𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟷
Merchant, 27 de febrero de 1900
En la mañana, el periodista despertó febril. Gritó de dolor al intentar moverse, despertando a Jane con sus alaridos. Ella lo logró calmar, pero se desesperó en su lugar al ver las gotas de sudor que caían por su tez y pecho. La herida en su hombro estaba infectada, y reabierta. Tendría que buscarle un médico de inmediato porque su estado de salud era más que frágil, precario.
—Estás ardiendo —sus labios se estiraron en una línea recta al terminar de hablar y su frente se llenó de surcos—. ¿Qué haré contigo, Theo?
—D-Doctor...
—Sé que tengo que ir a buscar a uno, pero no te puedo dejar aquí solo... no así —Jane lo miró de arriba abajo, mientras pensaba.
Le daría un baño primero. Tenía que bajar su temperatura lo más que podía antes de marcharse. Luego, iría a la residencia Gauvain, a avisarle a Helen sobre lo que sucedía. El riesgo de que él muriera a este punto era alto y no dejaría que lo hiciera lejos de su familia. Además, estaba segura de que podría descubrir quién era su médico familiar y conseguir su auxilio —una intervención crucial para su mejora—.
Sin tiempo a perder, ella se apartó de su lado, buscó un paño húmedo y lo puso sobre su frente. Luego, le preparó un baño tibio. Él, al punto del delirio, no percibió su ausencia. Tan solo cuando fue sentado sobre el agua, se dio cuenta de que ella había regresado, que lo había levantado de su cama y llevado al baño. No tenía la mínima idea de cómo logró cargarlo de un lado a otro.
—F-Frío... —reclamó, tembloroso.
—Lo sé, sé que es terrible. Pero tenemos que bajarte la fiebre.
Él, aunque irritado, asintió.
Sus dientes chocaban. Su cuerpo convulsionaba. Sus muslos le dolían y su hombro ardía como un trozo de carbón. Pero no discutiría con Jane. Ella lo estaba ayudando. Ella solo quería su bien.
—Me s-salvaste la vida —murmuró, mirándola a los ojos—. Pusiste tu vida en la línea de fuego por la mía... Si esos g-gendarmes hubieran descubierto q-que mentías... los d-dos estaríamos muertos ahora.
—No podía dejar que te capturaran.
—Podías. Pero te n-negaste... para salvarme.
Jane se inclinó adelante y lo besó.
—Lo haría todo de nuevo por ti.
Él, aunque mareado y dolorido, sonrió.
—Te amo.
Ella reflejó su misma expresión, aunque bañada por una preocupación intensa e irremediable.
—Yo también.
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La señora Durand solo dejó su casa después de asegurarse que la temperatura de Theodore había bajado de 40ºC a 38°C. También le hizo las debidas curaciones a su herida, le dio de comer, puso un par de pastillas para el dolor debajo de su lengua, dejó un vaso de agua a su lado en la mesa de noche y lo vistió con ropas nuevas.
Al salir, lo hizo con angustia y con recelo, pero con la certeza de que aquello era lo correcto. No podía curarlo por cuenta propia, necesitaba una mano extra. Así que, yendo en contra de su deseo de jamás pisar en la casa de la familia de su amante, ella cruzó las calles que los separaban y arribó a su residencia. Golpeó la puerta. Esperó con ansias a que le abrieran.
—Buenos días, ¿señora?... —una empleada le preguntó, desdeñosa, revistándola con la mirada.
La editora no había tenido tiempo de arreglarse mucho. Su atuendo constaba de la misma camisa de botones blanca que había usado anoche, adornada con un broche a la altura del cuello, falda larga acompañada por un chatelaine* de plata, botines y un sombrero florido. Nada muy fuera de lo común para una mujer de clase media, pero demasiado simple para una de clase alta. En otras palabras, muy humilde para parecer una amiga o conocida de los Gauvain.
Aun así, ella perseveró:
—Grant. Me llamo Leónie Grant. Trabajo para el señor Gauvain, y necesito conversar con su esposa con urgencia, por favor.
La mucama estiró sus labios en una línea recta.
—Un minuto —respondió con más desaire de lo necesario, pero Jane no se irritó por ello, su mente estaba en otro lugar.
Cuando la joven regresó, estaba acompañada por Helen.
—¿Dónde está Theodore? —fue la primera pregunta de la dama al verla.
Apenas por su entonación agresiva, llena también de tristeza y de temor, la señora Durand dedujo que la señora Gauvain había asumido lo peor; ya creía que su marido estaba muerto, caído cerca de alguna barricada destrozada, con las ropas deshilachadas, la piel cubierta de sangre y el cuerpo inmóvil en un lecho sin gloria —el pavimento de una calle sucia, pequeña e infestada de ratas—.
—Él está vivo, pero malherido. Necesita que lo vea un doctor, ahora.
—¿Malherido? —Helen cruzó el umbral y salió a la calle, queriendo estar al mismo nivel que Jane—. ¿Qué le pasó a mi esposo?
—Alguien le disparó al hombro. No supo decirme cuándo, cómo, o quién...
—¡¿Y lo dejaste solo?!
—No tengo a nadie más —Jane detuvo el interminable reproche de la mujer antes mismo de que empezara—. No tengo padres, mi hija está muerta, mi único hermano ni siquiera vive en Merchant... hago lo que puedo. Y por eso vine aquí. Porque sé que necesito de ayuda. Y él necesita ayuda.
La señora Gauvain se tragó su hostilidad e intentó recobrar su templanza.
—¿Qué necesita que haga?
—Vaya a mi casa ahora, reconforte a Theodore. Dígame dónde puedo encontrar a un médico de confianza y lo iré a buscar en persona.
Helen respiró hondo. Tensó la mandíbula. Se preguntó si debería o no confiar en su rival. Viendo que no tenía otra opción a no ser hacerlo, afirmó con la cabeza y le dijo:
—El nuevo médico de Ted se llama Richard Allix. Vive y trabaja en la calle Swift, edificio 522, departamento 203. Dígale que yo la envié en mi lugar y él la recibirá de inmediato.
—¿Cómo es él físicamente? Pregunto por si no lo encuentro ahí. Según lo que Theodore me dijo, las calles estaban cubiertas de muertos y heridos de punta a punta. Puede que él esté afuera, prestando sus servicios.
—Tiene una estatura promedio. Ojos afinados, oscuros. Cabello castaño y liso... Un bigote más fino que el Ted... Cicatriz en el mentón... ¿Qué más quiere saber?
—Con eso me basta —Jane la tranquilizó—. Ahora tome esta llave... —sacó el objeto de una de las cadenas de su chatelaine—. Y vaya a ver a su marido. Regresaré en breve.
Sin decirle adiós, la señora Durand salió disparada en la dirección señalada, decidida a encontrar al tal doctor cuanto antes. Pero, al dejar su vecindario y acercarse más y más a la calle Swift, su intención de seguir adelante comenzó a deteriorarse. La transición de un pavimento grisáceo, seco, a un lago de rojo rubí ralentizó sus pasos. Los disparos aún resonando en la distancia la sobresaltaron. Pero lo que más la horrorizó aquel día fue ver, sobre los repugnantes adoquines a su frente, una línea interminable de muertos siendo ampliada rítmicamente por un grupo de cadetes del ejército.
Una carreta llena de difuntos arribó justo a tiempo de explicarle a Jane qué sucedía ahí. Los cadáveres encontrados en otros lados de la ciudad estaban siendo llevados al lugar en pilas, para que fueran separados y, con suerte, identificados por algún pariente en breve.
Esto explicaba entonces el estupor de Theodore la noche anterior. Hasta ella hubiera sucumbido ante un episodio de mutismo y confusión, ante esta macabra realidad.
Muertos, a granel.
Con los ojos desorbitados por su espanto, el estómago retorcido en nudos, la postura tensa y la boca caída, ella siguió moviéndose adelante, concentrándose en su objetivo y no en los innúmeros obstáculos que debía superar para llegar a él.
Al encontrar el edificio del doctor al que buscaba, subió las escaleras y golpeó su puerta sin que nadie le hiciera pregunta alguna. No había conserjes o guardias de seguridad que cuidaran la recepción —o tal vez sí existían, pero habían amanecido muertos; a estas alturas quién podía decir—. Golpeó la puerta, pero nadie le contestó. Luego de diez minutos de martilleo y espera, decidió volver a la acera. Dio una vuelta por la cuadra, pero no halló al sujeto. Fue entonces a la calle Huron —donde la imprenta de la Gaceta estaba localizada— y amplió su área de búsqueda.
Allí, el mismo escenario de la calle Swift se repitió frente a sus ojos. Pero de esta vez la señora no se sorprendió con la enfermiza visión, solo se sintió asqueada por ella. Por la cantidad de maldad y odio que la caracterizaba.
Al ver la fachada de la imprenta, destrozada y chamuscada, algo le dijo que debía ir adentro. Y porque aquel era un día de luto y devastación, ella no se negaría a oír su intuición, ni a las voces divinas que la orientaban, porque sabía que dependía de ellas para sobrevivir. Así que justamente eso hizo. Respiró hondo, se ajustó el sombrero, y caminó adentro.
Lo primero que notó fue que todas las ventanas del edificio estaban rotas y todas las puertas estaban abiertas. En este aspecto, el lugar se parecía bastante a las ruinas del castillo de Gainsborough. Pero la gran diferencia entre ambas construcciones era que la primera no estaba vacía y abandonada, sino siendo usada como un hospital improvisado por una decena de médicos, enfermeras y voluntarios, que habían salido a las calles para intentar salvar a la mayor cantidad de vidas posibles.
Para crear más espacio para los profesionales, los carísimos linotipos de Theodore habían sido corridos al final del salón de producción, por sus propios funcionarios. Él no lo sabía, pero gracias a su evacuación prematura gran parte de su mano de obra había escapado ilesa del tiroteo del día anterior. Y como gesto de agradecimiento, ahora que la ciudad ya no ardía en llamas y las brasas comenzaba a enfriarse, ellos habían regresado a su local de trabajo a protegerlo de vándalos y ladrones.
Si eso no hablaba bien de la ética y de la buena disposición del señor Gauvain hacia sus subordinados, nada más lo haría.
—¿Señora Durand? —a la izquierda de Janeth, Henry apareció—. ¿Qué hace usted aquí?
—Hola. Estoy buscando al médico de Theodore, un tal doctor Allix...
—¿Por qué? ¿Algo le pasó al señor Gauvain?
—Fue baleado ayer, en el hombro. Está vivo y consciente, pero necesita ayuda con urgencia... —ella sacudió la cabeza y pausó su discurso para ojear al muchacho. Por impulso y por cariño lo abrazó. Ya lo conocía desde que era un niño, estaba aliviada de saber que aún seguía vivo. Y por el mismo motivo, él no hesitó en abrazarla de vuelta. Sentía por la dama la misma preciada estima—. Lo siento, pero... estoy muy feliz de verte.
—Tranquila, señora. No tiene por qué disculparse —Henry le dijo cuándo se separaron—. Pero la puedo ayudar. El señor Allix está por aquí, lo vi hace un par de minutos... Sígame —luego, la tomó de la muñeca y la arrastró por la muchedumbre, buscando al doctor entre la confusión—. ¡Ahí! —Ambos se acercaron al despacho de Theodore y a la sala de redacción. Un hombre, cuya pierna herida acababa de ser amputada de su cuerpo, era amparado por un desconocido, cuya apariencia encajaba la exacta descripción dada por Helen—. ¿Señor Allix?
—¿Sí? —él se dio la vuelta, luego de secarse el sudor de la frente.
—Esta es la señora... —el joven le dio tiempo a la mujer de responder en su lugar, sabiendo que muchas veces prefería usar seudónimos a compartir su propio apellido.
—Grant. Leónie Grant.
—Un placer. ¿Qué necesita?
—Vengo en nombre de la señora Gauvain.
El semblante sereno del doctor de pronto se morfó a uno de recelo y angustia. Se levantó del suelo con apuro, casi saltando sobre sus pies, y le hizo una seña a una enfermera para que tomara su lugar al lado del amputado. Su reacción fue tan natural, tan pura, que llevó a Janeth a deducir lo obvio: él era amante de Helen. Ningún médico ordinario se hubiera importado tanto con el bienestar de la esposa de su paciente.
—¿Qué le sucedió?
—A ella, nada... pero al señor Gauvain, algo muy serio.
Y ella confirmó su teoría al ver su expresión aliviada. No necesariamente contenta —todavía parecía interesado en velar por la salud de Theodore—, pero bastante menos afligida.
Janeth tuvo que suprimir su sonrisa antes de comenzar a describir el estado del periodista. Pero una vez había terminado, lo que tuvo que contener fueron sus lágrimas de preocupación y de temor.
—Él lo necesita... ahora más que nunca.
—Lo entiendo —el doctor se limpió las manos con los restos de una gasa—. Pues entonces... lléveme hasta él. Veré lo que puedo hacer.
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Adentro de la residencia Durand, Theodore despertó de su siesta sintiendo dedos más gruesos que los de Janeth masajear su cuero cabelludo. Exhausto, enfermizo, y con los brazos huesudos de la muerte abrazando su torso herido, él se demoró un buen tiempo en comprender a quien aquella mano fantasma le pertenecía.
—¿Ellie? —llamarla por su apodo le sacó a su esposa una sonrisa preocupada de los labios—. ¿Qué h-haces aquí?
—Janeth fue a buscar al doctor Allix y me dijo que viniera a cuidarte, por mientras.
—Ella me s-salvó la vida ayer —pese a haber murmurado estas palabras en un volumen casi imperceptible, la emoción que transbordaba de cada una capturó la atención completa de la señora Gauvain—. Un grupo de gendarmes... mercenarios... me e-estaban siguiendo y me dispararon... —hizo una pausa para respirar—. Yo c-corrí aquí... y ella m-me dio asilo. Pero ellos me s-siguieron.
—¿Siguieron? ¿A qué te refieres? ¿Te buscaron aquí dentro?
—Sí...
—¿Y ella qué hizo?
—Me escondió... en el ático —levantó una mano con aparente debilidad y apuntó al techo—. Les m-mintió a esos b-bastardos... les dijo que yo n-no estaba aquí.
—La podrían haber matado si lo descubrieran.
Theodore asintió y curvó sus cejas. Usando apenas el sencillo brillo de su iris y el resplandor de las lágrimas que las rodeaban para resaltar su punto y comprobar su genuinidad, él le explicó a la dama todo el aprecio que sentía hacia aquella duramente criticada e injustamente malhablada mujer:
—Si m-me llego a morir, prométeme... que n-no la dejarás desamparada... —él rogó, angustiado, rompiendo el corazón de su esposa con su inesperada vulnerabilidad—. Jane m-me ha salvado tantas veces... no merece s-ser abandonada. Ni d-despreciada...
—Lo sé.
—No quiero o-ofenderte...
—No lo haces. Y en tu honor, haré lo que me pides —Helen lo tranquilizó—. Sé que la amas y estoy acostumbrada a ello. Y aunque mi opinión sobre sus sentimientos es irreverente e insignificante, sé que ella también te ama... porque es un hecho irrefutable a este punto.
—Pero también te amo. Que n-no se te olvide.
—No lo haré —ella le dijo, llorosa—. Pero no sigas hablándome como si te fueras a morir a cualquier segundo. Estarás bien. Vas a superar esta fiebre, tu hombro mejorará e iremos a casa. Juntos.
—No lo s-sé, Ellie...
—Ten fe, Ted —le imploró, con cierto desespero.
—Creo que p-perdí toda mi fe en esas barricadas... —él respondió, con una mirada vacía—. Vi a tanta gente morir... a muchachos, niños, ser v-volados a pedazos... y p-perdí a tantos amigos... —comenzó a llorar—. Incluyendo al señor Hampton.
—¡¿George murió?!
—Sí —él dijo, pestañeando—. Lo vi subir una b-barricada ayer... y había s-soldados del o-otro lado. Le dispararon. Él se c-cayó de la cima... Ya muerto.
—¿Lo viste ser asesinado? —Helen preguntó, entre devastada y afligida. Theodore asintió y ella comenzó a llorar junto a él—. Oh, Ted...
—Raoul Breslow t-también murió... ese chico, al q-que salvé en Hurepoix, años atrás... Encontré su c-cuerpo tirado en la calle. Recién h-había tenido un hijo... y ahora, su mujer... estará sola... sola... —su voz fue interrumpida por un gimoteo débil—. No l-lo pude salvar. No pude h-hacer nada. Solo mirar, como centenas e-eran asesinados a mi alrededor... ¿Y por qué? ¿Por querer una vida mejor?... ¿Por querer una r-república justa?
—Intenta no sollozar, Ted... o tu hombro empeorará —la señora Gauvain acarició su frente y jugó con su cabello, tratando de calmarlo.
Antes de que pudieran terminar su charla, ambos escucharon a alguien golpear la puerta de entrada de la residencia Durand. Helen, plantando un beso en la tez de su marido, se levantó de la cama y caminó hacia el origen del ruido.
—¿Quién es?
—Janeth.
La puerta se abrió. La mujer en cuestión entró a su casa luego de decirle un pequeño "Hola" a la señora Gauvain y corrió a su habitación, queriendo ver a Theodore de inmediato. El doctor Allix la siguió, pero se quedó en la sala junto a otra dama. No le dijo nada, apenas la abrazó por un largo par de minutos. Helen se derritió contra el pecho del médico, cerró los ojos y apagó su mente.
Últimamente, Richard se había vuelto su más importante zona de seguridad y de confort. Los momentos que compartían juntos siempre eran los más felices de su semana. A diferencia de su amorío con August Tubbs, años atrás, su relación con él era mucho más tranquila, estable e íntima. El doctor la trataba con un respeto y cariño jamás demostrado por su predecesor. Nunca la había abandonado en un momento difícil, por lo contrario, la había apoyado con toda su alma. Y su amabilidad era tan genuina, tan notoria, que hasta Theodore había comentado al respecto:
—Me alegra que hayas encontrado a alguien que te valore como mereces —fue su reacción al oírla confesar que ambos estaban juntos, por primera vez—. Richard es un buen hombre.
Y ella concordaba. Él era maravilloso. El hecho de que estuviera allí, dispuesto a ampararla, a cuidar de su esposo – alguien quien debería ver como un enemigo, como un inconveniente-, hablaba por sí solo.
—Gracias por venir—Helen le murmuró al oído, antes de separarse de su torso.
—Siempre que me necesites, estaré ahí —el doctor le dio una sonrisa gentil—. Ahora dime, ¿cómo está Theodore?
—Es mejor que lo veas en persona.
Esto, Allix hizo. Entró a la habitación donde el malherido descansaba y lo saludó, antes de pedirle permiso a ambas mujeres para examinarlo y conversar con él sobre cómo se sentía.
Janeth concordó con aprensión y se fue a la cocina, a prepararse un té. Necesitaba algo que hacer, una distracción de su angustia. El pavoroso escenario de la calle Swift se había quedado impreso en su cabeza. No podía parar de recordarlo.
Theodore pudo haber sido uno de los hombres estirados en aquel sucio suelo. Podía haber sido otro de los irreconocibles fiambres sobre los rojizos adoquines. Por poco, lo había sido.
Sus manos inestables dejaron escapar de sus dedos la taza que sostenía. Se cayó al lado de su pie, rompiéndose en cinco filudos pedazos. Pero ella no tuvo la energía para recogerlos. Se quedó detenida en el mismo lugar, mirando el armario a su frente mientras lloraba. No quería perder al único hombre que de verdad había amado en su vida. No quería perder al único amigo genuino que había tenido hasta ahora.
Sus emociones nublaron sus sentidos. No escuchó a Helen entrar al recinto. No la vio agacharse a su lado y limpiar el destrozo ocasionado por sus nervios. Solo regresó a sí cuando sintió la mano de la dama tocar su hombro y apretarlo con delicadeza.
—Él estará bien —la señora Gauvain le dijo, con una compasión nunca antes demostrada—. Lo ayudaremos hasta que lo esté.
Jane no pudo darle una respuesta verbal coherente en aquel momento. Así que se resignó a asentir, en silencio, y tomar control sobre sus propios sentimientos. Theodore la necesitaba firme y fuerte. Así que, por ahora, eso tendría que ser.
Él ya la había levantado del lodo, limpiado y sanado muchas veces. Ahora, estaba enterrado hasta el cuello en el fango. Era su turno de regresarle el favor.
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Chatelaine: Gancho o broche decorativo para cinturón que posee una serie de cadenas unidas a él, de las que cuelgan accesorios domésticos como tijeras, dedales, relojes y llaves.
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