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Merchant, 21 de mayo de 1900

Finalmente, luego de décadas de evidente corrupción y abuso de poder, Thomas Morsen había dejado su puesto como alcalde de la Casa de Gobierno. En su lugar, entró Muriel Thompson-Walbridge —quien era, detrás de escenas, también el nuevo comandante de la Hermandad de los Ladrones—.

Theodore había sido invitado por el sujeto a tomar un café en su casa, la semana anterior a su nombramiento. El joven era bastante más educado de lo que se había imaginado y, tal como su fallecido mentor, era un izquierdista fervoroso. El señor Gauvain, más moderado y de centro, charló con él como si lo estuviera entrevistando, haciéndole preguntas objetivas, pero tan curiosas como serias. El muchacho supo contestarlas con elegancia, tuvo que admitirlo. Pese a que discordaban en muchos puntos, el periodista no pudo negar que él era un hombre culto, que sabía cómo ser diplomático. Su gestión podría ser buena, si fuera así de honesto y justo en el futuro. Así que le tenía esperanza.

Lo que Theodore no se había esperado, sin embargo, fue que a los tres días de asumir su cargo Walbridge lo citara como uno de los condecorados principales de la Ceremonia de Reconocimiento Regional —una gala que ocurría todos los años en Merchant, para recompensar y celebrar a los ciudadanos más destacados de la ciudad y de sus alrededores—.

En la gala, tanto civiles como uniformados eran premiados. Y los honores constaban de cuatro medallas: la de Contribución Extraordinaria a las Artes y Letras, la de Progreso Extraordinario en las Ciencias Naturales y Políticas, la de Mérito Social, y la Estrella de Honor Republicana. Para cada una de ellas, existían cinco condecorados en total.

Al leer el título de la carta enviada por la Casa de Gobierno, Theodore asumió que recibiría la primera. Su sorpresa vino al abrir el sobre y encontrar, ya en la primera página, la corrección a su hipótesis: le entregarán la Estrella de Honor Republicana —la más importante de las cuatro, generalmente reservada para militares de alto rango y políticos ancianos—. 

Helen, igual de pasmada, se demoró en reaccionar a las noticias. Pero, así que logró recobrar la razón y dejar atrás su semblando estupefacto, casi tonto, decidió llevar a su marido al sastre más cercano y encomendarle un traje nuevo para la ceremonia. Y así, el señor Gauvain comenzó su semana vestido con un frac y corbata blanca, de pie en un escenario construido al frente de la Casa de Gobierno, ante un océano de personas que desconocía —pero que al parecer lo respetaban—.

Aquel año, para el asombro de toda la región, ningún policía o militar fue galardonado. Todos los hombres y mujeres de pie en el palco eran civiles, comunes y corrientes. Una diferencia absurda a los años anteriores, donde casi todos los convocados habían sido gendarmes.

—Theodore François Bassett Gauvain —escuchó la voz del nuevo alcalde llamarlo al centro del escenario y caminó a su dirección, con la ayuda de su bastón—. Por su compromiso de informar y educar al pueblo de Merchant, de defender la verdad de los hechos, contra todas las falacias compartidas por hombres corruptos y de ruin intención; por su lealtad a la república, sus críticas valientes a los equívocos de la justicia y su coraje de defender a los vulnerables y miserables, la Casa de Gobierno de Merchant humildemente le agradece sus servicios con la entrega de esta medalla —Walbridge le colgó el laurel en el frac, a la izquierda de su pecho, y le entregó un bastón azulado, repleto de inscripciones, similar a los recibidos por los mariscales del ejército al ser nombrados como tal—. Es usted declarado un oficial de la Estrella de Honor Republicana. Felicitaciones.

—Gracias —el periodista le dijo al político y le estrechó la mano, sonriendo.

El público aplaudió mientras él regresaba a su lugar, ojeando la medalla con ojos brillantes y fascinados.

El símbolo principal de la misma, bañado en oro, era el animal representativo de las Islas de Gainsboro: un búho con las alas abiertas. Bajo sus garras cargaba una estrella blanca, resplandeciente. Y la cinta de la que colgaba esta insignia, era de los colores de la bandera nacional —azul, blanco y verde—.

Ya el bastón que acompañaba la medalla, era mucho más detallado que la propia. También poseía búhos estampados por toda su superficie, así como estrellas y cruces sacras. Tenía, además, una frase en latín inscrita en su cima: "Semper fidelis ad honorem, justitiam et patriam" o "Siempre fieles al honor, la justicia y la patria".

Theodore pasó casi todo el resto de la ceremonia observándolo como un niño curioso, enamorado de su intricado diseño. Y cuándo pudo regresar a casa y estar a solas con Helen, le dijo algo que había estado pensando una y otra vez, durante todas aquellas horas de silenciosa contemplación:

—Sé que no le puedo regalar esta medalla a nadie, pero tú sabes que no me pertenece... no de verdad —él guardó la insignia en su estuche de terciopelo, el cual dejó sobre su mesa de noche.

Su esposa, cruzando los brazos, lo miró con una expresión resignada.

—Se la quieres dar a Janeth, ¿no?

—Me salvó la vida... no solo en esa noche del 26 de febrero, sino muchas veces antes.

—Lo sé.

Silencio. Theodore respiró hondo.

—No puedo darle la medalla —él se repitió, levantando su mirada—. Pero le puedo dar este bastón. Como agradecimiento por haberlo arriesgado todo para protegerme. Y creo... creo que eso haré. No es justo que lo mantenga.

—De acuerdo.

Él curvó sus cejas.

—¿No tienes ninguna objeción?

—No —Helen contestó, con una voz tranquila—. Mientras la medalla se quede en esta casa, puedes hacer lo que quieras con el bastón. No eres ningún general u oficial del ejército y no necesitas cargarlo contigo en ceremonias públicas. Pero la medalla sí.

—Se lo daré mañana, entonces.

—Hazlo —la señora Gauvain le dio la espalda y caminó al pasillo, a averiguar por qué Lawrence y sus primos hablaban con tanto entusiasmo y con voces tan altas, a semejante hora de la noche.

Theodore, con una reacción más lenta que la suya, dejó el bastón al lado de la caja de terciopelo y se levantó de donde estaba sentado, en el eje de la cama. Se unió a su esposa en el corredor, donde la conversación de los muchachos se volvió más clara para sus oídos.

—¡Ahora solo me falta compartir la noticia con papá!

Él se acercó más a la puerta de la habitación del muchacho.

—¿Noticia? ¿Qué noticia?

—Lawrence le pidió la mano de Judith a la señora Hampton y ella aceptó su propuesta —Helen respondió en nombre de su hijo, contenta con las novedades.

—¿Se casarán, entonces?

—Así es —el joven sonrió, pero Theodore percibió su falsa alegría al instante—. La señora Hampton ya nos dio su bendición. Aunque me pidió que fueras a charlar con ella, papá. Si posible, mañana.

—Claro. Iré por la tarde, ya que tengo un compromiso preexistente bien temprano —abrazó de lado a su mujer—. Estoy feliz por ti, hijo —le sonrió de vuelta, con una mirada triste y solidaria, que comunicaba lo que el rubio ya sabía: su palabras eran igual de falsas y superficiales. 

No porque no quisiera el bienestar de Lawrence, sino porque sabía que se estaba casando apenas para cumplir cierta expectativa social, y asegurarse un futuro seguro, ajeno a cualquier tipo de especulación maliciosa.

El joven no amaba realmente a Judith. Apenas la quería, como una buena amiga. Pero ¿sería eso suficiente para sustentar una relación? ¿Un matrimonio?... Solo el tiempo y el destino sabrían decirlo.

Eso sí, más tarde, cuando todos se habían ido a acostar, el señor Gauvain lo llamó a su despacho a conversar con más privacidad. No solo sobre los detalles de la boda, pero sobre su futuro, el de su nuera, y de su familia. No se sorprendió al ver que Lawrence ya lo tenía todo planeado, de antemano. Quería trabajar en la Casa de Gobierno y con el cambio de alcalde, se había conseguido un puesto como asesor jurídico. Quería poner un anillo en la mano de su vecina y lo hizo. Tener una casa propia e hijos era el próximo paso, y Theodore no dudaba de su capacidad para darlo. 

—Espero que tengas un excelente matrimonio, así como un futuro próspero y jubiloso. Pero nunca te olvides de lo que te dije, años atrás...

—Jamás expongas tu Liaison.

—Sí —el periodista asintió—. Para mantener la belleza de ciertas cosas, a veces uno las tiene que esconder del mundo. Tal como el Liaison que se esconde entre las palabras.

—Papá...

—¿Hm?

—Siempre te quise preguntar algo, con respecto a nuestra charla sobre todo... esto.

—¿Qué?

Lawrence abrió la boca para hablar, pero no lo hizo de inmediato. Parecía en conflicto, sobre cuáles palabras usar para vocalizar su duda. 

—¿Tú tienes un Liaison propio, no es cierto?

Theodore se había esperado aquella pregunta a décadas, pero aun así no supo cómo reaccionar al oírla.

—Yo... —jugó con el anillo de zafiro en su meñique, buscando fuerzas y coraje al sentir la piedra entre sus dedos.

—No me mientas —el joven exigió—. Ya no soy un niño. Y muchos de tus comportamientos se han vuelto muy difíciles de ignorar. Como tus salidas nocturnas, que son inexplicables. Tus viajes sin propósito. La falta de besos entre mamá y tú, la lejanía entre los dos...

—¿A cuánto tiempo?... —el señor Gauvain tragó en seco—. ¿A cuánto tiempo sospechas de esto?

—Para ser sincero, desde la muerte de Eleonor.

El hombre bajó la mirada, así que escuchó aquel nombre.

Recordar a su hija siempre le dolía, sin importar el contexto. 

—Tu madre... —murmuró, pero se detuvo. No, no podría decirle toda la verdad a Lawrence. No podía exponer los errores de Helen; él la idolatraba. No era capaz de fracturar la relación de ambos por sus propios deslices y poca discreción—. Ella ha sido la esposa más maravillosa que Dios me pudo haber dado, pero... tienes razón. A años no es mi compañera. Apenas mi amiga más fiel. Y solo eso.

—¿Entonces?...

—Tengo una amante. La he tenido a diecisiete años —confesó, pese a sus miedos.

—Es Leónie Grant, ¿no?

Theodore hizo una mueca avergonzada, pero no negó nada.

—Sí —se forzó a mirar a su hijo otra vez—. Su nombre real es Janeth Durand... Ella era una actriz del teatro Odeón a la que conocí en una época muy turbulenta de mi vida, en la que tu madre y yo estábamos teniendo muchos problemas... no solo en nuestra relación, sino en general —añadió, aunque detestara pensar en aquellos terribles recuerdos—. Y al inicio, solo fuimos amigos, nada más que eso. Pero de a poco, me fui enamorando de ella, y ella de mí...

—¿Y qué hay de mi madre? ¿No te sentiste ni un poco mal por engañarla?

—Sí y no... Me sentí mal por saber que la había perdido, que le había fallado como esposo, pero no por haber caído por Jane. Además, yo y tu madre ya reconocíamos que nuestra unión no era la misma a la que teníamos cuando nos casamos, y para ese entonces, ambos habíamos aceptado tener un acuerdo de civilidad... Cada uno de nosotros podía tener el amante que deseara, pero ambos debíamos saber sobre ello. Por lo que ella sabía que Jane y yo estábamos juntos, y yo sabía que ella... en fin. Tenía a sus propios Liaisons. Así que... no la engañé, no de verdad. Le fui legamente infiel, pero no moralmente.

—¿En qué año todo esto comenzó?

—¿Yo y Jane? En 1883.

—El acuerdo entre tú y mamá.

—Ah... 1881. Tú tenías cuatro años en ese entonces y Eleonor casi nueve. Los dos no nos podíamos separar, aunque lo quisiéramos. Ustedes eran demasiado pequeños para pasar por algo así de dramático y doloroso. Además, mi carrera aún no estaba consolidada, tu madre no podría mantenerlos por cuenta propia, Merchant estaba hundida en una crisis financiera sin precedentes... Un divorcio era impensable.

—¿Fue por eso entonces que no querías que Eleonor se casara tan joven? —Lawrence indagó y solo entonces Theodore percibió cuan irritado él parecía estar.

—Sí... Le diste en lleno. Yo no quería que cometiera el mismo error que nosotros. Así como no quiero que tú lo cometas...

—No lo haré. Amo a Judith.

El señor Gauvain, frustrado, frunció el ceño.

—Pides que no te mienta, y ¿me quieres hacer lo mismo?

—No miento.

—¿Y qué hay de Maurice?

—Es mi Liaison.

—Pero, ¿lo amas?

—¿No que uno no debe hablar sobre su Liaison?

—En público, no. Pero puedes decirme la verdad aquí... Nadie más lo sabrá.

Lawrence entrelazó los dedos de sus manos y con una expresión meditabunda, dijo:

—Entre el amor y la seguridad, solo hay una elección correcta para alguien como yo. Considerando que mis sentimientos me pueden llevar a la horca y al infierno, puedes suponer cuál es la que elegiré.

—¿No crees que valdría la pena, darle una oportunidad a tu corazón?

—¿Y vivir una vida doble, como tú y mamá? —el rubio se rio, molesto—. No... prefiero la infelicidad honesta, a un júbilo secreto y reprimido. Y creo que Dios también lo prefiere.

—Tú y yo no creemos en el mismo Dios, entonces.

—¿Y cuál sería el tuyo? ¿El de la mentira, del hedonismo y adulterio?

—No. El de la misericordia, entendimiento y el perdón.

Su hijo frunció el ceño.

—Definitivamente no creemos en el mismo Dios —se levantó de su asiento, caminó a la puerta y le dijo:— Buenas noches —dándole un fin a su charla.

Al verlo irse Theodore suspiró con fuerza, hundió su rostro entre sus manos y pensó en lo que recién había hecho.

Su hijo ahora conocía la verdad sobre él y Janeth, así como el acuerdo entre él y Helen. Ya no tendría que mentirle más, ni ocultarle cosas. Pero, ¿había tomado la decisión correcta, al admitirle todo? ¿Sería Lawrence capaz de entender su lógica y sus actitudes, sin odiarlo por ellas?...

No lo sabía. Pero le rogaba al Padre que así lo fuera.


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