𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸
Merchant, 08 de agosto de 1892
Regresar al edificio de la Gaceta luego de tanto tiempo alejado de su oficio le resultó extraño y a la vez reconfortante. Comprobar que su negocio seguía funcionando como debería, pese a su ausencia, fue un alivio tremendo. Pero volver acostumbrarse al ritmo acelerado de la imprenta le resultó algo difícil, no lo negaría.
Al llegar, encontró a sus funcionarios haciendo lo de siempre: corriendo de un lado a otro entre los linotipos y prensas rotativas, distribuyendo bobinas de papel y tarros de tinta, usando carros de carga para llevar los ejemplares recién impresos a la zona de despacho y gritándose órdenes sobre el fragor estruendoso de las máquinas —que asemejaba al ruido de un centenar de monedas siendo sacudidas en una bolsa, o de un puñado de llaves chocando contra su llavero—.
Este ruido era metálico, molesto, y al sumarse con la percusión mecánica de las prensas, ensordecedor. De hecho, la cacofonía en las imprentas de la época era tan grave e inescapable, que empresarios como Theodore preferían contratar a funcionarios con problemas auditivos para operar los linotipos. En la Gaceta específicamente, tenía a cinco sordomudos. Al cruzarse por sus caminos, él les daba unas palmaditas al hombro para saludarlos, o simplemente les gesticulaba "Hola" en lengua de señas —la cual conocía bastante bien gracias a años trabajando junto a dichos empleados—. Todos los demás, aturdidos por la polución sonora, no tenían otra opción a no ser tapar sus orejas con pelotitas de algodón o tapones de cera. Era eso o dañar a sus tímpanos para siempre.
Él, así como los otros periodistas y redactores, eran los únicos que no usaban nada en sus orejas. Como trabajaban en áreas separadas, la precaución no era necesaria. Pero todas las veces que dejaba su escritorio para caminar por las líneas de producción de su diario, Theodore se arrepentía de no hacerlo. Los oídos le llegaban a zumbar, cuando se acercaba allí. Y este era otro elemento de su rutina al que se había desacostumbrado. Su mueca de sufrimiento lo comprobaba.
—¡Señor Gauvain!
—¡¿Qué?! —gritó por sobre el ruido.
—¡Por aquí!
Él se volteó, siguiendo la dirección de la voz, y se deparó con Henry, sonriéndole de oreja a oreja. Le estrechó la mano, sintiendo la misma alegría que él al verlo y le echó una mirada rápida.
El chico, al que conocía desde la infancia, a este punto se había convertido en un muchacho gallardo, carismático y educado. Ya era un funcionario permanente de la Gaceta a dos años y ahora, habiendo cumplido los quince, al fin dejaría de ser un repartidor de periódicos para convertirse en un linotipista y cajista contratado.
Con su ascenso, su puesto como supervisor de repartidores sería ocupado por Raoul Breslow y Jacob Thornbolt —dos de los niños que el señor Gauvain había ayudado a escapar de Hurepoix y enseguida empleado, en 1888—. Desde su llegada a la imprenta ambos habían demostrado ser jóvenes gratos, activos y ambiciosos, algo que él apreciaba y admiraba. Cuando alcanzaran la edad adecuada, planeaba darles el mismo nivel de instrucción que Henry. Quería que también fueran funcionarios fijos de la Gaceta.
—¡¿Estás aprendiendo cómo usar el linotipo?! —el periodista indagó, acercándose más al muchacho y a la máquina.
—¡Sí señor! ¡Aunque confieso que estoy confundido! ¡No sabía que su funcionamiento era tan complicado!
—¡¿Complicado?! ¡Es una máquina milagrosa! —el hombre sentado frente al teclado del linotipo en cuestión, llamado Zachary Orson, irrumpió en su conversación—. ¡Antiguamente nos llevaba una semana imprimir ocho páginas sin esto! ¡Eso era complicado!... ¡Ahora en un día podemos imprimir decenas! ¡Centenas! ¡Artículos completos! ¡Es increíble!
—¡Todo gracias a estos lingotes de plomo! —Theodore sonrió, apuntando a las tabletas de metal fundido que reposaban a un lado.
Tal como lo dicho por Zachary, antes de la invención del linotipo, cada línea impresa en papel era organizada y montada a mano por un profesional llamado cajista, usando moldes de letras invertidas. Estos moldes —o matrices— eran seleccionados y puestos en un contenedor de madera —la galera— uno al lado del otro, hasta crear una oración completa.
Esta línea de caracteres era entonces llevada a la prensa, ubicadas en su base de piedra y usada para imprimir el texto deseado en hojas largas de papel.
Tal proceso, creado por Gutenberg hacia 1440, era arcaico, impráctico, lento y caro. Pero por siglos había sido el único medio de impresión disponible.
Theodore lo había aprendido gracias a la paciencia y buena voluntad de su suegro —el hombre que lo incentivó a abrir un periódico en primer lugar—. En los días iniciales de su negocio, los dos habían sido los únicos cajistas de la Gaceta. Pero a medida que los años fueron pasando y sus ingresos fueron creciendo, su equipo se alargó lo suficiente como para que pudieran dejar esta antigua faena de lado, poniéndola a cargo de personas más calificadas para realizarla.
Para cuando el linotipo llegó a las Islas de Gainsboro, a mediados de 1887, el anciano ya se había jubilado y Theodore se había vuelto el director del periódico.
Por lo que el señor Gauvain se acordaba, el Times de Carcosa había sido el primer diario en contar con la ayuda de estas novedosas máquinas. Las tres que habían instalado en su sede en la capital eran copias fidedignas del linotipo original, inventado por el alemán Ottmar Mergenthaler. Y este periódico, ya famoso por sus altos números de impresión y su rapidez al publicar artículos, logró lo imposible: triplicar sus números de producción y venta. Esta expansión de negocios revolucionó la prensa nacional, causando una habladuría permanente entre los editores y periodistas estatales.
En dos meses, el segundo mayor diario de la capital, el Denver, siguió el ejemplo del Times y se compró diez linotipos. Theodore, sabiendo que pronto sus competidores en Merchant harían lo mismo, sacrificó un tercio de su fortuna personal para adquirir siete de estas máquinas una semana después, convirtiendo a la Gaceta en el primer periódico sureño a contar con linotipos en su línea de producción.
Helen lo quiso matar en ese entonces, pero Jane lo apoyó en su decisión, pese al riesgo que suponía.
Por suerte, el investimento valió la pena. Su adquisición había acelerado la impresión de sus diarios a una velocidad nunca antes vista, permitiéndolo vender más ejemplares en un período de tiempo mucho menor. Esto lo incentivó a gastar más dinero y comprar más linotipos, para seguir aumentando su número de lectores y su fortuna. Si sumaba todos poseía en el presente, el número oficial sería treinta —una cifra impresionante considerando que, hasta ahora, las máquinas resultaban bastante caras de adquirir y mantener en aquella lejana parte del globo—.
Su valor original fue tan elevado, de hecho, que lo llevó a querer investigar su mecanismo por cuenta propia, para certificarse de que la inversión sí valía la pena. Cuando el primero de estos linotipos llegó se decidió de inmediato en aprenderse todas sus funciones y en efecto, comprobó que su mecánica interna era compleja lo suficiente para ameritar su altísimo precio.
Pero discordaba con Henry; operarlo era mucho más simple y fácil que usar la galera.
Con tan solo apretar las letras de un teclado, la máquina seleccionaba las matrices que el usuario quería y las organizaba en cola, usando una aleación de plomo, antimonio y estaño para crear lingotes con una línea completa, ya armada. Estos lingotes eran cruciales para agilizar el proceso de impresión y eran importantísimos para manufacturar un número alto de ejemplares por día.
En el edificio de la Gaceta ambos métodos de impresión —antiguo y nuevo— eran usados, pero Theodore sabía que en algunos años más el linotipo se volvería el estándar. Su rapidez y simplicidad eran incomparables. Pero por ahora quería que sus funcionarios supieran cómo manejarse con los dos —para preservar el viejo conocimiento, más que nada—. Tenía miedo que la tecnología asesinara con frialdad a la artesanía característica de la imprenta tradicional. Sabía en el fondo que su desaparición era un destino inevitable, pero si podía aplazarlo, lo haría.
—¡Señor Gauvain! —otro hombre lo llamó, a sus espaldas—. ¡El linotipo tres se detuvo!
—¡¿Otra vez?! —indagó sobre el estruendo a su alrededor—. ¡¿Ya la lubricaron?!
—¡Sí!
—¡¿Limpiaron el Mouthpiece*?!
—¡Sí! —el sujeto se repitió—. ¡Creo que el contenedor de plomo es el problema!
Theodore suspiró, apoyó ambas manos en su cadera y giró la cabeza a sus demás acompañantes.
—¡Zach, Henry! ¡¿Saben cómo limpian el contenedor?!
—¡No, señor! —ambos el alumno y su tutor respondieron.
—¡Vengan conmigo entonces, les enseñaré cómo!
El periodista caminó hacia la máquina que lo necesitaba y la ojeó por unos segundos, en quieta contemplación. Luego, se quitó el abrigo de encima —entregándoselo al menor de los dos hombres a su lado—, se enrolló la camisa hasta los codos y se aproximó a unas correas que colgaban sobre el linotipo. Las apartó, sacando el sensor* de su lugar, removió el perno que sujetaba el caldero* y enseguida le hizo una seña al sujeto que lo había llamado en primer lugar.
—¡Necesito que me traigas un pañuelo, un escobillón y la varilla!
—¡Sí, señor!
En menos de dos minutos, el funcionario había regresado con lo solicitado. Theodore les dijo a sus aprendices que se acercaran más.
—¡Primero, hay que limpiar el caldero con el escobillón! ¡Pero tengan cuidado para no quemarse! ¡Este líquido puede derretirles la piel de tan caliente! —advirtió, usando el pañuelo para tomar el contenedor y sacarlo del pozo de metal derretido en donde se encontraba. Apoyó el contenedor en el suelo y tal como lo había dicho, uso la escoba para removerle el plomo de encima. Por el cambio de temperatura, este se solidificó rápidamente, siendo fácil de romper y de manejar. Una vez el caldero estaba limpio, lo dejó en el piso y agarró la varilla—. ¡Hay dos agujeros en el fondo de ese pozo, uno paralelo al otro! ¡Con esto... —levantó la barra—, los limpiamos! —NEuevamente poniendo manos a la obra, hundió la varilla en cuestión en el estanque plateado, hasta tocar fondo. Una vez había destapado los hoyos, la removió y la dejó a un lado—. ¡Ahora solo falta una cosa!... ¡El Plunger!
—¡¿El qué?! —Henry hizo una mueca de confusión, mientras otro empleado le traía la curiosa herramienta a Theodore.
—¡Esto! —se la mostró al joven, antes de sumergirla también en el estanque—. ¡Es un destupidor especial para el pozo de fundición! ¡Tienes que girar esta manecilla aquí arriba algunas veces!... —explicó, ya haciéndolo—. ¡Para limpiar las paredes del pozo! ¡Después pones el caldero adentro de nuevo, lo aseguras con el perno, y regresas el sensor a su debido lugar!
Con movimientos expertos y ágiles, Theodore completó la tarea en menos de tres minutos. A este punto, algunos funcionarios ya se habían detenido a su alrededor, a mirarlo. Él, ignorando su pequeño público, se sentó frente al teclado y apretó unas teclas al azar, queriendo ver si la máquina había vuelto a funcionar. Para su alivio, lo hizo; las matrices que había seleccionado habían sido fundidas correctamente.
—¡Y así es como arreglas un linotipo! —sonrió, levantándose de la silla de nuevo.
—¡¿Dónde aprendió todo esto?! —Henry le devolvió su abrigo.
—¡Yo desmonté uno, años atrás, y lo estudié! —contestó, volviendo a cruzar los brazos—. ¡Son máquinas muy sofisticadas! ¡Pero fáciles de arreglar una vez aprendes cómo funciona!... ¡Sé te hará fácil operarla, Henry! ¡Y si el trabajo no te atrae, siempre te podemos mover a otra área!
—¡No será necesario! ¡Creo que le irá bien aquí, señor! —Zachary le dio unas palmadas a la espalda del joven.
—¡Ojalá así sea! —Theodore asintió, antes de que otro hombre llamara su nombre, haciéndolo voltearse una vez más.
Pero la voz que reconoció no era la de ninguno de sus trabajadores, era la de un amigo externo; Griffin, el tabernero del Viking's. Tenía permiso para entrar a su imprenta a cualquier hora del día, ya que era uno de sus medios de contacto más importantes con los nativos de Merchant, y un proveedor valioso de información.
—¡Gauvain! ¡Qué bueno verte! ¡He venido aquí por días, queriendo hablar contigo, pero nadie sabía dónde estabas o qué hacías!
—¡Estaba de viaje! —mintió.
—¡¿Puedo hablar contigo por un momento?! ¡No me demoraré mucho!
—¡Sí! ¡Vayamos a mi despacho! ¡Ahí podemos conversar mejor! ¡Sin este estruendo! —el periodista lo condujo allí de inmediato, cerrando la puerta detrás de sí para expulsar el molesto ruido de las máquinas y darles un poco de quietud—. Ahora sí... ¿Qué pasó?
—Nada de grave, le aseguro. Pero... ¿se acuerda de usted de Wairu?
—¿El chamán Onasino? Claro.
—Quiere que usted vaya a verlo, con urgencia. Me ha insistido, una y otra vez, que lo lleve al bosque a visitarlo. Quiero hablar con usted.
—¿Hablar?
—No sé de qué, pero para que esté tan determinado en conversar, algo importante debe ser. Y me pidió que le entregara esto... —Griffin sacó de su abrigo un trozo de papel doblado—. Es un mensaje para usted.
—Gracias.
—Eso es todo —el tabernero sonrió—. Me tengo que ir ahora, pero... me alegra verte de vuelta.
—Me alegra estar de vuelta —Theodore mintió de nuevo—. E iré visitar al chamán así que pueda... De hecho, ¿estás libre este sábado?
—Sí. ¿Te espero en el lago Colburgue? ¿En el mismo lugar donde zarpamos la otra vez?
—Buena idea. ¿Después del mediodía?
—Sí. Así el hielo del lago no estará tan duro y podremos navegar al otro lado sin problemas. Te veo allá —Griffin le estrechó la mano—. Hasta pronto.
—Cuídate.
Así que el tabernero se marchó, Theodore se acomodó en su silla, desdobló el papel y se puso a leer:
"Señor Gauvain:
Le escribe Wairu. He pedido la ayuda de Awhina para traducir mi mensaje.
El espíritu de su madre me ha estado visitando constantemente. Está preocupada con usted. Me pide que le avise que Caroline está bien; pese a extrañar a su familia, ya no sufre tanto como en vida.
Si posible, venga a visitarme dentro de esta semana. Usted y la señora Janeth. Podré explicarme mejor en persona. Pero sepa que ella está en paz."
El periodista bajó el papel con los ojos irritados y la garganta hecha nudos. El chamán no sabía nada sobre su amante, su ahijada, o el pedido que él le había hecho a su fallecida madre en el funeral de la chica, implorando que la cuidara en el más allá. Nadie más que él y Dios había oído su desesperada plegaria. Por lo que dudar de las palabras del religioso era imposible.
Demasiado perturbado como para llorar, abrió su frasco de pastillas para el dolor —tenía uno en su escritorio, por si la rodilla comenzaba a molestarlo mientras trabajaba— y deslizó una bajo la lengua. Su médico le había dicho que también servían para los nervios; no le haría daño alguno tomar una ahora. Luego de dejarla disolverse, bebió un poco de agua para disipar su sabor amargo y agarró su pipa. Fumar era otro de sus medios comunes de escapar de su angustia e inquietud.
Envuelto en humo, frunció el ceño y pensó en qué le diría a Jane. ¿Siquiera sería capaz de convencerla a dejar su casa? ¿Aceptaría ir de excursión con él al Bosque Nevado? ¿Le creería al chamán, a sus rituales y ceremonias? Le agradaba creer que sí, pero en verdad, no estaba seguro.
Se hallaba tan ensimismado, tan meditabundo, que no escuchó a la puerta abrirse otra vez.
—Theodore —por la voz, supo que era su hermano.
—Hola, Bernie —levantó la mirada al decir, pero no mantuvo contacto visual por mucho tiempo.
—¿Desapareces por días y lo único que tienes a decir es "Hola"?
—No desaparecí. Si lo hubiera hecho no me estarías viendo aquí, ahora.
—No empieces con los comentarios estúpidos, por el amor de Cristo. ¿Dónde has estado? Y no te atrevas a decir "Saint-Lauren" de nuevo.
—Hospedado en un hotel cerca del parque central.
—¿Tan enojado estás? ¿Para quedarte en un área tan deplorable?
—Pobre no es lo mismo a deplorable, y ¿tú qué piensas? Fui excluido del matrimonio de mi propia hija. No la pude llevar al altar. Obvio que estoy enojado.
—¿Y la culpas por ello? —Bernard se sentó frente a su escritorio—. Tú eres el que la ignoró en primer lugar. ¿Y qué hacías fuera de Merchant, exactamente? ¿Estabas en un "viaje investigativo"? —cruzó los brazos—. Disfrutando la compañía de tu amante, más bien...
—Su hija murió —Theodore lo interrumpió con un tono lúgubre—. Y yo estaba ahí cuando pasó... Vi a mi "amante" llorar como nunca antes. Vi como las enfermeras llevaban el cuerpo de su pobre niña la morgue. Hice todo el papeleo para enterrarla. Estuve en su funeral... y tuve que despedirme de ella contra mi voluntad. No creo que eso cuente como el viaje paradisíaco que te estabas imaginando, ¿o sí?
El rostro de Bernard se cerró al percibir su tristeza.
—¿Cuántos años tenía?
—Dieciocho —se quitó la pipa de la boca para soplar una bocanada de humo.
—¿Y de qué murió?
—Los médicos del Hospital Privado de Carcosa nos aseguraron que fue una mezcla de bronquitis aguda con neurastenia. Pero, en mi opinión, murió de disgusto. De melancolía —jaló un poco de humo—. Su padre, Albert... era un hombre bastante ruin. Depravado. Y estando ebrio, él invadió la casa de Jane, raptó a su hija, la llevó a un burdel y...
—¿La abusó?
Theodore no logró responder verbalmente. Asintió, volvió a concentrarse en su pipa y le dio tiempo a su hermano de comprender la gravedad de su relato, mientras soltaba más humo.
—Está muerto ahora, si te reconforta saberlo —añadió, segundos más tarde—. Las Asesinas lo mataron. De manera muy brutal e inhumana, debo añadir.
—Espera... —Bernard inclinó la cabeza—. ¿Acaso es ese hombre al que encontraron empalado en las rejas afuera del teatro Odeón, a un tiempo atrás?
—Sí.
—Dios tenga piedad... —él exhaló, desconcertado.
—Ese maldito no merece piedad. Obtuvo lo que mereció.
—Tú...
—¿Qué?
—¿No tienes nada que ver con ese asesinato, cierto?
—No. Pero me gustaría haber ordenado su muerte.
—No te culpo. Lo que hizo no tiene justificación.
—Definitivamente no.
Otra vez, el silencio regresó. Bernard tragó en seco y miró alrededor, buscando algo útil que decir, pero no halló nada. Su mente estaba vacía. No conocía a la chica que había fallecido, pero por la expresión sombría de Theodore, sabía que su relación había sido extremadamente valiosa para él.
El periodista por su parte, intentó no rumiar el asunto demasiado. No quería sollozar en pleno horario de trabajo.
—Lo siento —la disculpa del hombre más viejo sorprendió al menor—. Nadie merece morir tan joven, y mucho menos así. Con la confianza destrozada, el corazón partido y la inocencia robada. Lo lamento. Y también te pido perdón, por el comentario que hice al llegar. No tenía idea...
—No necesitas disculparte. Ya me he acostumbrado a ellos—. Theodore dio de hombros.
—Cuándo... —Bernard aclaró la garganta—. ¿Cuándo planeas volver a casa?
—No lo sé. Así que Helen o Eleonor se disculpen conmigo.
—Acabas de decir que te has acostumbrado a las ofensas.
—De tu parte, no de ellas —otra calada—. Y lo que me hicieron ni siquiera puede considerarse una ofensa. Es bastante peor, es un ultraje.
—Tienes que perdonarlas, Theo...
—Lo haré, cuando se disculpen.
—¿Cómo se van a disculpar si no saben dónde estás?
—Helen sabe dónde estoy —dijo con absoluta certeza.
—¿Y de veras esperas que vaya a la casa de tu amante a hablar contigo?
—Ya te dije que estoy hospedado en un hotel...
—Y sé que mientes —Bernard insistió.
El periodista dejó su pipa sobre el cenicero.
—Si realmente se importa por mí, lo hará. Si no... —suspiró—. Pediré el divorcio.
Ojiplático, su hermano se inclinó hacia adelante como si hubiera sido golpeado en la boca del estómago.
—¡¿Qué?!
—Estoy soportando sus artimañas por años, Bernie. Primero me engañó con August. Después, me trató como un extraño por más de una década. Me manipuló al punto de convertirme en un monstruo. Me influenció a separarme de Jane. Nos intentó separar varias veces. Sin hablar de lo que pasó a algunos años atrás, cuando intentó forzar a Eleonor a casarse con el hijo de August, para que él se quedara en Merchant —él también inclinó adelante—. Ah, y ¿te he dicho que Nicholas no es mi hijo de sangre?
—Espera... por acaso es él hijo de... ¿de August?
—Sí —asintió—. Yo solo lo adopté. Y créeme, lo amo. En mi corazón, es mi hijo. Pero no sabes cuánto me dolió, tener que aceptarlo como tal.
—Por todos los cielos —Bernard cubrió sus labios con la mano.
—Si Helen no me quiere perder, luego de todo lo que hizo, que me implore que permanezca a su lado. Porque ya estoy cansado de ella. Creí que nuestra amistad había sido recuperada, pero fue una mentira. Lo que me hizo con esa boda lo comprobó... A años no es mi esposa, pero ahora se ha pasado de la raya. Ya no es mi amiga... ya no es nada más que una extraña para mí. Un problema irritante al que debo resolver. Un peso al que debo cargar. Solo eso...
Bernard sostuvo su aliento mientras él hablaba. Era obvio que estaba pensando en algo importante.
—¿Y si yo organizara una cena solo para ustedes dos? Para que puedan conversar y para que ella te pueda pedir disculpas... ¿Aceptarías ir?
Theodore soltó una risa molesta.
—Debes estar demente para preguntarme eso.
—No. Hablo en serio.
—Ah, ¿sí? Entonces debo asumir que Helen te mandó aquí.
—Otra vez, no. Vine porque Eleonor me lo pidió.
El periodista dejó que su sonrisa sarcástica desapareciera y que su semblante perdiera la mitad de su hostilidad.
—¿Lenny?
—Sí. Fue a mi casa, me preguntó si sabía sobre las múltiples infidelidades entre tú y Helen y... le dije la verdad. Que sí sé de todo.
—Dime que no le contaste sobre lo de su madre y August también...
—No —lo calmó—. Percibí de inmediato que ella no tenía idea sobre el caso de esos dos y no quise entrometerme ahí.
Theodore soltó un suspiro aliviado y su postura se relajó.
—Entonces... ¿Solo debo cenar con Helen? ¿Es eso lo que tú y Lenny quieren?
—Sí.
Él cerró sus ojos y frunció el ceño.
—Bien. Organiza esa cena. Iré —se corrió una mano por su rostro—. Aunque ya sé que no servirá de nada, lo haré... Por el bien de mis hijos.
---
Volver a la casa de su amante luego de aquel extenuante día de trabajo era lo que Theodore más anhelaba. Así que, en vez de irse a pie —como ya se había acostumbrado a hacer— arrendó un carruaje y acortó el tiempo de su recorrido. Se sentía mareado por las tres pastillas que había mascado a lo largo de la jornada, asombrado por la carta del chamán, atribulado por la conversación que tuvo con su hermano, e inquieto por la decisión que había tomado de conversar con su esposa en el restaurante más caro de la región.
Cuando Jane le abrió la puerta, usando sus lentes de lectura y con las manos machadas de tinta, él al fin logró sonreír y encontrar paz entre sus brazos. Por un instante, todos sus problemas y dudas desaparecieron.
—¿Cómo te fue en la Gaceta? —ella preguntó, luego de besar el costado de su cabeza y jalarlo dentro de su hogar.
—Todo corrió bien... aunque tengo novedades.
—Cuente, cuente.
La señora Durand se sentó en su mesa, rodeada de papeles, tinteros y lápices. Por lo visto, había pasado el día completo trabajando en su parte del libro. Él tomó asiendo a su lado, pasmado por las pilas de hojas acumuladas por doquier.
—Eres rápida escribiendo...
—Tenía muchas ideas en mi mente, eso es todo —se acomodó los anteojos—. Ahora dime, ¿qué pasó?
Theodore empezó su relato hablándole sobre su hermano y la "cita" que tendría con su esposa, para decidir el futuro de su matrimonio. Luego, le contó sobre la carta del chamán Onasino y se la mostró, para que formara sus propias conclusiones a respecto.
—No tienes que venir conmigo, si no quieres...
—Quiero —ella dejó su lápiz a un lado—. Pero no sé... no sé si puedo. La muerte de Carol aún es muy reciente.
—Está bien. No tienes por qué hacerlo. Solo, piénsalo, por favor. Tal vez esto nos pueda ayudar a aceptar lo que pasó. A encontrar un poco de sosiego. De paz.
Ella asintió, pero no le dio una respuesta verbal, definitiva. Mordió el labio inferior, volvió a concentrar su atención en sus papeles, e intentó seguir escribiendo. Él, luego de un instante de silencio, decidió seguir hablando sobre los otros detalles de su día, más insignificantes y rutinarios.
De pronto, sus palabras se murieron en su boca. Una de las manos de Jane había cubierto la suya. Su pluma había dejado de moverse.
—¿Estás seguro de que ese sujeto es confiable?
—¿El chamán?
—Sí.
—Bastante. Me dijo cosas sobre mi vida que nadie más podría saber. ¿Y esta carta que me mandó? Es prueba de que no miente. Nadie más que yo escuchó la promesa que le hice a Carol. Ni siquiera tú sabías sobre ella.
La mujer respiró hondo, evitando el llanto con el que últimamente se había familiarizado.
—Confío en lo que dices. Así que... iré. Pero no sé si lograré confiar tanto en la palabra de ese chamán como tú lo haces. Supongo que tendré que ver para creer.
—Estaré allí para apoyarte de todas formas.
—Lo sé —ella sonrió, entristecida—. Gracias.
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Mouthpiece: Pieza de un linotipo.
Sensor: Parte de un linotipo.
Caldero: Parte de un linotipo.
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Para que vean cómo funciona un linotipo:
https://youtu.be/MI2sYvUb4_0
https://youtu.be/Q1xKcRrn_i4
Lo qué hizo Theodore:
https://youtu.be/Vy2P0nHWR6U
Y esta es la prensa de Gutenberg:
https://youtu.be/L6ny9oyrJwo
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