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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟻𝟾

Merchant, 03 de junio de 1908

La señora Durand no estaba acostumbrada a frecuentar bares y restaurantes de élite. Tan solo había ido al Wild Tulip una vez, cuando Theodore le entregó un sobre con dinero y una reserva para ella y su hija, como regalo de cumpleaños para la misma.

La presencia de Caroline la había tranquilizado en aquel entonces, pero ahora, estando sola al frente del establecimiento, sintió un frío horrible en su espalda y un golpe súbito de angustia en el pecho.

Ni sabía si lograría almorzar, de tan nerviosa que estaba. Pero adentro Lawrence la esperaba y ella no quería causarle una mala impresión al retrasarse o rehusarse a comer.

Debía, por lo tanto, luchar contra su instinto de correr. Por el bien común, hacerle frente a su miedo era su única opción.

Inhaló una larga cantidad de aire y comenzó a caminar, soltándola apenas cuando había cruzado las puertas del restaurante y pasado adentro.

—Buenos días, señora. ¿Tiene alguna reserva? —le preguntó un mesero.

—No, la verdad. Un conocido mío la tiene y me invitó a almorzar, el señor Lawrence Gauvain. Por la hora, creo que ya debe estar sentado.

—Un minuto por favor.

El hombre que la atendió salió de su vista, mientras uno de los funcionarios que trabajaban en la recepción le quitaba su abrigo. En menos de un minuto completo, el primer caballero había regresado.

—Perdone la tardía pregunta, pero ¿cuál es su nombre, señora?

—Leónie Grant —le dijo su seudónimo, suponiendo que Laurie no la llamaría por su verdadero nombre en un lugar tan refinado.

—Ah, sí. La escritora más famosa del puerto. Un placer tenerla en nuestro restaurant —el sujeto le sonrió con amabilidad. Era impresionante como la fama ablandaba hasta a las personas más severas. Semejante demostración de falsedad la molestó, pero decidió ignorarla—. Necesito que registre su llegada aquí, por favor —el hombre caminó hacia un mesón cercano y señaló a un cuadernillo negro, acompañado de tintero y pluma.

Janeth hizo lo ordenado sin quejarse. Al terminar la tarea, fue llevada por dicho camarero a la entrada del salón principal, donde sus caminos se volvieron a dividir.

Ella, intentando suprimir su embeleso hacia sus alrededores, caminó con calma por el recinto, buscando al hijo mayor de Theodore entre la clientela. Lo halló sentado en una mesa cercana a una estufa, revisando la hora en su reloj de bolsillo. Al acercársele, sin saber qué esperar de la reunión, él elevó su mirada y volvió a guardar el objeto.

Lo primero que Jane notó fue que, aquel día, él se veía menos iracundo de lo usual. A lo mejor, esto se debía a su cansancio físico, impuesto por sus largas horas de trabajo en la Casa de Gobierno, o por su resfrío, causado por la baja temperatura característica de aquella gélida época del año. El punto es que su acidez y su desdén habían desaparecido por completo. Lo que era un cambio raro, pero favorable. Ella no lo cuestionaría.

—Buenos días, señor Lawrence.

—Buenos días, señora Grant. Por favor... tome asiento —hizo un gesto a la silla paralela a la suya. Jane tragó en seco y se acomodó, un poco angustiada—. Puede pedir lo que quiera del menú. Yo me encargaré de la cuenta.

—No es necesario, señor.

—Insisto —él dijo, pero su voz ronca no tenía ningún filo.

El mesero vino, intercambió algunas palabras cordiales con ambos y se fue con sus pedidos. El hijo mayor de los Gauvain eligió un pecho de cordero con salsa de tomate; Jane un fricasé de pollo. Por la época del año una jarra de Candola —vino caliente— fue también adicionada al menú, así como un pandolce* de pasas para el postre. Mientras los platos no llegaban, ambos se miraron por un angustiante minuto y comenzaron a charlar:

—Yo la invité aquí con la intención de destrozarla... de depositar todas mis frustraciones y mi rabia sobre usted y hacerla trizas —Lawrence se lanzó derecho a su confesión, sorprendiendo a la escritora—. Pero usted no se merece eso. Mi propia madre me lo dijo, antes de fallecer. Y por más que esa verdad me haya aceptar esa verdad, ella estaba en lo cierto. Usted no ha afectado a mi familia de mala manera. No rompió el matrimonio de nadie, no hizo que mi padre nos abandonara... dentro de todo, fue responsable con su presencia en nuestras vidas —sorbió la nariz, luchando contra su congestión. No parecía estar muy emocionado por sus palabras, pero por su incapacidad de mirarla a los ojos, Jane dedujo que sí estaba nervioso al enunciarlas—. Y fue por consideración a ese hecho, y a las últimas palabras que intercambié con mi madre, que cambié de parecer de camino aquí. No quiero hacerla sentir mal, o menospreciarla por un pasado que yo no conocí. Lo que sí quiero hacer, es juzgarla por su presente. Quiero oír su versión de los hechos y quiero que me cuente, con la mayor sinceridad que pueda expresar, qué exactamente siente por mi padre y cuáles son sus intenciones con él.

Janeth respiró hondo y cerró su boca, que se había entreabierto por accidente mientras el hombre hablaba. El mesero apareció entonces con sus platos, les deseó una cena agradable y se marchó, dejándolos a solas otra vez.

—Nunca en mis sueños más idílicos pensé que este día llegaría —ella admitió, ignorando su comida y recogiendo su copa de vino caliente, para tomar un largo sorbo—. Pero agradezco que me esté dando la oportunidad de contarle mi lado de la historia.

Lawrence asintió. Miró a los platos y los señaló.

—¿Comamos? No quiero ser descortés, pero de verdad estoy hambriento —su atípico tono simpático hizo a Jane sonreír por un instante.

Su manera de hablar le recordó a Theodore.

—Usted coma... yo le contaré todo por mientras.

Su explicación se demoró una hora completa en finalizar. Ella en determinado momento sí comió un poco de su cena, pero fue un picoteo corto. El hombre a su frente, por lo contrario, devoró su plato en pocos minutos e, insatisfecho, se ordenó otro.

Jane intentó concentrarse en explicarle bien cómo su relación evolucionó de una simple atracción casual a un compromiso secreto de amor, y para ello, intentó no acortar demasiado su línea del tiempo. Le mencionó todos los eventos importantes en su historia, tal cómo se conocieron, se enamoraron, se pelearon, reconciliaron y aprendieron a soportar las fallas uno del otro, pero trató de no saltarse ningún detalle pequeño que fuera relevante. Y lo hizo por querer ser lo más transparente posible.

Se había hartado de mentir.

—Entonces mi padre al inicio no sabía que usted... trabajaba en las calles.

—No. Él creía que yo era una cortesana del teatro, pero nada más que eso. Y como le dije, cuando se enteró... —su mirada se entristeció—. Él se sintió engañado. Y me ofendió bastante... algo de lo que se arrepiente, hasta hoy. La pelea que tuvimos en Newell fue terrible para ambos, pero especialmente para él.

—¿Y usted lo perdona? —Lawrence preguntó, entre conmovido y curioso—. ¿Por todo lo que le hizo y dijo?

—Ya lo he hecho a años —ella contestó, sin siquiera dudarlo—. Solo existe una memoria de él, de sus acciones, que deprecio hasta la fecha. He perdonado su equívoco, pero... olvidar el dolor que me causó es otra cosa.

—La vez que él la engañó con... La señora "R".

Janeth no se sintió con el derecho de contarle al hijo del señor Gauvain con quién su padre la había engañado, pero él lo dedujo por cuenta propia.

Sin embargo, para evitar usar el nombre de su tía en público, Lawrence se censuró.

—Sí... eso me dolió mucho —Jane confesó y bebió otro sobro de su vino—. Examinando al pasado bajo los lentes del presente, yo hasta llego a entender su manera de actuar. No le doy la razón a tu padre, pero... la entiendo. Él estaba pasando por un momento muy difícil de su vida. Había perdido a su hija, a su hermano, a Caroline...

—¿Caroline? ¿Asumo que esa es su hija?

—Sí. Mi niña —la editora respondió, conmovida, antes de continuar con su relato:— Además... su dolor de rodilla era lastimoso en ese entonces. Se estaba tomando un centenar de pastillas e inyectándose cocaína a diario para controlarlo.

—Fue una mezcla de factores lo que ocasionó el desastre, entonces.

—Lo fue. Y por eso mismo lo perdono. Él estaba sobrecargado de problemas. Eso no excusa lo que hizo, pero... lo hace comprensible. Y con eso me basta.

—Hm. Supongo —Lawrence bajó su tenedor y recogió su servilleta. Se limpió los labios y continuó:— Bueno... de veras le agradezco que me haya contado todo esto. Después de la pelea que tuve con mi padre, no hemos charlado mucho, y creo que él no me diría la verdad si le hiciera cualquier pregunta sobre su relación... Al menos no después de las cosas horribles que le dije. Yo estaba molesto y hablé sin pensar. Fui tonto e impulsivo. Mi error.

—Theodore te perdonará. Él tiene muchas fallas, pero no es un hombre particularmente rencoroso. Tiende a olvidarse de discusiones menores.

—Lo que tuvimos no fue una discusión menor —Lawrence sorbió la nariz otra vez—. Papá no es un hombre violento, nunca lo ha sido. Eso es innegable. Pocas veces lo vi perder el control al punto de pegarle a alguien. Y en casa, el castigo físico era reducido a palmadas en el trasero y empujones. No pasaba de eso —se explicó, preocupado—. Pero las cosas que le dije lo molestaron al punto de hacerlo saltar de su asiento y darme una cachetada.

—¿Tan grave fue el pleito?

—Fue corto, pero sí, grave. Y ahora que pude hablar con usted, me arrepiento de que siquiera haya ocurrido. La culpa fue mía —Lawrence reconoció, bajando el mentón—. Y es por eso que quiero pedirle disculpas a usted, formalmente, antes de decirle cualquier otra palabra, o demandarle cualquier otra respuesta a mis dudas. Porque, mientras peleábamos yo... yo la ofendí, frente a mi padre. Fue eso lo que lo hizo estallar.

Janeth, por alguna razón que no supo explicar, dejó que su instinto maternal tomar control de su cuerpo. Estiró su mano adelante y atrapó la del abogado, dándole un apretón gentil.

—Acepto sus disculpas. Pero no cargue todo el peso de esta situación solo. Usted descubrió que el matrimonio de sus padres no era la maravilla que aparentaba ser. Pensó que los dos se amaban durante años hasta que, al fin, percibió que era un amor distinto al que se imaginó. Usted no tiene la culpa por sentirse irritado, traicionado, o lo que sea. Está en su derecho de estar furioso. Incluso conmigo.

Lawrence, asombrado por su compasión y entendimiento, la miró a los ojos.

—Señora Durand... usted es la primera persona que me dice algo así. Ni mi madre... ni ella logró entender muy bien mi conflicto respecto a todo esto.

—La señora Helen, así como su padre, se acomodaron en las leyes poco convencionales de su matrimonio. Se acostumbraron a su realidad. Dudo que los dos hayan sido insensibles a propósito. Lo aman, no le harían eso.

—Usted tiene razón. Otra vez —él respiró hondo, por la boca.

—Mire... le voy a ser directa, señor Lawrence.

—Puede llamarle Laurie —él le concedió el derecho.

—Laurie... quiero que usted sepa que no tiene por qué amarme. No tiene por qué gustarle mi presencia en su casa. Entiendo cuál es mi rol en la vida de su padre. Siempre lo he tenido claro. Lo amo, pero sé que siempre seré su amante. La mujer que lo adora desde la distancia, entre las sombras, las bambalinas, y que jamás estará al lado de él, admirándolo de cerca. Mi nombre siempre estará en sus pensamientos, pero silencioso en su boca. Es mi condena. Mi maldición. Algo a lo que ya me he acostumbrado.

Aquellas palabras lograron hacer desvanecer a la ira de Lawrence. Y, ahora que realmente conocía la señora Durand más a fondo, entendía por qué su padre se había enamorado de ella. Su manera de ver al mundo, de comprender las cosas, de priorizar el bienestar ajeno antes del suyo, era impresionante. Venerable, incluso.

—Yo no la odio —él aseguró, sincero—. Lo hice por mucho tiempo. Pero ya no. Y dudo que vuelva a hacerlo en el futuro —se sirvió más vino caliente e hizo una pausa en su respuesta para beber un poco. Al terminar, bajó la copa y aclaró la garganta:— Lo que sí, debo decirle que se equivoca. Si de mi padre depende, él gritará su nombre a los siete vientos, por los siete mares y seis continentes. Digo esto por saber que es cierto. Él la ama. Más de lo que ha amado a cualquier otra mujer en su vida. Entre el mundo, sus lectores, admiradores, sus amigos, familiares y usted, él siempre la escogerá a usted. Tal es el tamaño de su afecto.

Janeth soltó un poco de aire entre los dientes, como si aquella declaración la hubiera golpeado en el pecho y arrebatado su aliento, con violencia y brusquedad.

—Siento que existe un "pero" ausente en su comentario.

Lawrence frunció el ceño, sintiéndose culpable, y se masajeó el puño derecho con la mano izquierda.

—Existe... aunque no le pertenece a mi padre.

—Creo que no entendí muy bien.

—Él quiere pedirle la mano en matrimonio, en la noche de su cumpleaños.

La mujer a su frente retrocedió contra el respaldo de su silla, asombrada. Sus ojos se llenaron de lágrimas que, por un segundo, fueron de felicidad. Pero, al pensar más en la idea, su melancolía asesinó al brillo alegre que caracterizaron su mirada.

—Al hacerlo arruinará su carrera —pensó en voz alta, con voz temblorosa—. Si nos casamos... y a-alguien se entera de mi pasado...

Lawrence al menos tuvo la decencia de verse entristecido por sus aseveraciones, al escoger permanecer en silencio por los próximos tres minutos. Por un lado, era grato por el rápido raciocinio de la dama, no quería ser el responsable de partirle el corazón con sus demandas. Por el otro, quería pedirle disculpas por concordar con ella.

—Sé que ustedes se aman —fue lo primero que se le ocurrió decir, al verla derramar algunas lágrimas luctuosas—. De verdad... lo sé. Pero dejar que se casen sería una locura y usted entiende porqué. Él puede ser un hombre rico y venerado, pero vivimos en Merchant. Él puede amarla, pero declarar este hecho podría acabar con su carrera. Si se enteran que se casó con una pros-... con alguien con su pasado, él será juzgado. Perderá sus privilegios. Sus libros ya no venderán, la Gaceta ya no venderá. Será un desastre, tanto para él, como para nuestra familia... No me opongo a que se case con usted en una ceremonia privada, íntima. Pero hacer esta unión legal y pública, será un error fatal.

Janeth se limpió los ojos y observó al anillo de zafiro que llevaba en el meñique, a años. Jugó con él, callada, antes de tragar sus lágrimas y volver a mirar a Lawrence.

—Su madre, la señora Helen, me pidió algo cuando fui a visitarla a su casa, unas pocas horas antes de su muerte. Quería que me comprometiera con Theodore —reveló y sacudió la cabeza—. Pero... comparto sus pensamientos, Laurie. Un hombre como él no puede rebajarse y casarse con una mujer como yo. Fue hermosa, la ilusión de tenerlo como mi marido... pero ese sueño debe permanecer apenas eso... un sueño.

Lawrence entonces notó la alianza que ella llevaba en la mano. Ese zafiro era idéntico al que su padre llevaba en su propio meñique. Lo que solo significaba una cosa: a años él quería hacerla suya. No le hubiera dado una joya tan cara de regalo si este no fuera el caso.

—Lo siento —se sintió motivado a decir.

Janeth suspiró, rindiéndose ante su llanto silencioso.

—Le diré que no.

Pausa.

—Bien.


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*Pandolce genovés o panettone genovés: Postre habitual de fiestas navideñas en la región de Liguria.

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