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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟷

Merchant, 29 de agosto de 1892

Theodore abrió los ojos, pero la cama en la que se había acostado ya no existía. Las paredes de su casa, los muebles y todos sus familiares ya no estaban a su alcance. Él estaba solo, de pie en las orillas del lago Colburgue. 

Por la brisa templada y el extraño sol que arriba brillaba, había dejado atrás el invierno por el verano. Miró alrededor, pero no logró ver la silueta de la ciudad, de los pinos en la lejanía, ni a cualquier transeúnte cruzando el camino a sus espaldas. Solo supo dónde estaba por la mansión del señor Fouché, encarándolo con imponencia desde el otro margen.

Curioso y confundido, caminó hacia el muelle de madera, queriendo tener una mejor vista del escenario  —un gran error de su parte, enseguida comprendió

Al mirar a su reflejo en la superficie del agua abajo, notó que una sombra se sacudía en el lecho del lago. Pensó que emergería a cualquier minuto, pero no lo hizo. Siguió moviéndose en lo profundo, sin dar a entender qué era, o qué le sucedía. Él, en cambio, fue empujado adelante por una fuerza misteriosa, cayéndose del muelle al agua y hundiéndose como un ancla de navío en sus frías tinieblas. Mientras descendía, estiró una mano arriba, desesperado por volver a tocar la superficie, pero sin las fuerzas necesarias para hacerlo.

No podía nadar. Sus piernas no respondían a sus comandos. Frustrado, miró abajo, queriendo saber por qué este era el caso, y acabó viendo algo que lo aterró hasta el alma.

Un esqueleto lo sostenía de las piernas. Sus huesos, negros como la cortina del cosmos. Sus ropas, desgarradas y grisáceas. Sus ojos, rojos y retrorreflectores. No poseía nada humano. Su hostilidad era aparente apenas por su presentación. Theodore desistió de escapar cuando sus miradas se encontraron.

Más abajo, brotando de las sombras, un centenar de criaturas como aquella lo aguardaban. Cuando tocó fondo, la horda de calaveras lo recibió. Fue golpeado, maldecido, humillado, de todas las maneras posibles. Pensó que moriría entre aquellos espectros. El aire en sus pulmones se había agotado de todas formas. Ya se estaba ahogando.

Pero su pesadilla no llegó a su fin. Mientras luchaba por librarse de las infinitas manos huesudas que lo agarraban, escuchó un estruendo viniendo de arriba. Asustado, miró en la dirección del sonido. Dos figuras más se habían caído al agua. No lograba ver sus rostros desde su posición, pero logró reconocer quiénes eran por las ropas; Eleonor y Charles.

Al percibir su presencia, los esqueletos se apartaron del periodista. Nadaron hacia su hija y la jalaron del vestido hacia abajo. Charles hasta trató de salvarla, pero su valentía fue inútil. La fuerza de aquel demoníaco batallón era incomparable e invencible. En vez de soltarla, el muchacho tomó la decisión más osada de su vida. Se entregó a su enemigo, siendo arrastrado junto a ella hacia el fondo.

Las ropas de Eleonor fueron enganchadas al mástil de un pequeño barco pesquero por los espectros, mientras su querido esposo era ahorcado a su lado. Theodore lo vio todo, sin poder ayudarlos. Seguía siendo incapaz de mover sus piernas. Lo último que hizo antes de despertar fue mirar a sus pies una última vez. Pero, en vez de encontrar al mismo esqueleto de antes inmovilizando sus miembros, se deparó con algo bastante peor; su padre, con el rostro ensangrentado y destruido, vestido con su traje funerario el uniforme militar de 1862. El pobre hombre abrazaba sus pantorrillas como si él fuera su ángel salvador. Pese a la distorsión del sonido causada por el agua, Theodore podía entender lo que le gritaba: rogaba que le dijera dónde estaba, qué le había pasado, y por qué no podía ver nada.

El periodista abrió la boca para contestar, pero no pudo. Puntos negros comenzaron a aparecer en su visión. Su oxigeno se acabó. Su pesadilla también.

Con un salto, se sentó sobre su cama. Helen, quién había prometido despertarlo antes de quedarse dormida, no lo había hecho. Sudando ríos, con el estómago a punto de escaparse por su boca, él se levantó de la cama. Respiró hondo, masajeó su faz, miró hacia el reloj de la pared. Aún era la medianoche. Por suerte, tan solo había dormido dos horas y aún podía visitar a Jane.

Se puso sus zapatos. Evitó mirar a su esposa. Evitó pensar en la pesadilla que recién había tenido. Bajó al primer piso. Abrió la alacena de la cocina y sacó una botella de whiskey a medio beber de adentro. Se sirvió un vaso para calmar sus nervios. Tomó una de sus pastillas para el dolor con el trago, con la misma intención. Soltó un exhalo aliviado.

Estaba en casa. Aquel horrífico sueño no había sido del todo real. Era solo su consciencia atormentándolo. Como de costumbre.

Más mareado por su malestar que por las drogas ingeridas, Theodore se abrigó, se puso su sombrero y salió a la calle. No había ventisca aquella noche. Tal vez en los próximos días caería granizo, pero por ahora, nada de nieve. Aun así, el viento era gélido. Tuvo que levantar las solapas de su abrigo para mantener en sí el calor del alcohol. Al llegar a la casa de Jane, ya estaba tiritando.

—¿Quién es? —oyó la voz de la mujer y por su inflexión somnolienta, dedujo que la había despertado de su sueño.

—Yo, Theodore.

La puerta se abrió y él comprobó lo que ya sabía; definitivamente Jane estaba durmiendo cuándo llegó. Sus ojos entreabiertos, mejillas enrojecidas y cabello levemente rizado eran pruebas incuestionables de ello.

—¿Theo? ¿Dónde has estado? —le hizo una seña para que entrara—. ¿Por qué desapareciste? ¿Algo ocurrió?

—Sí... algo terrible, me temo.

Una vez sentado en el sofá, cómodo y caliente, él le contó todo sobre su última conversación con Eleonor, los días que pasó junto a sus demás hijos, desconociendo la tragedia que ocurrió en el lago, la desaparición confirmada de la joven, el hallazgo del velero destruido, del cuerpo de Charles y finalmente, el de ella.

No percibió en qué momento fue abrazado, o cómo terminó hallando refugio en el regazo de su amante, pero cuando terminó de hablar, así era como se encontraba. Encogido, con la cabeza sobre sus piernas, llorando sin gimotear. Sentía cinco dedos peinar su cabello con cuidado, mientras otros cinco masajeaban su brazo. Era la primera vez en días que era genuinamente reconfortado.

Miles de palabras lastimosas y miradas entristecidas habían sido lanzadas a su dirección, pero de nada le sirvieron para salvarlo de su luto. Y el entendimiento de Helen, el silencio de Lawrence, la inocencia de Nicholas, solo lo empeoraron. Eran constantes recordatorios de que debía ser fuerte por su familia, porque ellos dependían de él. Pero no quería tener que ser fuerte. Quería sentirse destrozado y verse arruinado, porque su amada hija había muerto.

Tan solo junto a Jane se sentía lo suficiente cómodo para ser sincero y vulnerable. Tan solo en ella depositaba su confianza. 

Tal vez por eso la inesperada sugerencia de la dama le dolió tanto:

—Creo... que tendrás que pasar más tiempo en casa en los próximos meses.

—¿Qué? —él se volvió a sentar, apartándose de su toque—. ¿Por qué dices eso?

—Porque tu esposa, tus hijos, necesitarán tu apoyo.

Si estuviera sobrio y si aún fuera dueño de su razón, podría entender la real agonía que aquellas palabras le causaban a Jane. Ella no quería tenerlo lejos de sí. No quería tener que compartirlo con nadie más. Lo amaba y, si tuviera el poder para decidir su destino, estaría junto a él para siempre. Pero entendía su lugar como amante. Como la "segunda mujer". Y era sensata, madura lo suficiente, como para saber que la presencia de Theodore era necesaria en su hogar ahora, no en el de ella. Al final, él aún tenía hijos vivos. Aún tenía una esposa a la que cuidar. Sería egoísta de su parte demandar su atención, aunque parcial, en un momento como aquel.

Pero él, embriagado por su melancolía, aturdido por las pastillas más fuertes que su médico le podría recetar, no poseía en sí la cordura necesaria para comprender sus razones o siquiera contemplar su punto de vista. El señor Gauvain creía que estaba siendo expulso de su paraíso por la Diosa a la que amó y veneró por años. Que, en su estado más débil y emotivo, ella se negaba en ayudarlo, prefiriendo darle la espalda. No lograba empatizar con su situación. Veía la escena a su frente desde la perspectiva de su privilegio. Ese fue su error.

—¿Quieres que me vaya?

—Sería lo mejor para todos. En especial para Lawrence y Nicholas...

Él se levantó, como si una fuerza siniestra lo hubiera agarrado del cuello y jalado hacia arriba. Su garganta se cerró. Las lágrimas en sus ojos fueron teñidas por un veneno oscuro, despreciable, la rabia.

—Yo te cuidé... te escuché y te di todo de mí cuando perdiste a Carol... Cuando perdimos a Caroline... —sus cejas chocaron, arrugando su tez—. ¿Y esto es lo que me haces a cambio?

Janeth, confundida, se demoró un instante en responder:

—¿Hacer qué?

Él se rio, incrédulo.

—Abandonarme. Exiliarme. Entregarme a los leones que viven en ese horrible infierno al que llamo hogar.

—No te estoy prohibiendo de venir aquí, para nada —ella clarificó, o al menos, intentó hacerlo—. Solo quiero que pases más tiempo con tu familia, debido a lo que ocurrió...

—No intentes frasearlo de manera florida para que tus intenciones sean menos crueles.

—Theodore... —ella movió la cabeza, como si un manotazo invisible la hubiera golpeado—. ¿De veras crees que sería capaz de hacer eso? ¿Abandonarte?...

—Pensé que Helen sería incapaz de engañarme otra vez y lo hizo. Pensé que mi hija jamás me mentiría y lo hizo. Pensé que Charles mantendría su palabra y la protegería de todo mal y él falló. ¡Todo lo que pienso, lo que espero y añoro, siempre ocurre contra mis expectativas! ¡Así que no, normalmente, no pensaría que serías capaz de hacer algo así, pero ahora lo compruebas!... ¡Lo eres!

Jane, boquiabierta, ofendida, pero mayoritariamente preocupada, se levantó del sofá también. Lo ojeó con atención, percibiendo detalles que, debido a su previo cansancio, no había logrado ver antes. Y su temor se duplicó.

—Theo... ¿Cuántas pastillas te tomaste antes de venir aquí?

—¿Qué tiene eso que ver?...

—¿Cuántas?

—Es irrelevante.

—Me estás acusando de no importarme contigo y de no amarte; es relevante.

—Nunca dije que no me amas.

—No, solo que no te quiero dar mi apoyo incondicional cuando pasas por un tiempo difícil. Es lo mismo.

—No es lo mismo...

—¿Cuántas, Theodore? —ella exigió, dando un paso adelante.

Él no se dejó intimidar.

—Ninguna.

—No te creo.

—No necesitas hacerlo.

—También sé que bebiste.

—Eso no es cierto...

—Hueles a alcohol y a sudor, ¿lo sabías? —lo interrumpió—. No logras mirarme a los ojos, tus manos están temblando y te lames los labios a cada cinco segundos porque tu boca está seca. Alcohol y pastillas. No sé qué tipo, pero sé que mientes... así que no te pases de listo conmigo.

—¿Y de qué te serviría? ¿Huh? ¿Saber si estoy ebrio o no? —él indagó con un tono agresivo, carente de delicadeza, bastante distante del que siempre empleaba estando junto a ella.

—Oh, de mucho —Jane puso a su sarcasmo en juego, poco asustada por la feracidad del periodista—. Porque me estoy llenando de rencor y ese no es un sentimiento al que quiero asociar contigo.

—¿Rencor?

—No confías en mí. En mis buenas intenciones... Lo primero que se te cruzó por la cabeza hoy fue la estúpida idea de que te estoy expulsando de mi vida, cuando eso es lo último que quiero hacer.... Cuándo eso es lo último que haría, punto. Tengo todo el derecho a sentirme resentida y decepcionada contigo... Y, para que lo sepas, solo sugerí lo que sugerí porque me importo contigo y con tu familia —Theodore sacudió la cabeza y se rio otra vez, molesto. Ella no se calló:— Sé que soy tu amante. Sé que no soy tu esposa y que probablemente nunca lo seré. Pero el amor maternal que tenía por Carol aún reside en mi pecho y sé cuánto Lawrence y Nicholas necesitan de sus padres ahora; de ti ahora. Pueden no ser mis hijos, pero son tuyos y los amo tanto como a su padre... Por ellos estoy pidiendo que tomes esta decisión. Que te quedes en casa, que les hagas compañía... y sinceramente, por Helen también, porque ha perdido un pedazo de sí con la muerte de Eleonor y debe estar sufriendo...

—¿Helen? ¿Sufriendo? —él carcajeó, dejando en evidencia lo intoxicado que estaba—. ¡Hablas de la mujer que intentó casar a su propia hija con el hijo de su amante! ¡Con una víbora que engañó a su propio esposo con su mejor amigo! ¡Una manipuladora! ¡Una falsa! ¡Una zorra! ¡Ramera!...

—¡Sigue siendo tu esposa y le debes respeto!

—¡No le debo nada! —afirmó, con sorprendente genuinidad—. ¡Nada!

—¡No eres el único que está sufriendo con todo esto, Theodore! —Jane trató de hacerlo razonar.

—¡PERO SOY YO EL QUE TIENE QUE QUEDARSE CALLADO! ¡SOY YO EL QUE SIEMPRE TIENE QUE SUFRIR EN SILENCIO! ¡EL QUE TIENE QUE SOPORTAR GOLPE TRAS GOLPE, CON UNA EXPRESIÓN SOLEMNE Y CON LA ESPALDA RECTA!

—¡No te estoy demandando eso! ¡Nadie te está demandando eso!

—¡¿En serio?! ¡¿No lo estás?! ¡Porque acabas de decirme que debo irme a casa, porque "mi familia me necesita"!

—Theo...

—¿¡QUÉ HAY DE MÍ?! –—gritó, entre exhausto y resignado—. ¡Yo también necesito apoyo! ¡Algo que ellos nunca me darán!... ¡Algo que pensé, tú me darías!... – dio un paso hacia atrás, resbalándose con la alfombra y casi cayéndose al suelo. - ¡ACABO DE PERDER A MI HIJA!... ¡Y PENSÉ QUE ALGUIEN SE IMPORTARÍA!... ¡Pero claro! ¡Me equivoqué! ¡Otra vez!... ¡Otra decepción más para mi larga lista!...

—¡Theodore!

Jane intentó sujetarlo, pero para cuando reaccionó, ya era tarde. El señor Gauvain había enderezado su postura y corrido hacia la puerta, deslizándose por el resquicio como una presa asustada, huyendo de su cazador. No entendía que, en realidad, él había estado portando el arma durante toda su conversación. No era capaz de ver el daño que había causado con sus palabras.

La señora Durand se sentía culpable. Tal vez había demandado demasiado de él, demasiado pronto. Pero no lo había hecho con malas intenciones, simplemente quería que su familia estuviera bien amparada. Nunca pensó que, al pedir que regresara a su hogar, estaba exigiendo también que se volviera neutro, estoico, frívolo. No quería causarle la impresión de que lo estaba "exiliando". Como ella mismo le había dicho, era incapaz de hacerlo; su amor por él la detenía.

A esta culpa, se le era sumada una horrible sensación de desasosiego. Cuánto más cavilaba respecto al comportamiento de Theodore durante los últimos meses, más Jane perdía su tranquilidad. Era obvio, ahora que lo pensaba con calma, lo mucho que su personalidad había cambiado desde que comenzó a tomar aquellas malditas pastillas para el dolor. Había pensado que sus miradas vacías, comportamiento errático y propensión a discutir era resultado de su luto. Un equívoco, claramente era una mezcla de ambos factores: el abuso de su medicación y su melancolía desmedida.

No sabía qué hacer para frenarlo. Tendrían que hablar sobre la discusión que recién tuvieron, eso era indiscutible. Pero, ¿Cuándo? ¿Cómo?... No tenía idea. No sabía si su amante volvería en breve, apenas que lo haría. Y lo que más temía era que, cuando volviera, su estado fuera aún más peor que en el ahora.


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