𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟾
Hurepoix, 17 de febrero de 1895
Luego de una larga noche de confesiones profundas, ambos se sintieron atraídos a la idea de pasar el siguiente día a solas, explorando el bosque, dejando a un lado las festividades y las cortesías del pueblo de Hurepoix por la tranquila privacidad de la naturaleza.
Así que eso hicieron. Theodore y Jane abandonaron su cabaña por la mañana, después de desayunar, y emprendieron viaje hacia las ruinas del castillo de Gainsborough —parcialmente destruido durante la Guerra de Independencia de 1862—.
Llevaron consigo un canasto con fiambre, frutos secos, pan y agua, para que pudieran almorzar en el terreno, y el rifle del periodista, para defenderse de los lobos.
Afuera, descubrieron que caminar por el bosque en el verano era mucho menos demorado que en el invierno. El trayecto que normalmente les demoraría entre media hora a cuarenta minutos en recorrer, lo recorrieron en veinte.
Al llegar a las ruinas del castillo, la boca de Jane se desplomó. A diferencia de su acompañante, ella no había visitado el sitio previo a aquella excursión y apenas tenía una vaga descripción del mismo en su imaginación. Pero todas sus nociones y creencias sobre el lugar fueron desechadas por la realidad. El castillo era enorme. Y eso que gran parte de él ya no existía.
Las paredes no se habían caído por completo, pero los pisos interiores de la construcción sí. Al entrar al "Gran Salón" —el reciento que conducía a todas las otras áreas del castillo, incluyendo las torres y el comedor— ambos no pudieron evitar mirar hacia arriba, al tranquilo y lejano cielo azul, libre de nubes, lleno de pájaros.
Dónde solían existir tabiques, cerámica y piedra, nada restaba a no ser el vacío. Donde solían vivir centenas de personas, ni un alma perdida permanecía. Todas las pinturas y tapices habían sido robados. Algunas ventanas habían sobrevivido al paso del tiempo, pero sus vitrales se habían roto y ensuciado al punto de resultar irreconocibles. Pero, pese a todos estos defectos, el esqueleto de aquella olvidada maravilla seguía siendo sublime. Los detalles arquitectónicos de cada columna, dintel y jamba eran vestigios de su arcaica grandeza.
Y si era así de imponente en su actual estado, no era difícil imaginar cómo el lugar había sido durante sus días de gloria.
—De las cuatro torres, solo una continua accesible... ¿Quieres que te lleve a conocerla?
—¿No crees que sea muy peligroso?
—Un poco —Theodore respondió con una sonrisa traviesa, instigando la curiosidad de Jane.
—Un día de estos serás la causa de mi muerte, señor Gauvain —ella lo tomó de la mano—. ¿Y por dónde entramos a la torre?
—Sígueme —entusiasmado, él la llevó al comedor, donde la puerta hacia las escaleras de la torre oeste estaba ubicada.
Esta parte del castillo era la única que aún poseía un tejado completo y firme, pese a que —tal como el resto de las ruinas— la mayor parte de sus ventanales ya habían sido destrozados.
Por esto mismo, era común ver a ardillas, conejos, pájaros y una infinidad de animales de menor tamaño invadiéndola durante el día, así como vagabundos, ermitaños y fugitivos de la ley haciéndolo durante la noche. Después de todo, era un buen refugio para huir de los predadores de la zona, además de proveer protección contra la nieve durante los crudos meses de invierno.
Pero cuando la pareja entró allí, para su alivio, estaban a solas.
—¿Cuántas personas solían vivir aquí, en este castillo? —Jane preguntó, mientras ojeaba sus alrededores con infantil fascinación.
—Si no me equivoco, en su apogeo, un poco más de mil. Pero durante la guerra los colonos lo usaron como fuerte, así que creo que las cifras aumentaron, antes de que fuera atacado y abandonado por completo.
—¿En serio? ¿Tanta gente así?
—Hm —Theodore asintió, y hubiera continuado con su explicación si no fuera por la curiosidad de Janeth.
—¿Y ese quién ese? —la mujer apuntó al mural que decoraba la pared norte.
—Ese es Sir James Edward Gainsborough, el primer conquistador en descubrir las Islas. El dueño de este lugar.
Ambos se detuvieron frente al fresco.
—Tiene una apariencia ruin.
—Y lo era. Exterminó a gran parte de los nativos Dhaoríes con su llegada. Sus hombres esparcieron enfermedades que no existían aquí previo a su arribo, así como asesinaron, violaron y robaron a todos los habitantes de las Islas con los que se encontraron... Sus descendientes solo continuaron con su legado.
—Ahora que lo pienso, creo que ya me hablaste sobre él antes. Él fue quien disputó el control de las Islas con Jean Baptiste Fontenay, ¿no?
—Exacto.
Algunos minutos se pasaron. Ninguno lograba despegar la mirada de la pintura.
—¿Y cuándo exactamente fue construido este castillo?
—Uff... Eso sí que no sé. Pero Gainsborough descubrió a las Islas en 1573, así que asumo que lo comenzó a planificar alrededor de esa época.
—¡Eso significaría que este fresco tiene más de trescientos años!
—Sí —Theodore sonrió, mientras Janeth examinaba la obra de arte con el doble de interés.
—¡Este lugar debería ser restaurado y convertido en un museo!
—Lo mismo pienso, pero parezco ser el único con esa opinión. Ya le he escrito a Thomas Morsen diversas veces para que él apruebe una reconstrucción del castillo, pero se niega a darle cualquier relevancia al tema. Lamentable, considerando la historia que lo envuelve.
—¿Ya has pensado en escribirle a Las Oficinas directamente?
—¿Y crees que esos bastardos me harían caso? —él se rio—. Solo están concentrados en el crecimiento cultural y económico del norte. El sur para ellos es inexistente. El día en que alguno de esos malnacidos se digne a tan solo mirar a Merchant, será el día en el que el mundo se acabe.
Jane compartió su risa molesta, así como su opinión.
—¿Y qué hay de Frankfurt? Seguramente él tiene el capital necesario para invertir en un proyecto como este.
—Pero no tiene los intereses. Él era uno de los revolucionarios que ayudó a destruir al castillo, al final de cuentas. Ve a este lugar como "un vestigio del colonialismo que debería ser borrado de la historia". Esas fueron, de hecho, sus exactas palabras hacia mí cuando le comenté sobre mis intereses de reconstruirlo.
—Pues es una pena —la mujer al fin apartó la mirada de la pared y la llevó a él—. Entiendo sus motivos, pero siento que harán más mal que bien, en el final. Borrar la evidencia física del colonialismo no hará que de pronto todas las injusticias que el causó sean deshechas. Destruir lo material no destruirá también lo inmaterial. Además, deteriorar los vestigios del pasado nos impide de estudiarlo y aprender de él. ¿Y de qué uso es nuestra historia si no la usamos para reevaluar nuestro presente?
—Tal vez yo era la persona equivocada para discutir este tema —el señor Gauvain concedió, luego de pasar unos segundos en quietud, admirándola con el mismo deslumbramiento de un estudiante, observando a su mentor erudito—. Estoy seguro de que lo podrías haber convencido a cambiar de idea.
—No lo sé... el señor Laguna te tiene bastante estima. Si tú no lograste hacerlo, dudo que cualquier otra persona lo habría.
Los dos comenzaron a caminar hacia las escaleras de la torre que planeaban explorar, mientras continuaban con su conversación. Pero antes de que pudieran cruzar la puerta hacia ellas, unos alaridos desesperados los hicieron detener sus pasos y examinar sus alrededores.
—¿Qué fue eso? —Jane preguntó, sobresaltada, mientras su amante contemplaba si tendría que hacer uso de su rifle o no.
—¿Un zorro?
Más gritos.
—No creo que un zorro pueda decir "ayuda", Theo.
Ambos se acercaron a una de las ventanas vacías de la pared oeste y miraron afuera, esperando encontrar alguna explicación para el clamor entre los pinos.
—¡Mira! ¡Cerca del riachuelo! —él señaló al caudal.
Un oso estaba atacando a un pobre sujeto. Por su pequeño porte, largo pelaje y color marrón —similar al de una nuez Pecán— era un oso Carya.
Este mamífero era el único carnívoro de la familia Ursidae que habitaba las Islas de Gainsboro. Se alimentaba mayoritariamente de peces, por lo que era común verlos cerca de fuentes de agua como ríos y lagos. Prefería el clima frío de las montañas, por lo que era normal verlo rondando el bosque a sus pies. Y era, junto a los alces, el premio más disputado por los cazadores de la región.
—¡Theo! ¡Haz algo! —Janeth demandó, en pánico.
Él al fin despabiló y le entregó su bastón, para así poder tener ambas manos libres y usar su rifle. Saltó por la ventana hacia el exterior del castillo y se movió lo más rápido que pudo hacia el riachuelo. Levantó su mira al estar a una distancia adecuada del mamífero... pero no disparó.
Se fijó en el sombrero caído en el suelo, que encontró a meros metros del animal, hecho de fieltro de piel de castor. Vio el grueso chamanto de lana que cubría al hombre y que en el momento era destruido por las patas del oso.
Bajó el arma. Perdió toda su empatía.
—¡AYUDA! —Connor gritó, pero Theodore no movió un solo dedo para salvar a su "amigo".
Después de todo lo que había descubierto el día anterior, motivos para su apatía no le faltaban.
Pero, para su sorpresa y confusión, Janeth tomó la iniciativa de salvar al desgraciado en su lugar. Al ver que el periodista no reaccionaba, dejó el canasto con su comida y su bastón en el suelo, salió del comedor corriendo, le quitó el rifle de las manos y disparó al oso, matando al animal con un solo tiro a la cabeza.
Había reconocido a Lewis antes de hacerlo, pero se negó en dejarlo morir... ¿Por qué?
—Ve a ver si él está bien —ella demandó, devolviéndole el arma a Theodore—. Yo iré a buscar a un médico.
—Jane... —el hombre la intentó detener, pero ella no le hizo caso alguno; volvió a correr y desapareció entre los árboles y la vegetación.
Sin otra opción a no seguir sus órdenes, el señor Gauvain caminó hacia el granjero, cojeando. Usando todas sus fuerzas, removió al oso muerto de encima de Connor y lo dejó respirar.
—¿Estás herido?
Aquella fue la pregunta más ridícula que pudo haber hecho y se dio cuenta de ello al instante. Sus ropas deshilachadas y mojadas de sangre dejaban en evidencia cuál sería su inminente destino: la muerte.
Estupefacto, Theodore no pudo hacer más que arrodillarse a su lado y sostenerlo mientras lloraba, rogándole a Dios que lo salvara. Pero él había tentado a la naturaleza al cazar aquel oso y a la justicia divina al arruinar a decenas de almas inocentes e indefensas. Sus deudas eran tantas que al universo no restó otra alternativa. Connor debía morir para pagar por sus propios pecados.
—Mi h-hijo... —el moribundo murmuró, antes de quitarse su anillo de matrimonio con extrema dificultad y entregárselo al periodista.
—¿Quieres que se lo dé?
—P-Por favor...
La petición lo emocionó, pero se negó a llorar.
—Quédate tranquilo. Jonathan lo recibirá —respiró hondo y miró a los árboles a su alrededor, intentado distraerse de los horribles gemidos de Connor.
Cuando Janeth volvió, acompañada del médico local, ya era muy tarde. Él se había desangrado en su regazo.
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Sus planes para la tarde fueron suspendidos luego de la tragedia. Mientras el cuerpo del granjero era despachado del poblado hacia Rockshire —junto a la sortija que le había entregado a Theodore y una carta que él mismo había escrito a su hijo más viejo, lamentando la pérdida—, el periodista se desvestía adentro de su cabaña.
La ropa que usaba tendría que ser desechada, porque se había empapado de rojo y el daño era irreparable. Eso incluía a una de sus corbatas favoritas, regalada por su hija cuando esta aún vivía. Otra pérdida más en aquella triste mañana.
—¿Quieres ir a limpiarte al sauna o prefieres que caliente el agua y llene el barreño?
—El barreño es mejor. Es menos demorado —él le respondió a Jane en voz baja, al sentarse sobre el sofá—. Oye, ¿cómo estás?... Con toda la conmoción no pudimos charlar.
—Estoy bien —la mujer dijo, con cierto apuro—. Más preocupada contigo que con cualquier otra cosa.
—Pues no necesitas estarlo.
—Theo...
—También estoy bien.
—Uno de tus amigos más longevos acaba de morir en tus brazos. No me mientas.
La expresión neutral del periodista no flaqueó.
—Él no es un hombre que merezca ser extrañado. No después de lo que te hizo.
—No porque yo lo repudie tú también debes hacerlo.
—Lo sé. Pero esto no se trata de un simple repudio, Janeth. Lo que Connor hizo es imperdonable. Mereció morir.
Ella frunció el ceño.
—¿Fue por eso que no disparaste?
—No —él bajó la mirada, algo sorprendido por la pregunta—. Esa no fue la única razón. Ese oso apenas se estaba defendiendo contra otro de sus ataques. Al contrario de él, era inocente. Y le juré a Dios, a mucho tiempo atrás, nunca más levantar un arma a una criatura inocente.
Janeth abrió la boca para reprocharlo, pero la cerró enseguida, al encontrarse sin argumentos para hacerlo.
Quería decir que la vida de un hombre valía más que la de un animal salvaje, pero considerando las injurias y pecados de Connor, dudaba que aquel fuera el caso.
Quería decir que se preocupaba por la familia del granjero, pero él mismo les había informado que su esposa había fallecido. Además, era demasiado viejo para tener hijos pequeños, que necesitaran de su amparo; ellos estarían bien. Se beneficiarían bastante de su testamento y podrían vivir una vida cómoda, pese a su ausencia.
Con un exhalo resignado fue a la cocina, recogió la tetera, la llenó de agua y la puso a hervir. Ayudó a Theodore a bañarse y a retirarse de encima los vestigios de sangre seca que cubrían su piel. Hizo de todo para que él estuviera presentable para la noche.
Conforme lo discutido con los Pelletier, hoy sería el día de su visita. Ambos debían verse impecables, pese a su tribulación y su desasosiego.
—¿Estás seguro de que no quieres mandarle una nota a René y aplazar nuestra reunión?
—Sí —él contestó, flemático—. Le prometimos que estaríamos en el Château a las ocho y lo estaremos. Además, ambos sabemos que estar encerrados aquí, a solas, nos haría más mal que bien... Al menos en el Château nos divertiremos. Tendremos esa sesión con la médium, podremos beber cuanto queramos, no tendremos que fingir que apenas somos amigos o colegas de trabajo, algo que detesto hacer.
—Sabes que no tenemos otra opción.
—Lo sé —comenzó a ajustar el nudo de su corbata—. Pero eso no me quita las ganas de poder gritarle al mundo que te amo y de mandar a mi matrimonio al carajo.
La rabia contenida en sus palabras hizo que Janeth levantara la mirada y se le acercara.
—No puedes hacer eso. Sabes muy bien que un divorcio destruiría a tu familia...
—Sí, y pienso en eso todas las veces que contemplo abandonarlo todo. En como mis vecinos humillarían a Helen. En como mis hijos me detestarían. En como todos seríamos expulsados de nuestros círculos sociales, exiliados de la vida pública... —sacudió la cabeza y soltó una risa frustrada—. Tal vez, si viviéramos en el norte, lejos de todo este tradicionalismo del sur... tal vez, divorciarme sería una opción.
—Pero, aun así, nada sería fácil.
—No... supongo que no —él soltó su corbata, cansado de intentar arreglarla y terminar estropeando la tela aún más. Janeth, con la paciencia de una santa, la volvió a recoger y rehízo el nudo, hasta que ambas partes estuvieran parejas y lisas—. Pero algo te juro, aquí y ahora.
—¿Hm?
—Si las religiones abrahámicas están equivocadas y el resto del mundo tiene razón, demandaré que en nuestra próxima vida tú seas mi esposa. Oficialmente. Con sortija y todo.
Al oír esto, el rostro de la señora Durand se iluminó, y ella llevó una mano a su mejilla.
—Pues sería un honor ser tu esposa.
—Listo entonces. En nuestra próxima vida, te casas conmigo. Está decidido.
—Eso es, si me vuelves a encontrar primero.
—Claro que lo haré.
—¿Seguro? Piénsalo con cuidado, ambos tendríamos nuevos rostros, cuerpos, nombres, edad... ¿Sabes cuán difícil sería que nuestras vidas se cruzaran?
—Para estar conmigo, venceré cualquier desafío.
—Theodore, ni me vas a recordar.
—Mi amor, te podría reconocer aunque fueras un gusano bajo la tierra.
Ella se rio.
—Siempre tan exagerado —le dio un beso al rincón de la boca, antes de acariciar su rostro e indagar, en un tono más bajo y preocupado—. ¿Seguro que estás bien?
Él la besó de vuelta, terminando la conversación con la mentira más transparente posible:
—Sí. Lo estoy.
—De acuerdo —Janeth sacudió la cabeza—. Por ahora, fingiré que te creo.
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Llegaron al Château de Fontenay horas después, cuando el cielo ya se había ennegrecido y la alta temperatura del día, descendido. Un viento helado los recibió y los obligó a caminar con pasos acelerados, pegados uno al otro, hasta la entrada de la residencia. Para el alivio de sus extremidades frías y sus rostros pálidos, la señora Pelletier fue rápida en abrirles la puerta. Luego de saludarlos y de charlar con ellos por unos minutos, los llevó al gran salón del primer piso, donde la reunión con la médium tomaría lugar. Adentro, el aire era bastante más templado y la atmósfera, significativamente menos siniestra.
—¡Theodore! ¡Cuánto tiempo, mi amigo! —René se levantó de su sillón para abrazarlo, en seguida estrechándole la mano a Janeth—. ¿Cómo han estado, los dos?
—Bueno... ya hemos tenido días mejores —el periodista se rio de sus tragedias—. Pero hablemos de ello más tarde, por favor. ¿Cómo han estado ustedes por aquí?
—Bastante bien, por gracia de Dios. Un poco aburridos, porque hace un buen tiempo que no hacemos una de nuestras fiestas. Pero dentro de todo, contentos. ¿No es cierto, cariño? —el señor Pelletier abrazó a su esposa por el costado, con una actitud juguetona, impidiéndola de caminar hacia el otro lado de la sala.
—¡René! —ella protestó, sin demostrar ninguna real molestia.
—¿Qué?
—Iba a conversar con nuestra otra invitada —hizo una seña con la cabeza hacia una mujer, sentada en el sillón a su derecha.
—¡Oh, verdad!... —el señor Pelletier la dejó ir de inmediato y se volteó hacia la misteriosa dama, quien a la vez se levantó para saludarlos—. Theodore, señora Durand, les presento a la señora Delphine de Gaulle...
—Un placer, conocer a ambos al fin.
—El placer es nuestro, señora de Gaulle —Janeth le hizo una pequeña reverencia, siendo seguida por su amante.
Delphine era mucho más joven y hermosa de lo que ambos visitantes se habían imaginado, al leer sobre la "médium". Debía poseer unos treinta años de edad, a lo máximo, y era una rubia alta, de mejillas coloradas y mandíbula afilada, cuyos rasgos eran más similares a los de los habitantes de Baviera que a los porteños de Levon. Pero su acento francés la delataba; sin duda era una norteña.
La manera como resaltaba sus erres y cambiaba la pronuncia de ciertas palabras le recordó a Theodore de su infancia en Carcosa. El Galagne de la capital era, al final de cuentas, un lenguaje muy parecido al francés y él no podía evitar la nostalgia que aquel particular acento le causaba.
Por alguna razón, tales reminiscencias no desaparecieron mientras el flujo de la conversación continuaba. Su nostalgia se sentó en la orilla del lago de su memoria y tiró el anzuelo de su interés una y otra vez, pescando recuerdos que creía haber perdido a las profundidades, por años.
Él no podía parar de imaginarse a su madre, sus abuelos, sus hermanos... hasta al maldito condenado de su padre. Casi todos muertos a este punto.
Pensó en Raoul. En cómo había fallecido solo, atormentado por una melancolía tan profunda, que no encontró otro fin para su agonía que estrujarla con sus propias manos. Pensó en como no lo había visitado desde su ingreso a aquel repugnante hospital psiquiátrico. Pensó en los gritos que él soltó en ese último fatídico día de convivencia, al darse cuenta de que la aparición inesperada de Theodore y Helen por su casa no había sido realizada por su anhelo de verlo, por su dolor de extrañarlo, o para demostrar su afecto, sino para encerrarlo en una prisión de la que nunca más saldría.
Su nostalgia de golpe intentó apartarse del lago de sufrimiento que se ampliaba por su mente, pero sus negras olas ya la habían alcanzado. Y ahora el agua rebosaba en sus ojos angustiados, contra su voluntad. En minutos, toda su serenidad se había perdido, por ninguna razón aparente a los demás.
—¿Theo? —Jane se volteó hacia él—. ¿Qué te pasa?
—Nada —él se limpió el rostro, demasiado tarde. Su amante ya había percibido que mentía—. René.
—¿Sí?
—¿Dónde queda el baño? Se me olvidó...
—Hay uno aquí mismo, cerca de la cocina. ¿Quieres que te conduzca allí?
—Por favor —el señor Gauvain se inclinó para excusarse de las damas presentes, antes de salir disparado hacia la puerta.
Si Beatrice y la señora de Gaulle percibieron algo de raro en su comportamiento, no dijeron nada. Pero los ojos de Janeth lo siguieron hasta que dejara el recinto y él los sintió, quemando agujeros en su silueta, durante todo el recorrido.
—Theodore... —René corrió detrás suyo y lo sujetó del brazo, para frenar su acelerado avance—. ¿Estás bien?
—Excelente —se volvió a limpiar las mejillas—. ¿El baño?
—Por aquí...
El señor Pelletier lo observó mientras caminaban y decidió quedarse afuera del recinto, por si él terminaba necesitando de ayuda. No esperó verlo salir de ahí cinco minutos después, con el rostro hinchado, ojos irritados y voz áspera.
—¿Qué haces aquí?
—Te espero, pues claro —René puso una mano sobre su hombro—. No iba a volver allá sin ti. Y Theo... sabes que puedes contar conmigo para lo que sea, ¿cierto?
—Sí... pero ¿por qué me dices eso ahora?
—Te escuché sollozar ahí adentro. Y no tienes cómo mentir, estás más rojo que un tomate.
—Estoy bien.
—Bah. —el anfritrión sacudió la cabeza—. La verdad. Dímela.
—René...
—Soy tu amigo. A años. Lo que sea que estés pasando, no mereces pasarlo solo. Y te puedo apoyar... no tienes por qué sufrir sin nadie que te reconforte.
—No puedes cambiar lo que ya está hecho.
—Lo sé. Pero eso no significa que no merezcas apoyo.
El señor Gauvain respiró hondo y miró alrededor, pensando si debía escapar, o confesar. No quería ofender a su anfitrión y camarada con semejante burla, así que decidió continuar con la charla.
—¿Te acuerdas de Connor? —aclaró la garganta.
—¿Connor? ¿Lewis o Dallas?
—Lewis.
—Pues claro. Solíamos ir de caza juntos, tú, yo, él y los demás...
—Sí... bueno. Murió hoy. En mis brazos —Theodore admitió, algo emotivo.
—¿Qué? —René alzó las cejas, aturdido por la noticia—. ¿Cómo así, en tus brazos?
—Fue atacado por un oso al que intentó matar, cerca de un arroyo. Yo y Jane estábamos por allá, visitando las ruinas del Castillo de Gainsborough, y lo vimos todo. Ella hasta le disparó al oso, pero... ya era tarde. Lo peor ya había pasado. Mientras ella corría a Hurepoix, a buscar al médico local, Connor falleció... conmigo a su lado. Sujetándolo.
—Dios —el señor Pelletier murmuró, estupefacto—. Ni me imagino cómo te debes estar sintiendo ahora. Lo lamento tanto, pobre Connor...
—No —Theodore lo cortó—. No lo lamentes. No extrañaré a ese bastardo.
—¿Bastardo? —el rostro del terrateniente se llenó de confusión.
—Sí. Y tampoco tú deberías —su actitud adusta y expresión disgustada hizo con que René demandara una explicación, al que él entregó con palabras cortas, precisas y serias.
Al terminar de hablar, su amigo logró entender perfectamente su conflicto moral.
Por un lado, el señor Gauvain lamentaba la muerte de un hombre al que solía llamar amigo. Por el otro, deseaba que estuviera ardiendo en las llamas más calientes del infierno por lo que hizo, no tan solo a Jane, sino también a todas las otras muchachas que trabajaban en el puerto de Merchant.
—No puedo creer que Connor... que ese maldito... —René corrió una mano por el cabello, mientras caminaba de un lado al otro, alterado—. Quisiera rogar por su muerte, pero ¡ya está muerto el muy desgraciado!...
—¿Crees que hice lo correcto? ¿Al no dispararle al oso? ¿Al negarme a intervenir en la situación?
Pelletier dejó de caminar.
—¡Claro que hiciste lo correcto!... ¡Imagínate el dolor que seguiría causando, a incontables mujeres, si siguiera vivo ahora!
—Pero indirectamente le quité la vida a alguien.
—No. El oso lo hizo.
—Y yo lo dejé.
—Theodore. Nadie te culpará por no disparar. Así que si es eso lo que temes...
—Temo que Dios no perdone por ello —confesó, bajando el mentón—. Y temo no perdonarme a mí mismo por ello.
—Dios ya no te perdonará por ser un adultero, no te hagas ilusiones. Si es que él existe, tú y yo iremos al mismo infierno, a quemar al mismo lago de fuego.
—Sí, pero amar a alguien y dejar a alguien morir son dos cosas distintas. Dos pecados muy diferentes.
—Sí —René suspiró, molesto—. Lo sé. Pero eso no cambiará el hecho de que Connor está muerto y que merece haber muerto. ¿Cuántas víctimas debe haber dejado? ¿Cuántas niñas debe haber violado?
—No lo sé —Theodore hizo una mueca insatisfecha—. Pero su culpabilidad no es lo que estoy cuestionando. Lo que estoy cuestionando es mi derecho a castigarlo.
El señor Pelletier cruzó sus brazos.
—Dime algo y sé honesto.
—¿Qué?
—Esa excusa de esposo que Jane tenía también está muerto, ¿no? Me lo comentaste por correspondencia. Fue asesinado luego después de abusar de la pobre Caroline, que Dios la tenga... ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Crees que ese infeliz mereció vivir? ¿Después de lo que hizo?
—No.
—¿Pues entonces por qué te sientes culpable por la muerte de Connor? ¡Ambos cometieron el mismo crimen sinvergüenza! ¡Ambos merecieron el mismo final!
—Aún no entiendes mi punto.
—¡Lo hago! ¡Apenas te demuestro que tu punto es irracional!
—¿Lo es?... ¿Contemplar si soy un asesino es irracional?
—¡Tú no lo mataste!
—¡Lo dejé morir!
—¡No es lo mismo!
—¿No? —Theodore soltó una risa áspera.
—¡No!
—Entonces dime, ¿por qué me sentí contento al verlo muerto?
—¡Porque es un criminal! ¡Un repugnante desvirtuado! —el señor Pelletier insistió.
—Pero, ¿qué hay de mí? ¿Qué significa para mí, que le haya dado la espalda? ¿Que haya ignorado sus pedidos de ayuda?
—¡Nada!... ¡Porque tú no le debías nada! ¡No tenías una sola razón para salvarlo! ¡De hecho, le hiciste un favor al mundo!
El señor Gauvain bajó la mirada.
—No creo que estés en lo correcto.
—Con el tiempo, verás que lo estoy.
—René... hace algunas horas, celebré su muerte. ¡La celebré!... —su mandíbula se tensó y sus ojos se pusieron acuosos—. Y nada cambiará este hecho: lo dejé morir... Lo dejé morir como a mi hermano. Como a Raoul.
—No. ¡No!... ¡Son dos casos completamente distintos! ¿Cómo te atreves a compararlos?
Cuando el hombre terminó de hablar, ambos escucharon pasos resonando por el pasillo. Al mirar en la dirección del ruido, este se detuvo. Janeth los estaba observando, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, a pocos metros de distancia.
—Los dejaré a solas... para que hablen. —el anfitrión se disculpó, de inmediato—. No se preocupen por demorarse. Inventaré alguna excusa que justifique su desaparición.
Al pasar por la señora Durand, él le dio una mirada compasiva, pidiéndole en silencio que intentara tranquilizar a Theodore en su lugar. Había desistido de hacerlo por cuenta propia.
—Concuerdo con René. Lo que le pasó a Raoul y lo que le pasó a Connor hoy son dos cosas completamente diferentes —ella le dijo luego de unos segundos en silencio.
—Jane. No quiero seguir hablando sobre esto...
—No. Me vas a escuchar. Tú no tienes responsabilidad alguna sobre la muerte de tu hermano. Raoul no estaba sano. Su mente estaba fragmentada. Lo internaste en el hospital de Val-de-Rose porque literalmente no tenías otra opción a no ser hacerlo. No lo hiciste por maldad, lo hiciste porque lo querías ver bien —ella argumentó, acercándosele—. Sí, no lo fuiste a visitar. En eso te equivocaste. Pero no tienes la culpa de su suicidio. Y en relación a Connor...
—¿Qué? ¿Vas a decir que no soy culpable de nada? ¿Que no soy parte de un homicidio por omisión?
—¿Alguien tiene como probar que lo mataste?
—No.
—Entonces la culpa no es tuya.
—No creo que es así como la Ley funciona.
—Aparte de mí, ¿había algún otro testigo ahí?
—No...
—Entonces es así como la Ley funciona. No hay pruebas o testigos. Eres inocente.
—Pero no me siento como uno.
—Ah... entonces de ahí viene tu desasosiego; de la moral, no de la justicia. Cuestionas tu propia virtud.
—Jane, no quiero hablar sobre esto.
—¿No quieres? ¿O temes hablar sobre esto?
—Ambos.
La señora Durand relajó su postura, mientras lo miraba de arriba abajo, contemplando si debía dejar el tema de lado, o seguir insistiendo en él.
—¿Sabes por qué intenté salvar a Connor? No fue porque era lo correcto a ser hecho, ni porque soy una buena persona. Lo hice porque sabía que ese hombre tenía una familia. En el momento, ese fue el único pensamiento que corrió por mi cabeza. Después, me di cuenta de que sus hijos ya son grandes y que su pérdida no sería tan grave. Pero, en ese instante, esa fue mi motivación principal. Hacer el bien, para asegurar el bienestar de alguien más. Tú, al negarte a ayudarlo, también estabas pensando en el bienestar de alguien más. Pensaste en lo que él me hizo, y lo que continuaría a hacer a todas las muchachas vulnerables que se encontrara por el camino de este día en adelante... Ninguno de nosotros estaba pensando en el placer y la satisfacción propia. Yo no lo salvé para sentirme superior a nadie; tú no lo "dejaste morir" para complacer a tu rabia. Ninguno de los dos hizo algo correcto o incorrecto. Reaccionamos. Eso es todo —lo tomó de la mano, sin ignorar lo mucho que sus dedos temblaban.
—No quiero sentirme triste por su muerte. No merece mi luto.
—Era tu amigo.
—Hizo cosas terribles.
—Sigue siendo tu amigo. Tienes razones para sentirte triste. Así como tienes razones para sentirte contento... Una emoción no excluye a la otra —acercó sus rostros y lo miró a los ojos—. Theo... estás pensando demasiado. Y no todo lo que piensas es verdad. No eres un asesino. Y no eres un monstruo por lamentar la muerte de alguien.
—¿Cómo puedes decir eso?... Tú eres una de sus víctimas.
—Víctima o no, soy humana al igual que tú. Y he vivido lo suficiente como para saber que las emociones rara vez son definibles. La lógica no aplica al corazón... Además, tengo la cabeza fría. Algo que tú claramente no tienes, por razones obvias.
—Aun así... —él murmuró, con cierto desespero. – Si pudiera evitar extrañarlo, o sentirme mal por él, lo haría.
—Lo sé. Sé que lo harías.
La conversación murió allí. Ambos sentían que tenían un millón de palabras más que compartir, pero no sabían cómo hacerlo, si debían hacerlo, y tampoco tenían la energía para. Así que decidieron guardarlas para después, para que fueran discutidas en un momento más oportuno, u olvidadas para siempre.
Luego de tranquilizarlo, Janeth llevó a Theodore de vuelta al salón, dónde sus anfitriones y la señora de Gaulle les hicieron el favor de no cuestionar su demora, o el estado desarreglado del periodista en cuestión. También decidieron ignorar su alarmante silencio durante la cena y el hecho de que sostuvo la mano de su amante por una hora seguida.
Pero este silencio plácido no duró mucho. Cuando el momento vino de iniciar la sesión con la médium, esta rompió con la serenidad del señor Gauvain, al hacerle una pregunta que lo tomó desprevenido:
—¿Conoce a usted a algún hombre llamado Raoul?
Janeth le dio un apretón a su mano al instante. Se sintió tan sorprendida por aquellas palabras como él.
—Sí, mi hermano se llamaba así. ¿Por qué?
—Estoy escuchando ese nombre desde que usted llegó aquí al Château. Y por alguna razón, sentí que la persona que me hablaba, en realidad quería charlar con usted.
—¿Usted escucha voces?
—Espíritus —ella lo corrigió—. Desde que era una niña, lo hago.
—¿Y cómo sabe que no está loca?
—Theodore.
—No, es... es una pregunta válida —ella tranquilizó a Jane—. Creo que estoy segura de mi cordura, porque todas las veces que algún espíritu me habla, lo hace como una persona normal. No me dice cosas irracionales, o me hace pedidos absurdos. Además, cuando me dicen sus nombres, siempre hay alguien cerca de mí que los logra reconocer. Como en este caso.
—¿Y qué se supone que mi hermano le está diciendo ahora?
La señora de Gaulle miró sobre el hombro de Theodore. De a poco, su expresión sosegada se fue endureciendo.
—Me está pidiéndole que le diga que, lo que sea que la señora Durand le comentó antes no es cierto... y...
—¿Y?
—Lo está acusando de ser un asesino, un cobarde y un traidor.
—¿Perdón?
—Eso es lo que me está diciendo —la mujer se defendió.
—¿Y cómo sé que usted de verdad lo ve?
La mesa circular en la que todos estaban sentados se sacudió, como si alguien le hubiera dado una patada brusca. El señor Gauvain, con el corazón en la garganta, se calló.
—¿Cómo murió el señor Raoul?
—Se ahorcó —Jane contestó en lugar de su amante.
—Eso explica las marcas en su cuello entonces... —la mujer detuvo su habla, al segundo—. Pero él me dice que eso no es exactamente lo que sucedió. Me dice que lo ahorcaron.
—¿Qué? —Theodore murmuró.
—Los enfermeros del hospital... lo ahorcaron. Con una de las amarras de su cama. Lo hicieron para vaciar a su lecho y así poder recibir a otro paciente. El precio de ingreso es más caro que el de la mensualidad y ellos necesitaban el dinero, además del espacio. El señor Raoul también afirma que otros pacientes murieron al mismo tiempo que él... Uno incluso intentó escapar, tirándose de la ventana de la fachada del edificio, pero falleció por sus lesiones y su muerte también fue declarada un suicidio.
—¿Es eso cierto? —Jane indagó.
—Sí... Lo es —el señor Gauvain bajó la mirada—. Oí sobre ese último caso, e incluso le escribí a la madre del chico, transmitiéndole mis pésames.
—Él ahora me está pidiendo un papel y lápiz. Señor Pelletier...
—Iré a buscarlo —René se levantó de la mesa con un salto, a recoger lo solicitado. Cuando regresó, puso los materiales al frente de la señora de Gaulle mientras la ojeaba con curiosidad. Así que recogió el lápiz, ella se puso a escribir, con los ojos cerrados y la postura encorvada. Sus movimientos eran agitados e inciertos, pero la letra, aunque temblorosa, era entendible:— "Raoul Henri Bassett Gauvain. 1845 – 1888." —leyó el anfitrión, mientras la mujer seguía escribiendo—. "Eleonor Virginie Morgan Gauvain. 1872 – 1892." —hizo una pausa—. "Charles Mortimer Hurley Fouché. 1869 – 1892."
—¿Por qué está notando la fecha de nacimiento y de muerte de todos? —Theodore frunció el ceño, confundido.
—Y aún no termina... —Janeth observó.
—"Ellos fueron los primeros. No serán los últimos. Pagarás por lo que hiciste, mi querido hermano. Te haré pagar."
En el exacto momento en que René terminó de leer, el ventanal más cercano a la mesa estalló en un trillón de pedazos, como si un mazo lo hubiera golpeado en su centro, causando que una lluvia de vidrio triturado cayera sobre los presentes. La única persona que se salvó de cualquier lesión fue Jane, cuya silueta fue escondida y protegida por el cuerpo de su amante.
Theodore terminó con la cabeza cortada y el cuello cubierto de sangre. Pero el dolor de la herida física fue soportable. El de la espiritual, dejado por las palabras de Raoul, no.
—Él se ha ido —la señora de Gaulle informó, despertándose de su trance—. Lucía furioso.
—Tiene razones para estarlo —el periodista se levantó y llevó una mano al corte en su nuca—. Puedo no ser la horca que lo mató, pero fui el verdugo que lo condenó a morir —aseveró, antes de caminar a la puerta, sin disculparse por su partida, o explicar adónde iba.
Pero nadie lo juzgó por huir de la escena. Cualquiera hubiera hecho lo mismo, estando en su lugar.
El periodista solo volvió a la sala media unos diez minutos después, ya habiendo lavado su cabeza y usado una de las toallas del baño para detener el sangrado. Los demás presentes también habían limpiado sus cortes con servilletas, cubierto otros con gasas, y ahora un empleado del Château estaba barriendo el suelo a sus pies.
—Señor Gauvain, otro espíritu está aquí por usted —la señora de Gaulle informó, así que lo vio entrar.
—Ojalá no rompa otra ventana —René reclamó, con un tono bromista.
—No, este espíritu no parece poseer las mismas intenciones que el anterior, ni el mismo rencor... Es un alma joven. Una muchacha. ¿Será su hija? Me dice que se llama Eleo...
—Eleonor —él terminó la frase, sentándose de nuevo en la mesa—. Sí, es mi hija. ¿De verdad está aquí?
—Sí... De pie a su lado.
De inmediato Theodore miró alrededor, como si pudiera ver algo. Pero nada sucedió. No había nada ahí.
—Buenas noches, Eleonor —Jane dijo de todas formas, con una sonrisa aliviada.
Tampoco podía verla, pero de alguna manera, sintió el aire a su alrededor cambiar de energía. El malestar que sentía cuando Raoul estaba cerca había desvanecido.
—Ella le está diciendo buenas noches a los dos —De Gaulle comentó—. Avisa que no puede quedarse por mucho tiempo, porque vino principalmente para protegerlos de su tío... Pero quiere que yo le pase dos mensajes. Uno a usted, señor Gauvain, y otro a usted, señora Durand.
—¿A mí? —Jane se sorprendió.
—Sí... le dice que su hija, Caroline, está bien —al oír las palabras de la rubia, los ojos de la editora se vidriaron, y su expresión alegre se transformó por una añoranza dolorosa, volviéndose una mueca de nostalgia profunda—. Sigue esperándola en el más allá. La señorita Eleonor también le quiere agradecer por algo... algo que usted hizo en un lago. Ella no me está dando más detalles que eso, me temo.
Al instante, Janeth y Theodore se miraron. Aquel lejano día en el que el periodista se había intentado suicidar en el lago Colburgue se les vino a la mente.
Él también volvió a lloriquear, pero ahora por motivos distintos a los anteriores.
Las palabras de la médium confirmaban la veracidad de algo que ella y los Pelletier no sabían había ocurrido: Su sueño paranormal en la residencia Durand.
—No me tiene que agradecer por nada —Jane sacudió la cabeza, sintiendo la mano trémula de su amante agarrar la suya—. Lo que hice no dudaría en hacer de nuevo, mil veces si necesario.
—Eso ella lo sabe —la señora de Gaulle amplió su sonrisa y luego miró al vacío, antes asentir y de dirigirse a Theodore, con una expresión compasiva:— La señorita Eleonor también le dice a usted, señor Gauvain, que tenga cuidado con sus pensamientos, en especial aquellos de índole melancólica y desesperada. No tan solo por las malas decisiones que usted pueda venir a tomar en función de ellos, sino también porque le está abriendo una puerta a espíritus malintencionados y vengativos, para que entren a su vida y la conviertan en un verdadero infierno.
—¿Y eso es posible? —Beatrice indagó, curiosa—. ¿Invitar a espíritus a ser parte de nuestro día a día, apenas por nuestros...pensamientos?
—Claro que lo es. Y sí, suena absurdo. Pero la verdad es que cada uno de nosotros somos como un imán de energías y experiencias acumuladas. Y lo que creamos en nuestro interior, lo que deseamos en nuestra intimidad, será lo que atraeremos en nuestro exterior. Es decir, semejante atraerá a semejante. Nuestros ánimos bajos instigan la aparición de situaciones lamentables y de entidades de bajo talón. Y principalmente, amplifican las consecuencias negativas de las mismas...
—¿Quiere entonces usted decir que cada tragedia que ocurre en la grandiosidad del mundo es ocasionada por la pequeñez de la consciencia humana? ¿Es eso lo que está implicando? — Theodore indagó a seguir, entre curioso, confundido y frustrado.
—No, para nada. Hay eventos en el pasado, en el presente y en el futuro que solo Dios puede controlar y dictar. Él escribe las reglas. Eso es definitivo... Pero hay pequeños momentos en nuestro día a día a los cuales nosotros podemos decir cómo narrar. Nosotros podemos ponerle un fin, o un comienzo, a las pequeñas tragedias que nos rodean. El sufrimiento general puede ser divino, pero el pecado individual sí o sí es humano —De Gaulle comentó, y miró de nuevo al vacío. — Con esto aclarado... su hija le dice que siempre recuerde que el perdón es posible. Y que, si se llega a tropezar en su camino de piedras, puede y debe levantarse de nuevo. Ella estará a su lado para sostenerlo mientras sus rodillas no tienen la fuerza para hacerlo, y le hará compañía mientras se recupera de la caída... Recuérdelo.
—Lo intentaré... —él sorbió la nariz y se secó el rostro con su mano libre—. Pero... Lenny... ¿me podrías dar una prueba de que realmente estás aquí?... S-Solo para que...
—Le está pidiendo que lleve bombones de Ganache a Lawrence —la médium lo cortó, y al oír esto, Theodore se derrumbó.
Se rio y lloró al mismo tiempo, asombrado por la confirmación. Siempre que él viajaba, les prometía a sus hijos que les traería esos dulces en específico.
—Gracias... —miró al techo, por no saber con certeza adonde realmente debía dirigir la mirada—. Muchas gracias.
—Ah, y una última cosa, antes de que pasemos a los espíritus que vienen a hablarle a la señora Beatriz —la señora de Gaulle alzó una mano al aire—. Señora Durand...
—¿Sí?
—La señorita Eleonor se quiere disculpar por la manera en que la trató y la ofendió, a su espalda. Está insistiendo en eso... Le pide perdón. Por todo.
Jane volvió a sacudir la cabeza.
—No hay nada que perdonar tampoco —ella miró a la misma dirección que la rubia, y pese a no ver nada en aquel espacio vacío, sabía en su interior que el alma de la joven sí estaba ahí, de pie, mirándola de vuelta—. Pero, si la vuelve más tranquila... Es claro que la perdono.
La señora de Gaulle entonces amplió su sonrisa, asintió y cerró los ojos por un segundo. Luego, se acomodó en su silla y los volvió a abrir.
—Y... ella se fue. Su mensaje fue entregado.
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