𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟺
Merchant, 2 de septiembre de 1892
Aquel viernes sería recordado por Theodore como uno de los más inusuales y desastrosos de su vida.
Luego de ir a la imprenta a resolver algunos problemas que había dejado pendientes el miércoles, él regresó a casa a cenar con su familia, antes de dirigirse a la residencia Durand.
Lawrence —quien aquella noche saldría de fiesta con sus camaradas— ya estaba completamente emperifollado cuando él llegó. Su cabello peinado hacia atrás, barba hecha, cuello perfumado, y ropas lisas y prístinas, dignas de un caballero, eran de un contraste cómico a su usual apariencia relajada, rebelde, bordeando pueblerina.
—¿Para qué tanta elegancia? —Theodore sonrió, admirado—. ¿Tienes a alguien que impresionar esta noche?
—Solo a la cámara que William compró —el muchacho bromeó, algo sonrojado—. Fuera de eso, no tengo a nadie.
—Por ahora —su madre añadió, segundos antes de que alguien golpeara la puerta.
Todos estaban cenando a este punto. Lawrence se excusó para ir a recibir a sus invitados, sus primos. Ambos lo acompañarían a la fiesta.
—Hola tío Theo. Tía Helen —Harold dijo, y junto a su hermano, se quitó su sombrero y les hizo una pequeña reverencia a ambos.
—Lo sentimos por interrumpir su cena, pero Laurie nos dijo que llegáramos aquí a las siete en punto.
—No se preocupen chicos, son más que bienvenidos aquí. Si quieren comer algo pueden hacerlo también, no hay problema —la señora Gauvain contestó primero, contenta de verlos juntos, divirtiéndose en familia.
—Si van a beber hoy, es mejor que coman —la siguió su esposo—. O se sentirán fatal después... Pero claro que no oyeron eso de mí. Yo no bebo —la mirada afilada de Helen lo hizo acoplar una broma final a su consejo.
—¿Y qué hay para cenar? —Harold preguntó.
—Papas doradas con carne asada.
—Definitivamente acepto su oferta, tía —Herbert sonrió, tomando asiento al lado de la dama, mientras su hermano se acomodaba al lado de Nicholas.
Todos comieron y charlaron por un poco más de media hora antes de que Lawrence se levantara y anunciara que ya debían irse, o llegarían tarde a la fiesta.
—Si quieren, pueden quedarse a dormir aquí, chicos.
—De hecho, tía... queríamos pedirle su permiso y el del tío Theo, claro, para que Laurie se quede a dormir en nuestra casa.
Los jefes del hogar se miraron, aparentando recelo tan solo para jugar con los nervios de los muchachos. Pero no lograron mantenerse serios por mucho tiempo. Sonrieron, relajaron sus facciones y los volvieron a encarar:
—Claro que puede quedarse con ustedes —Theodore respondió primero—. Solo les pedimos que regrese aquí antes del almuerzo.
—¡Sí, sí!... ¡Lo haré! —el entusiasmo del joven era más que agradable, contagioso—. ¡Gracias!
—De nada, pero oíste a tu padre. Vuelve temprano —Helen repitió la demanda de su marido, entrelazando los dedos de sus manos.
—Adiós tío, tía —los contentos hijos de Bernard trotaron a la puerta como dos ardillas apuradas.
—¡Los veo mañana! —Lawrence los siguió con la misma urgencia.
—¡Diviértanse!
—¡No me hagan ser abuela antes de tiempo!
—¡Helen! —Theodore carcajeó.
—¿Qué? ¿Acaso crees que Laurie es capaz de criar a un niño a su edad? ¿Laurie? ¿El mismo genio que la semana antepasada creyó que sería buena idea lanzar un petardo adentro del carruaje de Bernard?
—¡Aún los puedo escuchar! ¡Y eso fue un accidente! ¡Lo quería lanzar a la habitación de Harry!
—¡No intentes involucrarme a mí en esto! ¡No es mi culpa que tengas mala puntería! —respondió Harold, ofendido, mientras su hermano se reía.
La señora Gauvain, escuchándolos discutir entre pellizcos y empujones mientras se iban de la casa, sacudió la cabeza y hundió su rostro entre sus manos. Su esposo se rio de su actitud decepcionada, pero no la llevó a serio. Sabía que solo estaba jugando.
—Lawrence un día me volverá loca.
—¿Y ya no lo eres?
Helen levantó la mirada, entrecerrando los ojos como si estuviera aún más irritada, y le dio un palmazo al hombro. Él carcajeó más alto y se levantó de la mesa, sin sentirse obligado a disculparse.
—Es una broma, Ellie —el desliz fue pequeño, pero terminó sorprendiendo a ambos. A muchos años él no se refería a ella con aquel apodo. Desde el día en que se enteró de su caso con August, si era más específico—. Perdón... no sé por qué se me escapó eso.
—No te disculpes. Me agrada oírte llamarme así de nuevo.
—¿Sí?
—Sí.
Los dos se miraron por un instante, lo más pacíficos que habían estado en días, y no lograron mantener caras serias. Terminaron sonriendo, para disimular lo vulnerables que se sentían.
—Ehm... Yo... —Theodore se rascó el cuello, moviéndose hacia la puerta—. Me tengo que ir ahora, a bañarme.
—Claro. Tú ve nomás —Helen concordó, ya sabiendo adónde él se dirigía después: la casa de Janeth—. Pero deberías...
—¿Hm? —se giró hacia ella, antes de marcharse.
—Deberías afeitarte. Tu barba ha crecido tanto que tu bigote ha comenzado a mezclarse con ella.
—¿No me veo bien?
—Pues...
—Sé sincera.
—Tus mejillas parecen lijas, te ves más gordo, más viejo y tienes un aspecto...
—¿Sabio?
—Astroso. Deslucido.
—Vaya —dijo con un bufido—. Gracias.
—¡Me pediste que fuera sincera! —Helen se defendió y bebió el resto de su vino—. Además, si vas a ir a pedirle disculpas, no aparezcas por allá como si fueras un vagabundo cualquiera. Vístete para la ocasión, arréglate un poco la apariencia... ya sabes... ponte un poco apuesto.
—¿Y acaso no lo soy siempre?
—¿Con esa cara de gnomo viejo? No.
Theodore se inclinó hacia adelante y soltó una carcajada pulmonar. Al recuperar su aliento, le hizo un gesto sarcástico con la mano, como diciéndole: "Soy un hombre de suerte, grande esposa me ha tocado". Helen se rio de su dramatismo, en vez de reprocharlo por él.
—Está bien. Me afeitaré —Theodore concordó, sacudió la cabeza y dejó el comedor—. Gnomo viejo... por Dios. Cómo he decaído.
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Resulta que la señora Gauvain tenía razón. Sin su barba él se veía unos diez años más joven, más en forma, y menos triste.
Pero no se deshizo de su vello facial del todo. Mantuvo su bigote —del que era demasiado orgulloso como para dejar ir— y le dio una aparada en las puntas para que tuviera mejor definición. Al terminar, cubrió sus mejillas y mentón con crema —para que su piel no se resecara—, se roció perfume hasta en las partes más inusuales de su cuerpo y peinó el cabello con cera, estilizándolo como si estuviera yendo a la ópera. Luego, se vistió con el atuendo más nuevo que tenía y escogió sus zapatos favoritos para salir.
—¿Y? —una vez estaba listo para la noche, se detuvo frente a la puerta de su habitación, donde Helen se encontraba acostada, leyendo—. ¿Crees que le puse suficiente empeño?
—Vaya —ella se llegó a reír de tan impresionada—. Te ves apuesto, Ted.
—Solo espero que no piense que me vestí así para demandarle algo...
—Perdón, pero ¿a cuántos años se conocen?
—A casi una década.
—Si no sabe entender tu comportamiento y tus motivaciones a este punto, es demasiado idiota para estar contigo, te lo aviso de antemano.
El periodista sonrió y sacudió la cabeza.
—Supongo que tienes razón... —paró de hablar al darse cuenta de algo—. ¿Dónde está Nicholas? Pensaba que estaba contigo aquí arriba.
—Ya son las ocho y media. Se fue a acostar.
—¿Tan temprano?
—Tiene cuatro años. Debe acostarse temprano.
—Cierto... —él suspiró—. Voy a ir a darle buenas noches, si es que sigue despierto. Ya vuelvo.
Al abrir la puerta de la habitación de su hijo, supo que había llegado tarde, el mismo ya se había quedado dormido. No queriendo despertarlo, Theodore se quedó en la puerta, viéndolo respirar desde la distancia. Mientras lo hacía, su mente comenzó a divagar, como solía ocurrir en momentos de absoluta quietud. Se preguntaba a sí mismo si, cuando Nicholas creciera, tendría alguna memoria de su hermana mayor.
Era tan pequeño aún. Tan inocente a los horrores del mundo. Nadie pudo decirle que Eleonor había fallecido. Apenas que se "había ido a un lugar muy lejos, más allá de las nubes". El niño ni siquiera cuestionó la explicación, pero si indagó cuando ella volvería.
Theodore se preguntaba lo mismo a diario. ¿Acaso cuando muriera la volvería a ver? ¿O tendría, a lo mejor, la misma suerte que Janeth? ¿Lograría hacer contacto con su espíritu vagante ahora, si lo intentara?
El chamán de los Onasinos no le había mencionado nada más acerca de su hija, no desde la carta inicial que le envió. Y él sabía, a este punto, que si Wairu supiera algo sobre Eleonor ya se lo habría notificado.
La ausencia del religioso lo llevó a ponderar una hipótesis cruel, triste, pero que muy bien podía ser verídica: tal vez ella aún lo resintiera, estando muerta. Tal vez aún no lo había perdonado por todos los años de mentiras y confabulaciones.
—Me estoy volviendo loco —sacudió la cabeza y cerró los ojos por un instante, concentrándose en despejar esos pensamientos de su mente. Le harían más daño que bien.
Cuando logró tranquilizarse caminó hacia su hijo, le dio un beso en la tez, ajustó su cobija y se retiró de ahí despacio, dejándolo dormir en paz. Regresó a su propia habitación y halló a Helen en un estado de inconsciencia similar, aunque acostada en una posición mucho más extraña e incómoda. Sabía que, si la movía, la despertaría, pero no logró resistir a la tentación.
—Cariño...
—¿Hm? —ella murmuró, algo sobresaltada.
—Ven, déjame ayudarte.
Acomodar a Helen y despedirse de ella no le costó mucho tiempo. Recobrar su compostura sin correr a la cocina, abrir su botella de whiskey y tragarse una de sus pastillas, sí. Era impresionante como apenas recordar el nombre de Eleonor lo afectaba. Su muerte había ocurrido a poquísimo tiempo y aun así cada día se sentía como un año de luto. Era horrible.
—Tengo que ir a hablar con Janeth —se dijo a sí mismo, en voz alta, apoyándose contra el margen de la puerta principal de su hogar—. Tengo que ir a hablar con Janeth.
En otras palabras; "Debo hacerlo sobrio o ella se enojará aún más conmigo".
Se frotó el rostro. Respiró hondo. Repasó en su cabeza el discurso que se había ensayado para disculparse. De pronto, se acordó que algo le estaba faltando: los bombones que le había comprado. Corrió a la cocina y buscó la caja en la repisa más alta de la alacena. Al mismo tiempo que la recogía, sus ojos chocaron con una de sus botellas de whiskey. Un trago antes de irse no le haría mal, ¿o sí? ¡Era el incentivo perfecto que necesitaba!...
—Tengo que ir a hablar con Janeth —se repitió y con la caja en la mano, dejó el recinto.
Salió de su hogar con cierto desespero. Alejarse de las tentaciones que aquel lugar le ofrecía era su prioridad. Caminó tan rápido que su rodilla lo maldijo, crujiendo y resonando con cada paso. Al llegar a la calle de su amante, ya estaba cojeando. Y no podía hacer nada con su dolor, pues había dejado su frasco de medicación en su mesa de noche.
Como si su agonía física ya no fuera suficiente, tuvo que encontrarse con un escenario típico de sus pesadillas: alguien a quién amaba engañándolo, otra vez.
Desde la distancia vio a un hombre salir de la casa de Janeth. O mejor, vio a la misma abrazarlo y sonreírle, contenta por su aparición, antes de que ambos se separaran y él caminara calle abajo.
La caja de bombones que Theodore sostenía por poco no se cayó al suelo. Si hubiera estado intoxicado, probablemente hubiera asumido que lo que veía era hecho y no hubiera pensado antes de tachar a la señora Durand de infiel. Pero estaba sobrio. Triste, confundido, pero sobrio. A lo mejor estaba malinterpretando los hechos. Al final, los dos se habían abrazado, no besado. Podría apenas ser un amigo suyo. Claro. Porque eso era lógico.
Pero que fuera lógico no significaba que él estaba tranquilo con lo que acababa de presenciar. No, por lo contrario, estaba bastante celoso, enojado y fuera de sí. Pero tuvo la madurez necesaria para reconocer su propio descontrol y, luchando contra sus instintos más bajos —que incluían correr hacia aquella lejana casa y gritarle a su dueña hasta que su garganta sangrara—, él se dio la vuelta, comenzó a caminar en dirección al lago y decidió volver más tarde. La única manera de neutralizar sus emociones sería alejándose de la causa de su prejuicio pasional. Debía tener la cabeza fría cuando fuera a conversar con Janeth.
Por ello, deambuló entre los árboles que precedían las frías aguas del viejo Colburgue sin dirección fija, ni deseo de sentarse a apreciarlo. Su rodilla le dolía bastante aún, pero su ira lo tenía más distraído. Fue mientras vagaba que escuchó una voz bastante familiar viniendo del rosedal. La siguió y junto a ella, encontró a una variedad de gemidos y pedidos obscenos. No necesitó que su vista se ajustara a la oscuridad que lo rodeaba para saber quién era la figura a la que había pillado, en pleno coito; su hermano, Bernard. Y, como era de esperarse, no estaba acompañado por su esposa.
Por un momento, Theodore quiso revelar su presencia, armar un escándalo, apuntarle el dedo y usar su propia hipocresía contra él. Al final, su hermano mayor lo había juzgado con crueldad por tener una amante y hasta el día de hoy insistía en que debía dejar a la mujer de lado. Pero el periodista estaba tan cansado y desilusionado de todo, que no se atrevió a hacerlo. Escogió el silencio y se apartó del área sacudiendo la cabeza, pateando rocas, preguntándose si la vida realmente tenía que ser así de miserable.
¿Acaso todos en su sociedad vivían igual que él? ¿Escondiendo amoríos secretos? ¿Mintiéndoles a sus conocidos, amigos y parientes? ¿Sufriendo pérdida tras pérdida, sin jamás encontrar un sentido para ellas? Pero, ¿por acaso era él el único ser humano que no lograba aceptar dichas condiciones? ¿Que no lograba encontrar sentido para tan deshonesta existencia?
Él no lograba ser un buen padre. Un buen esposo. Amante. Hermano. Nada. Todos los roles que le pertenecían los interpretaba haciendo un trabajo pobre, ridículo. Sentía que no encajaba en ninguno de ellos, si era sincero. Pues entonces, ¿qué hacía vivo?
Es más, ¿quién era el mayor pecador en esta historia? ¿Hombres como Bernard, que se atrevían a juzgar la existencia ajena mientras vivían una mentira? ¿O hombres como él, resignados a su posición incómoda, sin moral para condenar a los demás y sin fuerzas para libertarse de sus cadenas?
Cada una de estas preguntas le desencadenaba un dilema nuevo. Y cada respuesta que no hallaba lo motivaba a aproximarse más y más a las puertas de su bar favorito en el vecindario. No poseía la misma atmósfera divertida que el Viking's, pero el alcohol es alcohol en cualquier lado.
—Quiero el litro de cerveza de castañas —le dijo al tabernero, pagando su cuenta de antemano.
Bebió hasta que el mundo a su alrededor diera vueltas y la caja de bombones que había comprado estuviera vacía. En qué momento los devoró, no supo determinar. Pero al verla, se acordó de Jane y decidió salir de ahí, antes de terminar completamente ebrio. Al voltearse, sin embargo, vio otra cosa más que no le hizo sentido alguno. Lawrence estaba en ese mismísimo bar, acompañado de un chico de su edad. Los dos, sujetando vasos de Candola —vino caliente— en sus manos, se reían mientras se arrastraban hacia las escaleras, al parecer planeando hacer alguna estupidez en el techo.
Theodore cambió de parecer así que vio a su hijo. Primero investigaría qué diablos él estaba haciendo, luego iría a buscar a Jane.
—¡Te va a gustar la vista, te lo prometo! —el amigo de Laurie sonrió, alegre, mientras lo jalaba por los peldaños.
—¿Estás seguro de que nadie nos retará por estar ahí arriba?
—Bastante. Ya te dije que mi tío es el dueño de este bar. ¿Por qué crees que ningún mesero nos detuvo hasta ahora?
El periodista los siguió con pasos lentos, evitando hacer ruido. No quería espiar su conversación, apenas asegurar que ninguno de los dos estuviera planeando alguna travesura.
—Confío en tu palabra, Mauri.
Por el apodo, el señor Gauvain adivinó quién era el otro muchacho: Maurice Geyser, uno de sus amigos más longevos. Ambos habían estudiado juntos desde sus seis años de edad. Conocían al otro mejor que a sí mismos.
Entre risas, los dos entraron a la azotea. Theodore se quedó de pie tras la puerta que conducía a ella, observándolos con cuidado, buscando algún indicio de malicia en sus miradas. Ebrio, se demoró demasiado en percibir que no estaban ahí a solas para hacer pillerías, ni para invocar al Dios del caos, como de costumbre.
No notó su cercanía y sus palabras amables, demasiadas intimas como para que fueran amistosas, hasta que literalmente los vio besarse. Ojiplático, perplejo, y extremadamente avergonzado de su comportamiento paranoico, él le dio la espalda a la puerta y bajó los peldaños con pasos largos, casi que corriendo hasta la salida del bar.
¿Qué carajos acababa de ver?
Otra vez, huyó del origen de sus problemas, y decidió no pensar demasiado en ellos. Lo haría cuando estuviera sobrio.
Osciló por las veredas de su barrio y volvió a su punto de partida: la calle de la residencia Durand. Pero de esta vez no pensó dos veces antes de seguir caminando hacia la casa de su amante, simplemente lo hizo. Golpeó la puerta tres veces, pero nadie contestó. Repitió el mismo martilleo, sin cesar, por cinco minutos completos. En algún momento, desistió de su misión. Janeth había cerrado la puerta de su habitación y se había ido a dormir, sin duda.
Cansado, intoxicado, y con cero ganas de regresar a casa, se sentó en el frío suelo abajo, apoyando su espalda en la puerta. Cerró los ojos, soltó un exhalo frustrado y se dejó llevar por el sueño.
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