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Merchant, 12 de agosto de 1892

El viernes había llegado. El día en que debía encontrarse con Helen y cenar con la dicha en el restaurante más caro de la ciudad. Y a camino del mismo, Theodore tenía ganas de reírse. No tenía nada que decirle y aunque lo hiciera, ni el afán de encontrar las palabras correctas para expresar sus sentimientos poseía.

Su presencia en ese encuentro se debía apenas a la petición de Eleonor y su preocupación personal por Lawrence y por Nicholas. Los extrañaba, quería tenerlos entre sus brazos otra vez, pero sabía que no podría volver a verlos sin cruzar caminos con su esposa primero. Debía encarar al diablo antes de volver al paraíso.

Cuando llegó al establecimiento recomendado por Bernard —el Wild Tulip— fue recibido por un par de camareros que le quitaron su abrigo e indagaron si ya tenía una reserva de antemano. Él les dijo que sí, les dio su nombre, firmó un libro para registrar su arribo y entró al cálido salón principal, famoso por sus estufas de porcelana vidriada y por las pinturas carísimas que decoraban sus paredes.

Pese a reconocer la belleza estética del lugar, Theodore lo detestaba con todo su espíritu. Ver a un puñado empresarios pisaverdes y damas burguesas amaneradas derrochar sus fortunas en platos minúsculos y francamente insípidos, mientras el resto de la población afuera moría de hambre por su ignorancia y abuso, era repugnante. Lo que empeoraba su desdén por esta gente era saber que, a pocos años atrás, él había actuado tal como ellos. Había ignorado el sufrimiento ajeno para satisfacer el placer propio y dejado que su ambición desmedida y su egoísmo sin remedio lo cegaran frente a los desafíos enfrentados por otros, reprimiendo su empatía y su compasión al máximo.

Sí, para su eterna vergüenza y arrepentimiento, él había formado parte de uno de los diversos grupos de jóvenes ricos e ingenuos de Merchant y ahora, todas las veces que se encontraba con sus antiguos compañeros en una de estas tertulias, era obligado a inclinar la cabeza en señal de respeto y saludarlos con cordialidad. Por reglas sociales mucho más antiguas que sí mismo, debía hacerlo. Pese a su odio y rencor, se veía obligado a ello.

Pero Theodore no era tonto. Sabía que Bernard había organizado su encuentro allí para valerse de la habladuría sin límites de la alta sociedad. Todos los rumores de que él había dejado a Helen, si existían, serían destruidos por aquella calculada cita. Porque estas cotorras verdes que lo rodeaban eran bastante chismosas, y esparcirían su conocimiento sobre lo que habían visto con sus parientes, vecinos, conocidos y hasta con sus mismos enemigos, si la oportunidad se les era presentada. Por este motivo, él no podía salirse de línea aquella noche. Aunque estuviera furioso no podría gritarle a su mujer, o demandarle respuestas por sus actitudes osadas con un tono agresivo y frío. Aunque despreciara el lugar en donde se hallaba, tendría que fingir demencia. Para mantener intacta la reputación de ambos y callar, de una vez por todas, a cualquier persona que los estuviera difamando en el momento, él debería comportarse como todo un caballero y ella, como su leal y devota dama.

—Viniste —la sorpresa de Helen fue aparente.

—Dije que lo haría —él se sentó—. Aquí estoy.

Su mesa estaba ubicada en una de las esquinas del salón, lo que los alejaba un poco de los demás. Podrían conversar en paz, sin que nadie los escuchara, pero estarían siendo observados de igual forma. Era una posición estratégica. Hasta en eso Bernard había pensado.

—¿Dónde has estado?

—¿Dónde crees que he estado?

—Cerca del lago —ella respondió, en código. Lo que realmente decía era: "En la residencia Durand"—. Con tu amiga.

—Pues estás en lo correcto.

Un mesero apareció. Tomó su orden. Se fue. Ninguno de los dos se miró durante toda la interacción.

—¿Cuándo planeas volver a casa? —Helen volvió a hablar, cuando el hombre se retiró.

—¿Cuándo planeas disculparte por todo lo que me hiciste?

Silencio. Largo lo suficiente como para que el empleado pudiera regresar, traerles su vino y desaparecer otra vez.

—Lo siento, Ted.

—No te creo —él se encogió de hombros—. ¿Cómo puedo creerte, después de todo lo que me hiciste? ¿Cómo puedo creerte, cuando me sigues mintiendo y engañando?

—Hice lo que hice por un motivo.

—Ya lo sé, Eleonor está embarazada.

La expresión solemne y grave de su esposa se transformó en una de pánico.

—¿C-Cómo?...

—Jane pensó que podría ser el caso y sus argumentos me hicieron bastante sentido —agarró su copa—. Veo que tenía razón.

—¿Ahora entiendes entonces por qué ella y Charles necesitaban casarse lo más pronto posible?

—Claro —el señor Gauvain bebió un sorbo de vino—. Y también entiendo que ambos rompieron el acuerdo que teníamos; él respetaría su castidad hasta el día de su boda. Hasta el día que yo la entregara a su cuidado en el altar y...

—Ella estaba aterrada de ti —su esposa lo interrumpió, subiendo la mirada.

Theodore no logró comprender el real peso de aquella afirmación. ¿A qué se refería, cuando decía que su hija le temía? ¿Qué había hecho él para intimidarla?

—¿Cómo así?...

—También estaba aterrada de mí, sinceramente —Helen habló por encima de él, nerviosa—. No quería que nadie se enterara de su embarazo. A mí no me lo contó, de hecho, yo me enteré sola. Me di cuenta de que se estaba mareando más y más por las mañanas, que su apetito había aumentado, que sus emociones estaban por doquier y uní los puntos... La confronté sobre ello y me confesó la verdad —agarró su propio vino y bebió un sorbo—. Ella lloró por horas, creyendo que la reprocharía. Me llegó a dar pena.

—¿A cuánto tiempo sabías?

—¿Unos tres meses?

El señor Gauvain hizo una mueca molesta.

—Entonces es por eso que Charles me hostigó tanto para pedir mi bendición.

—Cuando más rápido se comprometieran, menor sería el escándalo. Sí.

Theodore respiró hondo, para no perder la paciencia. Que sus sospechas fueran confirmadas no lo tranquilizó, como esperaba. Apenas empeoró su disgusto.

—¿Y qué hay de Jedidiah? ¿Siquiera está enfermo? ¿O fue eso apenas una excusa para adelantar la boda?

—¿Cómo te atreves a preguntar algo así?

—No te puedes indignar por nada. Después de todo lo que ustedes me han hecho, no me sorprendería que esa fuera otra mentira.

—Theodore, él ya no puede caminar. Cualquiera de estos días, partirá... No hay remedio para su enfermedad. Está muriendo —Helen respondió, algo irritada—. Y según lo que él me dijo, unas semanas atrás, tenía pensado dejar su casa en el lago para Charles, mientras que su casa de veraneo en Saint-Lauren se quedaría para Louis —mencionó al hermano más viejo de su yerno, que vivía fuera de Merchant y aparecía apenas en días festivos—. Pero Charles quiere que la propiedad sea heredada por sus padres y que ellos se muden ahí así que el viejo Jed fallezca.

—Y ¿Por qué? ¿Por qué negar una mansión?

—Porque quiere continuar viviendo en la casa que está ahora, junto a Eleonor.

—Sigo sin entender. Me parece una decisión estúpida...

—Su actual residencia está más cerca de nuestro hogar —Helen aclaró—. Él no quiere exiliarla. Y si se cambiaran al otro lado del lago, eso es lo que pasaría. Lenny no podría subirse a un velero todos los días, a solas, para ir a visitar a sus amigas y a nosotros. En especial durante días de invierno. Estaría atascada en esas márgenes lejanas por meses.

Theodore suspiró y cortó un pedazo de su bistec.

—Si esa es su excusa, fingiré que la creo.

—No seas tan duro. Sabes que está siendo sincero y que solo piensa en lo mejor para Eleonor —su esposa dejó su copa a un lado, recogiendo sus cubiertos para comer sus vegetales. Mientras lo hacía, él se quedó callado mientras cenaban, pensando en todo lo dicho y oído. Pronto sería abuelo, su amante había acertado. Por lo tanto, él debería sentirse feliz. Pero, ¿Por qué no lo hacía? ¿Por qué aún se sentía resentido y molesto?—. ¿Cuándo volverás a casa? —Helen lo despertó de su meditación.

—No lo sé.

—Lawrence y Nicholas te extrañan.

—Y yo a ellos.

Yo te extraño.

El periodista tenía la boca abierta y estaba a punto de mascar un pedazo de carne, cuando la última respuesta resonó en el aire. No se lo metió a la boca. De pronto perdió el apetito.

—Sé lo que haces y no te funcionará. No de esta vez.

—¿Qué se supone que estoy haciendo?

—Manipulándome para que regrese pronto.

—Estás equivocado.

—¿Lo estoy? ¿Crees que no te conozco, Helen? ¿Crees que no conozco tus trucos? ¿Luego de tantos años aceptando con resignación ser víctima de cada uno de ellos?

—Hablas de mí como si fuera alguna especie de víbora...

—¿Y no lo eres? ¿Venenosa, ágil e inteligente? ¿No son esos tus atributos?

—No vine aquí para que me ofendas.

—No, viniste aquí a pedirme disculpas y a manipularme hasta que crea que yo soy el culpable de tus errores; que tú, Charles y Eleonor están y siempre estuvieron en lo correcto y que debo volver a casa de inmediato para evitar dañar la reputación de todos. ¿Me equivoco?

La señora Gauvain sonrió, pero no era una expresión presumida; lejos de ello. Estaba cargada de dolor y de pena, de arrepentimiento.

—Eres tan insensible a veces, Theodore.

—Ah. Perdón por no lograr tenerte una pizca de empatía, luego de todo lo que me has hecho.

—Viste... —sacudió la cabeza y cerró los ojos—. Otro golpe bajo gratuito. ¿De veras crees que no soy capaz de sentir? ¿Que no soy capaz de extrañar a mi esposo? ¿A mi amigo?

—Si le dieras valor a nuestra amistad, no me hubieras mentido.

—¡No tenía opción! —alzó la voz, para la sorpresa de su marido y de todos los clientes que la rodeaban. Percibiendo la conmoción que había causado, rápidamente cambió su tono a uno más bajo y discreto:— Eleonor me rogó que no te contara sobre su embarazo. Pero yo sabía que ella tendría que casarse luego, porque todos comenzarían a sospechar sobre ello en breve... Su abdomen crecería. Sus antojos empeorarían. Sus ganas de vomitar en público también. Sería evidente... Y yo no podía dejar que nuestra sociedad arrastrara a su nombre por el lodo. Ella debía casarse antes de compartir esa noticia con el mundo. Pero tú no regresabas a casa. No me enviabas cartas, o mensajes. Nada. Así que tuve que tomar una decisión. Y sí, confieso que la enfermedad de Jedidiah fue conveniente. Por lo que, si quieres culpar a alguien por todo esto, cúlpame a mí. Hazlo. Pero quiero que sepas que no me arrepiento de nada. Lo que hice por mi hija lo haría de nuevo un millón de veces si necesario, aunque eso me cueste tu estima, tu respeto, y me gane todo tu desprecio —se levantó.

—¿Adónde vas?

—Al baño —fue su única explicación, antes de dejarlo atrás con pasos rápidos y desesperados.

Theodore no tocó su plato mientras ella no volvía. Sentía que había sido víctima de un palmazo invisible. Que su ego, su orgullo y su sentido común habían sido atacados nuevamente, pero de esta vez, no por las acciones de sus parientes, sino por su conciencia pesada.

Sabía que los motivos de Helen eran importantes y que su aprensión era genuina. Tenía fe en que ella no lo lastimaría de tal manera si hubiera tenido otra opción. Pero creer en sus palabras era otra cosa. Confiar en ellas, era otra cosa.

Cuando la señora Gauvain regresó a su asiento, él volvió a mover su cuchillo y tenedor. Partió otro pedazo de carne. Lo masticó.

—Volveré la próxima semana —contestó, con cierta aspereza—. No sé qué día, o si esta es mi decisión final. Pero lo sabrás cuando me veas llegar.

Helen soltó un gruñido grave para concordar, pero no volvió a dirigirle la palabra hasta que su plato se vació. Treinta minutos de silencio incómodo fueron rellenados por el irritante sonido de cubiertos golpeando porcelana y los murmullos de la clientela a su alrededor.

Nadie asumiría que su matrimonio existía a dos décadas. Parecían dos jóvenes intentando sanar una relación muerta e infértil, de tan callados y nerviosos.

—¿Cómo está tu amiga? —ella de pronto preguntó, sin subir la mirada.

Su marido la observó como si le hubiera crecido una tercera cabeza.

—¿Siquiera te importas o solo quieres saber por saber?

—¿No puedes solo contestarme, Ted?

—Claro —aclaró la garganta y dejó a un lado su actitud prepotente. Sabía que su respuesta inicial había sido maleducada y no se enorgullecía de su brutalidad—. Ella está mejor. No bien, no mal... Mejor. Ha vuelto a comer, lo que es bueno. Su apetito era inexistente luego de perder a Carol. Y la he incentivado a escribir, por cuenta propia. Ella necesita rellenar su tiempo de ocio con algo productivo y reconfortante si es que quiere sanar, y creo que poner sus pensamientos en papel puede serle útil.

—Sé que te sorprenderá que lo diga, pero me alegra oír eso. El dolor de perder a un hijo, o hija, es... indescriptible.

—Sí... Lo es.

Sus miradas se volvieron a encontrar.

—¿Y cómo has estado tú?

—Viviendo, supongo —él exhaló—. Trato de no pensar demasiado en mi tristeza o en mi nostalgia, porque sé que si lo hago perderé mi juicio y no pararé de llorar por días. Jane me dice que perdió parte de su corazón con su muerte, pero yo siento que perdí parte de mi espíritu. No me siento completo sin tener a nuestra niña en esa casa.

—Lamento que tengas que pasar por todo esto de nuevo.

—Al menos tengo la conciencia tranquila. Sé que hice todo lo que podía para salvar a Carol... Agoté todas las alternativas. Si se fue, es porque Dios lo quiso. Al menos ahora está recostada en su regazo, en paz, libre de dolores y de sufrimiento.

Helen partió los labios para decir algo, pero no decidió no hacerlo. Sabía muy bien que el momento era demasiado delicado para seguir hablando. Así que, arriesgando nuevamente ser rechazada por su esposo, estiró una de sus manos sobre la mesa y cubrió la de él con sus dedos.

Este simple gesto fue más significativo para el periodista que cualquier palabra hueca y débil que hubiera podido pronunciar. También lo hizo reconsiderar su mal humor. Su mujer había cometido un error grave, pero no sin lógica. Y de esta vez, sus razones para ello no habían sido egoístas. Ella apenas quería proteger a Eleonor de la habladuría malintencionada y venenosa de la gente.

Por lo tanto, él determinó que sí era capaz de perdonarla. Que era capaz de tragarse su orgullo, su rencor y su indignación, porque sabía que ella no era la misma persona egocéntrica y prejuiciosa del ayer, y entendía que se estaba esforzando para modificarse y volverse una mujer más amable.

La Helen de hace algunos años hubiera culpado a su hija por idear la boda. La Helen de algunos años no hubiera asumido responsabilidad en sus equivocaciones. Así como la Helen de algunos años no estaría sujetando su mano, mirándolo con compasión, deseando poder removerle de encima parte de su agonía y de su luto.

En ese momento, él aceptó el hecho de que debería darle otra oportunidad. No porque quería, no porque lo encontrara justo, sino porque ella se lo merecía. Y, además, él no quería perder a su familia. Pese a todo, aún los amaba.

Así que no sabía cuándo, pero volvería a casa.

Pronto.

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