni me acuerdo bien. Pero el mensaje era el mismo: me transformaría en un hombre de bien, en un hombre de Dios... si tan solo te pudieras salvar. Si tan solo pudieras pasar unos años más en mi vida y darme una nueva oportunidad de quererte —Theodore hizo una pausa, miró alrededor, y como cualquier ser que intenta no llorar se forzó a seguir hablando, concentrándose apenas en sus palabras y no en su conmoción:— Y ahí vino la prueba definitiva que esperaba sobre la existencia de la Providencia, y que hasta hoy me impide de ser un ateo... el Padre me escuchó. San Nicolás me escuchó. Tu sobreviviste a ese ataque. Me diste la oportunidad que necesitaba para mejorar y para probarte que te amaba. Y sigues aquí, a mi lado... No me has dejado.
La editora, visiblemente conmovida por dichas palabras, se demoró un poco en contestar:
—Nunca me contaste sobre esto.
—Lo sé. Mi plan era llevar esa promesa conmigo a la tumba —él sorbió la nariz—. Pero ahora... sentía que era un buen momento para decir la verdad. Mereces oírla.
Janeth, con la mirada enternecida y una sonrisa encariñada en el rostro, llevó la mano del periodista a sus labios y la besó.
—Ya lo dije antes, pero quiero hacerlo de nuevo: te amo, Theodore.
Él sonrió, igual de afectuoso y sensible.
—Y yo también.
La lluvia comenzó a caer con más fuerza y los obligó a dejar el cementerio. Pero lo hicieron juntos, en paz, más tranquilos y contentos de lo que habían estado durante toda la semana. Al final, toda confesión genuina trae alivio, y todo alivio trae felicidad.
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El señor Gauvain llevó a su amante de vuelta a su residencia. Luego, caminó a la casa de los Hampton, con esa reciente conversación todavía dando vueltas en su cabeza. Se sentía aliviado de saber que podía confiar en alguien más sobre sus temores y tormentos. Porque, si era sincero, su paz de espíritu había sido destruida aquel fatídico día en las barricadas y le costaba, hasta el presente, restaurarla a su estado original.
Nadie más que él lo sabía, pero pese a los aplausos, premios y agradecimientos, la culpa que sentía por no haber salvado a más gente esa tarde aún lo perseguía. No podía dormir bien por la noche. No podía escuchar sonidos altos sin entrar en pánico. Ciertos olores y colores lo desesperaban. A veces, quería terminar con su propia vida. Pero no podía hacerlo, esto lo tenía más que claro. Sus hijos y esposa lo necesitaban. Janeth lo necesitaba. Sus empleados, amigos y conocidos lo necesitaban. Además, estaba la vieja promesa hecha a Eleonor y Caroline; debía cumplirla, aunque a contra gusto.
Todos los días, se repetía estos hechos como un mantra y luchaba con uñas y dientes contra sus impulsos más bajos, para asegurar el bienestar ajeno. Y a tiempos le rogaba al firmamento que algún ángel lo viniera a amparar, a traerle el milagro de la razón a su cerebrillo melancólico y testarudo. Hoy había recibido la respuesta a sus plegarias. Janeth estaba de su lado.
Por un momento, paró de caminar en medio de la acera. Miró al cielo, cubierto de nubes grisáceas. Dejó que su rostro fuera besado por la lluvia. Respiró el olor a tierra mojada, a follaje desprendido y a rocío purificador. Le agradeció al universo que siguiera vivo. Lloró por las víctimas que no pudo rescatar, por las hijas que había perdido, por el yerno que no llegó a bendecir y por el nieto que jamás conoció. Pero sus lamentos no le quitaron el aire a sus pulmones o la fuerza a sus piernas. Tan solo le permitieron deshacerse de parte de su pesar y recobrar su brío.
Lo necesitaría para hablar con la señora Hampton.
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Con una taza de té en una mano, la otra jugando con su bastón y la mirada fija en la tetera en la mesa de centro a su frente, el señor Gauvain dejó que su anfitriona hablara por unos quince minutos ininterrumpidos sobre cómo estaba feliz por la unión de sus familias, y sobre lo mucho que le agradaba la personalidad y carácter de Lawrence. De tiempo en tiempo él la miraba, con una sonrisa educada, pero permanecía inmóvil, sin decir nada. Apenas la escuchaba.
La mujer acaba de perder a su marido y mejor amigo, al final de cuentas. No tenía a nadie más de su edad con quién compartir su entusiasmo. Y Theodore le tenía demasiada estima y respeto como para hacerla callar con un comentario desatinado o pusilánime. Este era el verdadero motivo de su inusual quietud.
Pero él no podía decir que compartía su júbilo, sin embargo. Porque, a diferencia de ella, Theodore sabía que la unión entre Laurie y Judith sería una de conveniencia social y financiera. Tenía claro que el interés amoroso de su hijo yacía en otro lado, y dudaba que la muchacha se sintiera enamorada de él también. Muy probablemente ya había experimentado los gustos de una pasión con algún muchacho más atencioso, pero menos rico. Theodore no la juzgaría si este fuera el caso.
—Pero dígame, ¿cuál es su opinión sobre este compromiso? —la pregunta lo sacó de su transe.
—¿Mi opinión?
—Sí.
—Pues... estoy muy feliz por ambos y espero que su matrimonio sea uno de cariño, de fortuna y de paz. La señorita Judith es una consorte perfecta para Lawrence y nada me hará más contento que verlos a ambos juntos bajo la gracia de Dios —le mintió con una sonrisa superficial, dándole la respuesta más sencilla, complaciente y ensayada posible—. Y le juro que, de esta vez, no hay hesitación o reticencia alguna de mi parte en entregarles mi bendición. No repetiré el mismo error que cometí con mi querida hija; que en paz descanse. Laurie y la señorita Judith tienen mi apoyo, mi estima y mi orgullo.
—Me alegra bastante oír eso, señor Gauvain. Y sé que a mi esposo le hubiera sido de bastante agrado oírlo también.
—Estoy seguro de que sí.
—Usted... estuvo con él, en las barricadas, ¿no es cierto? —la señora Hampton indagó, con un tono entristecido y serio.
—Así es.
—¿Lo vio? ¿Antes de que muriera?
El primer instinto de Theodore fue mentirle y decirle que no. Que lo había visto por la tarde, pero no antes de morir. Que no sabía cómo él había fallecido. Pero al ver el semblante esperanzado —y a la vez melancólico— de la mujer a su frente, que había perdido el principal pilar de soporte de su familia, él se sintió obligado en ser real y sincero, al menos por un instante:
—Lo hice... y puedo asegurarle que él pasó sus últimos minutos luchando por un país más justo y por la paz en el sur. Subió la barricada con la bandera de las Islas en la mano, solo. Lideró la carga contra las fuerzas del ejército, solo. Fue un héroe del pueblo. Un mártir. Su valentía es incomparable.
Recordando de pronto que tenía un té en la mano, Theodore bebió un sorbo y lo dejó a un lado.
—Y, ¿él le alcanzó a decir algo? ¿Antes de fallecer?
El periodista, al escuchar la pregunta, por alguna razón recordó una pequeña charla que había tenido con Eleonor, años atrás. Y al hacerlo supo que, con una pequeña mentira de su parte en aquel preciso momento, él podría no tan solo reconfortar a la viuda, como también ayudar a su hija, huérfana de padre:
—Sí, el señor Hampton sí me alcanzó a decir algo... —el periodista se acomodó en su asiento, nervioso—. Yo me acerqué a su cuerpo antes de que su consciencia se perdiera. Quise saber si había algo que pudiera hacer para salvarlo, pero... sus heridas eran muy graves. Sería imposible sanarlo. Y él parecía saberlo, porque me pidió que cuidara a todos ustedes por él. E insistió que les dijera, a usted y a sus hijas, que las amaba —sus palabras, aunque falsas, fueron efectivas. Alegraron a la dama a su frente y la llenó de orgullo—. Y también me hizo un pedido muy... inusitado —añadió la mentira al final de su discurso, a modo de carnada.
—¿Cuál?
—Me pidió que ayudara a realizarle a la señorita Emma uno de sus mayores sueños... Estudiar en la universidad.
—Usted está bromeando.
—Señora Hampton, con todo respeto, ¿le parezco alguien que bromearía sobre esto? —Theodore preguntó con una voz solemne, algo conmocionada, que terminó convenciendo a la dama de su supuesta sinceridad.
—No, señor. Discúlpeme. Pero me parece sorprendente que mi esposo le haya pedido algo así...
—Pues yo también lo encontré muy extraño que me dijera eso, porque él siempre fue tan contrario a la educación igualitaria... Pero bueno, supongo que la cercanía a la muerte ablanda al corazón de los hombres. Esto dicho, si usted lo estima adecuado, quiero cumplir con mi promesa hacia él. Le pagaré la carrera a la señorita Emma. Cualquiera que elija... Yo seré su mecenas.
—Ella se acaba de casar con Samuel Rogers; tendré que conversar con mi yerno al respecto...
—Ah, ¿sí? No lo sabía... Envíele mis felicitaciones por el compromiso.
—Lo haré, señor Gauvain. Gracias —la señora Hampton llevó una mano a los labios e hizo una mueca pensativa—. Pero... no se desaliente. Samuel es un muchacho muy progresista, de vanguardia. Estoy segura de que estará de acuerdo, como yo lo estoy, con su propuesta. Y de veras no tengo cómo agradecerle...
—No necesita hacerlo. Es un gesto que viene del fondo de mi corazón —Theodore respondió, regresando a su previa sinceridad—. Avíseme si el permiso se me es otorgado de ayudarla, y me encargaré de todo el proceso de matrícula en persona. Considérelo un regalo mío, de su bendito esposo, y de mi querida hija hacia Emma.
La mujer amplió su sonrisa llorosa, bajó su palma de los labios para sujetar la mano del periodista y le dijo, con resignación y con aprecio:
—Muchas gracias. Por todo.
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