𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟽
Hurepoix, 16 de febrero de 1895
Por primera vez, ambos el señor Gauvain y la señora Durand visitaban al poblado de Hurepoix durante el verano.
Sin la nieve y las grisáceas nubes en el cielo, el lugar se veía bastante menos hostil, aunque seguía siendo igual de modesto y empobrecido. Ambos percibieron que su aspecto medieval también era resaltado gracias al cambio de estación; la arquitectura local, que mezclaba elementos de las casas de trocos y de las de armazones entramados, tornapuntas y tejas de barro cocido, era mucho más visible con la ausencia de la nieve y de la niebla.
Con el calor, el poblado también se veía más vivo de lo usual. Las temperaturas templadas permitían que más personas pudieran dejar sus hogares a interactuar con el resto de la comunidad. Este cambio, para locales, era un motivo de celebración. Y por ello todos los años realizaban una: el Samhradleum.
El término era una fusión extraña de dos palabras celtas: Samhradh (verano) y Leum (cerveza). Como los colonizadores del sur de las Islas de Gainsboro habían sido ingleses, irlandeses y escoceses, no era de extrañarse que el nombre del festival fuera inspirado por la cultura de estos últimos.
Bachram —el poblado vecino—, también era parte de las celebraciones de Samhradleum, que involucraban salidas grupales de caza al bosque, consumo excesivo de cerveza de castañas, parrillas comunitarias y conciertos gratuitos impartidos por los músicos residentes, que tocaban la gaita y la guitarra desde el nacer del sol hasta la caída de la luna.
Al llegar a Hurepoix, la pareja lo hizo justamente en el primer día de la festividad —que solía durar más o menos una semana— y este fue el cuadro con el que se encontraron, una algazara.
—Jamás pensé que vería a este lugar tan lleno de gente —Janeth comentó, mientras se quitaba el abrigo—. ¿Cuántos Merchanters crees que hayan viajado aquí? ¿Unos mil?
—Más. Suelen venir entre dos mil a tres.
—Vaya...
—Sí. Sé que es un contraste extraño con los meses de invierno. Pero Hurepoix siempre se llena en esta época —Theodore contestó, ordenando su equipaje—. La semana de Samhradleum no tan solo atrae a muchos turistas, sino también a cazadores... Este poblado es un excelente punto de partida para ir a explorar el bosque y las montañas, al final de cuentas. Por aquí hay muchos lobos, zorros, hurones, coipos y alces a los que disparar.
—Me imagino. Ya me contaste que tú solías venir aquí con algunos de tus amigos en pasado.
—Sí, pero eso fue hace mucho.
—Aun así... ¿Crees que algunos de ellos puedan estar de vuelta? ¿Que nos puedan reconocer? —ella miró por la ventana a la calle, recelosa—. A lo mejor deberíamos haber venido en otra época del año...
—Mi amor —él la abrazó por detrás—. Nadie se atreverá a decir nada, aunque nos vean. ¿Sabes por qué?
—¿Hm?
—Porque ningún hombre viene a Hurepoix con sus esposas o familias. Todos vienen para huir de ellas —él se rio y Jane giró los ojos.
—Hablo en serio. De verdad estoy preocupada.
—Pero no bromeo. Ninguno de mis colegas venía aquí para pasar unos días con su consorte, solo para dispararle a patos y venados, beber hasta caer, engordar unos diez kilos comiendo carne asada, y disfrutar un descanso de su rutina junto a sus propias amantes. Si alguien se atreve a criticarme por algo, o intenta incriminarme por algo, será un tiro por la culata, porque se delatará junto.
—¿Seguro?
—Sí —él besó el costado de su cabeza—. Además, la gran mayoría de los burgueses engreídos con los que solía relacionarme prefieren hospedarse en Bachram ahora. En ese poblado tienen un hotel y una cervecería a su disposición, cosas que Hurepoix no.
—Bueno, si estás seguro de ello... —Jane se volteó en sus brazos, para mirarlo—. Entonces no será muy peligroso que nos juntemos a la parrillada comunitaria, ¿no?... El viaje hasta aquí me dejó con hambre.
—Ya te dije, nada es peligroso. Podemos actuar cómo se nos dé la gana. Y también tengo hambre, así que sí, vamos a unirnos en seguida, pero antes... —señaló hacia la puerta trasera y caminó hacia ella—. Tengo algo que mostrarte.
Los dos salieron al patio de la cabaña. Al lado de la casucha del retrete y del cobertizo donde el periodista guardaba su leña y provisiones, una nueva estructura había aparecido.
—¿Qué es eso?
—Adivina.
—¿Un sauna?
—¡Un sauna! —él concordó, entusiasmado—. Lo mandé construir hace un par de meses, pensando que pasaríamos el invierno aquí. No quería que siguiéramos ocupando una cubeta y el barreño. Tú merecías algo más cómodo y lujurioso que eso.
—¿Yo? ¿Merezco lujos? —Jane se rio, encariñada.
—Claro. Eres mi mujer.
Los dos se miraron a los ojos.
—Eso no es cierto...
—Siempre lo será —el periodista no le hizo caso—. Helen solo es mi esposa. Pero tú eres mi compañera.
—No la menosprecies...
—No lo hago. Sabes que no. Pero ella reconoce su lugar y quiero que tú también lo hagas —él tomó su mano y besó el anillo de zafiro que la decoraba—. Ven... —la arrastró hacia el sauna, queriendo enseñárselo, y ella lo siguió con una sonrisa enamorada.
Luego de oírlo hablar sobre el funcionamiento del baño de vapor por unos quince minutos, le hizo una sugerencia; ir a almorzar y usarlo al regresar.
—Hay que estrenar esta casucha, ¿no?
—No es una casucha...
—¿Caseta?
—Janeth —Theodore dijo en un tono de advertencia, claramente bromeando.
—¡Tugurio!
—¡No te atrevas! —se le acercó y le hizo cosquillas como penitencia, al oír otro sinónimo igual de despreciable.
Jane soltó una carcajada y le dio un leve empujón, antes de salir corriendo de vuelta a la cabaña. Él sacudió la cabeza y la siguió con un trote mucho más lento, viéndola desaparecer con una expresión feliz. A bastante tiempo no la veía tan liviana y alegre. Haberla traído a Hurepoix había sido una excelente decisión, lo supo ahí mismo.
Los dos no se contentaron apenas con ir a la parrillada, sin embargo. Después de comer junto a los locales, decidieron unirse al resto de las actividades del Samhradleum. Bailaron, bebieron bastante cerveza y hasta se animaron a acompañar a algunos cazadores al bosque.
En el poblado, era común que las mujeres también se armaran y salieran a cazar, por lo que Janeth no fue la excepción en la excursión. Pero, a diferencia de las demás damas y señoritas a su alrededor, ella no estaba allí para derramar sangre sin necesidad, apenas para divertirse. Quería que Theodore le enseñara como disparar un rifle. Y no le costó demasiado convencerlo a que lo hiciera tampoco; una sonrisa dulce y ojos ilusionados fue lo único que necesitó para ello.
Empleando unas botellas de vidrio como diana, su amante le explicó como sujetar, disparar y recargar el fusil, así como le dio consejos de cómo lograr un tiro perfecto.
Una vez se había acostumbrado al impacto del retroceso del arma, usarla le resultó más fácil de lo esperado. De hecho, Jane descubrió que tenía mejor puntería que su propio maestro.
—Es suerte de principiante —él fingió molestia, mientras ella sonreía, radiante.
Pero su alegría y su orgullo no duró mucho. De un minuto a otro, sus labios se pusieron rectos como una tabla y su mirada perdió el brillo. Ojeaba algo detrás de Theodore. Algo que la intimidó, al punto de hacerla apartarse de él y sostener su aliento, como si estuviera a punto de recibir el reproche de su vida, o ser atacada injustamente.
Al oír pasos, él se volteó para descubrir cuál era la razón de su temor.
—¡Señor Gauvain! —un hombre apuesto y musculoso, al que él reconoció como uno de sus antiguos amigos de caza, se les aproximó.
Vestía el típico atuendo de granjero sureño; botas de cuero con espuelas, que se tragaban a sus pantalones en la altura de la rodilla, guantes de caza, y un chamanto de lana. Pero la estrella del traje era el sombrero que llevaba en la cabeza para protegerse del estuoso sol del mediodía, que era hecho de fieltro de piel de castor —un material bastante caro, que difería al más usado por los habitantes de Hurepoix, paja de trig—. Este último indicador de riqueza no fue accidental y Theodore lo sabía; Connor Martin Lewis nunca había sido un sujeto humilde.
Él era un terrateniente importante en Rockshire —una de las ciudades menores del sur del país, cercana a Merchant—. Su fortuna provenía de la venta de uvas y todos los productos relacionados a las vides, especialmente las pasas y el pisco —el destilado más consumido de la región, después del Coihue y el Whiskey—.
Además de ser un reconocido empresario y sommelier, también era escritor. Theodore solía ser un gran admirador de su poesía y comenzó a hablar con él justamente por su obsesión con su obra.
Le había enviado la primera de un centenar de cartas unas semanas después de casarse con Helen, pero ambos solo tuvieron la oportunidad de conocerse en persona después de que ella lo engañara con August Tubbs.
En ese horrible momento de su pasado, los dos malgastaron un fin de semana completo bebiendo en el Viking's, estrechando su amistad con litros de cerveza y toda la carne asada que pudieran comer. Y, como si no fuera suficiente, la semana posterior fueron invitados por René Pelletier a irse de caza junto a algunos de sus otros amigos, con los que también se embriagaron hasta caer.
Eventos similares a estos ocurrieron en los años posteriores, pero la distancia entre sus residencias y sus distintos niveles de madurez mental los volvió menos y menos frecuentes.
En el momento de su reunión aún se tenían bastante estima, pero no podían considerarse los mismos camaradas de antaño. Aunque eso no frenó el entusiasmo de Connor, en lo absoluto.
—¡Tanto tiempo sin vernos, mi caro! —el granjero colgó su rifle en su hombro, para poder extenderle la mano y sacudirla—. ¿Cómo ha estado?
—Dentro de todo bien, señor Lewis. Es un placer volver a verlo también —él contestó, riéndose por la falsa formalidad entre ambos, que debían mantener por estar en público—. ¿Y usted? ¿Cómo van los negocios?
—Como siempre, de maravillas. Adquirí más tierras, amplié las plantaciones y ahora me he adentrado al mercado del algodón. Una excelente idea, debo admitir; mis ganancias han triplicado —sonrió de vuelta, alardeando su fortuna sin mucha discreción, algo que no molestó a Theodore, quien a años ya se acostumbrado a su actitud ostentosa y descarada—. ¿Y qué hay de la Gaceta? ¿Aún vende bien?
—Es distribuida en Merchant, Brookmount y Carcosa, así que sí.
—¡Vaya! ¿Su diario se vende en la capital?
—Desde 1892 —Jane respondió en su lugar, acercándose a su amante y al desconocido.
A este punto, su rostro había perdido todo el encanto y alegría que había demostrado a pocos minutos atrás. El señor Gauvain, al ver su expresión seria y rígida, decidió liderar la conversación y actuar como intermediario entre su colega y su pareja.
—Señor Lewis, esta es la señora Grant. Mi editora.
—Ah. Un placer —Connor se quitó su sombrero en señal de respeto, pero Jane siguió sin moverse, o demostrarle la mínima deferencia—. Leí los libros que escribieron juntos. Los de "En el Margen del Mundo". Son muy... Interesantes.
Ella dio un paso más adelante y lo confrontó, con voz ríspida:
—Elabore. ¿Por qué le parecieron interesantes?
—Bueno, leer sobre las vidas de un adúltero, un lunático y una prostituta no es algo que uno haga a menudo. Ver el lado más oscuro de la sociedad reflejado en una obra literaria de tan buena calidad fue inusual...
—¿Usted cree que ese es el lado oscuro de la sociedad? ¿El de los oprimidos? ¿No el de los opresores? —la mujer cruzó los brazos—. Creo que debería leer esos libros nuevamente, si ese es el caso.
—Hey.
—¿Qué? ¿Digo alguna mentira?
Theodore observó la furia contenida en sus ojos y supo que era mejor no reprocharla ahí mismo. Pese a no entender por qué se comportaba de manera tan ruda, sí temía averiguar el motivo. La mirada que ella le estaba dando a Connor era una que ningún desconocido podría ameritar. Existía historia entre ambos y no sería justo de su parte entrometerse en un asunto que no le pertenecía, o asumir quien de los dos tenía la razón sin conocerla antes.
Así que respiró hondo, aclaró la garganta, cambió de tema con rapidez y la dejó tranquilizarse por cuenta propia.
El granjero, pese a seguirle la corriente y seguir hablándole como si nada hubiera ocurrido, de vez en cuando la ojeaba con cierto interés, al que el periodista no pudo descifrar del todo. Solo podía afirmar que era una extraña mezcla de resentido, compungido, e irrespetuoso.
—¿Y cómo está su señora? ¿Los niños? ¿Todos?
Aquellas preguntas tomaron al señor Gauvain por sorpresa, en plena charla. Él aún no le había contado a Connor lo sucedido con Eleonor y Charles, y el hombre tampoco se había averiguado de ello por cuenta propia, considerando su placidez e indiferencia.
—Mi hija falleció en un accidente náutico, junto a mi yerno, unos años atrás... Su velero le volteó en el lago Colburgue y ambos se ahogaron bajo el hielo.
—Dios, Gauvain —el granjero pareció demostrar algo más que engreimiento por un segundo y lo invitó a un abrazo, aunque el gesto fue realizado más para demostrar su supuesto buen carácter que para prestarle su apoyo—. Lo lamento. Eleonor era una jovencita muy dulce y educada. Será extrañada.
—Lo es —él respondió al separarse—. Pero gracias.
—¿Y qué hay de Lawrence? ¿La señora Gauvain? ¿Cómo han estado?
—Laurie quiere fingir que perder a su hermana no lo afectó, pero lo hizo. Quiere ser fuerte, por mí y por su madre... Pero a veces lo veo llorar, cuando mira a su fotografía en la sala. Ha intentado seguir adelante sin mirar atrás y... lo entiendo. Ya Helen, no pasa un día sin mencionarla. Sin pensar en ella. Es igual a mí en ese aspecto. Le cuesta aceptar que ya no está ahí en casa. Que nunca lo estará otra vez... Pero en los últimos meses hemos estado mejor, dentro de todo, y sé que el futuro solo se pondrá más brillante de aquí en adelante.
—Eso es cierto. Pero... de veras lo siento, mi caro. Y detesto poder entender su dolor. Mi esposa, Gabrielle, falleció el mes pasado —Connor confesó, cruzando los brazos—. Fue una muerte súbita. Los médicos creen que pudo haber sido una falla de su corazón, pero nunca lo sabremos con certeza.
—Diablos... lo lamento. Y le deseo fuerzas.
—Te agradezco por ello...
Unos gritos en la lejanía interrumpieron la charla. Era un grupo de cazadores, del que el terrateniente formaba parte. Le estaban demandando que se apurara, ya que se marcharían a explorar el bosque en unos cinco minutos más.
—Lamento tener que frenar nuestra conversación por aquí, pero como ven, debo irme. De verdad lo siento por su hija. Ese accidente jamás debió haber sucedido. Ella era demasiado joven, aún tenía tantas cosas por vivir...
—La juventud no es un obstáculo para el destino —Jane volvió a hablar, sin perder el filo en sus palabras, o el desprecio que envolvía su voz—. Ni detiene sus iniquidades.
Connor tragó en seco y desvió la mirada, sintiéndose atacado, incluso un poco ofendido, por su indirecta. Theodore siguió sin entender la repulsión entre ambos e hizo todo lo que podía para no terminar frunciendo el ceño, en vano.
Se despidió de su antiguo amigo con una sacudida de manos cordial y lo vio irse con la postura encorvada, rostro cubierto de vergüenza y una actitud mansa que no condecía con su carácter extrovertido y ostentoso.
Pero la confusión del periodista solo se convirtió en preocupación cuando se volteó hacia Jane. Al instante, se dio cuenta de que la mirada torva de su amante no contenía apenas rabia e ira, sino también tristeza, repulsión, miedo. Emociones que ella raramente demostraba en público, sin una causa justa.
¿Qué le había hecho ese hombre para que lo estuviera juzgando con semejante desprecio?
—¿Estás bien? —la despertó del extraño transe en el que se encontraba al tomarla de la mano.
—No —vino el golpe de sinceridad—. ¿Podemos volver a la cabaña?
—¿Ahora?
La furia de Janeth se desvaneció, al volver a verlo.
—Por favor —le rogó en una voz tímida, que tembló bajo el intimidante peso de su petición.
Theodore recogió sus pertenencias sin pensarlo dos veces.
—Claro. Vámonos luego de aquí.
Con el rifle colgando de su hombro, una de sus manos sujetando su bastón y la otra tomada con la de su amante, el señor Gauvain lideró su caminata.
Ignorando su rodilla, él duplicó la velocidad de sus pasos para que pudieran llegar luego a su residencia.
No habían completado ni la mitad del trayecto cuando Janeth comenzó a llorar. Pero los sollozos pulmonares, ruidosos y dolidos, solo aparecieron cuando la puerta de la cabaña se cerró, con ellos adentro.
Derribándose sobre el sofá con poca gracia y energía, la señora Durand se dejó consumir por sus emociones. Intentó esconderse de su compañero al cubrir su rostro con sus manos, pero él no la dejó aislarse por completo de su presencia. Se sentó a su lado, llevó una mano a su espalda y la acarició, sin decir nada.
Theodore en verdad estaba bastante desasosegado, pero por el momento decidió mantenerse quieto y apenas observar. Dedicó aquel tiempo en silencio para contemplar qué la podría haber llevado a tener un cambio de humor tan repentino, y cómo estaría Connor involucrado con la respuesta.
—Lo siento —ella eventualmente le dijo, cuando logró volver a respirar—. S-Sé que debes estar pensando que e-estoy loca...
—No. Claro que no... solo estoy preocupado contigo. ¿Qué pasó? ¿Por qué estás llorando?
Janeth soltó un exhalo tembloroso. Los dedos de su mano derecha fueron a parar a la rodilla del periodista, como si le pidiera, en silencio, que la sujetara. Y él, siempre atento a su comportamiento y sus implicaciones, le concedió su deseo, entrelazando sus dedos de inmediato.
—El señor Lewis era parte de mi clientela en el puerto —esa oración fue explicación suficiente, pero la mujer decidió seguir hablando:— Es p-parte de un selecto grupo de h-hombres a los que no quería v-volver a ver jamás.
Los pliegues del rostro del señor Gauvain se arrugaron, más allá de lo que él creía posible. Sintió una rabia animalesca revolver sus tripas y tuvo que convencerse, por el bienestar de Jane, a no levantarse de ahí, recoger su rifle otra vez e ir a cazar al maldito bastardo al que hasta aquel día había considerado un amigo.
—¿Qué te hizo? —indagó por impulso, sin considerar el impacto de dicha pregunta en lo absoluto.
—No quiero... no q-quiero pensar en ello. Ni hablar de ello —ella sacudió la cabeza—. No ahora.
Theodore se quiso dar un palmazo a sí mismo, al percibir su propio equivoco. Cuestionar las acciones de Connor era igual a frotar sal contra una herida abierta.
—Está bien... no necesitas decirme nada que no quieras —con lentitud, para no asustarla más, la trajo a su pecho y la abrazó, dejando que usara su torso como almohada y como refugio.
Pese a todos sus errores y trasgresiones, ella sabía que su amante jamás la lastimaría a propósito, ni la tocaría de la misma manera que los hombres anteriores a él lo habían hecho. Por esto mismo, no lo empujó a un lado cuando le ofreció su afecto, ni se sobresaltó por su toque y su cariño. Sabía que él la protegería. Sabía que podía contar con él y ser vulnerable ante él. Nunca usaría su fragilidad para manipularla y satisfacerse a sí mismo. Él no era igual a aquellas sombras macabras de su pasado, o a sus antiguos amigos jaraneros. Ella podría haber perdido la fe en su fidelidad, pero no en su cordialidad y su respeto. Aquello era sagrado.
—No dejaré que Connor te lastime.
—Lo sé.
—¿Quieres que haga algo a su respeto?
—No hay nada que puedas hacer.
—Eso no es verdad. Puedo molerlo a golpes. Puedo echarlo de este poblado, de Merchant, y demandar que se vaya cagando a sus plantaciones. Puedo hacer muchas cosas.
—Pero te meterías en problemas —ella no se separó de su pecho, pero movió la cabeza para mirarlo—. No quiero que eso pase.
—Tengo mis maneras de hacerlo pagar...
—Theo —lo cortó—. No. No ensucies tus manos para cobrar venganza porque no vale la pena. No quiero que él nos perjudique... que él te arruine. Porque puede hacerlo. ¿Imagínate que pensarían tus lectores si se enteraran que tu editora es una puta?
—¡No te llames así! —él exigió, exacerbado—. No es eso lo que fuiste, ni lo que eres.
—No intentes ponerle un brillo inexistente a la horrible realidad. Eso es justamente lo que fui...
—No —se repitió—. Todo lo que hiciste, lo hiciste para sobrevivir y para asegurarte de que Caroline también lo hiciera. Diste tu sangre, sudor y lágrimas para que ella tuviera la mejor infancia que le pudieras dar... Vender tu cuerpo solo fue el medio. Ser una prostituta no es lo mismo a ser una puta.
—Son la misma jerga...
—Te equivocas, no son lo mismo. Tú no tuviste opción a no ser hacer lo que hiciste. No tuviste alternativas... y no disfrutabas trabajar en las calles. No lo hacías por rebeldía, por locura, por falta de valores, de moral, o por cualquier otro motivo. No tenías familia. No tenías apoyo, no tenías nada, ni a nadie. El mundo te quitó tus riquezas y tus recursos antes mismo de que aprendieras a hablar. La sociedad te arrebató las oportunidades de tener una vida mejor por tu género y todas las limitaciones que conlleva. Los hombres te denigraron, al punto de que perdieras autonomía sobre ti misma... Nada nunca fue justo para ti. Nada nunca fue fácil. Pero no perdiste tu dignidad, en un solo momento. No perdiste tu fe, no perdiste tu carácter, ni tu integridad. Jamás te conformaste con tu posición. Siempre luchaste por más. Lo sé, porque lo alcancé a ver... así que no aceptaré que te ofendas ahora. ¡No me quedaré aquí callado, concordando con lo que dices, porque no es cierto!
—Eso no es lo que él me dijo —ella murmuró—. Me dijo que era una zorra... Y que por eso debía quedarme quieta. Aceptar lo que estaba sucediendo, sin reclamar.
—Él no tenía el derecho... ¡Él no lo tenía!
—Theo...
—Los crímenes que cometió son responsabilidad suya. Tú fuiste su víctima —Janeth sacudió la cabeza, pero Theodore siguió hablando:— Escúchame... El cazador siempre culpará a la presa por su muerte. Apuntará los defectos que la llevaron a sucumbir, pero ambos sabemos que el asesino seguirá siendo él. Connor es un desgraciado. Un hombre sin moral. Él es quien deberías culpar. No a ti... jamás a ti. Tú fuiste la presa más indefensa y vulnerable que él pudo haber encontrado. Se aprovechó de ti. Él lo hizo.
Janeth no volvió a cuestionar las palabras del periodista luego de esa respuesta. Absorbió su verdad lo máximo que pudo, hallando un poco de consuelo en su amabilidad. Podía no creerle del todo, pero apreciaba su apoyo de todas formas. Porque, aunque no sabía qué veía en ella o qué lo hacía quedarse a su lado luego de tantos años, no dudaba que él la amaba y que no le mentiría al discutir un tema tan sensible y horrendo como aquel.
Los dos se quedaron sentados en ese sofá, unidos uno al otro, por al menos media hora de terrible suspenso. Theodore, para distraer la mente de Jane del despreciable encuentro que había arruinado su día, la cargó a su cama y la dejó tomar una siesta. Mientras ella descansaba, fue afuera a echarle leña a la estufa del sauna. Calentar la estructura podía llevar unas tres a cinco horas, así que él decidió comenzar luego. Quería sorprenderla con un relajante baño a vapor más tarde.
Cuando regresó adentro, unos cuarenta minutos después de salir, la encontró sacudiéndose sobre las cubiertas, teniendo una de sus usuales pesadillas. En vez de despertarla, él se acostó a su lado y comenzó a murmurarle palabras de afecto con calma, hasta que eventualmente, ella volvió a quedarse quieta.
Theodore soltó un suspiro estresado y compadecido, al dejar de hablar. Sacó los largos mechones de su cara con sus dedos y acarició su piel, hasta que todas sus líneas de expresión perdieran su severidad y su apariencia volviera a su previa paz.
La observó mientras reposaba y montó guardia a su lado, aguardando su despertar con toda la paciencia del mundo. Cuando sus ojos al fin se abrieron, ya era tiempo de usar el sauna.
—Si quieres, te puedo dar privacidad —él le dijo, luego de explicarle sus planes para la tarde.
—No... te quiero adentro conmigo.
—¿Segura?
—Sí.
Y así ambos terminaron sentados en la pequeña banca de madera al interior de la construcción, sobre una toalla húmeda, completamente desnudos.
El baño a vapor fue más agradable de lo esperado. El aire caliente y reconfortante estimuló su circulación sanguínea y disminuyó el dolor corporal de ambos —lo que, para la rodilla de Theodore y espalda de Janeth, fue un alivio—.
Como dictaba la costumbre, permanecieron allí por un cuarto de hora. Al salir, se ducharon con agua fría, para refrigerar el cuerpo antes de dejar la casucha y exponerse a la intemperie.
No hablaron mucho durante todo el proceso. El señor Gauvain se dedicó a masajearle los hombros y la columna a la señora Durand, quitando su atención de sus pensamientos oscuros mientras deshacía cada uno de los nudos en sus músculos.
Cuando ya se hallaban limpios y vestidos, ella se sentía bastante mejor, tanto física como mentalmente.
Fueron a cenar al humilde restaurante que existía al lado de su hospedaje. Por las festividades, el plato del día consistía en una impresionante variedad de carnes asadas y papas cocidas —que habían sobrado de la parrillada del mediodía—. Al terminar de comer, se compraron un par de botellas de vino y decidieron darse el lujo de emborracharse.
El descenso del alcohol por sus gargantas y el paso de las horas por el reloj de la pared logró hacer lo imposible: serenar la atmósfera cargada y grisácea dejada atrás por Connor.
Los dos se volvieron a reír y bromear entre ellos, mientras charlaban sobre todos los otros aspectos de su vida que no involucraban pérdidas y sufrimiento.
Al regresar a su cabaña, la energía entre ambos había cambiado. Ya no era una de preocupación y pena, pero no se había transformado en una de insensibilidad e ignorancia voluntaria tampoco. Reconocían que el reencuentro había sido terrible y que había dejado sus daños, al mismo tiempo que se negaban en dejarlo destruir por completo su templanza.
Ya en su habitación se desvistieron, se acostaron sobre la cama y continuaron conversando, hasta que eventualmente, se encontraron en un estado de ánimo estable lo suficiente para discutir lo ocurrido en el bosque. Y fue entonces cuando Janeth logró verbalizar con exactitud, por primera vez desde que había sido cuestionada al respecto, lo que Connor le había hecho en el pasado:
—A él le gustaba el control... le gustaba dar órdenes y hacer con que cualquier chica con la que estuviera las siguiera, aunque fuera por la fuerza —fue como decidió comenzar su explicación—. Era un sádico... de los peores. Y eso lo convirtió en un hombre malhablado en el puerto. Aparecía por allá muy pocas veces, pero cada una de sus visitas dejaba destrozos. En especial porque él prefería las chicas más jóvenes... las que recién habían comenzado a trabajar ahí. Sentía satisfacción al corromperlas. Al humillarlas hasta el punto en que no se sintieran humanas, apenas un objeto para su gozo.
—Ese hijo de perra... —Theodore bufó, furioso e indignado—. Si hubiera sabido quién realmente era... si tan solo... Argh. Lo quiero matar. Lo quiero encerrar en la más repugnante de las cárceles de este país y verlo podrirse ahí adentro. Sus acciones son despreciables y no merecías semejante trato. Ninguna de ustedes lo hacía... Me pregunto quién más de mi grupo de amigos sabía sobre esto, o cometía trasgresiones similares en las sombras.
—La gran mayoría de ellos, estoy segura. Si algo he comprobado, durante todos mis años de vida, es que no hay otro ser que se beneficie tanto de la lenidad de la Ley como un hombre blanco, joven y rico. Pueden robar, violar, engañar y matar sin nunca responder por sus crímenes... porque sus abuelos y padres forjaron los parámetros de justicia que los protegen. Y ellos forjarán los futuros parámetros que protegerán a sus hijos y nietos. Es un ciclo sin fin de privilegio e impunidad —ella contempló, antes de mirar al lado—. Pero ¿quién soy yo para hacer cualquier crítica, cierto?... ¿Quién oiría las observaciones de una puta?
—Hey. Para. De verdad odio que te llames así —Theodore se quejó y su expresión dolorida logró empeorar su enfado—. ¿Te tengo que rogar para que dejes de hacerlo?
Janeth dio de hombros.
—Sabes que no me gusta emperifollar la realidad.
—Ser sincera no significa tener que ofenderte —él insistió—. Así que deja de llamarte así. Si no por tu bien, por el mío. No sabes cuán culpable me siento todas las veces que te escucho despreciarte a ti misma... Me recuerda a cómo solía tratarte. Antes de que aceptara que te amo y que supiera cómo valorarte, cómo quererte —llevó una mano a su mandíbula y la acarició—. Sé que suena egoísta, pero es un tormento para mí.
La editora se entregó a su toque y lo miró con compasión. Por la mansedumbre de su voz y la tristeza en sus ojos, determinó que su arrepentimiento era profundo y genuino.
—De acuerdo... porque me lo ruegas, dejaré de hacerlo. ¿Feliz? —sonrió, para distraerlo del real valor de su promesa, o tal vez, por querer ignorar la importancia de ella.
Al final, al haberse acostumbrado a los crueles comentarios de la sociedad, Janeth los había adoptado a su propio vocabulario y asimilado como verdades indiscutibles sobre sí misma.
Dejar de identificarse con términos derogatorios y depreciables sería un gran desafío, al que no sabía si lograría vencer o no. Pero si a Theodore le incomodaba tanto su uso, daría su mejor esfuerzo para lograrlo. Por el amor que le tenía, lo haría. Así como intentaría, con todas sus fuerzas, tenerle fe cuando le decía que tanto su presente como pasado tenían igual valor y que siempre fue digna de respeto, sin importar cual fuera su profesión, estilo de vida o extracto social. Era una persona y eso era lo importante. Eso siempre debió ser lo importante.
—No dejaré que nadie más te hiera —él repitió la misma frase de la tarde, al acercando sus rostros—. Nadie. Y eso me incluye. Te incluye.
—Aprecio tus intentos —ella le respondió, antes de añadir un chiste a su comentario:— Solo espero que defenderme no involucre matar a Lewis.
—No te hago ninguna promesa.
—Theo...
—Quisiera decir que estoy bromeando, pero ese no es el caso —el señor Gauvain admitió—. Si él se atreve a dirigirte la palabra para ofenderte de cualquier manera, me veré forzado a usar su cabeza como una diana de práctica.
—Theodore —la dama se rio, pese a su recelo—. No quiero que arriesgues tu propia seguridad para confrontar a un cerdo arrogante como él.
—No voy a permitir que te degrade. No miento cuando digo que eres mi segunda esposa; cualquier ultraje que involucre tu nombre también involucra al mío. Cualquier daño que te hagan, yo también lo siento.
—Estás ebrio.
—¿Y qué? Me hace más sincero —él rebatió, ya un poco somnoliento—. No dejaré que Connor se te acerque otra vez... porque te amo, Jane. Sé que a veces no actúo como si lo hiciera. Y sé que me he equivocado mucho contigo. Pero no hay verdad más inmutable que esa; te amo, te admiro, y te protegeré hasta el fin de mis días. Él no te hará ningún daño mientras yo esté cerca de ti.
Los dos se miraron, a meros centímetros de distancia uno del otro. Él no aparentaba estar molesto con la situación, pero Janeth podía ver la frustración y la ira que se escondía en su mirada cansada. Al mismo tiempo que su desasosiego la preocupaba, también la reconfortaba. Sabía que todas aquellas emociones nacían de un instinto de cuidarla, de amarla. Demostraban su real importancia para Theodore.
—Tan lindo discurso, tan horrible el aliento —ella bromeó, ampliando su sonrisa.
—Mira quién habla. Estoy seguro que aún puedo sentir el sabor del vino en tu lengua si te beso ahora mismo.
—Pues averígualo.
—¿Puedo?
La señora Durand no le contestó, lo besó por cuenta propia. En determinado momento, sintiéndose insatisfecha por la falta de contacto entre sus cuerpos, rodeó su torso con sus piernas y se sentó encima de él, aprisionándolo entre sus rodillas.
Tomando en cuenta su pasado y la infinidad de traumas que lo caracterizaba, no era difícil comprender por qué aquella posición era su favorita. Desde arriba, tenía pleno control sobre la situación. Podía hacerle a Theodore lo que quisiera y limitar su poder de reciprocidad. Podía imponer su dominancia y subyugarlo a sus caprichos. Y sabía —luego de años haciéndole el amor— que a él le gustaba perder el control tanto cuanto a ella le gustaba retenerlo. Además, a él encantaba complacerla, sin importar el costo. Era un buen convenio para ambos.
—¿Y? —la mujer le preguntó, mordisqueando la piel de su cuello—. ¿A qué conclusión llegaste?
—Creo... que voy a necesitar investigar el tema un poco más.
—¿Sí? —volvió besarlo.
—Otra vez.
—Hm.
—Otra...
—¿Cuántos besos vas a necesitar?
—Todos y algunos más.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro