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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟺

Merchant, 25 de abril de 1900

La noche siguiente a la que pasó en la residencia Durand, Theodore le hizo a Helen la misma pregunta que comenzó su charla con Janeth:

—¿Crees que el infierno existe?

La señora Gauvain, con el ceño fruncido y el rostro arrugado por su confusión, bajó sus agujas de croché, se quitó los lentes del rostro y miró a su marido con una expresión tan desconcertada que llegó a divertirlo.

—¿Qué tipo de pregunta absurda es esa? Claro que existe.

—¿Y cómo te lo imaginas?

—¿Cómo me lo imagino?... Pues como la palabra del Señor, de Cristo y de los apóstoles lo describen; un lago de fuego y azufre dónde todos los pecadores y herejes terminarán.

—¿Eso es todo?

—¿Hay más?

Theodore abrió la boca para responder, pero al ver que Helen hablaba en serio y con convicción, decidió permanecer callado.

Entendió, con aquel breve intercambio de palabras, una verdad que por mucho tiempo le había costado asimilar. Dios había enviado a Janeth a su vida por una razón: era la única persona que lo entendía a un nivel espiritual y que lo complementaba a un nivel intelectual. La única persona que conocía que compartía sus verdaderas opiniones con franqueza, por más blasfemas y complejas que fueran. El único ser que oía sus dudas sin ridiculizarlo y que intentaba solucionarlas, junto a él. Si el concepto de alma gemela existía, ella sin duda era la suya.

¿Y cómo podría el creadorcondenarlo si por su intervención sus caminos se habían cruzado? La respuesta era clara: no podía. 

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