𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟹
Merchant, 24 de abril de 1900
Theodore y Jane pasaron la madrugada con los miembros entrelazados, enredados en sábanas, almohadas y cubiertas. Si en el ayer hubieran usado aquellas horas de absoluta serenidad para charlar y reírse, en el ahora, las aprovecharon para dormir. Porque cerca del otro era el único lugar donde realmente podían descansar.
Pero la presencia ajena no aseguraba la desaparición total de sus pesadillas, apenas la promesa de un apoyo que no tendrían estando a solas —o, en el caso de Theodore, acompañado de la incomprensión de su esposa—.
Él fue el primero a despertarse con un salto, lamentando su reacción así que logró abrir los ojos y recobrar su calma. Janeth lo tranquilizó, diciendo que no necesitaba disculparse por nada. Después de la matanza que había visto en la calle Swift, el luto por el que había atravesado, su cruce cercano con la muerte y todas las otras tragedias menores que lo habían atormentado aquel triste año, era de esperarse que no estuviera bien dispuesto.
Ambos volvieron a acostarse, luegos quince minutos después de su susto. Pero su descanso no fue prolongado, porque Jane fue la siguiente en tener un sueño cruel e innecesario. Theodore la reconfortó como pudo, ya acostumbrado a sus episodios de angustia repentina; tranquilizándola antes con su voz, para después atreverse a tocarla y abrazarla.
Él había percibido, luego de casi dos décadas de relación, que cuando los dos dormían juntos inmediatamente después de tener sexo la mente de su amada terminaba ahogándose en sus oscuras reminiscencias, envenenándose con su característica toxicidad y amargura. Y, por más que ella luchara en contra de su temor, era como si este ya se hubiera convertido en parte intrínseca de sí misma. Siempre volvía a atormentarla, en los momentos más delicados.
Ver que su desespero y pánico no se desvanecían con el paso de los años era la causa primaria de las punzadas al viejo corazón del periodista.
Sí él pudiera remover tal miedo de su alma y de su memoria, lo haría. Si pudiera absorberlo y hacerlo suyo, no se lamentaría. Si pudiera curar el dolor que la flagelaba con cada recuerdo emergente, sería el hombre más feliz del mundo. Y si fuera capaz de lanzar a sus crueles abusadores del pasado al tártaro, abandonarlos despatarrados en el suelo, a ser devorado por buitres como el mismísimo Ticio, ya no contemplaría la moralidad de tal acción. La cometería dichoso, tranquilo, sin una semilla de arrepentimiento o de piedad que lo llevaran a dudar de su buen carácter más tarde.
Era devastador para Theodore ver en primera persona los efectos de las decisiones despreciables de sus antiguos compañeros. De hombres a los que él alguna vez llegó a considerar "amigos". ¿Cómo eran capaces de herir a una mujer a tal punto? ¿Cómo podían ser criaturas tan degeneradas? No lo entendía.
De repente él comenzó a pensar en algunas de las sombras de su propio pasado, como August Tubbs, Albert Durand, Connor Martin Lewis, quienes habían sido ejemplos claros de la perversidad humana. Y contempló, con cuidado, sus tristes y merecidos finales. Uno fue atado a un matrimonio de fachada, decadente y desgraciado, por el resto de sus días. Otro, asesinado y públicamente humillado por sus crímenes. El último, muerto por intervención de la naturaleza y por la aprobación divina.
Ninguno había respondido ante la justicia legal y mundana. Ninguno había sido reconocido como un criminal del más bajo talón. Pero todos terminaron pagando por sus trasgresiones, de una manera u otra.
Sin embargo, él no podía responderse una serie de preguntas muy complejas. ¿Era el castigo celestial suficiente? ¿O habría alguna penitencia para estos cobardes que cumpliera con la severidad necesaria? Más importante aún, ¿Eran sus pecados tan graves cómo los cometidos por él y Jane?
Según el credo con el que creció, el infierno era igualitario. Todos los pecadores de la tierra quemarían en las mismas llamas, caminarían por las mismas brasas y se perderían en la misma oscuridad. Pero a Theodore esto no le hacía el menor sentido. ¿Sería Dios, en toda su complejidad y magnificencia, una entidad tan impasible? ¿Tan ciega ante los distintos tipos de infracciones? ¿Sería posible que un político canalla, embustero y aprovechador, compartiera las mismas cadenas que un niño travieso y mentiroso? ¿Que un violador, un abusador y un homicida fueran condenados junto a un adúltero, genuinamente enamorado de su amante? ¿Que un millonario inconsecuente, flojo, consumido por sus vicios, ignorante ante el sufrimiento del mundo, fuera juzgado junto a un hombre trabajador, pobre, avariento por necesidad, envidioso por condición? ¿Y qué hacer con los herejes? ¿Con todas las otras religiones y culturas del mundo? ¿Con toda la humanidad restante? ¿Eran todas las almas lejanas a Cristo destinadas al mismo destino que él? ¿Morir en cruces? ¿Ser torturadas y castigadas hasta el día del juicio final?
Cuanto más pensaba, más dudas le surgían. Y sabía que, si su madre estuviera ahí, lo habría reprochado por dudar de la palabra sagrada de la biblia y de las decisiones soberanas del Creador.
Su madre... la extrañaba. A ella, a sus hijas, yerno, a los amigos y aprendices que había perdido. A su hermano.
El chamán de los Onasinos —que debía ir a visitar en breve, ahora que lo pensaba— le había dicho una vez que Raoul se había vuelto un "espíritu errante". La médium que había conocido a través de René, la señora de Gaulle, le había comentado algo similar, además de decirle que él no se había suicidado como lo afirmaban los médicos del hospital de Val-de-Rose, sino que había sido asesinado.
¿Qué hacer de él, entonces? ¿Era su estado de búsqueda perpetua su propia versión del infierno? ¿Siquiera merecía tal castigo, si no había muerto por cuenta propia?
Vagar por la eternidad era un concepto más aterrador para Theodore que arder en el Hades. No se podía imaginar cuánto odio Raoul debía sentir para seguir moviéndose por el éter, sin jamás encontrar paz o descanso.
—Te puedo escuchar pensar y no has dicho nada —Jane murmuró, interrumpiendo su turbulenta meditación—. ¿Qué sucede en esa cabecita tuya?
Él respiró hondo y se acomodó en su lado de la cama, girándose para mirarla.
—¿Crees que el infierno existe?
Su amante abrió la boca, a punto de decirle algún chiste liviano, pero reconsideró al último instante. Theodore de verdad se veía atribulado por sus ideas y creencias. No sería justo o propio de su parte ridiculizar sus dudas, al menos no ahora.
—Sí. Pero no cómo los cristianos lo conciben, y ciertamente no cómo yo solía imaginarlo cuando pequeña.
El periodista pareció interesado.
—Explícamelo.
Janeth copió su posición en el colchón.
—Bueno... Yo solía creer que el infierno era un lugar físico, ¿Sabes? Dónde cuerpo y alma podrían ser destruidos para siempre, en un lago de fuego que no puede ser apagado nunca... Pero al crecer y al estudiar más, me di cuenta de esa visión es muy restrictiva. Hacerme amiga de algunas mujeres de diferencias creencias en las calles tan solo aumentó mi certeza en ello. Hay muchas posibilidades de lo que el infierno, o el más allá en sí, puede ser. Por ejemplo, ¿sabes lo que es Sheol?
—No. Me temo que no.
—Según el judaísmo, es un lugar de oscuridad al que van los muertos, también conocido como Hades, en griego.
—Ah...
—No se puede traducir exactamente como infierno, según lo que aprendí, porque la condición de los muertos en el Sheol no es ni de dolor ni de placer... Y el Sheol tampoco se asocia a la gloria y la recompensa para los justos, o el castigo para los inicuos y pecadores. Es un descanso común, para todos, y de todos... Un lugar de inconsciencia, lejos de la carne, lejos de Dios.
—¿Es el sepulcro entonces? —él preguntó, algo confundido.
—Sí. Exactamente. Ahora dime , ¿sabes lo que es el Gehena?
—Me acuerdo vagamente de esa palabra...
—¿Y qué tal del Valle de Hinom? Son la misma cosa.
Theodore frunció el ceño por un instante.
—¿El infierno?
—Pues sí, y no. El Gehena o Valle de Hinom, era un valle que estaba afuera de las murallas de Jerusalén. Un lugar real, literal, que existe —ella hizo cuestión de resaltar—. En la antigüedad, era un vertedero de la ciudad, donde se incineraba la basura y también los cadáveres de animales y criminales. Se creía que también existían sacrificios humanos por ahí. Y de ese lugar vino la noción de que todo ardía "noche y día" en un "fuego eterno"... Cuando Jesús llamó a los escribas y fariseos una "generación de víboras" y les preguntó cómo escaparían del castigo del Gehena, estaba hablando de ese lugar, usándolo como el escenario de una metáfora. Y aunque estuviera hablando de manera literal, en las escrituras rabínicas se creía que el alma de un pecador permanecería un período estipulado de un año por ahí... Por lo que tampoco sería un destino permanente para la misma.
—Bromeas —el periodista la acusó, con una expresión pasmada—. Pero si lo que me dices es cierto, eso significaría que el infierno como lo conocemos no existe...
—No —ella sacudió la cabeza, entendiendo su perplejidad, la había sentido antes—. Al menos no según los judíos. Los cristianos y musulmanes tienen otras ideas al respecto.
—Creo que mi mente acaba de explotar —él bromeó y soltó un suspiro corto—. Pero, ¿qué tiene que ver el Gehena con ese tal de Sheol?
—Nada... Y eso es lo que quería explicarte, ya que el cristianismo tiende a confundirlos con frecuencia. Sheol es el sepulcro, Gehena es una metáfora para la destrucción moral y eterna de un alma. Ya el infierno, como tal, es una mentira. Un engaño. Bueno, para mucha gente lo es... La verdad es que hay muchas maneras de interpretar esos dos términos, porque hay un sinfín de divisiones en las religiones brahmánicas y cada una piensa algo distinto, por lo que podría hablar sobre esto por horas sin nunca parar... —ella sonrió, sacudiendo la cabeza—. Pero volvamos a lo importante; lo que me preguntaste. Yo personalmente creo que el lugar de descanso de todas las almas es el Sheol y que el Gehena, el castigo de fuego, es meramente alegórico.
—¿Entonces cómo piensas que es el infierno? ¿Cómo te lo imaginas? Aún no lo entiendo...
—Yo creo que cuando mueres, vas a un lugar de silencio, de oscuridad, de contemplación, el Sheol. Y ese lugar puede generar en cada alma una de estas dos experiencias: la de estar en elGehena, y la de estar en el Seno de Abraham.
—Espera... El Seno de Abraham se menciona en la parábola del hombre rico y Lázaro*, ¿no?
—Sí... Y cuando es usado en las sagradas escrituras, es para referirse a una sensación de descanso, satisfacción y paz que Lázaro siente al desprenderse de la carne y ponerle un fin a su sufrimiento físico —ella se explicó, cautivando aún más a la atención de Theodore—. En contraste, lo que el hombre rico siente al morir es un tormento detestable, una soledad inimaginable; dolores de los que no puede escapar por falta de ayuda y de amparo... ¿Y por qué? ¿Por qué uno se sentía en paz y el otro sufría? ¿Por qué uno fue a para al cielo o Seno de Abraham y el otro fue a parar a Gehena, o infierno?
—Porque el hombre rico pecaba al pensar apenas en su vida en la tierra, en sus privilegios, su placer y su individualismo.
—Exacto. Él se condenó solo al exilio en Gehena. Sus acciones y creencias lo llevaron ahí. El propio Padre se lo dice en la parábola...
—¿Entonces crees que el cielo y el infierno son apenas sensaciones?
—En palabras simples, sí... Pero, y antes que me interrumpas, ¿sabes algo que siempre me llamó la atención sobre el proverbio de Lázaro? El hecho de que el propio Abraham le dice al hombre rico que ni él, ni los ángeles, pueden rescatarlo de su sufrimiento..."Una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni de allá pasar acá". Mucha gente interpreta esa parte como si Abraham, y por consecuencia Dios, le estuvieran afirmando que su sufrimiento será interminable, pero... Él nunca le dice al hombre rico que no se puede salvar por sí solo. Nunca niega la posibilidad de que se rescate a sí mismo. Solo le dice que no puede hacerlo por él.
—Espera, esto podría ser revolucionario —Theodore sonrió, pese a aún estar bastante enredado con todos estos principios y terminologías—. ¿Crees que se puede escapar del infierno? ¿Por cuenta propia? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
—Uno llega a él por cuenta propia, ¿no es cierto? No es un castigo impuesto por Dios, ni por sus ángeles, o por los demonios. Nosotros llegamos a ese Gehena, a ese basural de sufrimiento, vergüenza y culpa por nuestras propias trasgresiones en vida. Las propias escrituras lo señalan. El hombre rico no supo aprovechar sus riquezas para hacer el bien y salvar a personas como Lázaro de su padecimiento físico. Él tomó la decisión de ser un sujeto insensible y ruin. La culpa que sintió al morir fue el castigo del que Dios no lo pudo librar. Su penitencia fue el arrepentimiento eterno, por voluntad propia.
—Desarrolla esa última parte un poco más, por favor.
—Piénsalo así... —Janeth trató de simplificar su lógica:— Tú te arrepientes de cómo me trataste en el pasado, ¿no?
—Claro que sí.
—Pero, si hubieras muerto antes de que pudieras pedirme perdón, o demostrar que tu arrepentimiento es genuino... ¿Cómo te hubieras sentido al morir? ¿Al sentir, de golpe, toda tu culpa, sin tener una manera de deshacerte de ella? ¿De serenar tu consciencia?
—Sería un dolor inimaginable.
—Exacto. Y si le pidieras a Dios que te la removiera de encima, que te quitara esos sentimientos tan terribles de tu alma, ¿crees que lo haría?
—No... esa culpa sería mi manera de pagar por lo que te hice.
—Precisamente. Solo tú te podrías perdonar a ti mismo, y eso es aplicable tanto en la tierra como en el más allá. Para mí, el estado de tranquilidad y reposo descrito por Lázaro no fue regalado por Dios, fue algo que él mismo experimentó, sin interferencia divina, al haber llevado una vida libre de arrepentimientos y al morir con la consciencia tranquila. Él se fue al Seno de Abraham por sus buenas decisiones y por su consecuente paz de espíritu. El hombre rico se quedó atascado en el fuego metafórico de su compunción, por el mismo motivo. Dios no lo puso ahí y por eso mismo, no puede sacarlo de ahí. Él tiene que levantarse por cuenta propia, hallar el perdón personal y decidir mejorar como persona. Se ayuda a sí mismo, para que luego Dios lo ayude. ¿Me entiendes?
—O sea que crees que, cuando el alma de un impío encuentre el perdón propio, ¿será salvada del Gehena?
—Tengo fe en que sí, por más que esto te resulte una blasfemia. Dios no sería misericordioso si les negara la salvación a sus propios hijos, vivos o muertos. Al menos, ese es mi parecer —ella dijo, corriendo una mano por su cabello y removiendo algunos mechones de su rostro—. Además, hay otras religiones y dogmas orientales que, por más lejanos a los nuestros que sean, comparten ciertas similitudes con nuestros conceptos occidentales de "infierno" y de "cielo". Pero ellos perciben esos términos de otra forma. Por ejemplo, los budistas e hinduistas creen que estos dos lugares no son todo lo que existe, sino que hay seis reinos de existencia en total. No me acuerdo de todos, porque los nombres son francamente muy complicados, pero hay uno que me interesó bastante: el reino de los Narakas, o "sitio de tormento". Según lo que leí, uno no llega ahí por un juicio divino, sino por el resultado de las acciones de uno mismo, y la estadía de un alma tampoco es eterna. Es muy larga, sí... pero tiene un fin. Si quieres te paso el libro que leí sobre estos conceptos después, creo que te va a gustar bastante. Lo redactó un escritor budista que vive en Saint-Lauren, Ledi Yun...
—Sí, por favor. Quiero leerlo cuanto antes —Theodore asintió con entusiasmo—. Pero continúa.
—Bueno... como decía, para los orientales el castigo no es interminable. Y ocurre por nuestro propio Karma... —ella alzó las cejas, esperando que él le pidiera alguna clarificación.
—Tranquila, sé lo que eso. La consecuencia de nuestros pensamientos, palabras y acciones, ¿no?
—Muy bien. Eres más culto de lo que pensaba —Jane le dijo con el mismo aire bromista demostrado por él, minutos antes.
—Ya... ¿Entonces para ellos todo es acción y reacción? ¿Haces el bien y obtienes el descanso, haces el mal y obtienes el tormento?
—Tal como en el cristianismo, sí. Pero la creencia en la eternidad de ambos estados es la gran diferencia. Y yo... pienso que las creencias asiáticas hacen más sentido, en cuanto a esto se refiere.
—O sea que piensas que el infierno es individual, autoimpuesto, y que la salvación es posible pese a ya estar en él.
—En síntesis, sí.
—¿Y qué piensas de almas como mi hermano? —Theodore indagó, con más seriedad—. ¿Por qué está él vagando por la tierra, sin un propósito, y no en cualquier otro lado del universo?
—Simple, porque aquí es donde quiere estar. Así como Dios no obliga a nadie a permanecer en un estado de tormento constante, él no obligará a ningún espíritu a dejar la tierra si no lo desea. Todos los humanos tenemos el libre albedrío, ¿no?... Y con respecto a eso que dijiste, de que Raoul no tiene un propósito, yo discuerdo.
—¿Por qué?
—Porque según todas las pruebas que hemos tenido, en todos los años desde su muerte, él sí lo tiene. Te resiente, quiere hacerte pagar por tus errores... Esa es su meta. Y por ello, también sufre. Imagínate pasar tanto tiempo lleno de rencor, de odio, sin tener una manera de deshacerse de esas emociones... Debe estar exhausto.
—Tal vez sí... Tal vez no —el señor Gauvain se acomodó otra vez, acostándose sobre su espalda. Pasó unos segundos callados, antes de proseguir:— Respóndeme esto, que ahora entré en duda... Dices que la expiación de los pecados se produce por la culpa y que, al perderla, uno puede librarse del infierno individual, ¿cierto?
—Sí.
—¿Pues qué pasa con las personas que no se arrepienten de sus crímenes? ¿Qué no sienten culpa por lo que hicieron? ¿Cómo pagan ellos si no tienen la moralidad definida? ¿Si no saben que lo que hicieron es malo, o se niegan a aceptar que lo es?
Janeth tomó un descanso para pensar y responderle.
—Bueno, la culpa sirve para que aprendamos a no reincidir en el mismo crimen. Si alguien no se arrepiente de lo que hizo, seguramente quiere cometer ese mismo crimen de nuevo, ¿cierto?
—Cierto... —él respondió, con un tono algo dudoso.
—¿Crees que un alma tan apegada a sus vicios, sean ellos morales o físicos, siquiera aceptaría dejar la tierra e irse a cualquier otro lugar? A mi parecer, se quedarían por aquí, atados al materialismo que tanto aman, vagando por la eternidad. Hasta porque, ¿qué sucedería si no hay nadie más a quién puedas hacer sufrir?... ¿Qué le pasa al ladrón, si no hay nadie a quien robar? ¿Al asesino, si no hay nadie a quien matar? ¿Al violador, si no hay nadie a quién violar?... ¿No sería su vicio y su maldad, estando en la soledad de la muerte, un castigo en sí mismo? Están expiando sus penas al no poder reincidir en ellas.
—Me perdí otra vez.
Janeth respiró hondo e intentó hallar otra manera de explicar su punto de vista.
—Pongamos un ejemplo: Albert. Un hombre lleno de vicios, de moral corrompida, que nunca se arrepintió de ningún error que cometió. Era adicto al sexo, al alcohol, era un sádico... Claramente, por su negatividad y maldad intrínseca, no iría al cielo, o cualquier lugar de descanso pacifico, porque no quería la paz ni la serenidad; estos son conceptos contrarios a él. Ahora, ¿cuál sería el sentido de que él fuera al infierno al que yo me refiero? Como ya te dije, él no sentía culpa, o remordimiento. No quería pagar por lo que hizo. ¿Cómo emocionalmente terminaría yendo a parar al Gehena, si ni siquiera lo reconoce como un lugar real, o en el que merecería estar? Voy más allá, ¿cómo podría quedarse unido a sus vicios en un lugar de expiación? Sería imposible. Así que se queda en la tierra, cerca de lo que conoce y de lo que desea, vagando... Para los budistas, existe un concepto similar; el Reino de los Pretas, o el "Reino de los espíritus hambrientos". Para renacer en este reino, o ir a parar en él, un alma debió ser en vida un ser posesivo, envidioso, avariento, obsesionado con sus deseos. Todas estas, cualidades que Albert poseía.
—¿Se volvería un alma en pena? ¿Es eso lo que dices? —Theodore trató de comprender su lógica lo mejor que pudo.
—Para resumirlo, sí... Así como todos aquellos que no se arrepienten de lo que hicieron. Se quedan presos aquí, a este planeta, existiendo sin realmente vivir. Y creo que ese es un destino peor que el planteado por el infierno que conocemos, si soy sincera.
El señor Gauvain concordó con un gruñido corto, pero aparte de eso, no dijo nada por un par de minutos. Jane entendió su silencio; estaba digiriendo y deconstruyendo sus teorías y opiniones.
—¿Crees que los dos iremos al infierno? —él le preguntó de pronto, con un tono mucho más preocupado y temeroso—. ¿Por estar juntos?
—No lo sé —ella respondió, copiando su expresión afligida—. Según mis actuales convicciones, no. Pero todo el mundo nos dice que sí... así que prefiero mantener una respuesta neutral al respecto. ¿Y tú? —se movió para abrazarlo en la cama.
—Rezo para que no.
—¿Te sientes culpable por estar conmigo?
—No. Sí. Depende.
—¿Esa fue una respuesta?
—Eh... —sacudió la cabeza y hubiera dado de hombros, si su posición se lo permitiera—. No me siento culpable por amarte. Es algo que no puedo evitar, ni quiero. Pero sí me siento culpable de no poder tenerte como mi esposa, oficialmente, bajo las leyes de Dios y de la justicia. De no poder decirle a todos que te amo. Y claro, de hacer a Helen sentirse mal por estar en nuestro camino.
—¿Crees que siente mal por ello?
—Sí... así como se siente mal por amar a otro hombre que no es su esposo. Porque si bien no nos estamos engañando, no en verdad, esto no es ideal, ni correcto. No es bueno que estemos casados apenas por conveniencia y por comodidad... Claro que, si nos pudiéramos divorciar sin causar ningún daño a nadie ya lo hubiéramos hecho. Y nos hubiéramos casado con las personas que realmente amamos también... Pero eso no es posible.
Janeth lo miró con una mezcla de espanto y afecto.
—¿Te casarías conmigo?
—¿Por qué crees que siempre te llamo de esposa? —él le preguntó, con una sonrisa tierna—. Claro que me casaría contigo. Si fuera por mí, pasaría todos los segundos de mi vida contigo.
—Yo también —ella murmuró, con absoluta sinceridad—. E iría al infierno a tu lado también. Al final, mi corazón arde en llamas desde que te conocí; el fuego eterno no me asusta.
—Entonces prométemelo. No importa que pase después de nuestras muertes, seguiremos juntos. Cielo, infierno, purgatorio o el éter, estaremos lado a lado.
La editora copió su sonrisa dichosa y acercó sus rostros, para besarlo.
—Lo prometo.
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La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro es una parábola propia y exclusiva del Evangelio de Lucas.
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