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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟹

Merchant, 1 de septiembre de 1892

Theodore decidió quedarse en casa aquel jueves. Estaba demasiado cansado y no haría un trabajo decente si fuera a la imprenta. Sería mejor tomarse el día de descanso y dejar que su hermano se encargara de los problemas más urgentes de su negocio. Bernard a este punto era tan bueno en su labor como él; podría no ser el dueño del diario, pero sí sabía cómo dirigirlo.

A diferencia de los otros días que habían trascurrido desde su pelea con Janeth, el desayuno con su familia aquella mañana no había sido del todo silencioso. Lawrence le pidió su permiso para ir a una fiesta en la casa de su amigo —William Groover— en la noche del viernes, y él se lo dio, con la condición de que regresara antes de la medianoche. Ambos él y el chico sabían que en realidad volvería al final de la madrugada, unos minutos antes del nacer del sol, pero necesitaban mentir para tranquilizar a Helen y así ganar su confianza —al final, su aval también era importante—. Y al final el truco funcionó, ella se los concedió.

La mujer no lo mencionó en voz alta, pero creía que sería importante para su hijo volver luego a su vida social. La pérdida de su hermana había sido un golpe tremendo para él. Necesitaría la ayuda de sus amigos más cercanos para levantarse y seguir adelante.

Así que, con la bendición de ambos padres garantida, Lawrence dejó su hogar para ir al colegio, sonriendo. La visión calentó al corazón frío y solitario de Theodore, subiendo un poco sus ánimos.

—Iré al cementerio de la Iglesia de Saint Walburga hoy —Helen anunció, alzándose de su silla—. Quiero ir a visitar a Lenny y a Chuck. ¿Vienes?

—No... Hoy no —él sacudió su cabeza—. Tal vez la próxima semana, pero... ahora no me siento dispuesto. Lo siento.

—No necesitas disculparte. Lo entiendo —su esposa apoyó una mano en su hombro y le dio un apretón—. Y ellos también lo harían.

—Puedes...

—¿Sí?

—¿Puedes llevarles unas flores de mi parte? —buscó su mirada—. No quiero que piensen, donde quiera que estén, que los he olvidado.

—No lo harían. Nunca —ella lo tranquilizó—. Pero claro, les llevaré rosas por ti.

—Gracias.

Helen se apartó con una sonrisa triste, pero en vez de irse, se detuvo al llegar a la puerta.

—Me llevaré a Nicholas conmigo hoy. Él puede ser pequeño, pero también tiene el derecho a visitar a su hermana.

—Está bien.

—Deberías... —la mujer respiró hondo, como quien toma coraje para hablar—. Deberías ir a visitar a Janeth.

—No creo que eso sea una buena idea —él confesó, avergonzado—. Te mencioné, nuestra pelea...

—Y es justamente por eso que deberías ir. Ella merece una disculpa.

Theodore pensó en contestarle con algún chiste sarcástico, o demandarle que no se entrometiera en sus asuntos, pero al considerar la gravedad de la situación, prefirió quedarse callado. ¿Cuán mal debió ser su metida de pata para que Helen, de todas las personas, le recomendara que fuera en persona a disculparse con su amante?

—Iré en breve —respondió con indecisión, al percibir que su esposa aún aguardaba su respuesta.

—Mira... yo no debería decirte esto, pero... —su mujer dio unos cortos pasos adelante, miró alrededor para certificarse de que estaban a solas, y continuó:— Ella realmente te ama. No voy a elaborar en cómo sé eso, pero lo sé. Y merece que la trates mejor.

—Lo tengo claro.

—Entonces ve y compórtate como un hombre decente. Pídele disculpas —lo reprochó, antes de salir de una vez del comedor.

El señor Gauvain la vio marcharse boquiabierto y permaneció pegado a su asiento, contemplando lo que le había dicho. Helen tenía razón, claro, pero él reconocía que su cobardía en ese momento lo estaba venciendo. No quería tener que confrontar a sus errores. No quería admitir que sí, se estaba excediendo con sus pastillas y con su licor, ni que no tenía la mínima idea de cómo lidiar con su luto. No quería tener que decir, en voz alta, que había contemplado terminar su propia vida en el día del entierro de su hija. Y le sería de sumo desagrado escuchar a Janeth decir que lo perdonaba por todos sus equívocos. Porque no se sentía merecedor de su perdón.

Se quedó entonces en su casa, marinando en su remordimiento, ahogándose en lágrimas que ni siquiera podía derramar. Estaba tan desconsolado al punto de sentirse vacío, y tan aburrido al punto de volverse loco. No podía parar de pensar en lo que había dicho, hecho, en cómo se había comportado y en qué reproche la vida le estaría preparando a aquellas horas. Porque sin duda, el universo lo haría pagar por su estupidez. Siempre lo hacía.

Fue en medio a este trance tormentoso, meditabundo, que escuchó a alguien tocar la aldaba de la puerta de entrada. Al descender de su escritorio y caminar hacia la sala, se asombró al ver a Régine, su cuñada, quitándose su abrigo con la ayuda de una de sus empleadas.

—Buenos días —él la saludó, entre contento y confundido por su repentina aparición—. Estoy feliz de verte, Reg... Pero lamento decirte que, si vienes a visitar a Helen, llegas diez minutos muy tarde. Salió con Nicholas recién.

—No es un problema. Vengo a visitarte a ti.

—¿A mí?

—Sí. Bernard me mostró la nota que recibió de tu parte por la mañana y me pidió que viniera a ver cómo estás... Para que no vayas a la imprenta, asumo que no muy bien —se le acercó, dándole un abrazo rápido.

—Sí, yo... me desperté con un dolor de cabeza bastante molesto. Y también me siento muy cansado, no sería una buena idea ir a trabajar sin energías y sin motivación.

—Ah. ¿Debería entonces volver otro día? Si te sientes tan mal...

—No, claro que no. Puedes quedarte cuanto quieras —sacudió la cabeza—. Y siéntate. No necesitas estar de pie.

—Gracias.

—¿Quieres algo que tomar? ¿Comer? Acabo de desayunar, así que tal vez aún quede algún pan o buñuelo en la cocina...

—No, no es necesario.

—¿No quieres ni un té?

—Un té sí aceptaría —asintió, acomodándose en el sofá. Él se volteó a la mucama más cercana, quién no necesitó oír el pedido de su invitada dos veces para apurar su paso y salir del recinto, a buscar lo que pedía—. Y... ¿cómo has estado? —Régine se quitó sus guantes, dejándolos sobre la mesita a su frente—. Sé que es una pregunta tonta, pero...

—No es una pregunta tonta —Theodore la corrigió, cruzando los brazos, y ella, percibiendo su entonación pesarosa y su expresión taciturna, respondió:

—Si quieres conversar, estoy aquí.

Él la miró a los ojos, sorprendido. Era la primera persona en ofrecerle su apoyo y su atención de manera espontánea y gratuita. Si fuera cualquier otro pariente, hubiera asumido que tan solo estaba siendo generosa para engañarlo y conseguir información delicada a su respecto. Pero confiaba en Régine y en su carácter. Para él, su genuinidad era incuestionable. Y por ello, decidió repagarle con su honestidad.

—Estoy viviendo un día a la vez. Intentando concentrarme en el ahora y no en el ayer. Algo muy difícil de hacer, cuando de la muerte de un hijo o hija se trata... —se sentó a su lado y bajó el volumen de su voz, queriendo mantener su privacidad—. A veces siento que es imposible, seguir viviendo. El dolor que siento por haber perdido a Lenny me persigue a todos lados. Siempre pienso en ella y la recuerdo, hasta cuando no quiero... es una tortura.

—Me imagino... —la mujer hizo una mueca apenada, compasiva—. Lo siento, Theo. La amabas mucho y ella a ti. Decir eso es como decir que el cielo es azul; bastante obvio, pero no deja de ser cierto. Nadie espera que superes una pérdida así de grande tan rápido. Yo no lo hago, Bernie no lo hace... nadie. Así que toma todo el tiempo que necesites para recuperarte. Para sanar.

—Pero no sé cuándo lo haré.

—No importa. Te esperaremos por cuánto tiempo se necesario.

Esa única oración destruyó la serenidad del periodista. Sus ojos se humedecieron, su ceño se arrugó, su boca se cerró en una línea recta. Por algunos minutos, no pudo hacer nada más que respirar hondo y rogarle a Dios que lo ayudara a no sollozar.

—La extraño tanto... como nunca pensé que lograría extrañar a alguien —él confesó, emitiendo la muerte de su primogénito, Lucien, por motivos obvios. Nadie más que él y Helen sabían sobre aquella tragedia y no sería justo de su parte hablar sobre ella sin su permiso. Pero cuando habló, lo hizo por él también. Sentía la falta de ambos—. Solo quería verla una vez más, ¿sabes?... Decirle adiós, agradecerle por hacerme feliz mientras vivía. Pero la vida es tan cruel, que no me dio esa oportunidad. Me arrebató a mi hija de mis manos y ni siquiera me dejó despedirme de ella. Y siento que nuestra historia terminó con una "coma", en vez de un "punto final". Había tanto aún por ser escrito... tantas anécdotas y memorias por ser creadas y contadas... recuerdos que nunca fueron hechos. Sueños que fueron dejados en el olvido. Y eso es... es...  —respiró hondo—. No tengo palabras para expresar cuando eso duele.

Régine, apenada por el sufrimiento de su cuñado, tomó su mano entre las suyas y la acarició. Quería recordarle que no estaba solo y que aún tenía una familia que lo entendía y lo apoyaba.

—¿Recuerdas, cuando Herbert se enfermó a algunos años atrás?

—Claro que lo hago... todos pensamos que no sobreviviría.

—Yo también lo hice. Y me arrepiento de ello, pero... me quería preparar para lo peor. Pensé que moriría. Y sentí su pérdida por adelantado —ella confesó—. Al menos aprendí algo valioso de ese momento de sufrimiento: debemos amar y consolar como si el mañana no existiera. Porque nada nos puede garantizar que lo hará. Podemos despertar en la calidez de nuestra cama, en el lecho de un hospital, o en los cojines de nuestro ataúd. No hay garantía de que nuestro futuro existe. Pero el presente está aquí para vivirlo... y el pasado sirve para añorarlo.

—Eso es cierto —él sorbió la nariz—. No sabemos cuánto tiempo nos resta.

—Sé que es injusto... que la muerte se nos aparezca sin aviso y que se lleve a nuestros seres queridos sin darnos una sola oportunidad de despedirnos. Bernard diría que es parte del "plan divino" de Dios y que debemos resignarnos a sufrir, pero, aunque lo sea... es injusto. Natural, común, pero desmerecido. Así que te entiendo. Empatizo con tu dolor. Y de veras lo siento, Theo... No merecías pasar por algo así y no merecías sufrir tanto.

Al fin, el señor Gauvain escuchó palabras que le hicieron sentido y que resonaron en su alma. Régine había dicho todo lo que pensaba y todo lo que quería oír en un período tan tenebroso y doloroso como aquel. Y su bondad era impagable.

—Gracias —él le sonrió, conmovido—. Solo... gracias. Necesitaba escuchar eso. Necesitaba que alguien me dijera que no soy un loco por estar furioso con la vida, con Dios y con el destino en este momento.

—No eres un loco. Créeme, hay mucha gente ahí afuera que también se siente igual a ti... No eres el único. Yo, cuando casi perdí a mi hijo, me sentí igual. Y claro, cuando perdí a mi madre, también. Tenía ocho años cuando pasó... ella se enfermó y falleció, muy rápido. Me preguntaba, noche tras noche, ¿por qué?... ¿Por qué tuvo que morir? ¿Por qué en ese momento? Y cuanto más indagaba, menos respuestas hallaba y más enojada me volvía... Hasta que me di cuenta de que no hay explicación para la muerte. Ella viene, colecta el alma que al viene a buscar y se va. No hay un motivo. Solo ocurre.

—No lo sé... —tragó saliva—. A veces siento que de alguna forma todo esto fue mi culpa.

—¿De qué hablas?

—Yo...estaba peleado con Lenny. El viernes, antes de su accidente, conversé con ella en la imprenta y le pedí su perdón. Le rogué que me dejara explicar mi versión de los hechos, pero ella... se fue. No quiso oírme. Y todos los días pienso, ¿qué habría pasado si hubiera corrido detrás de ella? ¿Si le hubiera implorado que viniera a visitarme el fin de semana? ¿Hubiera ido al lago? ¿Hubiera escogido ir a visitar al abuelo de Charles en vez de a mí? ¿Podría yo haberla salvado de alguna forma?

—Creo que es normal, que te hagas esas preguntas, pero no que te culpes por un producto del acaso. No hay nada que podrías haber hecho. Y aunque lo hubiera, ya es demasiado tarde. El arrepentimiento es incapaz de cambiar al pasado.

—Lo sé —contestó con un aire insatisfecho—. Y es lo que intento recordar todas las veces que esas dudas resurgen en mi mente.

—Pues deberías hacer una pregunta mucho más relevante. ¿Amabas a Eleonor?

La mirada que él le disparó a Régine estaba llena de rabia e indignación.

—¡Claro que la amaba! ¡Aún la amo!...

—Entonces sabes que hubieras hecho lo que fuera necesario para protegerla —lo interrumpió—.  Por lo tanto, si no lograste salvarla, la culpa no es tuya.

Theodore desvió la mirada y sacudió la cabeza.

—Quisiera ser capaz de creer que eso es verdad.

—Lo es —la mujer le dio un apretón a la palma—. Y te lo recordaré hasta que lo creas.

La empleada que había ido a la cocina a busca el té regresó, y los dos abrieron un espacio entre sus cuerpos con discreción, queriendo evitar que la muchacha mal interpretara su cercanía. Apenas cuando se marchó, dejaron las formalidades de lado y otra vez volvieron a aproximarse.

—Agradezco que hayas venido aquí, Reg... de verdad lo hago. Necesitaba de una amiga con urgencia. Siento que no puedo conversar con Helen y Lawrence porque también han sufrido bastante y no quiero empeorar su estado ánimo. Bernard intentaría tranquilizarme con sus pasajes bíblicos y fe incuestionable, pero solo empeoraría mi frustración. René está lejos, ya no hablo con August, y todos mis otros amigos me tienen demasiada pena como para ser sinceros conmigo. Me he sentido muy solo y desconsolado. Tu presencia es impagable. Gracias.

—Siempre que me necesites, aquí estoy —ella sonrió, recogiendo su taza—. Pero René... ese sí es un nombre que no escuchaba a años. ¿Cómo está? ¿Aún vive en Hurepoix?

—Sí... él y su mujer.

—Quieres decir amante.

—Beatrice se casó con él así que su antigua esposa falleció.

—Eso no importa, no realmente. La sociedad la conocía como su segunda opción y por ello, siempre lo será. Aunque se haya casado con él. Todos siempre la recordarán como "la otra mujer".

—Me molesta que estés en lo correcto —Theodore bebió un sorbo de su propio té—. Pero... ambos siguen viviendo en Hurepoix, sí. Los fui a visitar hace poco. No pude quedarme en su casa demasiado tiempo, pero el par de horas que compartimos fue agradable...

El dueño de la Gaceta Dorada habló sobre su amigo cómo si fuera la última alma aún viva en la tierra. Todo para olvidarse de lo que su cuñada había dicho, y para ignorar el dolor que semejante afirmación le causó —no tan solo por recordarle a Janeth, pero también a algunas de las últimas palabras que ella le había dirigido—:

"Sé que soy tu amante. Sé que no soy tu esposa, y que probablemente nunca lo seré..."

¿Era ese su destino? ¿Ser para siempre su amante? ¿Ser recordada para siempre como tal y no como su mujer, su amiga, su mejor compañera? ¿Su rol en su vida se limitaba apenas a esa etiqueta?

¿Y qué pasaría si algún día Helen falleciera y él decidiera desposar a Jane? ¿Tendría que vivir como René y Beatrice, en el eje del mundo, lejos de todos a los que amaba? ¿Para siempre aterrado de rumores, de falacias y conspiraciones? ¿Qué pensaría su familia al respecto? ¿Lo apoyarían? ¿Lo odiarían? Eleonor dejó de hablarle y le perdió todo el respeto; ¿Cómo reaccionaría Lawrence? ¿Nicholas? ¿Todos?

—¿Theo? —Régine de pronto lo despertó a la realidad.

No se había dado cuenta, pero dejó de hablar sin explicación alguna.

—Perdón... —sacudió la cabeza—. Tuve un mareo repentino. ¿Qué decía?

—Hablabas sobre el nuevo negocio que René quiere emprender, comprando una empresa maderera en el norte... ¿Estás seguro que estás bien?

—Sí, sí. Lo estoy —bebió otro sorbo de su té, a este punto frío—. Perdón por el susto.

—No te disculpes. Me preocupaste, pero si dices que estás bien, te creeré —la mujer dejó su taza a un lado, ya habiendo terminado de beber—. Ah, y...

—¿Hm?

—Necesito hablar contigo sobre algo. Tenía pensado dejar esta discusión para otro día, pero, aprovechando el momento de honestidad que estamos compartiendo y considerando la privacidad que tenemos ahora...

—¿Por qué estás nerviosa? —él alzó una ceja, curioso—. No tienes por qué estarlo.

Régine se rio.

—Espera hasta que te cuente todo lo que tengo que contar. Después verás que tengo razones suficientes para sentirme, a lo mínimo, incómoda.

—¿Qué sucede? —Theodore terminó de beber su té con una sola tragada, dejándola la porcelana sobre la mesa.

Su cuñada, con una expresión pensativa, apuntó en dirección a las escaleras.

—¿Podemos ir a algún lugar más seguro? —preguntó con un murmullo—. No quiero correr el riesgo de que alguna mucama nos escuche.

—Claro... mi despacho está arriba. Ven, sígueme.

Los dos salieron de la sala y dejaron la loza a cargo de las entrometidas empleadas del hogar. Al llegar al escritorio, Theodore cerró la puerta con llave y abrió la ventana, para dejar que el ruido de la calle disfrazara el de sus voces.

—¿Mejor aquí?

—Sí... me siento más segura —ella tomó asiento, visiblemente más relajada—. Tengo que hablar sobre tu hermano.

—¿Bernie? —el señor Gauvain no logró ocultar su sorpresa—. ¿Te ha hecho algo?

—No. Por lo contrario, no me ha hecho nada.

El periodista también se sentó, cruzando sus piernas.

—Voy a necesitar más detalles que eso...

—Sabes que es un hombre muy religioso. Y francamente, nunca me ha incomodado que lo sea. Lo aplaudo por ser tan fiel a sus creencias y principios. Pero creo que se está volviendo un poco... extremista.

—Siempre lo ha sido...

—Hace cuatro meses que no tenemos sexo.

Si hubiera estado bebiendo su té abajo cuando escuchó eso, Theodore seguramente se hubiera atragantado.

—Por Dios... —se rio, entendiendo al fin el recelo de su acompañante a discutir tan... delicado tema en voz alta—.  Pero... ¿por qué no? Sé que estamos viejos, pero ni tanto como para que ya esté teniendo problemas ahí abajo...

Régine se rio de vuelta y sacudió la cabeza.

—No es eso a lo que me refiero. No tiene ningún problema físico. Lo que pasa es que ahora él  cree que todo sexo, sea marital o no, es pecaminoso.

—¿Qué? —la mandíbula del periodista casi se cae al suelo—. ¿Qué tipo de locura es esa? ¿Por acaso anda leyendo demasiado a Pablo de Tarso?

—Quisiera decir que estoy bromeando, pero sí. En efecto ha estado leyendo mucho a las cartas pastorales. Y se ha convencido de que debe ser casto y puro para llegar al cielo. 

—Y yo aquí pensado que me estaba volviendo loco. Claramente, tengo a un hermano más demente que yo —él bromeó, para la diversión de ambos—. Te compadezco, Reg... lo hago. Esta situación es... cómica, sí. Pero lamentable. Lo siento.

—Pues bien... estaba pensando...

—¿Sí?

—Tú y Helen... sé que han vuelto a ser amigos, pero...  —ella hizo una mueca dudosa—. ¿Están juntos? ¿En el sentido romántico? O...

—No —la interrumpió—. Solo amigos. Nada más. Es un matrimonio por conveniencia. A años eso no cambia.

—Pues entonces... tú también te debes estar sintiendo igual de solo que yo, ¿no?

El buen humor del señor Gauvain se desvaneció en un segundo.

—Régine... yo...

—No te pido compromiso alguno, para nada. Pero Theo, no miento cuando digo que me estoy desesperando. Y eres el único hombre, en toda esta ciudad, en el que confío lo suficiente como para pedir algo así.

—No puedo. No —sacudió la cabeza, algo irritado—. Lo siento, pero no podría hacerle algo así a Bernie.

—Si él se importara, me estaría amando como debe —ella insistió.

—No. De verdad no. No le haré eso —siguió firme en su postura—. Puedo ayudarte a encontrar nuevos "contactos" en Merchant, pero no repetiré nuestro pasado. Engañarlo una vez ya fue un error, hacerlo de nuevo...

—Nadie tiene porque saberlo —su cuñada se inclinó adelante—. Nadie hasta hoy ha descubierto nuestro antiguo amorío; ¿por qué crees que te delataría ahora?

—No es por eso que me niego a acostarme contigo. Es por una cuestión de principios. Lo que pasó entre nosotros, antes de casarnos, fue algo momentáneo. Juvenil. Ahora ambos somos adultos, no podemos repetir ese comportamiento.

—¿Por qué no?

—Tenemos hijos. Casas. Familias.

—Eso no te impide de tener a una amante, ¿o sí?

—Régine...

—¿Cómo era su nombre? Janice, ¿no?

La sangre de Theodore se heló.

—Janeth. Y ¿cómo lo sabes?

—Bernie me contó la verdad sobre ustedes dos, años atrás. Así que, si me vas a rechazar, al menos sé sincero. No lo haces por él, ¿o sí? Me rechazas por ella.

—La amo —admitió al fin—. No puedo romper su confianza.

—Insisto, ella no tiene por qué enterarse de esto. ¿Cómo se sentirá engañada si nunca se entera de que lo fue?

—Pero yo lo sabré. Y puede ser un sujeto despreciable a veces, pero aún tengo una consciencia... que ya es bastante pesada, debo admitir. No quiero empeorar mi remordimiento.

Al oír esta última respuesta, la mujer se volvió a apoyar en el respaldo de su asiento, aceptando su derrota.

—Has cambiado. A unos años atrás hubieras dicho que sí sin ni siquiera pensarlo.

—A unos años atrás pensaba que era infeliz, sin realmente saber lo que era la infelicidad. Buscaba placer fuera de casa, cuando lo podía encontrar fácilmente dentro de ella. Era un idiota.

—¿Y ahora?

—Sigo siéndolo. Pero al menos sé que lo soy. Antes no.

Régine bajó la mirada, con una sonrisa frustrada.

—¿No conoces a nadie que sea como el viejo Theo? Necesito a un idiota ignorante en mi vida. Los prefiero, a un sabelotodo hipócrita que vive para complacer a los demás y a su propia idea de moralidad perfecta.

—O sea: Bernard te está aburriendo con sus sermones y necesitas un pasatiempo que te distraigas de ellos.

—Sí —su cuñada se volvió a reír—. Con urgencia.

—Está bien... - él exhaló—. Te diré dónde puedes ir a divertirte sin llamar la atención.

—Eres un salvavidas, Theodore.

—No —agarró un papel y su pluma—. Solo un hombre infiel, con muchos contactos ilícitos. Ahora presta atención, que primero te tengo que hablar sobre el Viking's...

Darle consejos a su cuñada sobre cómo engañar a su hermano fue extraño y no se sintió correcto, pero el señor Gauvain no logró sentirse del todo mal.

Sabía que entre Bernard y Régine existía amor, pero, así como ocurría entre él y Helen, no era una conexión fuerte y romántica. No era deseo, sino comodidad. Además, con el conocimiento de que Bernie ya la había engañado en mente, le resultaba difícil tenerle empatía. Si él fue capaz de meterle los cuernos una vez, sin duda era capaz de hacerlo de nuevo - y probablemente ya había-. Que Régine también tuviera sus casos era justo y esperado.

—Sabía que podía contar contigo —la mujer sonrió, aliviada, una vez él había terminado de explicarse—. Solo tú para entender mis problemas sin juzgarme...

—No estoy en condición de juzgar a nadie. Mi lista de pecados es bastante extensa —él sacudió la cabeza con indiferencia.

—Bueno... si en algún momento quieres ampliarla, sabes que estoy a tu disposición.

—Reg...

—¿Qué? Pensé que te gustaba la honestidad —ella se levantó de su silla, sin perder su aire confiado.

Él, entendiendo la indirecta, hizo lo mismo y la acompañó de vuelta al primer piso. La dama ya se había quedado demasiado tiempo en su casa, debía regresar a su hogar.

—Intentaré conversar con Bernie... hacerlo cambiar de idea, respecto a... esto.

—Ni lo intentes, solo te hará perder la paciencia. Créeme, él es un caso perdido.

—¿Estás segura que no quieres que charle con él? —Theodore abrió la puerta principal, mientras Régine se volvía a poner los guantes y se arreglaba para salir a la calle.

—Segurísima. Además, si lo confrontas, él sabrá que yo vine aquí a reclamar. Y puedo correr el riesgo de que descubra mis planes, que es lo último que quiero.

—Entonces... —él suspiró—. Suerte. Es lo único que te puedo desear.

—Y se aprecia —ella respondió y lo miró por algunos segundos, de arriba abajo, antes de abrazarlo—. Si me necesitas, para lo que sea, sabes que te apoyo, ¿cierto?

—Lo sé —él se separó—. Gracias.

Régine se fue, pero Theodore se quedó con la conversación que tuvieron grabada en la mente. Helen, al volver de su visita al cementerio, supo que algo le estaba carcomiendo los pensamientos, pesando su cabeza y sus hombros, pero no tuvo el valor de preguntarle al respecto. Esperó que él se le acercara a conversar y se resignó a la posibilidad de que nunca lo hiciera. Después de todo lo que había sucedido entre ambos, reconocía que no tenía el derecho de demandarle respuestas sobre nada.

Pero, para su sorpresa, él se confesó solo.

—Creo que Bernie y Régine se van a separar.

—¿Qué?

Ambos estaban acostados en su cama, a punto de irse a dormir. Ya era tarde, las luces estaban apagadas, y el letargo comenzaba a dominarlos. No era el mejor de los momentos para tocar un tema así de sensible, pero a Theodore eso no le importaba. Necesitaba hablar sobre ello.

—Ya lo sospecho a años, pero creo que ahora lo harán. Él ha tenido sus amantes, ella quiere tener los suyos... Siento que se separarán. Porque no creo que serán capaces de vivir como nosotros. Bernie es demasiado moralista como para hacerlo.

—Pero, ¿un divorcio? ¿De veras crees que serían capaces de hacerlo? ¿Pese al daño que eso le causaría a su reputación?

—Régine es una mujer fuerte, soportaría los comentarios a su respecto. Probablemente se volvería a casar, de esta vez con un hombre rico, y se iría de aquí, a comenzar una vida nueva en la capital. Ya Bernard... creo que se volvería clérigo, algo que siempre quiso hacer. Se quedaría en Merchant.

—¿Y los niños?

—Ni idea. Sé que Bernie los ama, pero no sé si sería capaz de criarlos solo. Régine también los ama, pero dudo que gane su custodia. Es mujer; la prioridad será de su ex marido.

Helen se quedó callada por unos minutos, mirando al techo, apenas imaginándose ese escenario.

—¿Qué te lleva a pensar en todo esto?

Theodore suspiró.

—Ella vino a visitarme hoy. Charlamos por un par de horas, sobre muchas cosas... incluso sobre la incapacidad de mi hermano de hacerla feliz. Por eso creo que no terminarán juntos.

—Ah... —la mujer giró su cabeza hacia él—. ¿Entonces aún no has ido a visitar a Janeth?

—No. Aún no. Pasé el día completo en casa.

—¿Y cuándo lo harás?

—¿Por qué te interesa? —él se arrepintió de su selección de palabras así que terminó de hablar.

—Vaya. Intento ser empática y así me respondes...

—No, perdón... —la interrumpió, haciendo una mueca frustrada—. No quería sonar tan reservado y frívolo. Juro que no estoy molesto, solo curioso.

—Pésima manera de demostrar tu curiosidad entonces.

—Lo sé...y lo siento. – exhaló y se frotó el rostro—. Estoy actuando como un idiota, todo el tiempo. Y no sé cómo parar...

Helen aún estaba pensando en qué responderle, o cómo reconfortarlo, cuando vio que su esposo había comenzado a llorar. Sus ojos, cerrados, no lograban contener las lágrimas. Se deslizaban como caudales por su mejilla, hasta caer en su cabello o en la almohada. Preocupada y apenada, ella giró su cuerpo hacia él, levantó una mano a su rostro con cierta hesitación, y lo acarició por unos segundos. Al no recibir ninguna hostilidad, se acercó aún más a su torso, hasta finalmente abrazarlo.

—No eres el único cometiendo errores aquí —murmuró, girando su cuello para mirarlo—. Yo también quisiera saber cómo parar de hacerlo. Pero, cómo no lo sé, al menos tengo que intentarlo. Y lo estoy intentando.

—Lo sé... —él paró de lloriquear por un instante.

—Entonces haz lo mismo. No tan solo conmigo, o con nuestros hijos, sino... con la mujer a la que amas.

Theodore, absorto por su consejo, se forzó a abrir los párpados y encontrar sus ojos.

—No sé cómo pedirle disculpas. Ya lo he hecho tantas veces...

—Exacto. Una más no te dolerá —Helen bromeó, sacándole una sonrisa momentánea—. Ve a hablar con ella, mañana. Considerando el luto por el que ha pasado recientemente, entenderá tus cambios de humor y sabrá perdonarte.

Aquello no ocurría muy a menudo, pero él deseaba que su esposa estuviera en lo cierto; no sabría qué haría si perdiera también a Janeth.


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