Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟶

Merchant, 28 de agosto de 1892

Por ironía del destino, el funeral de Eleonor y de Charles tomó lugar en una tarde soleada. Un ejército de amigos, familiares y parientes siguieron sus ataúdes por el cementerio. Un centenar de ojos rojizos e inconsolables los observaron descender a su lugar de descanso, sin poder creer en la escena que presenciaban.

Emma —la mejor amiga de la muchacha— no lograba parar de llorar. Sus padres, sabiendo que su hija se había salvado del mismo destino por intervención divina, considerando lo común que era verla navegar en el lago junto a la pareja fallecida, la sostenían cómo si fuera un tesoro que la parca casi les robó.

Theodore deseaba estar en su posición. Deseaba poder tener a su Lenny segura entre sus brazos otra vez. Pero jamás lo haría, al menos no en vida.

Emma pronto tendría su familia, un hogar, y sería una madre y abuela excelente para sus descendientes —así como la gran mayoría de sus otras amigas—. Lawrence y Nicholas estudiarían lo que quisieran, tendrían carreras envidiables, se casarían, se volverían padres y tíos. Él y Helen envejecerían, volviéndose más amargados e insatisfechos con su matrimonio con el paso de los años. La ciudad en la que vivían crecería y se transformaría, una y otra vez... Pero Eleonor no estaría allí para ver estos cambios. Nunca podría reírse de los chismes de su mejor amiga otra vez. Nunca podría molestar a sus hermanitos otra vez. Había muerto sin entender el porqué del desprecio y falta de amor entre sus progenitores. Sin conocer a Jane. Sin escuchar un "lo siento" de cualquiera de sus padres.

Ella tenía tanta vida por delante. Tantas experiencias que guardar en la calidez de su corazón. Tantos recuerdos por hacer. Tantos momentos de reminiscencia que no logró tener...

Más que consternado y devastado, Theodore estaba enfurecido por ello. ¡Esto no era justo! ¡Nada acerca sobre la situación lo era! ¿Pero qué podía hacer, a no ser maldecir a Dios y a sus santos, que habían permitido que semejante desgracia ocurriera? ¿Cómo más podría encontrarse, que derrotado?

Así que el servicio funerario terminó, él se alejó de su familia, queriendo estar a solas. Caminó hacia el lago maldito con pasos inciertos y sin objetivo en mente. Solo deseaba apreciar el silencio. Olvidarse del ruido escalofriante del llanto, de los murmullos apenados y condescendientes de sus seres queridos. Si no podía tener paz, la quietud bastaría.

No supo cuándo llegó a las márgenes lodosas del lago. Tampoco percibió el momento en que sus rodillas se doblegaron y él se cayó al suelo. El dolor en su pierna era incomparable a las punzadas de luto que sentía en su pecho, tan mínimo que le resultaba irrelevante. La escarcha que se esparcía por los confines de su corazón, por sus venas y nervios, también avanzaba sin levantar sospechas, sin inquietarlo o atemorizarlo.

De a poco, su carácter se volvía tan frío y hostil como el paisaje a su alrededor. De a poco, perdía el calor que lo hacía humano y que lo mantenía vivo. Pero no le incomodaba, dejar morir a su bondad y a su fe. ¿De qué le servían, a final de cuentas? Intentar volverse un ser humano mejor no había mejorado su futuro. Cosas horribles siguieron ocurriendo, fuera o bajo de su control.

No importaba lo qué hiciera, cómo lo hiciera, o con qué propósito, todo lo que amaba siempre se le era arrebatado de las manos. Al universo no le importaba su evolución. ¿Entonces por qué debía seguir importándose por el universo? ¿Por qué debía importarse por sí mismo, o cómo se comportaba?

Ya no le encontraba sentido a nada. Su duelo le había robado su propósito. No quería volver a alzarse, a levantar su mentón y regresar a casa. Contempló caminar hacia el hielo a su frente, patearlo hasta que se fracturara tanto como su espíritu y dejarse ser tragado por las negras aguas que protegían, pero la idea de dejar a sus dos hijos más pequeños solos frenó su impulsividad. Además, Helen lo necesitaba. Y también le había hecho una promesa a Caroline; tendría que permanecer vivo y cuidar a su madre. Contra su voluntad, debía seguir adelante, pese a no saber cuál sería la próxima vil travesura que el destino le jugaría.

Regresó a su casa luego de pasar una hora sentado en el barro, ignorando cuán entumecidos sus dedos se habían vueltos, o lo mucho que su rostro le ardía. ¿Qué le importaba una quemadura por el frío? ¿O las punzadas en su rodilla? ¿O la falta de sensibilidad en su piel? Eran inconvenientes menores. La agonía que sentía en el alma era bastante peor.

Helen no cuestionó su desaparición o su apariencia. Tan solo lo abrazó, le dijo que se fuera a bañar, y se quedó en la sala a consolar a sus hijos.

Theodore recogió ropas nuevas, se desnudó en el baño y se sentó en la tina vacía. Abrió la llave y sin calentar el agua, se acomodó. Al final, ¿qué importancia eso le tendría a alguien a punto de congelarse?

Luego de asearse, vestirse, y tomar más pastillas para el dolor, caminó derecho a su cama. No supo decir por cuanto tiempo durmió. Y si no fuera por las manos delicadas de Helen, peinando su enmarañado cabello, no se hubiera despertado en lo absoluto.

—¿Vienes a cenar?

—Sí —se sentó sobre el colchón y masajeó su rostro—. En algunos minutos más iré.

Como era de esperarse, la cena fue silenciosa. Lawrence no logró terminar su plato y su madre le permitió irse a su habitación antes de tiempo, con la condición de que llevara a su hermano menor a la cama por ella.

Theodore les dijo buenas noches a los dos, pero no logró despegar su mirada de su bistec, ni demostrarles otra emoción que no fuera pena. Helen, tan abatida como él, sujetó una de sus manos por varios minutos, acariciando su piel con su pulgar.

Nada que pudieran decir amenizaría su sufrimiento. Palabras simples y conversación casual no rellenarían el vacío dejado por la ausencia de su hija. La mejor opción entonces era, por el momento, permanecer callados.

Lo único que Helen indagó, al levantarse para ir a dormir, fue si se quedaría en casa o no.

—Me quedaré hasta que te duermas.

La señora Gauvain le sonrió, entristecida.

—  Al menos eres honesto.

—No lo fui con Lenny.

Ella suspiró.

—En su caso, no teníamos otra opción a no ser mentir. Y lo sabes.

—Lo sé —subió la mirada—. Pero eso no excusa lo que hicimos. Lo que yo le hice.

—Ted... Ella te perdonó, por lo que pasó en la boda. Estoy segura de que lo hizo.

—Yo no —él se levantó, tirando su servilleta sobre su plato—. La última vez que hablamos... se notaba que todo el respeto y la estima que me tenía se había perdido. Por mi culpa.

—No fue tu...

—Lo fue —detuvo a Helen—. Y es mejor si lo acepto de una vez.

Su esposa abrió la boca para contradecirlo, pero supo, apenas por la intensidad de su mirada, que sería inútil intentarlo. Theodore era un hombre obstinado y cuando se convencía de algo, apenas Dios podía hacerlo cambiar de parecer. Bueno, Dios o Janeth. Pero ella no era ni uno, ni otro.

—Tal vez tengas razón. Tal vez no te perdonó a tiempo. Pero de algo tengo absoluta certeza: te amaba. Con fallas, mentiras, y todo. Eras su héroe. Su modelo a seguir. Y te adoraba.

Los ojos del periodista se llenaron de lágrimas, pero ninguna fue derramada.

—El amor no arregla todo. La adoración es falible. Y su admiración fue ingenua.

—Ted...

—¿No vas a ir a dormir?

Helen, por lo contrario, si lloró.

—No he podido dormir desde que desapareció. Solo iré a acostarme —estiró una mano adelante—. ¿Vienes?

Él, ya sintiendo los efectos de su medicación comenzar a golpearlo, asintió.

—Sí. Pero no dejes que me duerma. De veras tengo que salir de aquí e ir a conversar con Jane.

—Lo sé —ella le hizo un gesto para que se acercara—. Ahora ven. Quédate unos minutos conmigo arriba... por favor.

El señor Gauvain, queriendo darle el mínimo de reconforto que un marido común debería ofrecer, volvió a asentir y tomó su mano, entrelazando sus dedos.

—Vamos.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro