𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟸
Merchant, 23 de abril de 1900
Por su edad, la recuperación de Theodore fue bastante más lenta y agotadora de lo esperado. Fue condenado a pasar días interminables en cama, levantándose apenas para ir al baño. Lo que para él resultó ser una tortura, de las peores.
Además, tuvo que volver a usar analgésicos y anestésicos para tratar a su lesión. Su cóctel diario, dictado por el doctor Allix, constaba de aspirina, acetanilida y morfina inyectable.
Pero el periodista le agregó otra droga a la lista, sin el conocimiento del médico: alcohol. Y Helen sabía muy que su marido estaba sobornando a sus mucamas por whiskey, pero decidió no delatarlo. Porque sabía que Theodore no estaba bebiendo apenas para emborracharse, sino porque estaba agónico.
Lo cómico es que, al principio, él se había negado en aceptar cualquier tratamiento. No quería recaer en sus vicios, al final de cuentas. Ya lo había hecho en la noche sangrienta que pasó en las barricadas y estaba decidido a no cometer el mismo error otra vez. Pero luego de varios días de tormentosa sobriedad, sufriendo con sus punzadas y su fiebre, él cayó en desespero. Intentó llegar a un acuerdo con Allix, demandando que le hiciera modificaciones a su lista de medicamentos e intercambiara las dosis de morfina por cocaína.
—S-Si me la inyectas... A-Acepto t-tratarme...
Richard, ya sabiendo sobre su pasado turbulento con la droga, se negó en complacerlo:
—La cocaína en su caso está fuera de cuestión.
—Pero...
—No se la administraré —el médico le respondió, vacilando entre su austeridad y su pena.
Tres días de dolor insoportable y de fiebre altísima pasaron y Theodore terminó desistiendo de cualquier regateo o negociación. Aceptó la propuesta original del doctor sin más reclamos, desesperado por un segundo de alivio a su horrendo malestar. (Aunque no pudo evitar llorar de frustración cuando el doctor le administró la ampolla de morfina. Sus ansias de inyectarse la otra substancia, y su vergüenza por su propia angustia lo rompieron).
Pero la desventura del periodista no terminó allí. No pudo visitar a Janeth en semanas. Y esta separación indefinida le resultó despreciable.
Amaba a su esposa y a sus hijos, pero el apego y el afecto que sentía hacia esa mujer eran sentimientos aparte. Su alma no podía estar lejos de la suya por mucho tiempo, o perdía su vitalidad. Su cuerpo no podía distanciarse demasiado, o perdía su fogosidad. El corazón carbonizado que descansaba en el hueco de su pecho solo latía cuando yacía entre sus manos de porcelana. Y por más insano o problemático que esto les pareciera a otros, era una verdad que él no podía negar: el amor que por ella sentía era su razón principal para seguir existiendo.
Así que, prostrado en su cama, decidió acercársele de la única manera que podía: le volvió a escribir cartas apasionadas, a dedicarle dibujitos ridículos en las esquinas de cada hoja, con la mera intención de alegrarle el día. La mantuvo informada sobre su mejora y le reaseguró, cuantas veces fuera necesario, que la extrañaba, la deseaba y la quería, ahora y por el resto de la eternidad.
Ya que no se podía mover y entregarle las notas en persona, Helen se volvió su nueva mensajera. No era una tarea que la dama disfrutara o que encontrara particularmente interesante, pero reconocía su relevancia en la mejora de Theodore y en la estabilidad de Janeth, así que la cumplía, pese a su contrariedad.
Porque sí, se importaba por la mujer también. Al final de cuentas, había visto en persona como ella se descompuso con la mera posibilidad de perderlo. Y como ya lo había dicho antes; era obvio, para cualquier persona dotada con la mínima sensibilidad y empatía, que la señora Durand lo amaba.
Helen podía podría tener sus opiniones respecto a la antigua "profesión" y estilo de vida de la editora, pero no podía negar algo tan evidente y genuino como lo era el poderoso vínculo entre ella y Theodore. Creencias y dogmas aparte, su cariño era envidiable.
Fue gracias a una sugerencia suya, de hecho, que su esposo decidió ir a visitarla, en la noche del viernes veintitrés de abril.
Para ese entonces el señor Gauvain ya se sentía bastante mejor y podía caminar por cuenta propia, pese a que sus pasos fueran lentos y sus niveles de energía siguieran bajos. Era libre de su reposo forzado, al fin.
—Ten cuidado, Ted —Helen le dijo, al terminar de atar el nudo de su corbata.
—Lo tendré. Y gracias.
Luego de una despedida cariñosa, él se deslizó puerta afuera y le hizo frente al mundo que lo había herido, por primera vez en días, con un brazo inmovilizado por un cabestrillo, el otro unido a un bastón, y casi todos los rasguños en su cuerpo cicatrizados por completo.
En aquel momento, sus ganas de ver a Jane fueron mayores a cualquier dolor físico que lo atribulara y a cualquier preocupación que sintiera respecto a su estado. Por eso, al caminar a su hogar, no le dio atención a las punzadas que cruzaron sus muslos, o al cansancio que le causaron. Al llegar, incluso sonrió. Porque después de cincuenta y cinco días separados, él fue capaz de golpear la puerta de la residencia Durand otra vez y volver a verla.
—¿Theodore? —oír su voz luego de tantas semanas apartado de ella le dio nueva vida a su espíritu marchitado, agónico y agotado.
—He vuelto —le respondió, abriendo los brazos para que ella lo abrazara.
Janeth, con los ojos bien abiertos, cejas alzadas y mandíbula caída, lo hizo, chocando contra él con evidente entusiasmo. Y también lo besó, con una pasión que lo tomó desprevenido.
—¡Te extrañé tanto!... ¡Tanto, Theo!... ¡Guardé todas tus cartas y no he parado de leerlas, una y otra vez! —acarició su rostro, y observó a la barba gruesa que ahora lo cubría con asombro—. Pero no es lo mismo a tenerte aquí... ¡Dios, estoy tan feliz de que estés aquí!
—Yo también —la besó otra vez, en la mano, antes de inclinarse adelante y unir sus labios.
Ambos se movieron adentro, sin poder despegarse uno del otro. Se embriagaron con la esencia ajena con la misma sed de un hombre varado en el desierto. Sintieron y trazaron cada centímetro de su piel como si se hubieran olvidado de lo que era el afecto. Y aunque por la lesión del periodista tuvieron que desvestirse con una lentitud cuidadosa, su entusiasmo no dejó de ser visible.
Jane lo ayudó a remover todas las prendas de su cuerpo sin perder su sensualidad, o su paciencia. Fue especialmente gentil al acostarlo en la cama, sabiendo que, aunque la herida en su hombro ya se había cerrado, el área todavía era bastante delicada y sensible. Rodeó su cadera con sus piernas y se acomodó sobre él, como le gustaba hacerlo. Llenó su pecho desnudo de besos y terminó subiendo sus labios a su cuello, donde dejó un chupetón para nada disimulado. Y cuando Theodore quiso tomar el control sobre la situación, ella cubrió su rostro con una cortina de cabellos ondulados y lo miró a los ojos.
—Por hoy, solo relájate. Yo me encargaré de todo.
—Pero Jane...
—Déjame —le pidió con una voz dulce y seductora, que él no pudo ignorar—. Quiero demostrarte lo mucho que te amo y que te he extrañado.
Ante esta declaración, él sonrió y se entregó a su cuidado, sin más quejas. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió algo más que melancolía, arrepentimiento y rencor sacudir la tela de su realidad: placer. Puro, sencillo, y nacido de un sentimiento noble, amor.
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