Merchant, 05 de septiembre de 1892

Al salir de su trabajo el lunes, Theodore caminó solo hacia la residencia de su médico particular. Detestaba la noción de tener que visitarlo, pero sabía que debía hacerlo. Las pastillas que le había recetado lo estaban volviendo una persona que no era y debía cortar aquella adicción por la raíz antes de que se volviera un problema irresoluble en su vida.

Sentado en el escritorio del doctor, se quejó sobre los efectos secundarios del medicamento y le rogó que se lo cambiara por algo menos fuerte.

—Hay un alcaloide que se está usando en Carcosa para tratar a los adictos a la morfina y al láudano, que posee un agente anestésico, y que a la vez también es bastante vigorizador. En la capital, está disponible en forma de gotas y en polvo. Pero yo recomiendo que sea inyectada, para un efecto más rápido. Puede hacerlo en su pierna o en el brazo, yo le explicaré cómo.

—¿Y qué es? ¿Cómo se llama?

—Coca. Aunque también se le refiere como cocaína, depende de la farmacia.

—¿Cuánto cuesta?

—Es relativamente barata.

—¿Está seguro de que es una mejor opción a lo que he estado tomando hasta ahora?

—Todos los científicos y médicos que han experimentado y estudiado la coca afirman que es una droga milagrosa. El doctor Niemann, el doctor Mantegazza, el doctor Karl Koller... Todos de diferentes áreas de la medicina y de las ciencias, pero con la misma opinión: es efectiva —el hombre dio de hombros—. No dudaré de sus palabras.

—Bueno, si usted dice que me hará bien... —Theodore suspiró y aceptó la recomendación—. Le haré caso.