𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟿
Merchant, 14 de septiembre de 1892
Desde que llegó a su casa hasta que se fue a dormir, Theodore no logró parar de pensar en lo que había hecho. Y el temor de que alguien descubriera su crimen creció tanto que él terminó levantándose de su cama en plena madrugada, a vomitar por sus nervios en el baño.
Su esqueleto temblaba como el de un perro asustado. El repugnante sabor en su boca le causó un par de arcadas más e hizo con que su garganta le ardiera por la acidez. Además, por haberse caído de rodillas frente al retrete, su pierna también le había vuelto a doler. Se sentía y se veía patético.
Pero se lo merecía. Y sabía que lo merecía.
—¿Ted?
—¿Huh? —sobresaltado, casi se cayó al lado del excusado.
La voz le pertenecía a Helen.
—¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
—Sí, sí... —sacudió la cabeza con entusiasmo, contradiciéndose con su propia inquietud.
—¿Estás seguro?
—Sí, yo... —tragó en seco y evitó su mirada lo más que pudo—. Fue reflujo. Solo eso.
—¿Quieres que te haga un té de boldo? Te puede ayudar con las náuseas.
—Eso sería bueno. Espérame en la cocina. En un instante bajaré para tomarlo.
Desde la puerta, con los brazos cruzados, Helen lo estudió como a un libro. Sabía que algo lo estaba incomodando, pero tenía claro que preguntarle sobre la razón de su tormento no le otorgaría ninguna respuesta inmediata. Se volteó entonces para irse, pero una última petición la detuvo:
—¿Puedes traerme mi medicación? Me caí al llegar aquí y rodilla me está doliendo bastante.
—¿Medicación? ¿Te refieres a las ampollas de coca?
—Sí. Me compré un estuche para guardarlas junto a la jeringa. Está arriba de mi mesa de noche.
—¿No crees que es un poco temprano para que te inyectes? Te pones bastante agitado después de que lo haces.
—¿Quieres que siga con dolor?
—No.
—Entonces tráeme mi estuche. No hagas preguntas.
El tono irritado y asertivo de Theodore levantó una bandera roja en la mente de su esposa. Pero, como todas las otras causas de preocupación que había percibido hasta el momento, decidió ignorarla e ir a buscar lo encomendado. No se quedó en el baño para verlo medicarse, sin embargo. Bajó a prepararles a ambos su té, como lo prometido.
Cuando el periodista se juntó a ella en la cocina, el cambio en su comportamiento y actitud fue tan obvio que la llegó a asustar. Seguía viéndose enfermizo, pero no de la misma forma. Sus ojos cansados ahora estaban vigorosos, llenos de adrenalina. La expansión de sus pupilas reveló oscuras nubes de tormenta en lo profundo de su mirada, cuyos rayos rebotaron por su cuerpo pálido, electrizando sus extremidades y empeorando sus temblores. Sí, su dolor físico había desaparecido, así como su cojera, pero la agonía mental que a meses lo hacía sufrir permaneció, y se intensificó. Aquel no era un escenario agradable. Y Helen supo, así que sus ojos conectaron, que el Theodore visto a unos pocos minutos atrás en el baño no era el mismo que ahora veía en la cocina, y que se rascaba la piel hasta arañarse. No era el mismo que se volteaba a observar a la nada, como si temiera estar siendo observado por un ser invisible, sobrenatural. No era el mismo que decidió ir a la alacena, recoger una botella de coihue y mezclar el destilado con su té, en plena madrugada.
—Primero tu medicación, ahora esto... —ella sacudió la cabeza—. Insisto, ¿no es demasiado temprano para que ya estés bebiendo?
—Es demasiado temprano para que ya esté despierto —él reclamó, antes de tragarse un sorbo—. El alcohol me ayudará a volver a dormir.
La señora Gauvain se olvidó por completo de su té, luego de oír aquella afirmación. Se pasó varios minutos estudiando al hombre a su frente como si fuera un extraño, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Está pasando otra vez.
—¿Qué?
—Lo mismo que sucedió con tus pastillas. Te está cambiando como persona.
—No sé a qué te refieres.
—Has estado inquieto. Te asustas por todo. Las venas de tu cuello a veces parecen que van a reventar tu piel de tanto saltar y no logras quedarte tranquilo por un segundo siquiera... Esas inyecciones no te están haciendo nada bien.
—¿Y qué esperas que haga? El dolor en mi rodilla solo se detiene con la medicación adecuada.
—Pero ¿no existe otra alternativa?
Theodore dejó su taza sobre la encimera con un leve golpe.
—No. En efecto no existe. Fui al doctor justamente porque me lo pediste. Cambié mis pastillas por las inyecciones porque tú me lo pediste. No hay más opciones. Si esto no me funciona, lo único que me quedará será amputarme la pierna, seguramente. No haré eso. Me rehúso. ¡Así como me rehúso a dejar de medicarme, de cuidarme, porque a ti te molesta mi actitud! ¿Crees que no percibo todos estos cambios en mi comportamiento, Helen? ¡Porque lo hago! ¡Sé que estoy alterado! ¡Sé que estoy nervioso! ¡Y sí, a veces sí siento que voy a tener una angina! ¡Pero esas sensaciones son el precio que tengo que pagar para poder seguir caminando, trabajando, viviendo!... ¡Perdón si no me encajo a tus estándares!
El aumento gradual de su voz fue otro indicio más de que algo terrible le sucedía al señor Gauvain. Y su esposa, volviéndose más y más asustada por él, dio un largo inhalo y frunció el ceño con todas sus fuerzas.
—Ted... no te pido que te resignes a tu dolor, o que desistas de encontrar una manera para manejarlo. Solo que contemples otras formas de...
—¡No! —el nuevo grito la atemorizó—. Este es el tratamiento que más bien me ha hecho hasta ahora, no lo voy a cambiar por nada más.
La discusión terminó ahí. Helen sacudió la cabeza, aprensiva, se masajeó el rostro y recogió la loza para lavarla, concentrándose en limpiar las tazas en vez de preocuparse por su insolente marido. Theodore, ignorando su expresión desasosegada, bufó como un toro de rodeo y se marchó a la sala, con pasos pesados y actitud prepotente.
No le volvió a dirigir la palabra hasta el desayuno, cuando la droga que arruinaba su mente fue suplantada por su arrepentimiento. Lawrence les estaba hablando sobre sus planes de estudiar derecho así que sus días de colegio terminaran y él, sintiéndose culpable por su previo malhumor, aprovechó el cambio de asunto para aclarar la garganta y le decirle a su esposa:
—¿Viste lo que el Denver publicó ayer? La Universidad de Merchant enrolló a una mujer en la carrera de Literatura y Retórica.
—Lo vi... —ella contestó con voz suave, pero no lo miró de inmediato—. Joanne Sutton. Era amiga de una amiga de Eleonor, si bien me acuerdo. Es una chica de suerte.
—Lo es... y tú podrías ser la próxima a entrar, si eso quieres —él ofreció, bebiendo su café—. Piénsalo. Laurie estudiando en la Universidad Fontenay, tú en la regional... Tengo contactos. Puedo ayudarlos a entrar.
—No lo sé.
—Pues yo acepto la ayuda —Lawrence dijo con mayor entusiasmo, terminando de comer—. Tener un puntaje estelar y un puñado de cartas de recomendación es poco, para tomar clases en Fontenay. Necesitaré sacrificar un cordero a Dios para ser aceptado.
—El rector es un antiguo amigo mío. Ningún sacrificio será necesario, créeme. Pero aun así deberás aprobar el examen de admisión.
—Lo intentaré —el joven dijo, poco convencido de que lo lograría—. ¿Y tú, Nick? ¿Qué quieres hacer? —sacudió la cabellera de su hermano menor.
—Yo quiero ser bombero.
—Una profesión mucho más noble que la mía —Lawrence sacó una carcajada de su padre y una sonrisa tensa de su madre.
En cualquier otra ocasión, Helen se hubiera reído junto a su esposo, pero aquella mañana simplemente no podía. Su sentido del humor había sido amargado por su recelo y por su angustia.
Sabía que Theodore, al ofrecerle la posibilidad de estudiar, en realidad le estaba pidiendo disculpas por su comportamiento grosero. Así como también sabía que ese no era el único significado de la oferta. Escondido entre sus palabras amables, estaba un acuerdo implícito; él pagaría por sus estudios mientras ella se quedara callada respecto a sus preocupaciones.
Y sí, Helen podría hacerlo. Podría tomar la mano que él le extendía y aceptar su ayuda, concretizando todos sus sueños gracias a su influencia y su poder. A pocos años atrás, lo hubiera hecho, sin hesitar por un instante. Pero ahora, se negaba a hacerlo. No ignoraría la decadencia de su marido para satisfacer sus propias fantasías. No sería egoísta al punto de hacerse la desentendida. En primer lugar, porque realmente se importaba por él y en segundo, porque hacerlo le causaría más problemas que beneficios en el futuro. Jamás lograría obtener cualquier diploma si Theodore muriera en el transcurso de sus estudios. Y no era ingenua lo suficiente como para creer que eso nunca pasaría. Si él seguía destruyendo su cuerpo y mente trabajando en exceso, rindiéndose ante sus vicios, una muerte trágica y prematura era lo que le aguardaba.
He aquí un pedazo de información que su esposo no sabía: su tío materno había muerto en la gran explosión del opio, que prosiguió el fin de la guerra de independencia. Había sido internado en uno de los Hospitales de Rehabilitación creados por el gobierno, para "sanar" a los adictos a la morfina. Pero, como tantos otros pacientes, tan solo intercambió su droga primaria por otra, la heroína. Específicamente, se volvió viciado a un jarabe elaborado con la dicha, suministrado por los médicos de las instituciones para "amenizar" el sufrimiento de los adictos. Jarabe que - para el descontento de todas las familias que perdieron un pariente en la epidemia- seguía siendo administrado en estos hospitales hasta el presente día.
Desde 1862, nada había cambiado con respecto al manejo, distribución y venta de estas substancias. Los fumaderos de opio aún existían. Las boticas y farmacias seguían ofreciéndole medicaciones fuertísimas al público general, sin darle importancia a las estadísticas, o a las historias de terror generadas por la mera existencia de las mismas.
Pero Helen conocía todo el cuento de frente a reverso, de arriba abajo. Y, aunque el opio y la cocaína no fueran iguales en efecto y finalidad, sí eran similares en cuanto a la agitación que causaban en sus usuarios.
Todos los síntomas demostrados por Theodore en su abstinencia, ya los había visto antes. Su temor a ser alejado de sus ampollas y jeringa no era algo nuevo para ella. Y esta familiaridad era justamente lo que más la asustaba. No quería que él terminara igual a su tío.
Por ello, decidió negar su propuesta. No por no apreciarla, o querer aceptarla, sino para mantenerse firme a sus convicciones y por querer proteger a su marido.
Era un sacrificio que estaba más que dispuesta a realizar por él.
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Antes mismo de llegar a la imprenta, el señor Gauvain ya estaba nervioso y con los pensamientos acelerados. Chocarse con su hermano mientras caminaba a su despacho tan solo empeoró su ansiedad.
Bernard le habló con casualidad y cariño, como siempre, pero él no logró concentrarse por completo en la conversación, no al punto de poder recordarla después. Lo único que se imaginaba, mientras lo veía hablar, era a Régine de rodillas a su frente, con el rostro escondido entre sus piernas, mientras sus pantalones se deslizaban más y más por sus muslos. En vez de enrojecerse por los obscenos recuerdos, él se volvió pálido al punto de parecer muerto. Su suerte fue que Bernard, por andar siempre distraído, no se percató de su malestar. Logró pasar desapercibido.
Pero así que pudo Theodore corrió a su escritorio y cerró la puerta con llave. Sacó su pipa, fumó. Agarró un lápiz, papel y escribió. Meditó. Dibujó. Miró por la ventana, a los trabajadores caminando por la calle afuera. Pero nada de lo que hizo para calmarse le sirvió. Dejando su pipa a un lado, abrió su estuche con coca sobre la mesa. De esta vez, no fue el dolor en su rodilla el principal motivo de inyectarse. Tan solo quería el golpe de energía y euforia que la sustancia le entregaba, nada más. Desesperado, ni siquiera punzó la aguja en su pierna – dónde el doctor le había recomendado hacerlo-. La clavó en el brazo y esperó que el efecto fuera el mismo.
Se equivocó. El efecto fue bastante más intenso, rápido, mejor. Le dio lo que a días quería: profunda e indescriptible satisfacción. Y tantos eran los químicos fluyendo por su cabeza, que sus pensamientos y temores terminaron ahogados en el caudal de su éxtasis.
Trabajar después de experimentar algo tan único y celestial fue fácil. La vitalidad que le faltaba fue complementada por la droga, el coraje que no tenía también, y todas sus reales emociones —y falta de ellas— fueron escondidas por los efectos de aquella dulce toxicidad.
Por el resto del día, cada vez que sintió a su adrenalina escaparse de sus manos, él volvió a su despacho, cerró la puerta y se clavó otra aguja en el brazo, ignorando las órdenes del médico de consumir apenas una ampolla por día. Si tenía el dinero necesario para comprar más, no veía qué daño le haría consumir todas de una sola vez.
Su hermano y sus funcionarios de a poco se dieron cuenta de que algo extraño le pasaba, pero siempre que alguien le hacía preguntas al respecto, el periodista cambiaba el rumbo de la conversación o los reprochaba por "meterse en sus asuntos". Y sus respuestas —en un inicio educadas— se volvieron más y más agresivas con el paso de las horas, al punto de que Bernard tuviera que arrastrarlo a un lado y preguntarle qué diablos le sucedía.
—¿Acaso cuestioné por qué le estabas chupando la zorra a tu amante el viernes pasado? ¿Eh? —el miedo en los ojos de su hermano mayor comprobó lo que Theodore ya sabía, él lo dejaría en paz—. Cuida de tu vida. Déjame estar a cargo de la mía.
Y con ese comentario maldadoso, compuesto por un vocabulario crudo y grosero, atípico de su parte, el reportero lo cruzó como si no existiera en lo absoluto y siguió trabajando hasta que la noche cayera.
Antes de irse a casa, compró más ampollas de coca en la farmacia. Sabía que aún tenía algunas cajas en casa, pero este hecho no lo detuvo, quería tener bien lleno a su stock privado.
Mientras regresaba a su hogar, lamentablemente, fue cuando el juego se le invirtió y él deseó haber lanzado toda aquella medicación al fondo del lago Colburgue.
La irritación que sentía en su piel había empeorado. Al doblarse las mangas y mirar a su brazo izquierdo —donde la comezón era peor— algo lo desconcertó. Vio y sintió a varias lombrices retorcerse entre sus venas, bajo su piel. Arañó su antebrazo y le dio varios golpes, casi rompiendo sus huesos para intentar matarlas, pero lo máximo que logró garantizarse fue un moretón. En pánico, corrió a su residencia, a rogar por la ayuda de Helen. Pero al llegar al porche y revisar su muñeca otra vez, las lombrices se habían ido. Nada restaba, a no ser las heridas que él mismo se había infligido.
Pensó que aquella alucinación sería la primera y la última. Les imploró a los cielos, que así fuera. Pero él había elegido su destino y ahora debía aceptar las consecuencias.
Intentando no asustar a su esposa y a sus hijos, los saludó a todos con una sonrisa educada, subió las escaleras y recogió su ropa de dormir, como lo dictaba la costumbre. Al ir al baño a asearse, cerró la puerta, apoyó la cabeza contra ella e intentó recobrar control sobre su respiración y sanidad. Inútil, en retrospectiva.
Al voltearse, su sangre se heló y su estómago desplomó dentro de su pecho. Vio a su padre, muerto adentro de la tina.
El hombre estaba hundido en aguas escarlatas, impregnadas de sangre. Su rostro desfigurado era el mismo de antaño, hueco, destrozado, irreconocible por cualquier extraño. Su uniforme militar, encharcado y cubierto de barro también era idéntico al que Theodore había visto después de la batalla del rio Rojo. Hasta su reloj y leontina de oro reposaban en el mismo lugar.
Con un grito, él se encogió contra la puerta y comenzó a llorar. Lo de las lombrices había sido asqueroso, pero soportable. Esto era repugnante. Esto era demasiado.
—¿Ted? ¿Estás bien? —los golpes a su espalda lo asustaron lo suficiente como para que despertara de su pesadilla. De un instante a otro, la tina se había vaciado y el cuerpo inmóvil en su interior, desaparecido.
—Sí... —contestó, con voz trémula—. Solo... pensé que había visto a una araña y me asusté.
—¿Seguro?
—Sí —se limpió las mejillas—. Estoy bien.
Otra mentira. No estaba nada bien. Pero Helen se compró su excusa y lo dejó a solas. O al menos eso él creía, habiendo escuchado sus pasos alejarse por el pasillo.
Convencerse a acercarse a la bañera otra vez fue un proceso lento, pero Theodore lo logró. Estiró su cabeza sobre la porcelana y la examinó con temor, antes de aceptar el hecho de que tan solo estaba soñando, y que aquella visceral escena no era real.
Se apartó otra vez para comenzar a desvestirse y su corazón casi se detiene al encontrarse a otro espectro demoníaco en su espejo.
Su hermano Raoul, con un aspecto cavernoso e intimidante, estaba de pie detrás suyo en el reflejo.
De esta vez, el grito del señor Gauvain se quedó retenido en su garganta. Un escalofrío descendió por su espalda y brazos, erizando sus pelos y helando a sus nervios, volviéndolo rígido como una tabla, en incapaz de hablar.
Voltearse a mirar a la aparición no fue una opción contemplada. Salir corriendo, tampoco. Pensó que si se concentraba lo suficiente lograría deshacerse de aquella alucinación por cuenta propia. Pero al ver y sentir una mano huesuda deslizarse sobre su hombro y agarrarlo del cuello, ahorcándolo como a un gallo a punto de ser ejecutado, él no logró mantener su compostura. Luchó contra la fuerza imaginaria hasta caerse sobre su espalda, estrellando su cabeza contra el suelo.
De esta vez, Helen no se quedó en el lado de afuera del baño. De alguna manera forzó la puerta y la abrió, habiendo oído sus alaridos desde la sala de estar, en la planta baja.
—¡¿Theodore?! ¡¿Qué sucedió?! —ella intentó agacharse y tocarlo, pero él, sobresaltado, se alejó de su toque.
—¡Raoul!... ¡Vi a Raoul!
—¿Qué?
—¡En el espejo! —lloró, verdaderamente aterrado.
Su esposa miró al vidrio y como era de esperarse, no encontró nada. Confundida y preocupada, ojeó de nuevo a su marido, mientras Lawrence se estacionaba cerca de la puerta.
—No hay nadie aquí...
—¡ASESINO! —una voz incorpórea le gritó al periodista y él soltó un nuevo grito espantado, retrocediendo lo más que podía contra la tina.
—Ted, me estás asustando. ¿Qué sucede?
Con una mano temblorosa, él apuntó al rincón contrario del baño. Helen giró la cabeza la dirección señalada, pero, otra vez, no fue capaz de ver nada fuera de lo ordinario. Apenas unas toallas colgadas de un perchero en la pared y un canasto dónde depositar la ropa sucia. Nada más.
—E-Está ahí...
—No hay nadie, Ted. Nadie.
Pero sus palabras no lograron convencer al su marido de lo contrario. Para él, su hermano fallecido sí estaba de pie en aquella esquina, encarándolo con los ojos bien abiertos, cabello erizado, barba aún por hacer. En su cuello, las mismas marcas rojizas de la horca que había usado para suicidarse. En sus ojos, las mismas lágrimas de rabia en las que se había ahogado por años.
Theodore no soportó la escena. Se levantó, por completo ignorando su rodilla quejumbrosa, empujó a Helen a un lado y corrió a la salida.
—¿Papá? —Lawrence lo vio huir de la habitación, tropezándose sobre sus propios pies, con una expresión preocupada.
—¡DETÉNLO, LAURIE! ¡HAZLO ANTES DE QUE SE VAYA DE AQUÍ! —su madre ordenó, pero él no necesitó oír tales palabras. Se había puesto a perseguir a su padre antes mismo de que la señora Gauvain se levantara del suelo.
—¡PAPÁ! —el rubio bajó las escaleras saltándose peldaños, con tal de llegar al primer piso más rápido y contenerlo a tiempo.
Su gran error fue sujetarlo del brazo, así que ambos llegaron a la puerta de entrada. Theodore, al voltearse, no vio a su hijo. Su falta de cordura le conjuró una imagen bastante peor: August Tubbs. Por instinto más que por rabia, elevó su mano libre y le dio un golpe certero al rostro del joven. Helen acababa de llegar a la planta baja cuando testificó el horrífico cuadro.
—¡THEODORE! —le gritó, furiosa y aprensiva, corriendo al amparo de Lawrence, quien masajeaba su nariz y mejillas soltando gruñidos de dolor—. ¡¿Qué diablos te pasa?!
El señor Gauvain pestañeó y entrecerró sus ojos, intentando discernir qué era o no real. En un momento, veía a Lawrence. En otro, a su peor enemigo. Por esta confusión mental, la gravedad de lo que acababa de hacer no fue registrada por conturbada consciencia, no de inmediato. Permaneció de pie al frente de su esposa e hijo, con una expresión confundida y el mundo girando a su alrededor, sin decir nada, hasta que el peso de su acto se derrumbó sobre sus hombros.
—No... no lo sé —respondió entonces, recogiendo la llave que colgaba de la pared.
Abrió la puerta con apuro y dejó su casa, ignorando las demandas de Helen para que se quedara y la mirada decepcionada que su hijo le dio, al verlo salir.
Sin su abrigo, con el aspecto indecoroso y una expresión maniaca en su cara, él ojeó a ambos lados de la acera, sin saber adónde ir, pero desesperado por marcharse. Mientras observaba sus alrededores, se rascó los brazos. Seguía viendo insectos caminar bajo y sobre su piel, pero por más que lo intentara no podía matarlos, ni deshacerse de ellos.
La voz de Helen aproximándose lo hizo arrancar al fin, en dirección al lago. En su pánico, no sintió el frío del aire quemándole la piel, sacudiéndole los huesos. No vio las miradas curiosas de sus vecinos, que venían llegando de sus trabajos, ni percibió el peligro que corría al transitar con rapidez por las calles, esquivando carruajes y caballos por pura suerte y protección divina.
Pero por más que corriera no podía escapar de una voz en específico, la de su consciencia. Oía llantos, gritos furiosos, acusaciones viles y, sobre todo, la repetición de pregunta que él se había evitado hacer a sí mismo desde la mañana: ¿Le diría la verdad a Jane sobre lo que había hecho? ¿Confesaría sus pecados ante la mujer que amaba? ¿O le ocultaría todo, como siempre tendía a hacerlo?
La había engañado. Había hecho la única cosa que le había prometido jamás hacer, traicionar su confianza. La necesidad de su cuerpo había vencido a la pureza de sus sentimientos y él se sentía como un cerdo repugnante, por haberse dejado vencer por su lado más animal e irracional.
Su tormento fue tanto, que sus pies lo terminaron llevando a la puerta de su amada. En vez de buscar refugio entre los árboles del lago, había ido a parar a la residencia Durand. Y por algún motivo que su lógica no puedo explicar, se atrevió a golpear la puerta, listo para su confesión. Janeth lo recibió con una sonrisa, que rápidamente desapareció al percibir su frágil e indecoroso estado.
—¿Theo? ¿Cómo saliste de tu casa así? ¡Te vas a congelar! ¡Sin hablar de lo que tus vecinos irán a pensar!...
—¡Cometí un error muy grave! —se delató, todavía llorando y temblando, por el frío y por su angustia—. ¡M-Muy, muy grave!
No sabía por qué le estaba diciendo la verdad. No sabía por qué se sentía inclinado en confesar sus crímenes. Tal vez, por el afecto incuestionable que por ella sentía. Tal vez, por la culpa que lo carcomía. Le resultaba difícil explicar sus motivos. Apenas sentía y sabía que, si no pudo serle fiel, al menos debía serle honesto.
—Ven adentro...
—¡No! —él sacudió la cabeza y miró abajo, viendo más bichos escalar la tela de sus pantalones. A este punto, se sentía tan podrido que ni intentó matarlos, o quitárselos de encima—. ¡No puedo!
—Theo...
—¡Te engañé! —dio un paso atrás, cuando ella intentó tomarlo del antebrazo y llevarlo a la sala—. Yo...
—Theo, no estás bien. Ven adentro.
—No —insistió, con cierto desespero—. No m-merezco tu compañía. No me merezco la compañía de nadie.
Fue entonces que Jane pareció entender lo que él había dicho y reconocer a la situación con su debida seriedad. Su expresión compasiva se transformó a una de recelo, antes de volverse neutral, e indescifrable. ¿Estaba furiosa? ¿Decepcionada? ¿Perpleja? ¿Todo a la vez? Él no sabía decirlo con certeza. Pero algo era claro, su confesión la había herido. Y no era un arañón superficial, o un moretón pasajero. Era una llaga sangrienta, profunda, que jamás sanaría del todo, hecha en el centro de su corazón.
—¿Qué hiciste?
—Lo que juré nunca hacerte.
—Sé específico.
—Ya lo dije... Te engañé.
Ella estiró su espalda. Respiró hondo y cruzó los brazos. Su actitud defensiva no condecía con sus ojos húmedos e irritados, pero aquello no le importó. A él, en la otra mano, sí.
—¿Y por qué viniste aquí a decírmelo?
—Porque no te puedo mentir.
Jane no se aguantó su risa indignada. Theodore tragó en seco y bajó la mirada.
—¿Con quién lo hiciste? ¿Helen?
—No.
—Ah. Entonces esto es bien peor de lo que pensaba...
—Fue un error. Un estúpido, estúpido error.
—No te coges a alguien por error, señor Gauvain. Tus pantalones no se abrieron solos, al final de cuentas.
—Fue Régine —escupió la verdad antes de que perdiera el coraje de hacerlo.
—Mierda... —su amante soltó otra risotada áspera, más molesta que la anterior—. ¿Con la esposa de tu hermano? —sacudió la cabeza—. ¿Así de bajo caíste?
—Ella ya me había estado tentando, a un tiempo...
—¡No! ¡No le vas a echar la culpa por tu decisión inmatura! ¡Por tu egoísmo!
—Perdón. No es eso lo que quiero...
—¡¿De verdad me estás pidiendo perdón?! ¡¿Te estás disculpando conmigo?! ¡¿Qué hay de tu esposa?! ¡¿De Bernard?! ¡¿De tus hijos, sobrinos?! ¡Ellos merecen oír tu pedido de perdón!
—Y tú también... Me amas. No merecías esto.
Janeth dio un paso atrás, como si aquellas palabras la hubieran abofeteado.
—Pero siempre seré la otra.
—No...
—¡Sí, siempre lo seré!... —una lágrima se deslizó por su mejilla, pero ella fue rápida en limpiarla—. Fue un error creer en lo contrario. Siempre seré la amante. La zorra. La puta...
—No te llames así.
—¡Me trataste así! ¡Si te importara tanto, no me hubieras intercambiado por otra mujer a la semana de mi ausencia! ¡Si me tuvieras respeto, no me hubieras hecho esto! ¡Y no hubieras venido aquí, en semejante estado, a fregar tu deslealtad en mi cara! —reclamó, colérica. Él sacudió la cabeza, negando sus acusaciones, y continuó arañándose los brazos, desesperado por un poco de alivio—. ¡¿SIQUIERA TE VAS A DIGNAR A MIRARME?! —Theodore dio otro paso atrás, atemorizado por su rugido. Su respiración cada vez más entrecortada y su rostro arrugado hicieron a Jane examinarlo con más cuidado. Fue entonces cuando notó su extraña y elevada agitación, la manera en la que se arañaba las extremidades, luchando contra una picazón interminable y lo mucho que su cuerpo estaba temblando. Tranquilidad era algo que en el presente él no conocía—. ¡¿Por qué carajos te rascas tanto?!
—Insectos —él respondió en voz baja, y prosiguió con sus movimientos inquietos, bajo la mirada escrupulosa de la mujer.
—¿Insectos?
Él enrolló la manga izquierda de su camisa hasta el codo, para intentar probar su punto.
—Sí... No s-sé por qué hay tantos...
Ella volvió a sacudir su cabeza, pensando que él estaba bromeando. Pero al percibir que sus tics continuaban y que sus uñas habían comenzado a lesionar su piel, supo que hablaba en serio.
Fue en ese momento que comenzó a unir los puntos. Su presentación desajustada e informal. Su nerviosismo y aceleración al hablar. Sus pupilas dilatadas y mirada frenética. El hecho de que no podía quedarse inmóvil. Que sudaba, pese a temblar de frío. Todo esto debía estar conectado, de alguna forma. Porque aquel Theodore no se estaba comportando con normalidad. Nada allí le resultaba familiar, o común. Algo lo afligía y pese a su dolor, ella no lograría cerrar la puerta de su hogar en su cara, sin antes ponerle un fin a sus dudas y descubrir exactamente qué.
—No tienes ningún insecto encima de ti.
—¿Cómo que no? ¡Mira! —él estiró su brazo adelante, pero otra vez, ella no vio nada. Apenas cicatrices viejas y vellos gruesos—. ¡Se metieron bajo mi piel!
—Theodore... no hay nada allí.
El periodista se negó en aceptar la verdad y se alejó aún más señora Durand. De repente, como si alguien hubiera gritado su nombre tras su espalda, se volteó y le echó una mirada paranoica a la calle. Fue entonces cuando Janeth comenzó a asustarse de verdad. A este punto, su comportamiento había pasado de inusual a desconcertante. De peculiar a preocupante.
—¡Por qué me sigues gritando! —él estalló de pronto, hablando con nadie en particular—. ¡Ya sé que la culpa es mía! ¡YA LO SÉ!
—¿Quién?... ¿Quién te está gritando?
—¡Mi hermano! —él exclamó, llevando ambas manos a su cabellera. Empuñó sus mechones con un agarre apretado, que sin lugar a duda debió ser doloroso.
—¿Bernard?
Él volvió a sacudir la cabeza, mientras más lágrimas caían por su rostro.
—R-Raoul.
—Pero él está muerto. No está aquí...
Theodore se calló, pero siguió rechazando el razonamiento de su amada. No tan solo oía la voz del fallecido retumbar en sus oídos, juraba que también lo podía sentir, cerca de sí. Pero la gota de agua que rebosó el vaso fue verlo, de pie al lado de Janeth, encarándolo con una mirada asesina.
Dio un salto hacia atrás y volvió a correr, nuevamente ignorando los gritos preocupados de un ser querido, sin saber con exactitud adónde se dirigía. Desapareció entre las sombras del crepúsculo y fue tragado por la boca oscura de la noche.
La señora Durand hasta pensó en seguirlo, pero su confusión la impidió de reaccionar a tiempo y para cuando logró mover sus pies, él ya había dejado su calle. Llorando de rabia, decepción y miedo, volvió adentro de su casa y se sentó a digerir las noticias.
No fue hasta que la propia Helen Gauvain apareció en la entrada de su casa —golpeando su puerta e interrumpiendo su cavilación— que percibió que la situación era mucho más delicada de lo que había pensado. Theodore no tan solo la había herido, sino también a todo el resto de su familia.
—¡Esa medicación nueva que su médico le recetó lo ha sacado de quicio! —la esposa del mismo exclamó, furiosa—. ¡Estaba teniendo alucinaciones en casa! ¡Golpeó a Lawrence!
Janeth la había dejado entrar a su hogar y desahogarse. Era aparente que la dama se encontraba a punto de tener un colapso nervioso por culpa de su marido y ella entendía perfectamente bien porqué.
—Espera, ¿qué? ¿Cómo así, golpeó a Lawrence?
—Él lo intentó detener antes de que huyera y Ted reaccionó de mala manera... Creo que no lo reconoció. Nos miraba a mí y a Laurie como si no fuéramos parte de su familia en lo absoluto —Helen se masajeó el rostro, mientras caminaba de un lado a otro por la sala de estar—. Me recordó demasiado al comportamiento de Raoul...
—¿Raoul?
—Su hermano.
—Sé quién es —Jane asintió—. Theodore lo mencionó, antes de irse. Dijo que lo estaba escuchando, en su cabeza.
La señora Gauvain respiró hondo y contuvo su aliento por unos segundos. Debía mantenerse calma. De nada le serviría entrar en pánico ahora. Su esposo estaba atascado en una crisis psicótica, escondido en algún recóndito lugar de la ciudad. Debía hallarlo primero.
—¿Tienes alguna idea de dónde él se pudo haber ido?
Janeth la miró.
—El Viking's, tal vez. La iglesia de Saint Walburga. El cementerio. El lago. Existen muchos lugares...
—Bueno, tenemos que hallarlo en uno de ellos. Es claro que él no estaba completamente cuerdo. No lo podemos dejar a solas por ahí, cuando la mitad del puerto lo odia y lo quiere ver muerto. Si cruza caminos con los mercenarios estando tan fuera de sí...
—Lo ejecutarán.
—O peor, lo secuestrarán. Tenemos que hacer algo antes que eso pase.
La señora Durand se levantó del sofá con un salto, estando completamente de acuerdo con Helen.
—Tengo algunos contactos que podrían ayudarnos a hallarlo, pero no puedo prometer nada. Intentaré buscarlo por el barrio latino por mi cuenta... Usted, búsquelo por aquí. Tiene más acceso a los círculos altos de la sociedad que yo. Quién nos garante que él no haya huido a uno de sus lugares de encuentro.
—Lo siento, pero dudo que a estas horas esté metido en una tertulia.
—Pero tal vez esté en algún club de caballeros. Y usted puede enviar al señor Lawrence, al señor Bernard, o cualquier otro hombre de su familia a ir a investigarlos. Yo lamentablemente no conozco a nadie que pueda hacer eso por mí. El único pariente vivo que aún tengo vive afuera de Merchant. Estoy sola.
La señora Gauvain se calló y contempló la sugerencia de la editora.
—Tienes razón —se resignó a aceptar—. Iré a conversar con nuestra familia. Usted encárguese de lo suyo. Volveré mañana, a ver si alguna de nosotras tiene alguna novedad —Helen caminó hacia la puerta, siendo seguida por su anfitriona—. Y Janeth...
—¿Sí?
—Si por acaso Theodore te ofendió cuando estuvo aquí, o actuó como un completo energúmeno, por favor, intenta ver más allá de su crueldad —pausó, a arreglarse las solapas de su abrigo—. Perdónalo, porque es bien aparente que no sabe lo que hace.
—No sé si eso sea del todo cierto —Jane cruzó los brazos—. Él me confesó algo que jamás podré olvidar. Ni perdonar.
—¿Qué?
—No puedo repetirlo. Es un asunto privado de él...
Ella detuvo su queja, pero Helen pareció leerle la mente. Ya sabiendo que su esposo se había estado sintiendo deprimido y solitario aquella última semana —después de años casados, le resultaba muy fácil percibir sus cambios de humor—, que su cuñada le había estado haciendo propuestas bastante indecentes desde hace algún tiempo y que su estado mental no era muy estable, no se demoró mucho en llegar a la conclusión de que Theodore había caído en la tentación.
—Él te engañó, ¿no? ¿Con Régine? —el silencio de Janeth lo dijo todo—. Mira... sé que este asunto no me concierne, pero debo ser sincera contigo, ella siempre lo ha vigilado como un lobo a un cordero. Siempre, desde antes que nosotros nos comprometiéramos. Es evidente que él también tiene su parte de culpa en este desastre, pero... no creas que todo recae sobre él. Ella también es una pésima influencia.
—¿Usted lo está defendiendo?
—No. Para nada. Sé que mi esposo tiene una miríada de defectos y que ser impulsivo es uno de los más graves. Apenas te doy más contexto, porque lo mereces. Régine lo ha deseado más que cualquier otra mujer en la tierra y detesta el hecho de que él nunca le ha dado la atención que anhela. Es por eso que, viendo que Ted estaba vulnerable, emotivo y en luto, se aproximó a él. Le pudo haber inventado mil escusas para hacerlo, pero yo la conozco de frente a reverso; no es tan inocente como él piensa. Se aprovechó de su debilidad para conquistar lo que quería. Ted no es ningún santo, pero ella sí logra ser peor que un demonio... —la señora Gauvain hizo un movimiento hacia la puerta, indicando que se marcharía, pero se detuvo de golpe y añadió:— Que no te sobren dudas... Ella se valió de su actual confusión mental para aprovecharse de él.
—¿Cree usted que realmente haría algo así?
—No creo. Lo sé.
Y con eso, se fue.
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