𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟼
Merchant, 10 de septiembre de 1900
Entre la madrugada del día anterior y ese lunes, Theodore no durmió. Se sentó en su despacho a escribir por horas, como a años no hacía. Ver el asesinato de un joven negro, presentir las muertes que se avecinaba por la declaración de la Ley de Pureza de medicamento y recordar a las personas que había visto perecer a su frente por un infinito de injusticias más, le aumentaron la creatividad y la indignación a un nivel nunca antes sentido.
Mientras Nicholas roncaba en su cama, rodeado de libros, el señor Gauvain se manchaba las manos con tinta y grafito, redactando todas las líneas que cruzaban por su cabeza con la dedicación de un monje y el apuro de un escribano.
Se quejó del racismo repugnante del sur. Se quejó de la corrupción de la policía, del gobierno, de la ignorancia de los civiles y el desdén de los religiosos. Se quejó de los asesinatos impunes que veía día tras día y que no podía vengar, ni siquiera entender.
Todo ese material, lo uniría a las páginas que Janeth ya había escrito para su nuevo libro; Fantasmas del Ayer. Necesitaba hacer algo de productivo con toda su angustia y desespero, o se volvería completamente loco.
Cuando bajó la pluma y miró a la ventana, soltó un suspiro exhausto, masajeó su rostro y comenzó a llorar. De alivio, por un cambio. Otra de las noches más oscuras de su vida había terminado. El sol se levantaba en el horizonte, estirando sus manos doradas hacia él, listo para abrazarlo y reconfortarlo con su calidez.
Había soportado la presión impuesta por la llegada de aquel nuevo día. Se sentía orgulloso de sí mismo por ello.
Helen regresó a casa de su viaje a las once de la mañana. Theodore ya había llevado a Nicholas al colegio para ese entonces y estaba acostado en su cama, recomponiendo sus energías, cuando escuchó su voz resonar por el pasillo. Abrió un ojo y examinó su habitación, a oscuras gracias a sus cortinas gruesas. Cansado, lo volvió a cerrar, poco antes de que la puerta se abriera. Escuchó a su esposa acomodar su equipaje en el suelo, quitarse los zapatos y soltar un suspiro satisfecho. El colchón se hundió detrás suyo. Pensó que Helen se había sentado a descansar un poco las piernas, pero rápidamente reconoció su equivoco, se había acostado a su lado y ahora lo abrazaba por detrás.
—Sé que estás despierto.
Él se rio, pero continuó sin abrir los ojos.
—¿Tuviste un buen viaje?
—Fue el mejor que he tenido en un largo tiempo —ella se le acercó más aún, apoyando su mentón sobre su hombro—. Gracias, Ted... por darme este descanso.
Se quedaron así, abrazados, por unos minutos. Eventualmente el señor Gauvain se volteó a mirarla, llevándose la sorpresa de su vida al ver que Helen estaba llorando.
—¿Qué pasa? ¿Estás bien?
—Lo estoy —ella murmuró, sonriendo. Se limpió las mejillas y se acomodó en la cama, poniendo un brazo bajo su cabeza—. Solo... estoy muy feliz. Eso es todo.
Su esposa no necesitó darle más explicaciones, con esa afirmación lo dijo todo.
Después de perder a Eleonor, no tan solo Theodore había pasado por uno de los momentos más miserables de su vida, ella también lo había hecho. Y desde entonces, encontrar alegría pese a su eterna ausencia se había vuelto un desafío. La situación solo empeoraba considerando que tenía a un marido casado con su trabajo, terco, obsesivo, adicto a un sinfín de medicaciones, que constantemente se metía en problemas y le rogaba por su ayuda para solucionarlos; un hijo emocionalmente reservado, travieso, desobediente, y otro callado, tímido, de temperamento frío y calculista. Convivir con ellos, con su luto, y con sus miedos no era nada fácil. Ser la única mujer en su núcleo familiar tampoco. Y por mucho tiempo, el señor Gauvain había ignorado todas estas dificultades, estando concentrado apenas en su sufrimiento, en su cansancio, en su dolor. Pero él ya no quería ser así de egoísta.
—¿El doctor Allix te trató bien?
—Como a una reina.
Theodore sonrió, complacido.
—Es bueno saber que te divertiste. Merecías estas vacaciones.
—¿Y tú? ¿Cómo fue tu fin de semana?
—Al final yo y Nick terminamos yendo a la biblioteca.
—¿Ah, sí?
—Sí... decidimos ir a pescar después, cuando Laurie regrese a la ciudad.
—¿Y él se comportó?
—Es Nicholas, siempre se comporta. Me exigió que fuéramos a la iglesia ayer, de hecho. Así de buen niño es.
—¿Y fuiste?
—Iría a la luna y de vuelta por mis hijos —el periodista contestó sin dudar—. Además, aproveché de visitar el cementerio. Quería ir a ver a Lenny, Chuck, Bernie y a algunos de mis funcionarios fallecidos... Hacerlo en un día santo me pareció justo.
Helen soltó un gruñido suave, concordando con lo dicho.
—¿Y fuiste a ver a Janeth ayer por la noche, mientras no estaba aquí? Ya es casi la hora del almuerzo y sigues acostado.
—No —él sacudió la cabeza—. No la he visto desde la semana pasada. Quise pasar tiempo con Nick. Estoy con sueño porque me pasé toda la madrugada escribiendo. No estaba en condiciones de salir a trabajar hoy.
La mujer alzó sus cejas, sorprendida.
—¿Escribiendo? ¿Toda la madrugada?
—Sí.
—Pero eso no ha pasado desde...
—La muerte de Lenny. Lo sé.
—¿Y sobre qué?...
Él, muy extenuado para levantarse, apuntó con el dedo a su velador, donde las hojas redactadas la noche anterior reposaban, ordenadas en una pila. Helen las recogió y en silencio, comenzó a leer. Él cerró los ojos en el ínterin, pero no se quedó dormido.
—¿Y esto para qué es?
—Para un libro nuevo que estoy escribiendo junto a Janeth... Fantasmas del Ayer.
—Hm —su esposa suspiró—. ¿Puedo darte mi opinión sincera?
—No esperaría menos de ti.
Ella regresó la pila al mueble.
—Creo que este será el libro más importante de tu carrera.
El hombre abrió los ojos otra vez y la miró, sorprendido.
—¿Eso piensas?
—Sí. De hecho, creo que subestimé tu genio —ella sacudió la cabeza y sonrió, asombrada—. Me estoy esforzando en no llorar ahora... Diablos.
—¿Y por qué?
—Pues... porque estoy orgullosa de ti.
Ante la declaración, él usó lo que restaba de sus energías para sentarse.
—¿Orgullosa? —por un instante, pensó que Helen estaba bromeando.
Pero al ver las lágrimas acumuladas en sus ojos, haciéndolos destellar, supo que ese no era el caso.
Ante su confusión, la mujer se rio, encariñada.
—Es que de pronto me puse a pensar en lo que Eleonor hubiera dicho si estuviera aquí para leer esto, y estoy segura de que le hubiera encantado también.
Las cejas de Theodore se curvaron y el sintió una extraña mezcla de amor y tristeza permear su corazón.
—¿Sí?
—Definitivamente sí. Te excediste con la narrativa, Ted; con tus críticas... ¿Y narrar tan bien la matanza que viste en la calle Swift? ¿No dejar ningún detalle de fuera? Eso requiere coraje y mucha fuerza... Sé cómo ese día te afectó —sorbió la nariz y pestañeó, para despejar su visión—. Tienes mucho más valor de lo que creía. Te admiro por eso.
Él, perplejo y conmovido por su confesión, le murmuró un pequeño "Ven aquí" antes de inclinarse a un lado, abrazarla y besar el costado de su cabeza. No pensó demasiado sobre el gesto, este apenas se manifestó por cuenta propia. Más fue un reflejo que una reacción. Pero Helen no se incomodó, solo se rio y lo dejó sostenerla, por todo el tiempo que necesitara.
Se separaron unos minutos más tarde, cuando una de las mucamas golpeó la puerta. La joven había venido a avisar que el almuerzo estaba listo. Y mientras ella se marchaba, él le extendió la mano a su esposa, mirándola con ternura. Ella la tomó y en paz, se fueron abajo.
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Por insistencia de Helen, Theodore dejó su casa por la noche y fue a visitar a Janeth.
—Hasta ahora no logro acostumbrarme a verte siendo considerada hacia ella.
—También se siente raro por mi parte, no te engañes —la señora Gauvain le dijo, quitándose los aros de la oreja—. Pero sé que ella te ama —dejó de mirarse al espejo y se giró hacia él—. Además, se merece mi respeto por haberte salvado la vida tantas veces. Es mi obligación, a este punto, serle considerada. Sin ella, no estarías aquí.
Con esta conversación en mente, el periodista cruzó las calles oscuras de su vecindario, apresurando el paso para no terminar congelándose en ellas. Apreciaba el esfuerzo de Helen por entenderse con la mujer que a tantos años había considerado una "rival". Era prueba de que realmente estaba creciendo como persona.
Al llegar a la residencia Durand, respiró hondo y golpeó la puerta con su bastón. Escuchó pasos, algunos gruñidos, y de pronto Jane estaba al frente suyo, vestida con su ropa de dormir, el cabello enmarañado y el rostro hinchado por el sueño.
—¿Te desperté?
—No importa, ven aquí —ella le sonrió y lo jaló a su pecho, estrujándolo con todo lo que tenía—. Te extrañé mucho.
—Yo también, cariño.
—No tenía idea de que vendrías hoy —le dijo al apartarse—. Mañana sí, pero no hoy. Si lo supiera me hubiera arreglado más...
Él la calló con un beso.
—Te ves hermosa de cualquier manera.
—Me veo espantosa, no mientas. Tengo un dolor de cabeza horrible, no me lavo el cabello a tres días...
—Hermosa —la volvió a cortar, mientras entraban a la sala y cerraban la puerta—. Pero, ¿dolor de cabeza? ¿Te sientes mal?
—Un poco, sí... me he sentido mal todo el día, la verdad. Ahora el dolor ha disminuido un poco, pero no demasiado.
—Entonces ve a acostarte —él le dijo, echándole una mirada a sus alrededores—. Voy a limpiar todo esto por ti mientras descansas.
—No necesitas...
—Quiero hacerlo —insistió—. En seguida estará allá.
—Theo, te extraño. Quiero pasar las pocas horas que tenemos juntos contigo...
—Si te sientes mal, me quedaré aquí contigo.
—Pero tu familia...
—Helen ya volvió de su viaje. Ella inventará alguna excusa para mi ausencia. Ahora déjame ayudarte. Te prometo que no me demoraré mucho aseando.
Janeth respiró hondo y le sonrió.
—Está bien... pero ven luego a la cama. Necesito abrazos.
Theodore le sonrió de vuelta, dejó su bastón a un lado y se fue a buscar una escoba a la cocina, mientras ella regresaba a su habitación a dormir.
Al volver a la sala, sacudió la sábana que cubría el sofá, las alfombras del suelo, barrió todo el polvo, les pasó un paño a los estantes y organizó sus las decoraciones hasta que todo estuviera impecablemente limpio.
Luego, fue de nuevo a la cocina cojeando y continuó con el aseo allí. Pensó que habría loza en el lavabo, pero para su sorpresa, estaba vacío. Notó que tampoco había ollas con sobras de comida, que el basurero estaba vacío, y al abrir la alacena, su temor se convirtió en una preocupación real. Más allá de un paquete de café, una caja de té y un tarro de galletas, no había más comida.
Esto solo significaba una cosa: Janeth otra vez estaba haciendo una de sus dietas extremas.
Ya era muy tarde para ir al mercado y rellenar todas las repisas vacías con lo que se le diera la gana, pero temprano lo suficiente para ir a algún almacén o panadería, a comprar algo para su desayuno. Theodore traía algo de efectivo consigo, así que podía hacerlo. Y porque podía, quiso.
Sin hacer ruido, caminó hasta la entrada de la habitación de Jane y se certificó de que estuviera durmiendo. Efectivamente, lo estaba. Recogió entonces su bastón y la llave de la casa —que colgaba de un clavo en la pared, al lado de la puerta de entrada— y salió otra vez a la calle. Volvió quince minutos después, con una bolsa llena de panes, latas de sopa condensada y de sardinas, mantequilla, avena, frutos secos, y una caja pequeña de bombones. Era todo lo que pudo encontrar a aquellas horas.
Dejó todo sobre la mesa y recogió una de las latas de sopa. Fue a la cocina, la abrió, tiró todo su contenido adentro de una olla y la puso a calentar. El dolor de cabeza de la mujer podría muy bien ser por falta de comida. Tenía que al menos intentar convencerla a ingerir algo antes de que empeorara.
Estaba apoyado en su bastón, mirando fijamente a la olla a su frente, sin siquiera pestañear, cuando un grito desesperado lo sobresaltó. De inmediato sacó la olla del fuego y la dejó a un lado, para luego correr a la habitación de Janeth y comprobar que estaba bien.
Al verla, supo qué había pasado; una pesadilla. Ella estaba sentada sobre la cama, con una mano sobre el pecho y la otra empuñando la manta sobre sus piernas, respirando con clara dificultad y llorando sin poder parar.
No importaba cuántas veces Theodore viera aquella misma escena en su vida, siempre se sentía destrozado al hacerlo. Soltó un exhalo entristecido, se acercó al colchón y lentamente se sentó sobre él, manteniendo cierta distancia de Janeth. En su actual estado de pánico y paranoia, no era sabio intentar tocarla o abrazarla, eso apenas empeoraría su miedo.
—Hey... estás bien. Estás en tu casa. No hay nadie aquí para herirte.
—¿T-Theo?
—Sí, soy yo.
Ella pestañeó algunas veces. Removió su mano de la manta y la estiró hacia él, como pidiéndole que se acercara. Apenas al tener su permiso, el periodista lo hizo. Le limpió sus lágrimas y la abrazó, dejando que buscara refugio en su pecho.
—Perdón —Jane murmuró luego de algunos minutos, habiendo ya parado de llorar—. Cuando pensaba que ya había superado mis miedos y enterrado mis peores memorias, las malditas reaparecen en mis sueños.
—A veces pasa... no te disculpes —Theodore se apartó y quitó sus mechones sueltos de su rostro—. ¿Aún te duele la cabeza?
—Sí.
—Entonces ven conmigo, vamos a comer.
—¿Comer? —ella preguntó, confundida.
—Fui de compras mientras dormías. Traje sopa de tomate.
—Pero yo no... —paró de hablar y se masajeó el rostro—. No quiero.
—¿Por qué?
—Sabes por qué. No quiero subir más de peso.
—Tu peso es perfectamente normal.
—Pero me veo gorda...
—Te ves bien. Gorda o flaca, siempre te ves bien.
—Theo...
—Al menos inténtalo. ¿Por mí?
Janeth parecía estar en conflicto. No quería siquiera pensar en la idea de tragarse una diminuta cucharada de sopa. Creía que hacerlo empeoraría su malestar. Pero Theodore la estaba mirando con una expresión preocupada, tensa, a la cual ella detestaba, y sabía que era por una buena razón.
—Está bien... una porción.
—Una porción —él concordó y se levantó de la cama, para ayudarla a hacer lo mismo.
Theodore sabía a años que su amante tenía una relación muy complicada con la comida. A veces podía devorar un festín completo sin quejas ni malestares. Otras, mascar un grano de arroz era un desafío imposible de vencer. Todo dependía de su humor, ya que este problema tendía a agravarse cuando la misma estaba estresada o entristecida. Por eso, todas las veces que atravesaba por uno de estos episodios de aversión y de disgusto, él intentaba ser lo más gentil y delicado posible con ella.
Jane le había dicho que esta repulsión esporádica hacia los alimentos había nacido de dos importantes factores; la falta de recursos que experimentó desde su infancia hasta su vida adulta, y la naturaleza de su antigua profesión.
Cuando era una niña, se había acostumbrado a pasar días y semanas sin comer, sobreviviendo apenas de migajas. Al crecer y encontrar empleo en las calles, pudo al fin alimentarse, pero no en exceso a fin de no perder clientes. A los hombres de Merchant les gustaba las mujeres delgadas y de débil complexión, al final de cuentas. Debía mantenerse siempre esbelta si quería ganar suficiente dinero para mantenerse viva, y cuidar a su hija.
Años se habían pasado desde que había dejado ese mundo de lado, pero los hábitos de ese entonces sobrevivían. Theodore con frecuencia le repetía que era la mujer más bella que había visto jamás, sin importar su talla, pero sabía que en el fondo sus palabras no eran tan fuertes como para derrotar a su pasado. Ciertos traumas cuestan a sanar.
—Ah... y yo también te traje algunas cosas para el desayuno de mañana —él le dijo, al momento en que ella vio las compras sobre la mesa—. Tranquila que no te haré comer todo eso hoy.
Janeth husmeó los productos con curiosidad. Su gato, Napoleón, se sumó a su inspección al segundo y ella aprovechó la instancia para hacerle cariño.
—Trajiste bombones.
—Sé que te gustan las cosas dulces —el señor Gauvain dio de hombros, antes de girar hacia la cocina e ir a servirle su plato de sopa. Cuando volvió, la encontró masticando uno de los confites, mientras le ofrecía otro al felino a su lado, para que lo oliera. Consideró eso progreso—. Aún está caliente, así que ten cuidado.
—Gracias —Jane le dijo, dejando la caja de lado para poder concentrarse en su cena.
El periodista se sentó a su lado e hizo una pequeña mueca de dolor al remover su peso de su rodilla lesionada, dejándola descansar. Se distrajo de las punzadas a su articulación masticando uno de los bombones que le había traído a su amada. Su dulzura no terminaba con su agonía, pero sí lo reconfortaba, y una miga de confort era mejor a nada.
—Me siento mal por preguntarte esto, pero de verdad quiero oír tu lado de la historia —él empezó, apoyando su codo sobre la mesa y la mandíbula sobre la mano—. ¿Qué te hizo perder el apetito?
Janeth jugó con su cuchara como un infante aburrido, revolviendo la sopa mientras observaba su textura.
—No lo sé... a veces solo pasa.
—Tu alacena estaba vacía. La vi —Theodore la presionó, pero sin usar un tono duro—. Debe existir una razón esta vez —al oírlo, la mujer soltó el cubierto. Hundió el rostro entre sus manos. Respiró hondo—. No te voy a obligar a hablar... pero estoy preocupado. Para que esté vacía, debes estar en ayuno a días, tal vez semanas...
—Me peleé con mi hermano —ella lo cortó.
—¿Qué?
—Él descubrió mi antigua profesión. Ahora sabe que yo era... que era... —un sollozo cortó su habla.
El señor Gauvain frunció el ceño, más preocupado todavía, y se inclinó hacia ella, envolviendo sus muñecas con sus dedos, apartando sus palmas de su rostro. La editora lloraba como a meses no lo hacía. Era una visión del infierno.
—¿Cuándo esto sucedió?
—El jueves. Me escribió una carta, y... y me d-destrozó... —sacudió la cabeza—. Ya venía teniendo dificultades para comer a algún tiempo, pero leer sus ofensas... me hizo perder las ganas de cuidar a mi cuerpo de una vez por todas. Perdí el hambre y hasta ahora no regresa —el periodista, percibiendo que su tristeza era mucho más profunda a la esperada, se levantó de su silla y se movió hacia Jane, para abrazarla por detrás—. No sé qué hacer Theo...
—Solo come tu sopa —le murmuró, con la esperanza de traspasarle algo de tranquilidad—. Encarguémonos de eso primero. Tu salud es lo primordial aquí. Y no te vas a sentir mejor con un estómago vacío.
—No puedo...
—Sí puedes. Sé que puedes —besó la cima de su cabeza y mantuvo sus labios pegados a ella por unos segundos, antes de seguir hablando:— Si me has logrado soportar por diecisiete años, puedes hacer lo que sea.
Ella soltó una risa dolida, entre sus lágrimas.
—Pero si amarte es lo más f-fácil que ya he hecho en la vida.
—Ay... así me matas —él sonrió, enternecido, y la besó de nuevo—. Pero vamos... tú puedes. ¿Qué te da tanto miedo sobre esa sopa?
Janeth recogió su cuchara otra vez.
—No lo sé. ¿Tal vez el hecho de que la miro y solo pienso en el peso que voy a ganar?
—¿Y por qué eso te da miedo?
—No puedo engordar —su voz regresó al mismo tono angustiado de antes.
Pero Theodore siguió con la conversación:
—Sí puedes. Ya no trabajas en las calles. Ya no trabajas en el teatro. Nadie te juzgará por tu apariencia, mucho menos yo, y tus ingresos no dependen de ella tampoco... No tienes por qué tener miedo a engordar. Nunca debías haberle tenido miedo a eso.
Ella respiró hondo.
—Sé que tienes razón, pero...
—Es difícil. Lo sé —él se volvió a sentar a su lado y tomó su mano libre entre sus dedos—. Pero puedes lograrlo.
Janeth tragó en seco. Sacudió la cabeza de nuevo. Miró abajo. Hundió su cubierto en la sopa templada que reposaba a su frente y comió una cucharada. Su amante no le dijo nada. Siguió acariciando su palma, dejando que ella se concentrara en la tarea. Tan solo cuando el plato se había vaciado, la mujer volvió a encararlo y él le sonrió, orgulloso de su progreso.
—¿Viste que sí podías? —besó sus nudillos.
—Solo porque tú estás aquí —ella le respondió, dejando que el cansancio que sentía al fin se reflejara en su voz—. Gracias... por tenerme paciencia.
—Pues te digo lo mismo de vuelta. Siempre has sido muy paciente conmigo.
Los dos se miraron por unos minutos. Tuvieron toda una conversación a través de sus ojos, declarando su amor por el otro con parpadeos lentos y con el brillo titilante de sus iris. Sin decirle una palabra, Theodore la ayudó a levantarse de su silla y la llevó de vuelta a su cama. En la mañana limpiaría ese plato y ordenaría de mejor forma la cocina. Ahora, ambos tenían que descansar.
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El señor Gauvain se despertó alrededor de la ocho y apenas lo hizo, se levantó para ir a preparar el desayuno. Recogió el plato sucio de la mesa, lo lavó junto a la cuchara, guardó la comida que había comprado la noche anterior en la alacena y puso a calentar el agua.
Ya que Janeth estaba en uno de sus periodos de repulsión a la comida, pensó prepararle algo fácil de ingerir, que no tuviera mucho sabor ni engordara demasiado. Sabiendo que tenía avena, se decidió por gacha. Para sí mismo hizo algo más calórico: sardina frita. También revisó los armarios de la cocina con más atención que la noche anterior y encontró una caja de té negro. Con las tazas listas, llevó todo a la mesa, volvió a la habitación de su amada y la despertó con un beso a la tez.
—Ven a desayunar conmigo.
Janeth quiso protestar y decirle que no tenía ganas de levantarse, ni hambre alguna a la que saciar, pero los ojos amables del periodista la impidieron de hacerlo. Él se estaba esforzando para ayudarla, al fin y al cabo. Lo mínimo que podía hacer era intentar mejorar también. Así que se levantó con un bostezo, estiró los brazos y lo siguió a la mesa. Se sentó al frente de la gacha – supuso que el plato era suyo de inmediato- y le agradeció en voz baja por habérsela preparado. Él le guiñó un ojo y caminó hacia el sofá, donde había dejado sus pertenencias, a buscar algo en su bolso. Volvió con una pequeña pila de hojas y la dejó al lado de sus tazas de té, dándole su permiso silencioso a Janeth para que las ojeara. Ella lo hizo, mientras se forzaba a mascar la avena aguada que yacía en su boca. A su frente, Theodore comía sus sardinas junto a un pedazo de pan, tan hambriento que se parecía a un titán devorando a su hijo. Ella lo miraba de tiempo en tiempo, de reojo, y sonreía ante su manera animalística de actuar. Le resultaba divertida.
Pero su atención fue completamente arrebatada por el texto en la cuarta hoja. La historia compuesta por el periodista de verdad se estaba volviendo interesante.
Fantasmas del Ayer —la obra a la que estas páginas serían acopladas— sería una compilación de relatos cortos, narradas por un puñado de personajes atascados en una barricada y por sus parientes, presos en sus casas. La idea era exponer la barbarie ocurrida a inicios de año en la calle Swift a través de la ficción, y así poder escapar de cualquier censura por parte del gobierno.
Hasta ahora habían escrito cinco capítulos, todos liderados por un personaje diferente. Tres habían sido inventados por Janeth, dos por Theodore.
Lo revolucionario del nuevo borrador elaborado por el periodista, es que contaría la historia de un manifestante negro —algo que sin lugar a duda causaría polémica en las Islas—.
Ver a aquel hombre inocente colgado de un árbol le trajo al señor Gauvain memorias horrendas, no tan solo de lo que pasó en febrero, como también de las masacres ocurridas durante la guerra de independencia. Recuerdos tan sanguinarios y repugnantes, que la sociedad hasta hoy prefería ignorar, y que él estaba cansado de intentar olvidar, sin nunca lograrlo.
Tenía que hacerle justicia no tan solo al pobre desconocido al que había visto morir, sino también a todas las otras almas cuyas ejecuciones había presenciado, tanto en el pasado lejano, como cercano. Era una demanda urgente de su corazón.
—Me acabas de explotar la cabeza —Janeth bajó las hojas y se limpió las mejillas. Había vuelto a llorar, sin ni siquiera darse cuenta de ello—. Esto es... es muy tocante, Theodore. Decir que hiciste un excelente trabajo no es suficiente.
—¿Eso crees?
—Sí —concordó, arrugando su rostro—. Me llegó a doler el pecho, por la intensidad de tu narrativa, y no estoy exagerando. Esta ha sido la mejor obra de tu autoría que ya he leído hasta la fecha.
—Helen me dijo algo similar ayer... piensa que Fantasmas del Ayer se volverá el libro más importante de nuestras carreras.
—Con un capítulo así de bueno, no le quito la razón. Tu ritmo, tu estilo, tu dicción en general está impecable.
—Suenas sorprendida.
—Lo estoy —ella admitió—. Escribes bien, siempre lo has hecho. Pero esto es... esto es algo más. Es algo importante.
Theodore, halagado por la intensidad de su aprecio, le sonrió y bajó la mirada, levemente ruborizado.
—Gracias por el apoyo... significa mucho para mí, considerando que escribí todo esto en plena madrugada, sin revisar el texto dos veces, ni pensar mucho en lo que estaba plasmando en el papel. Solo me descargué.
—Espera —las cejas de Janeth chocaron—. ¿Me estás diciendo que escribiste todo esto en una sola noche?
—Sí. Lo hice entre el domingo y el lunes, de hecho —la boca de la mujer a su frente se desplomó. Confundido por su repentino silencio, él la volvió a mirar, solo para terminar riéndose de su expresión anonadada—. ¿Qué?
—Tu genio me abruma.
—No soy un genio —sacudió la cabeza—. Solo un hombre con una amplia colección de malos recuerdos y un vocabulario que jamás será amplio lo suficiente para describirlos con la exactitud que se ameritan.
—Pues a mí me parece que te equivocas. Porque estoy al borde de lágrimas y ni siquiera sé en qué te basaste para escribir este capítulo.
—Me basé en una mezcla de memorias. Las muertes que vi en el río rojo, en mi vecindario, en las barricadas... Y más recientemente, un linchamiento que presencié junto a mi hijo el sábado.
—No me hablaste sobre eso.
—Iba, pero... ayer no pude, por razones obvias.
—Lo siento.
—No, no te disculpes —él le dijo con un tono tierno—. Estabas, estás, pasando por un mal momento. Necesitabas mi atención y no hay nada de mal con eso. Podemos hablar sobre lo que sucedió cualquier otro día.
—O podemos hacerlo ahora, mientras termino mi desayuno. Tal vez así me sentiré menos culpable por todo lo que pasó anoche.
—¿Culpable?
—Sé que te estreso cuando paro de comer, Theo. Sé que te preocupas por mí. Lo veo, y lo agradezco, de verdad... pero me siento mal por hacerte sentir mal —confesó, recogiendo su cuchara. La hundió en su avena y llevó una pequeña porción a la boca, más por obligación que por gusto—. Quisiera que comer me resultara tan fácil como a las demás personas. Quisiera no despertarme algunos días sin sentirme asqueada por mi cuerpo. Quisiera poder mirar al espejo y reconocer mi real tamaño, en vez de siempre pensar que estoy gorda, y entrar en pánico por creer que me vas a dejar por ello...
—Nunca —él le aseguró, un poco ofendido por sus ilógicos pensamientos—. Jane, nunca te dejaré, mucho menos por algo así.
—Lo sé... pero por más que lo haga, a veces a mi mente solo se le olvida. No es que quiera dudar de tu amor y de tu constancia, porque a pesar de todos los errores que has cometido, siempre has estado ahí para mí cuando te necesité, sino que una parte de mí, a la que desprecio, nunca podrá creer completamente en mi seguridad, ¿me entiendes?... Tengo un miedo terrible a que me abandones, porque todos lo han hecho. Así como temo decepcionarte, y perderte por ello.
—Temes a la posibilidad de que eso pase.
—Sí —ella asintió, demostrando una vulnerabilidad que afectó al periodista—. Eres el último ser amado que me resta, Theo. Perdí a mis padres, a mi tío, a mi hija y ahora a mi hermano... no me queda nadie más. Perderte me destrozaría. Y no sé si lograría sobrevivir a eso.
—Pues no me voy a ir —el señor Gauvain insistió, con una voz gruesa, emocionada—. Gorda, flaca, no me importa; no estoy contigo por tu cuerpo. Estoy contigo porque te amo. Y te lo repetiré mil y una veces, hasta que me creas —recogió su mano y la llenó de besos.
Janeth sonrió ante su afecto, pero detrás de aparente alivio, él percibió cierta incredulidad imposible de destruir. Pero no se resignaría tan fácil a la derrota. Intentaría probar que sus palabras eran genuinas hasta el día en que la tierra parase de girar.
—¿No me ibas a contar sobre tu fin de semana? —la mujer aclaró la garganta y dio por encerrada la conversación.
—Sí... lo haré —Theodore soltó su muñeca y le sonrió de vuelta, pese a su preocupación—. Yo y Nick fuimos a la biblioteca...
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El señor Gauvain regresó a su casa con un peso invisible sobre sus hombros y un temor latente acurrucado contra su pecho. Charló con Helen para quitarse un poco de su pesadumbre de encima y le explicó todo lo que le sucedía a Janeth. Su esposa, compadeciendo la situación de la mujer, le dio órdenes de regresar a su casa y pasar unos días a su lado. Él tenía pensado hacer esto mismo, pero fue agradable obtener su permiso sin siquiera tener que pedírselo.
Cuando terminaron de hablar, él llevó a su hijo menor a la escuela, como de costumbre, y de ahí caminó a su imprenta. Apenas llegó en el edificio y llamó a sus sobrinos a su despacho a pedirles un gran favor; necesitaba que supervisaran la producción y el funcionamiento de sus negocios en su lugar, mientras él se iba a otro de sus "viajes investigativos" a Dios sabía dónde. Harold y Herbert ya estaban tan acostumbrados a sus idas y venidas que ni sospecharon que estaba mintiendo.
Una vez había ordenado sus asuntos en la Gaceta, Theodore corrió al mercado central y se llenó dos bolsas grandes de paño con vegetales, frutas, carnes, pescados, semillas, aceites y especias. Llevó todo de vuelta a la residencia Durand y abarrotó la despensa de la cocina bajo la mirada nerviosa de su amante, quien lo encaraba desde la puerta, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Sé que no te gusta ver esto —él le dijo, con un tono paciente y comprensivo—. Pero te tienes que acostumbrar a ello.
—Lo sé. Solo me marea pensar que tendré que comerme todo esto, eventualmente.
—Deberías estar más mareada por el hecho que tendrás que soportar mis terribles habilidades culinarias. Eso es más espeluznante.
—Hablo en serio —ella contestó con cierta irritabilidad.
Theodore, tomado de sorpresa por su reacción, cerró las puertas del armario y se le acercó:
—Sé que lo haces. Y no intento negar eso, solo intento subirte los ánimos un poco. Perdón si te ofendí.
Janeth respiró hondo.
—No... tú no eres el problema —admitió, molesta por estar molesta—. Sé que estoy siendo irracional.
El periodista asintió y la miró de pies a cabeza, antes de abrazarla. Ella soltó otro suspiro y se hundió en su cariño, aprovechándolo por completo.
—Tengo una idea, pero no sé si funcionará o no —él le dijo, sin incomodarse por su cambiante humor.
—¿Qué?
—¿Crees que si te preparo algún plato que te gusta, te sentirás más dispuesta a comer?
Ella pensó en su propuesta.
—No lo sé. De verdad no tengo ganas...
—¿Podemos al menos intentar ver qué sucede?
Janeth se quedó en silencio por un minuto, antes de asentir. No estaba segura de que el razonamiento de su amante los llevaría a un resultado fructífero, pero era mejor seguirlo a no hacer nada y dejar a la situación empeorar.
—¿Qué tienes en mente? —ella le preguntó, sabiendo que su curiosidad lo alentaría.
—Bueno, traje pescado. Puedo cocinarlo para el almuerzo. O podemos comer otra sopa. O arroz. Lo que quieras.
—El pescado suena bien...
—Entonces lo haré —el periodista besó el costado de su cabeza y se apartó—. Pero ¿puedes ayudarme? Mientras le quito las espinas podrías ir preparando la salsa.
—De acuerdo.
Que él le estuviera pidiendo una mano extra no era coincidencia y Jane lo sabía. Quería volver a familiarizarla con los alimentos que consumiría. Era una estrategia que ella misma regularmente utilizaba, cuando la idea de comer no le resultaba ni un poco atrayente. Gastar tiempo y esfuerzo preparando un plato, convencía a su mente que no valdría la pena desecharlo a final de cuentas. Era un ritual ridículo y ella lo reconocía, pero si funcionaba, lo seguiría empleando.
—Aux jardins de mon père, les lilas sont fleuris; aux jardins de mon père, les lilas sont fleuris... —Theodore se puso a cantar en voz baja y ella volteó su cabeza hacia él, dejando de cortar una cebolla para mirarlo—. Tous les oiseaux du monde, viennent y faire leurs nids... Auprès de ma blonde, qu'il fait bon, fait bon, fait bon... Auprès de ma blonde, qu'il fait bon dormir...
—Esa canción me suena familiar.
Él detuvo el movimiento de su cuchillo por un instante, sonrió y siguió trabajando.
—Es la melodía de la caja de música que te regalé —el señor Gauvain confesó, para su sorpresa—. Es muy especial para mí... Mamá la solía cantar cuando yo era pequeño, para distraerme de los balazos y de las explosiones afuera de mi casa. Cuenta la historia de una mujer que se queja y lamenta de la ausencia de su marido, un soldado encarcelado por los holandeses, a los pájaros del jardín de su padre. Si no me equivoco, fue escrita durante la guerra franco-neerlandesa.
—No me habías contado eso antes.
—¿No? —Theodore levantó la mirada de los pescados, genuinamente sorprendido por el hecho—. Huh. Juraba que ya lo había hecho.
—¿Y cómo sigue la letra? —Janeth le sonrió de vuelta, regresando a su labor.
El señor Gauvain dejó su cuchillo a un lado, se limpió las manos y se acercó a la mujer, a abrazarla por detrás y seguir tarareando la música en su oído, mientras ella laminaba las cebollas.
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