𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟻
Merchant, 26 de septiembre de 1892
Régine regresó a su hogar el lunes por la mañana, para el alivio de Helen. Bernard no aparentaba estar contento con el suceso, pero tampoco se comportó de manera violenta al verla. Tan solo parecía frustrado, tal vez un poco molesto por su situación. Theodore le dio una mirada cortante antes de irse de ahí, diciéndole —sin usar una sola palabra— que, si se atrevía a depositar su rabia sobre su esposa, él le rompería todos los huesos de su cuerpo con un martillo. Ser su hermano no lo salvaría de su furia.
Al menos, para su alivio, ambos no se volverían a ver en breve, dado que Bernard no estaría trabajando en la imprenta aquel día, que era un feriado; el de San Cosme y Damián.
Estos dos santos —por la colonización y la imposición del cristianismo en las Islas de Gainsboro, siglos atrás— fueron asimilados a las tradiciones y religiones que sobrevivieron a los horrores de la conquista. Pasaron a ser venerados en toda la región, por una amplia variedad de creyentes. Para los católicos, simplemente eran santos. Para los practicantes de la religión yoruba —en su mayoría afrodescendientes— eran relacionados a Ibeji, una divinidad de la vida, protectora de los gemelos. Para los Dhaoríes, eran relacionados al concepto de Malgitek, o de "dualidad" de las fuerzas de la naturaleza. Pero todos los sistemas de creencias del país, de alguna manera u otra, respetaban aquel feriado como uno de gran importancia.
Lo interesantes es que este sincretismo, previo a la Guerra de Independencia, había sido condenado, prohibido y punido por los colonizadores. Tan solo después de su fin, se había integrado y enraizado a la cultura popular, especialmente la sureña.
Ya que Cosme y Damián, Ibeji y el concepto de Malgitek eran todos relacionados a los niños y jóvenes, la costumbre de regalarles pasteles y buñuelos ese día, para satisfacer a dichas entidades, se instauró. Las calles se llenaban de infantes, escolares y jóvenes, todos sujetando canastos y yendo de casa en casa, tienda en tienda, recolectando las ofrendas regaladas por sus dueños. Era uno de los pocos momentos del año en que el sur del país genuinamente estaba en paz.
Theodore había decidido mantener la imprenta abierta —como varios otros negocios del puerto— hasta las dos de la tarde, pero no con la intención de forzar a sus funcionarios a trabajar, sino para regalarles el banquete más dulce de sus vidas.
Con dinero de su propio bolsillo, había dispuesto una mesa gigante de golosinas, confites y postres adentro de la sala de redacción, para que todos pudieran tener un descanso de sus sobrecargadas vidas y sentirse como niños otra vez.
Pero claro, los que más disfrutaron el regalo fueron los jóvenes repartidores. Casi todos huérfanos, desafortunados; no habían logrado disfrutar los placeres de la infancia jamás. Algunos nunca siquiera habían probado un pedazo de chocolate antes y Theodore —habiendo pasado por la extrema pobreza en su propia niñez— no pudo evitar sentirse emocionado por sus reacciones exageradas y sonrisas fascinadas al devorar los dulces.
Ver a una de las pocas chicas que trabajaban en la imprenta comer un Pain au Chocolat y reírse, sin embargo, fue lo que más le dolió. Era el dulce favorito de Caroline.
Con lágrimas en los ojos y un sentimiento de culpa en el pecho, él se separó de sus empleados y salió a la calle otra vez, a respirar un poco de aire fresco. Había pasado gran parte de la mañana conversando con sus funcionarios y necesitaba un descanso de cualquier interacción social. Además, quería callar a sus pensamientos con la bulla de la urbe. Estar afuera era la mejor decisión que podía tomar.
Durante todo el evento, su rodilla le dolió. Su cuerpo lo hizo contemplar el ceder ante sus deseos y comprar algunas ampollas de cocaína líquida, pero su corazón le rogó que no lo hiciera. Esta indecisión lo dejó nervioso e visiblemente inquieto. Pero lo que más lo asustó fue darse cuenta de que a cada nuevo día que no se inyectaba, sus ganas de hacerlo se volvían más fuertes y su malestar físico, peor.
Sabía que así se sentían los veteranos de la guerra de independencia, adictos al opio y a la morfina. Y tenía claro que, si seguía llenándose las venas de coca, terminaría igual a todos ellos: desorientado, desesperado y condenado al ostracismo. Así que, al caminar a la farmacia más cercana, buscando un remedio para sus aflicciones, decidió cambiar su prescripción otra vez. Escogió una droga elaborada localmente por el propio farmacéutico: elixir de mandrágora. Según lo que el hombre le había dicho, sus propiedades analgésicas eran tan eficientes y estimulantes como las de las previas medicaciones por él consumidas. En verdad, lo único que le causó fue una somnolencia excesiva y extremo déficit de concentración. El dolor en su rodilla seguía existiendo. Pero Theodore era obstinado y por más que su organismo le rogara por una nueva inyección de coca, él se negó en darle el gusto. No repetiría los mismos errores del ayer.
Sin pensarlo demasiado, decidió ir a la casa de Janeth. Debía distraerse, si quería mantener su cabeza en el lugar y a sus pensamientos intrusivos aprisionados, lejos de su cordura. Además, ella era la única persona con la que quería interactuar en el momento.
—Theo... —su amada murmuró al abrir la puerta, sorprendida de verlo.
Ambos no se encontraban a exactamente diez días. Habían necesitado el tiempo a solas para sanar y contemplar la real importancia de su relación con la cabeza fría.
—Hola.
—Hola...
—¿Quieres que me vaya? —él preguntó de inmediato, nervioso—. Si quieres estar sola un poco más lo entiendo, pero te extrañaba y...
—No —Jane lo cortó, apartándose de la puerta—. Pasa.
Con un exhalo tembloroso y una expresión incierta, el periodista lo hizo. Se fijó de inmediato en los buñuelos de canela que yacían sobre la mesa, sus dulces favoritos. Pero supuso que eran para los niños que cruzaban la calle. Así que se quedó callado, los ignoró y se sentó en el sofá.
La señora Durand —quien lo conocía mejor que nadie— vio el interés en sus ojos antes de que se desvaneciera y en silencio fue a la mesa, recogió un par y se los ofreció.
—¿Café?
—Ehm... no. No te quiero molestar.
—Ya está hecho —ella calmó—. No será molestia alguna servirte un poco.
—Entonces... está bien. Acepto uno.
—Ya vuelvo.
Janeth salió de su campo de visión. Él la escuchó prepararle la infusión en la distancia, pero no volteó la cabeza para mirarla. Estaba tan ansioso que no lograba despegar sus ojos del piso.
—Tengo algo que contarte —le dijo de todas formas, jugando con su anillo de matrimonio para deshacerse de su desasosiego—. Y prefiero que te enteres de todo a través de mí, que de otro lado.
—¿Qué ya sucedió ahora?
Ignorando el tono desalentador de la editora, él decidió hacerle caso a la orientación de Helen y le relató todo lo que había ocurrido con Régine, Bernard y el resto de su familia, en las últimas semanas. Ahora que todo el asunto ya se había resuelto, era mejor que ella supiera la verdad.
En determinado momento, la señora Durand le entregó su café y se sentó a su lado, a oírlo con más atención. Cuando él terminó de hablar, ella masajeó su rostro y soltó una risa áspera, cansada:
— A tu familia realmente le pasa de todo, ¿no es así?
Theodore sonrió, ya acostumbrado a semejantes tragedias.
—El día en que tenga paz en mi hogar será el día en el que muera.
—No digas eso — la voz herida de su amante lo hizo mirarla, por primera vez desde su llegada—. No hagas bromas con tu muerte...
—¿Por qué?
—Sabes muy bien porqué.
El señor Gauvain dejó a un lado su actitud casual por una más seria.
—No volveré a hacer algo tan estúpido como lo que hice en el lago.
—No tienes cómo prometerme eso. Y yo no tengo cómo creerte —Jane respondió, bebiendo un sorbo de su propio café.
—Le hice un juramento al alma de mi hija, esa noche. Aunque existir sea mi castigo, no intentaré huir de él. Puedes elegir no creerme, pero yo sé que esa es la verdad... —él a la vez bajó su taza, dejándola sobre la mesa de centro—. Además, si de verdad me suicidara, le rompería la promesa que le hice a Caroline también. Tengo que estar vivo para protegerte y cuidarte. Aunque últimamente siento que tú has estado rellenando ese papel por mí...
—Te amo, Theodore —ella afirmó, para su sorpresa—. Apoyarte es algo natural para mí.
—Pero aún no me perdonas.
—Una semana y tres días han pasado desde que mi mundo se vino abajo... Necesito más tiempo.
—Lo sé... y no te demando que lo hagas en breve, apenas preguntaba.
Janeth dejó su propia taza al lado de la del periodista, aún a medio beber, y se le acercó en sofá. Apoyando su cabeza en su pecho, lo invitó a sostenerla entre sus brazos —lo que hizo, luego de un instante de hesitación—. No se sentía digno de recibir su afecto, pero a la vez reconocía que lo necesitaba más que el aire que respiraba y que no sería justo de su parte rechazarlo, al ser ofrecido libremente, por la misma mujer a la que había injuriado.
—Te he extrañado —ella murmuró, cerrando los ojos—. Esta casa se siente tan vacía sin ti... sin Carol.
—Yo también las extraño, a ambas —acarició su cabellera—. Mucho.
Hubo una pausa en su conversación. Theodore pensó que Jane se había quedado dormida, hasta que la escuchó decir, en una voz pequeña y nerviosa:
—Tengo algo que contarte.
—¿Sí?
—La vi, esa noche... antes de llegar al lago.
—¿La... viste?
—A Caroline.
—¿Qué?...
—Estaba de pie aquí, al frente de este sofá. —la señora Durand lo interrumpió, queriendo explicarse—. Se me apareció en una visión, junto a tu madre.
El estómago del señor Gauvain se reviró.
—¿Mi madre? —él contuvo su aliento, sintiendo escalofríos por todo su cuerpo—. ¿Qué hacía aquí? ¿Te dijo algo?
—Ella es la razón de que estás vivo ahora —Jane confesó, acomodándose para poder mirarlo—. No quise decírtelo antes porque temía sonar como una loca, pero te prometo que todo lo que digo cierto... Ella y Carol estaban aquí. Sus espíritus se me aparecieron de verdad, no fue un sueño. Y aunque confieso que sí, por un minuto pensé que estaba perdiendo la sanidad... Eventualmente, acepté que estaba perfectamente lúcida. Porque, por más extraño que parezca, no les tuve miedo... en ningún momento. Y por eso mismo, supe que debía confiar en mis instintos y confiar en ellas. Ambas insistieron en que fuera al lago Colburgue, a buscarte. Me dijeron que estabas allá. Y tu carta de despedida me impidió de ser lógica y cínica... así que hice lo que demandaron de mí y corrí a tu rescate. Aunque después descubriera que fuera una ilusión, o una alucinación, preferí prevenir a lamentar... Pero resulta que todo lo que me contaron era cierto; tú estabas en el muelle, contemplando hacer lo impensable... y si no hubiera ido allí, probablemente estarías muerto ahora mismo.
—Entonces fue mamá quien te dijo... —Theodore murmuró para sí mismo y terminó divagando, al sentir sus ojos irritarse y algo incomodarle la garganta—. ¿Estás segura?
—Con toda mi alma. Y quisiera que las pudieras haber visto también... Se veían hermosas, casi angelicales. Estaban vestidas de blanco y emanaban una luz tan fuerte, tan linda, que ni sé cómo describirla. Divina, es la única palabra que se me viene a la mente —Jane sonrió por un corto segundo, al recordar la visión—.Pero las dos también estaban muy preocupadas y eso se demostraba en el brillo de sus ojos, en la manera cómo me hablaron... No exagero cuando digo que me rogaron que fuera a buscarte. Y puedes elegir pensar que perdí la razón por un momento, pero...
—No creo que perdiste la razón. Porque soñé con ellas aquella noche —Theodore la cortó con una confesión propia, dejando que sus mejillas más una vez se convirtieran en el cauce para sus lágrimas—. Y en el sueño, me imaginé dejándote en tu cama, para que durmieras en paz. Luego me levanté y caminé hacia la puerta. Me quité el anillo... —miró a la sortija con el zafiro partido que llevaba en el meñique—. Y lo dejé sobre la mesa para que cuando te despertaras, supieras que no tenía planes de regresar aquí. Quería volver al Colburgue... y terminar lo que había empezado —volvió a cruzar miradas con su amada, quien a este punto se sentía tan conmovida como él—. Pero antes de que pudiera salir a la calle, Caroline me detuvo. Me preguntó si de verdad iba a romper la promesa que le hice... —su voz se afinó, pero siguió hablando—. Y tal como tú lo dijiste, mi madre también estaba por aquí. Me imploró que desistiera de mis planes. Que me quedara a tu lado y no saliera de aquí —Janeth llevó una mano a su rostro y lo secó con su pulgar—. Y como si no bastara... también vi a mi Lenny.
—¿Viste a Eleonor? —las cejas de la mujer se curvaron, en una expresión tan empática como apenada.
—Y Charles... los dos —él sonrió, melancólico—. Me d-dijeron que han estado j-junto a mí desde que fallecieron... pero q-que no los pude s-sentir porque estaba... m-muy concentrado en m-mi luto —sus hombros comenzaron a moverse y antes de que pudiera detener su llanto, este ya había empezado—. Me dijo q-que me perdonaba, Jane... ella me d-dijo que... que...
La señora Durand copió su sonrisa, agradecida con los cielos por la intervención, y feliz por la breve instancia de paz que su amante pudo tener. Ver a su hija, aunque apenas en un sueño, fue el bálsamo divino necesario para sanar la llaga más sangrienta y profunda que existía en su alma: la desdicha de perderla.
—Siempre te dije que ella te amaba, Theo —corrió una mano por su cabellera, quitándole los mechones sueltos de los ojos—. En vida o en muerte.
—Me dijo que e-esperaría por mí... —él cerró los ojos y frunció el ceño—. Que e-estaría cerca de mí h-hasta que t-tomara mi último a-aliento.
—Y le creo —ella concordó, volviendo a secar su rostro—. Te creo. Todo esto es demasiado perfecto para que sea una mera coincidencia, o apenas una fantasía... Caroline, la señora Leónie, Charles y Eleonor sin duda nos vinieron a visitar... En espíritu, lo hicieron. Dios lo permitió.
—A s-salvar. V-Vinieron a salvarme...
—Sí —Jane le sonrió—. Tienes razón. Vinieron a salvarte.
Los dos permanecieron unos minutos más callados, pensando en las experiencias que acababan de compartir. Pese a no ser personas religiosas y dogmáticas, sí eran espiritualizadas y creían en una fuerza superior que los protegía. Por ello, terminaron agradeciendo en sus mentes a la misma, por la oportunidad de volver a encontrarse con sus seres queridos.
Luego de perder a tantos parientes y amigos en sus vidas, sabían que aquella ocasión nada más era que milagrosa. No la olvidarían o menospreciarían jamás.
Y al decirle adiós a su amante aquella tarde, Theodore al fin lo hizo con la consciencia tranquila. Sabía que ella no estaba sola en aquella diminuta y fría casa; su querida hija, Caroline, estaría consigo. Así como Eleonor y Charles estarían con él. Por siempre.
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