𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟷
Merchant, 16 de septiembre de 1892
Luego de despertar abrazados y de pasar un puñado de horas así, sin charlar demasiado o hacer más que mirarse con ojos cansados, mientras sus manos se acariciaban y sus dedos se entrelazaban, ambos se levantaron y fueron a desayunar. Mientras comían, Janeth insistió que llevaría al periodista de vuelta a su hogar en persona.
—Me quedaré en la esquina, hasta verte entrar. No quiero que tengas que caminar bajo esta lluvia, solo.
No necesitó decir lo obvio: seguía estando demasiado preocupada con él como para otorgarle total libertad sobre sí mismo. Tenía que acompañarlo, porque no hacerlo se sentía una decisión ingenua e irresponsable.
—Me da miedo volver ahí... —Theodore admitió de pronto, bebiendo su café—. No puedo perdonarme por lo que le hice a Lawrence.
La señora Durand, sorprendida al oírlo hablar con convicción por primera vez desde que abrió los ojos, no pudo contener su curiosidad:
—No tienes que responderme, pero... ¿por qué le pegaste?
El señor Gauvain la miró.
—No lo estaba viendo a él. Cuando me jaló del brazo para impedirme de marcharme y yo me volteé, no vi a su rostro, sino al de August Tubbs... y no me pude contener. Le di un puñetazo, con toda la fuerza que tenía —bajó su taza—. No sé hasta ahora qué me pasó esa noche. Pero estaba teniendo visiones, escuchando cosas... Todo ilusorio, claro. Y ahora lo reconozco, pero en ese momento pensé que las falsedades que veía eran parte de la realidad.
—¿Y por qué crees que eso sucedió?
—No lo sé con exactitud. Puede que se esté volviendo loco... No sería el primero en mi familia en perder la cordura —bromeó, pero su tono pesaroso arruinó el chiste—. O a lo mejor, tuve alguna reacción inusual a mi nueva medicación.
—¿Las ampollas de cocaína?
—Sí... —él volvió a mirar a la mesa, hacia el canasto con los buñuelos de canela. Recogió uno y se lo comió antes de continuar:— No te mentí, cuando hablé contigo ayer. Esa sustancia es muy extraña.
—Siento que no te escuché tanto como debería, así que por favor refréscame la memoria... ¿Cómo te sientes luego de inyectártela?
Theodore suspiró.
—Es como si todo el mundo hubiera dejado de existir.
—Hm —ella untó un poco de jalea en un pedazo de pan—. Poético. Pero me refería a lo físico.
—Ah... pues, en las primeras veces que me la inyecté me sentía tranquilo, pero ahora... —hizo una mueca disgustada—. Excitado, en todos los aspectos posibles. Mi corazón parece que saldrá de mi pecho a cualquier minuto. Mis sentidos se agudizan. No puedo permanecer quieto por mucho tiempo. Quiero charlar, correr, gritar, cantar... hacer de todo, al mismo tiempo. Tengo demasiada energía y un vigor excesivo, que me trae bastante felicidad, pero también mucho nerviosismo...
—No suena como si fuera una experiencia agradable.
—Y eso es lo más raro. No parece ser una buena experiencia, pero de alguna manera extraña, lo es —el periodista confesó, un poco angustiado—. Y eso me aterra. Porque temo que esas sensaciones me hayan gustado demasiado. Que el placer me esté venciendo a la razón.
Janeth tradujo sus palabras cuidadosas en su mente.
—Crees que se estaba convirtiendo en un vicio.
—Precisamente. Y aunque las inyecciones sí me quitaron todo el dolor de mi pierna y me hicieron sentir algo más que melancolía por la primera vez en meses, también me llevaron a actuar de manera inconsecuente y herirte a ti, a mi familia... y no quiero hacer eso de nuevo. Nunca más —tragó en seco y se aguantó sus emociones, negándose a seguir llorando—. No me convertiré en mi padre.
—Nunca serás igual a él.
—Golpeé a mi hijo. Estuve bien cerca de hacerlo.
—Fue un error. Uno, Theo. No varios... No eres igual a él.
—Lo siento, pero solo me creeré tus palabras cuando Lawrence me las diga. Necesito que me las diga.
Janeth suspiró y asintió, tomando una de sus manos para darle un beso.
—Te perdonará.
—¿Y tú?
Ella bajó la mirada, pero no soltó su palma.
—Necesito un tiempo para pensar... Para poner mis sentimientos y pensamientos en orden. Porque lo que hiciste me dolió... más de lo que jamás podría explicarte. Más de lo que jamás entenderías.
Theodore, compungido y avergonzado, asintió.
—Lo lamento.
—Lo sé — ella murmuró, luego de un pequeño instante de silencio—. Pero sí quiero hacerlo... De verdad quiero perdonarte. Algún día.
Eso era todo lo que él anhelaba, y no le pediría más. No estaba en una posición de pedirle más. Por eso, besó la mano de Janeth de vuelta, con todo el amor que por ella sentía, y se juró a sí mismo que nunca la volvería a decepcionar de tal manera.
Al terminar de comer, dejó la propiedad a su lado. Regresó entonces a la calle de su casa y tomó coraje para entrar allí y confrontar a su familia. Pero no podía irse sin decirle algunas palabras primero:
—Gracias... por no abandonarme en ese lago. Tenías todo el derecho de voltear tu espalda hacia mí. Deberías haberlo hecho...
—No —ella lo cortó.
—Deberías —se repitió de todas formas—. Pero agradezco que me hayas tenido piedad.
Ella sacudió la cabeza y respiró hondo.
—No te escaparás de mi tan fácil —contestó, con los ojos tristes y una expresión cansada—. Así que no vuelvas a intentarlo.
—Haré mi mejor esfuerzo.
Silencio. Apenas el ruido del viento y de la nieve cayendo rellenó la quietud entre ambos.
—Cuídate, Theo.
—Lo haré —él prometió y observó con cuidado sus alrededores, antes de recoger su mano y besarle la sortija de zafiro—. Te veo en breve... si me aceptas de vuelta, eso es.
—Mi puerta siempre estará abierta para ti.
Él le sonrió, arrepentido y encariñado, y yendo contra la voluntad de su corazón, contra los deseos de su alma y las fuertes emociones que tan solo a ella le pertenecían, se obligó a apartarse de ella, dándole una última reverencia como despedida.
Caminó solo a su hogar, escondiendo su vergüenza, congoja y soledad bajo una máscara de solemne remordimiento. Estiró su postura, trató de no cojear, cerró las manos en puños y no miró atrás. Porque si lo hacía, no seguiría adelante. Y debía hacerlo; el resto de su familia lo necesitaba.
Golpeó la puerta y una de sus empleadas le abrió. Enseguida, la dama gritó por el nombre de su esposa y lo dejó entrar, perpleja por su apariencia descuidada y por la herida en su cabeza. Así que él pisó en el vestíbulo Helen se apareció en su frente, luciendo tan cansada y estresada cuanto él.
—Ted... —murmuró, antes de atraparlo entre sus brazos.
La acción lo tomó de sorpresa. El cariño abiertamente expresado por su mujer le recordó demasiado al demostrado años atrás, cuando ambos eran jóvenes y su historia aún estaba envenenada por centenas de traiciones y decepciones. Supuso que, en algún punto remoto del alma de su esposa, los vestigios de su antiguo amor aún existían, protegidos por la amistad que a tan poco tiempo habían vuelto a entablar.
—Lo siento —él le dijo al oído, apoyándose en su figura y dejando de lado sus pretensiones de hombre fuerte e insensible.
—¿Dónde estabas? —Helen indagó con voz acuosa.
—En el punto más bajo de mi vida.
—Teddy...
—Tengo muchas cosas que contarte... más tarde.
Ella se apartó, entiendo su mensaje: necesitaban de privacidad.
—¿Papá? —ambos escucharon la voz de Lawrence resonar junto a sus pasos apurados y miraron en dirección a la sala.
Theodore volvió a inflar su postura y cubrir su vulnerabilidad con su seriedad. No quería que su hijo se preocupara aún más por él. Pero su armadura oxidada no logró mantenerse unida por mucho tiempo. Mirar al muchacho a los ojos —idénticos a los de su hermana— fue el golpe crítico que la rompió.
Lawrence, así como su madre, corrió hacia él y lo abrazó. El periodista hasta quiso contener sus lágrimas, pero terminó rindiéndose al escuchar el llanto del propio joven al que sostenía.
Hacer esto lo hizo comprobar que Janeth tenía razón; él no era igual a su progenitor. El viejo señor Gauvain jamás le hubiera permitido acercarse tanto a sí mismo, o dejarse amar. Era un hombre rudo, solitario e indiferente. Opuesto a sí mismo, en todos los aspectos. Hubiera regañado a Lawrence por llorar. Le hubiera dado un manotazo y demandado que fuera más fuerte, más varonil.
Él no quería hacer eso. Solo consolar a su hijo y removerle de encima parte de su luto, de su aprensión y de su agotamiento.
—No sabes cuánto me alegra que estés en casa, papá...
—Perdóname —lo interrumpió—. Por favor.
—No h-hay nada que perdonar. Nada —Lawrence se separó de su torso—. Pero si sería bueno oír una explicación.
—La tendrás —el periodista miró a su esposa en seguida—. Ambos lo harán —señaló con la mano a las escaleras—. Vayamos a mi despacho, por favor... tengo muchas cosas que contarles.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro