𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟸
Merchant, 22 de septiembre de 1892
La primavera llegó y con ella, el regreso de las huelgas obreras y las protestas ciudadanas. Luchar contra el puño firme del alcalde era difícil en los meses de invierno, considerando la nieve, lluvia y la escarcha, pero con el florecer del suelo y el renacer de las plantas, resurgía también el odio durmiente del pueblo hacia Thomas Morsen. El conflicto, esta vez, era por el aumento del precio de los licores.
—Le puedes quitar lo que quieras a un Merchanter, menos su alcohol —Frankie Laguna, el jefe de los Ladrones de Merchant, le dijo a Theodore mientras ambos veían una turba de manifestantes confrontarse con la policía en una de las calles cercanas a la Casa de Gobierno—. Y justo por eso, esto no va a terminar bien. Usted debería irse a casa luego... Solo se meterá en problemas si permanece por aquí.
—No puedo. Alguien tiene que registrar este espectáculo —el señor Gauvain levantó su libreta y lápiz, resaltando su punto.
—Sí, pero usted no puede correr —el criminal señaló a su pierna coja—. Insisto, váyase mientras aún pueda. Después si quiere le doy una entrevista en privado y le digo lo que pasó, paso a paso.
—Si me voy a casa ahora, estaré inquieto y turbado por mi curiosidad. Agradezco su preocupación, pero me quedaré aquí unos minutos más.
—¿Vale la pena morir por una noticia?
—Es mi trabajo. Mi deber.
—Bueno, si eso piensa... me lavo las manos —Frankie dio de hombros y señaló con la cabeza a la muchedumbre—. Me tengo que ir. Disfrute la barbarie.
—No se preocupe, ya vi cosas peores en la guerra de independencia. Nada de lo que pase hoy superará la Batalla del Rio Rojo.
El comandante, al oír sus palabras, perdió su gracia y su carisma.
—¿No eres demasiado joven para haber estado allí?
—Yo vivía en una de las casuchas cercanas al río. Era pequeño, pero no lo suficiente como para olvidar la masacre.
—Ya veo... —el criminal cruzó los brazos—. Tenemos más en común de lo creía, entonces. Yo luché en el ejército revolucionario. También vi la masacre, como usted la llama. Pero lo hice como un soldado.
—Lo sé —Theodore contestó con serenidad—. Sé quién usted realmente es.
—¿En serio? —el hombre levantó una ceja, desconfiado.
—Claro. Después de mucho pensar sobre la familiaridad de su rostro, descubrí quién es: Muriel Frankfurt. El capitán de fragata que traicionó a la nación y casi nos hace perder la guerra. ¿O me equivoco?
Sorprendido por su comentario y por su observación, Frankie se le acercó y le dijo, en un tono bajo, cauteloso:
—No se equivoca respecto a quien soy. Pero nunca traicioné a nadie. Me acusaron de vender la posición de nuestro ejército a los ingleses injustamente. Yo no lo hice.
—Y ¿quién lo hizo, entonces?
—¿Sabe quién es Aurelio Carrezio?
—Ya le dije, vivía cerca del río. Los conozco a todos, y claro que sé quién él es. El mayor de Carcosa. Fue jefe de caballería por un tiempo.
—Sí, él mismo... Fue ese infeliz el que pensó que nuestras probabilidades de vencer la guerra eran escasas y decidió ayudar al enemigo, para salvarse el pellejo en caso de que perdiéramos la batalla del rio Rojo. Él nos traicionó a todos y se llenó los bolsillos de oro vendiéndole a los ingleses su lealtad. Es toda una historia, que no tengo el tiempo de divulgar ahora. Solo cuénteme, Gauvain, ¿por qué nunca me confrontó respecto a mi identidad? Siendo periodista, asumo que curiosidad es algo que no le falta.
—Simple, no me gusta recordar esa época de mi vida, y creo que a usted tampoco —fue la respuesta sincera del hombre—. Así que no se preocupe. Su secreto está a salvo conmigo.
—Eso espero —Frankie volvió a mirar a la disputa en la lejanía—. No mucha gente sabe quien de verdad soy, así que por favor...
—Repito, no se lo diré a nadie.
El Ladrón sacudió su cabeza, concordando con lo dicho. Al mismo tiempo, algunos disparos resonaron y una correría comenzó. La policía, al no lograr contener a los manifestantes por cuenta propia, había invocado la presencia del ejército.
Al ver las chaquetas rojas al final de la calle, el jefe de los Ladrones llevó una mano a su revólver, sacándolo de su cinturón.
—Cuídese, Gauvain —le dijo, con un aire preocupado—. Y recuerde que tiene dos hijos a los que criar.
—Tenga cuidado usted también, señor... —Theodore detuvo su habla por un instante—. Espera, ahora me surgió una duda.
—¿Qué?
—¿De dónde vino su seudónimo? ¿Laguna? No es un apellido común aquí en las Islas.
—Ah... Ese es el nombre de un municipio que mi padre visitó en Tenerife, cuando trabajaba como marinero. San Cristóbal de la Laguna. Era su lugar favorito en las Islas Canarias... De ahí saqué la inspiración para mi seudónimo —más disparos interrumpieron su charla—. Si quiere después le cuento más sobre ello. Ahora de verdad debo irme.
—Claro, adelante... Y tenga un buen día.
—Ídem.
El periodista lo vio correr hacia el peligro junto a sus hombres y decidió seguir su consejo de retirarse de la zona, antes que huir se volviera imposible. Regresó entonces a su imprenta, le entregó las hojas que había escrito sobre el conflicto a sus empleados de la sala de redacción y se marchó a su despacho, a descansar la pierna lisiada. Había caminando demasiado aquel día y su dolor lo comprobaba. Lo único que quería era alguna pastilla o ampolla inyectable que lo suavizara, pero se había prometido a sí mismo que se mantendría alejado de cualquier medicamento por el momento. No quería volver a repetir los mismos errores cometidos hacia su esposa, hijos y Janeth. Por ello, distraerse de sus deseos con su trabajo se volvió la prioridad del momento. Leyó los borradores de los diarios que saldrían la próxima semana y corrigió todos los errores que pilló, además de reescribir algunos parágrafos. Pero alrededor de las cinco de la tarde, luego de horas laborando con paciencia y resignación, las punzadas en su rodilla lo convencieron a desistir de su cometido.
Su inquietud por no saber qué había pasado en la Casa de Gobierno también lo tenían estresado. Una ampolla de coca sin duda solucionaría ambos problemas. Caviló sobre su decisión final por unos minutos, temiendo las consecuencias de la dicha, pero desesperado por un único minuto de alivio. La presión eventualmente lo hizo ceder. Dejó su escritorio, visiblemente nervioso, y caminó por su imprenta a pasos rápidos, casi que corriendo a la salida.
No se esperó chocar con Bernard mientras realizaba su escape. La doble culpa que sintió su alma al verlo fue inmediata.
Se había acostado con su esposa. Y lo había hecho por estar intoxicado. ¿Realmente estaba seguro de que ir a la farmacia sería una buena idea?
—Hey... ¿Dónde estabas? No te vi aquí por la mañana —su hermano apoyó ambas manos en la cintura, esperando una explicación coherente.
—Eh... estaba una manifestación, cerca de la Casa de Gobierno.
—¿Por el alza del precio de la carne?
—De los licores.
—Ah... comprendo —Bernard dijo y bajó el mentón por un instante, haciendo una pausa dramática—. Mira... necesito conversar contigo a solas. ¿Estás ocupado ahora?
—De hecho, sí. ¿Es algo muy urgente?
—Un poco... Tiene que ver con Régine.
Theodore sostuvo su aliento. Oír el nombre de su cuñada apenas empeoró su angustia y su arrepentimiento. Aun así, se esforzó en mantener un semblante neutral, imperturbable.
—¿Será una conversación muy larga?
—No, solo debo darte una noticia y es mejor hacerlo en algún lugar privado.
—¿Noticia? ¿Grave?
—Sí.
El señor Gauvain miró a la salida de la imprenta y luego a la puerta de su despacho. ¿Qué debería hacer? ¿Charlar con su hermano o huir de sus miedos? ¿Soportar su dolor un poco más o correr hacia la farmacia más cercana? ¿Prestarle su apoyo o caer ante sus vicios?
—Está bien —él accedió, con un suspiro estresado—. Hablemos.
La charla fue algo larga, pero la noticia fue entregada con relativa rapidez: Régine había sido ingresada a un hospital psiquiátrico.
Al parecer, ella había sido encontrada por un policía practicando "actos ilícitos" con otro hombre, entre unos rosedales del parque central. Para evitar que fuera arrestada y que el nombre de su familia fuera destruido por completo, Bernard afirmó que su esposa había tenido un surto maníaco y logró que el médico familiar lo correlacionara a un episodio de histeria femenina. La logró salvar de estar en la cárcel por más de seis años, pero no de que fuera encerrada en un manicomio por orden del comisario.
—¿Puede recibir visitas? —Theodore indagó, sintiéndose apenado por su situación.
—Puede, pero apenas en los fines de semana.
—Debo ir a verla.
—No te lo recomendaría.
—¿Por qué?
—Anda diciendo ciertas locuras a tu respecto...
—¿Locuras?
—Dijo que si era merecía estar presa, tú también.
—¿Por lo de Jane? —el periodista tragó en seco.
—No. Alegó que tú y ella habían estado juntos. Ridículo, lo sé. Pero para evitar que el rumor se solidifique...
—Es mejor que no vaya.
—Exacto —Bernard contestó con serenidad, sin percibir cuán incómodo Theodore se sentía—. Puedes escribirle, pero recomiendo que lo hagas bajo seudónimo.
—Lo pensaré —el periodista cruzó los brazos—. ¿Cuánto tiempo se quedará en ese hospital?
—Tres meses. Si empeora, se le agregarán tres más.
—¿Empeora?
—Si sigue diciendo mentiras, es mejor dejarla ahí.
—¿Dejarla ahí?... ¡Bernard, es tu esposa, no un perro cualquiera al que puedes regalar sin más ni menos!
—¿Y qué quieres que haga? Si la saco de ahí y sigue esparciendo mentiras a nuestro respecto, arruinará nuestra reputación. La mía, y la tuya.
—Estoy seguro de que podemos conversar con ella y hacerla entrar en razón...
—¡Amenazó con matarme!
—¿Qué? —Theodore frunció el ceño, dándose cuenta de cuán delicada realmente era la situación.
—En nuestra última pelea agarró un cuchillo y me amenazó.
—¿Los chicos vieron eso?
—No, por suerte no. Estaban en la casa de los Welch, en una fiesta... Gracias al buen Dios los dejé ir. Imagínate la idea que se habrían hecho de su madre si hubieran estado ahí.
—¿Cómo reaccionaron ellos al enterarse de su ingreso al hospital?
—Me odian por su ausencia. Pero son demasiado jóvenes para entender mis motivos para ponerla ahí.
—¿Quieres que charle con ellos?
—No, no... este es el tipo de tema que es mejor dejar descansar.
Otra vez, la respuesta de Bernard levantó cierta irritación y desconfianza en Theodore. ¿Un "tema que era mejor dejar descansar"? La madre de ambos había sido acusada de infiel, de loca, y despachada a un manicomio. Definitivamente no era una buena idea ignorar el asunto...
Al menos que su hermano le estuviera ocultando algo.
—¿Hay algo que pueda hacer por ustedes?
—Agradezco tu preocupación, pero en este caso, no. Nada. Solo vine a comentarte al respecto, antes de que te pudieras enterar por otro lado.
El periodista asintió y tensó la mandíbula.
—¿Sabes quién fue el hombre que la flagró con su amante?
—No. No tengo ni idea.
—¿Al menos sabes cuál fue la comisaría adonde fue llevada inicialmente?
—Tampoco —Bernard sacudió la cabeza, demasiado relajado para convencer al otro hombre de su inocencia—. No servirá de nada ir allá, Theo.
—Tengo mis medios de conseguir que borren sus cargos.
—Lo que está hecho no se puede deshacer...
—Con suficiente dinero, todo se puede deshacer en esta ciudad. Ahora dime, cuál es la comisaria.
Bernard hizo una mueca frustrada. Sabía que no podía seguir evadiendo la pregunta.
—Creo que fue la N°2 de Romero. Está en la calle Alvega.
Romero era el barrio latino, ubicado en la costa. Si la habían encontrado en el parque central, no hacía el menor sentido que la hubieran llevado ahí. Él estaba mintiendo.
Con esto en la mente, Theodore terminó la conversación, lo dejó irse a hacer lo suyo, encendió el tabaco de su pipa y pensó en lo que debería hacer a seguir.
Ya que su hermano se había negado en decirle la verdad, la única alternativa que le restaba para ayudar a Régine era hablar con la propia. Pero no podía ir al hospital solo, o arriesgaría ser involucrado aún más en el asunto. Y por mucho que quisiera rescatarla de su cautiverio, él no estaba dispuesto a sacrificar su propia libertad para ello. Así que tendría que enviar a una intermediaria. En su caso, sería Helen.
—No creo que es buena idea meternos en esto —ella misma le dijo, horas más tarde, así que él llegó en casa y le explicó todo lo ocurrido—. Si Régine logra probar que tú y ella estuvieron juntos, o peor, que tú y Janeth siguen juntos, nuestras vidas serán destruidas.
—Pero no puedo dejarla encerrada injustamente tampoco. Además, piensa que en algún momento ella saldrá de ese hospital. Puede que se demore meses, o años, pero lo hará. Y abrirá la boca de todas formas. Pero si la ayudamos ahora, si logramos comprarnos su lealtad a través de una buena acción ahora...
—Ella mantendrá su silencio —la señora Gauvain al fin entendió su lógica, pese a aún no verse del todo convencida de que funcionaría—. Ya. Está bien. Si es por tu paz de espíritu, intentaré ayudarte. Iré al hospital mañana y haré con que me diga quién la arrestó. Pero todo lo demás es por tu cuenta. No me meteré más en este asunto.
—Te amo, Helen.
Ella se rio, sin realmente encontrar a la situación divertida y sacudió la cabeza.
—Adulador.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro