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Merchant, 04 de febrero de 1895

En los últimos tres años, muchas cosas habían cambiado en el sur del país. Las protestas se habían vuelto más y más frecuentes. Nuevos núcleos criminales habían surgido. El movimiento obrero, propulsado por hombres como León Delescluze y Frankie Laguna, había ganado poder y relevancia. Una epidemia de cólera había exterminado la mitad de la población de bajos recursos. La residencia del alcalde de Merchant, Thomas Morsen, había sido incendiada y el hombre casi se murió. Fue un periodo realmente dramático en la historia del sur.

Para Theodore, el periodo fue uno de nerviosismo severo. Investigar y reportar todos estos crímenes y tragedias le causaron un estrés nunca antes visto y había contemplado volver a hacer uso de sus inyecciones y pastillas inúmeras veces. Pero, por razones que no lograba del todo entender, siempre que se hallaba a punto de ceder ante la tentación algún inconveniente lo distraía a último minuto, y lo impedía de hacerlo. Esto lo frustraba de una manera que no podía explicar con palabras, pero en fondo, bien en el fondo, agradecía la aparición de dichas interrupciones. No quería arruinarlo todo de nuevo.

Tres años desde la primera vez que había probado la cocaína como analgésico y hasta ahora no podía deshacerse de las ganas de inyectársela otra vez. Era un placer fatal. Una tentación demoníaca. Su cuerpo vibraba con la mera posibilidad de consumirla, aunque su consciencia le rogaba que no lo hiciera. Y estas dos fuerzas opuestas libraban batallas diarias en mente. Él hasta ahora no sabía cómo conservaba su sanidad entre sus gritos y balazos.

Suponía que era gracias al apoyo incondicional de Janeth y Helen, quienes habían sido los pilares de su estabilidad emocional desde aquel tormentoso día en el lago Colburgue. O tal vez Lawrence, quien le recordaba que tenía responsabilidades a las que atender y que no podía desechar su vida por sus vicios y su irremediable melancolía. O Nicholas, quien lo obligaba a seguir viviendo, porque aún era demasiado joven para crecer sin un padre a su lado. O sus funcionarios de la fábrica, que eran prueba de lo mucho que su ausencia afectaría al mundo, porque dependían de él para alimentar a sus familias y tener un lugar humilde donde vivir. O podría ser por todos ellos juntos, que el periodista luchaba contra sus adicciones y caprichos con la determinación, fuerza y resiliencia de un espartano.

Lo contrario puede ser dicho de Régine, quien desde entonces se había rendido ante los desafíos de su existencia y perdido entre sus vicios.

Así como se lo había advertido, años atrás, ella efectivamente había dejado a su hermano. Luego de una despreciable pelea entre los dos —que fue sentenciada y posteriormente narrada a Theodore por sus sobrinos— la mujer le lanzó su anillo de matrimonio a Bernard y se marchó de casa. Adónde, en un principio nadie sabía. Pero dentro de unos meses, la misma le mandó una carta al periodista con su nueva dirección escrita en el reverso, y le pidió que les traspasara la información a sus hijos.

Theodore entonces tuvo que sentarse a conversar con sus sobrinos y explicarles exactamente por qué su madre se había ido. Aprovechó para desmentir las acusaciones de Bernard de que la mujer era una "zorra sin escrúpulos". Obviamente, omitió el hecho de que había tenido un "caso" con la dama.

Luego, fue a la casa de su propio hermano y lo confrontó respecto a sus malos tratos, despidiéndolo de su trabajo por haber roto su promesa de respetarla y protegerla, como debería. Bernard le rogó de rodillas por su perdón, pero Theodore se negó en dárselo. Un hombre que maldecía a la madre de sus hijos no merecía nada más que su desprecio.

En cambio, decidió emplear a los gemelos en la imprenta. Ya estaban a punto de convertirse en adultos y sería bueno que tuvieran un trabajo fijo en algún lugar de confianza. Además, los dos eran muy buenos escribiendo y tenían un don innato para la narrativa, así que los ingresó como aprendices a la sala de redacción. Ambos agradecieron la oportunidad y la aceptaron sin hacerle muchas preguntas, ni presentar cualquier tipo de objeción al respecto. Necesitarían de los empleos a futuro.

Hablando de la Gaceta Dorada: el diario seguía siendo uno de los más leídos del puerto, gracias al buen Dios. Pero la verdadera fama de Theodore no vino por sus escritos en sus páginas, sino al terminar de publicar los cuatro tomos de "En el Margen del Mundo", junto a Janeth.

El último tomo en especial, escrito en su mayor parte por ella, se convirtió en la novela más vendida del puerto en 1895. Su seudónimo, Leónie Grant, ganó más reconocimiento y aplausos que el nombre del propio periodista. Y —pese al justificado terror de su amada ante este hecho— él se sintió muy orgulloso por su logro.

Hasta Helen, al leer el libro, no pudo evitar sentirse fascinada por el estilo y el ritmo usado por la señora Durand.

—Dile a Grant que tiene talento —ella le sonrió a su esposo, sin despegar sus ojos de la página abajo.

La señora Gauvain en sí se había modificado bastante desde la muerte de su hija. Ella y Theodore habían logrado retomar la íntima amistad que tuvieron en su juventud, luego de mucho esfuerzo, perseverancia y demostraciones gratuitas de vulnerabilidad. Y —por insistencia del mismo— la mujer comenzó a independizarse y dejó de esconderse en su sombra, para al fin conocer el resto del mundo.

Helen siempre quiso estudiar bellas artes, aunque en su juventud esto no era una posibilidad. La sociedad sureña de aquella época era demasiado machista y religiosa como para imaginarse a una dama enrollada en una universidad, o en un instituto técnico. Pensaban que el "intelecto femenino no llegaría a comprender" el de los grandes genios de la humanidad. Una noción ridícula si mirada bajo los lentes de la contemporaneidad, pero común en aquellos días. Y si no fuera por esa discriminación sin fundamentos, por esta ignorancia generalizada, la señora Gauvain se hubiera convertido en una prodigio de las artes, sin duda alguna.

Con frecuencia ella dibujaba a sus parientes y elaboraba postales propias, con la ayuda de carboncillo y goma, y lo hacía con un nivel de perfección incomparable.

Theodore hasta hoy guardaba las múltiples ilustraciones que ella le había regalado en los primeros meses de su relación, y aunque años se hubieran pasado desde entonces, su nivel de maestría aún lo sorprendía.

Por esto mismo, la apoyó tanto cuando le mencionó que quería tomar clases de pintura, y la ayudó a rescatar el sueño remoto de convertirse en una artista reconocida. Le contrató un profesor particular para que le impartiera clases los jueves y viernes, de las una hasta las seis de la tarde. Ya que Helen no quiso entrar a una universidad o instituto, esta fue la mejor decisión que pudo tomar. Y como agradecimiento hacia el gesto de su marido, el primer retrato que ella realizó fue una miniatura del mismo. Theodore lo enmarcó y lo colgó en su despacho en la imprenta. Todos los días, al llegar a trabajar, lo miraba y sonreía. Y todas las veces que sentía ganas de correr a una farmacia, lo miraba y suspiraba, sabiendo que no podía.

Pero el arte no tan solo libró a Helen de sus antiguas opiniones sobre lo que una dueña de casa debería o no hacer, también la ayudó a expresar sus emociones de una manera sana —algo que nunca pensó, sería posible—. Le dio un medio de comprender, aceptar, y superar dentro de lo posible, a la muerte de Eleonor.

Ambos eventualmente decidieron vaciar su antigua habitación y convertirla en un estudio de pintura. Guardaron algunas de sus pertenencias más queridas —como sus vestidos y peluches— en el ático, le dieron algunas cosas a Emma Hampton —su mejor amiga— para consolarla, y casi todo lo demás lo donaron a caridad. Fue un proceso difícil, que les costó días llevar a cabo, pero valió la pena en el final. Ambos sabían que para sanar debían dejar a Eleonor ir. Y esto hicieron, a su manera.

Pero no desecharon todo. Una de las pocas cosas que Helen guardó, por ejemplo, fue un crucifijo que su hija llevaba siempre a misa. La señora lo puso alrededor de su cuello así que lo encontró y juró no volver a quitárselo de encima hasta el día de su muerte.

Theodore hizo lo mismo con cinta de seda azul, con la que la joven ataba su cabello en los meses de verano. La metió en su billetera y la pasó a llevar a todos lados siempre, queriendo mantener viva su memoria consigo.

Pero el sentimentalismo del señor Gauvain no paró ahí. Lo motivó a reparar ambos el reloj de su padre —descompuesto en el ahogamiento de Charles— y también la caja de música que le había regalado a Jane —que se había roto el día de su intento fallido de suicidio—. Restaurar ambas joyas no tan solo le resultó satisfactorio, como también le permitió ponerle fin a un capítulo tenebroso de su vida.

Había aceptado que su hija y yerno se habían muerto y que no volvería a verlos en carne y hueso jamás, pero le era grato a ambos por los buenos recuerdos que le habían dejado y sabía que los reencontraría así que su misión en la tierra terminara.

Había aceptado que había roto la confianza de la mujer que amaba, pero sabía que, con el tiempo, podría reconquistarla y merecer su perdón. Había entendido que su luto duraría para siempre, pero no su tormento. Su arrepentimiento sería eterno, pero no su tristeza.

El universo existe bajo el principio de la transformación infinita y no tan solo la naturaleza sigue tal noción, los sentimientos también. Lo que en el ayer fue algo trágico, en el mañana podría ser un símbolo de esperanza, o el agente catalizador de un grandioso cambio. Él al fin comprendía todo esto.

Y al recoger la reparada caja de música en la casa de Michael Goldenberg —el mismo hombre que la había elaborado—, Theodore lo hizo con una amplia sonrisa en el rostro.

Al fin era feliz, pese a todo el sufrimiento que lo rodeaba.

—¿Y cuánto le debo? —él indagó, luego de oír la dulce melodía producida por el instrumento resonar por el aire.

—Nada, señor Gauvain. Después de todo el apoyo que le ha dado a Henry y a mi familia, no tengo como cobrarle nada.

—Pero insisto en pagarle...

—Señor —el hombre a su frente le sonrió de vuelta—. Es un regalo. No aceptaré dinero alguno.

Dicha interacción justificó aún más el buen humor del periodista.

Viajó en seguida a la residencia Durand, sintiéndose entusiasmado por volver a ver a su amante. Al bajar de su carruaje junto a su bastón —otro cambio más en su vida: había decidido comenzar a usar uno— afirmó el agarre en su regalo y apuró su paso.

Golpeó la puerta de la casa con la misma expresión alegre y jovial que había portado toda la mañana. La editora, al abrirle, alzó una ceja al notar su intensa felicidad.

—¿Acaso ha muerto Thomas Morsen y yo no me he enterado de nada? ¿Por qué te ves tan contento?

—Toma —no se explicó y fue derecho al punto, entregándole la caja—. La reparé.

La expresión desconfiada de Jane perdió fuerza y fue rápidamente reemplazada por una de extremo afecto y admiración.

—Ven, entra —le hizo una seña y lo dejó pasar, sin remover los ojos del instrumento.

Ella giró la llave que accionaba el mecanismo interno y se rio, fascinada, al oír la dulce canción que producía y comprobar, por cuenta propia, que lo que el periodista le decía era verdad. Su preciada caja de música había sido reparada.

—¿Te gustó la sorpresa?

—No, es obvio que la detesté —Jane contestó con cómica ironía, antes de acercársele y besarlo—. Gracias, Theo.

—De nada... —él metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo, sacando algo de adentro—. Pero no es lo único que te debo regalar.

—¿No?

—No —el hombre entonces le ofreció una carta, ya abierta, la cual ella aceptó y se dispuso a leer de inmediato—. René nos ha invitado a Hurepoix otra vez.

—¿Otro baile?

—No. Esta reunión es un poco más... mística. Pongámoslo así.

Janeth leyó los parágrafos escritos por el señor Pelletier con creciente interés y estupefacción.

—¿Nos invitó a una sesión con una médium?

—Efectivamente. Que es una de sus amigas de Levon, la señora Delphine de Gaulle.

—¿La conoces?

—No en persona. Pero él ya me habló de ella antes. Al parecer se conocieron luego de que ella le enviara una carta alabando uno de sus libros, sobre la inmortalidad del alma. René tiene sus teorías sobre la reencarnación y le gusta estudiar sobre las religiones orientales, donde esa creencia es bastante común. A ella le encantó su manera de ver las cosas y se volvieron amigos por correspondencia... Ella vivió en Francia durante su niñez, y su padre llegó a frecuentar los salones de las "mesas parlantes". Se supone que fue ahí cuando se dio cuenta de que era una médium. René siempre fue fascinado por su historia y, por mucho tiempo, yo lo taché de ingenuo y de tonto por creer en ella. Obviamente, esa mujer era una farsante... —giró los ojos, molesto consigo mismo—. Pero luego de todo lo que hemos vivido con los Onasinos y con esas apariciones misteriosas, es evidente que me equivoqué. Y ahora quiero al menos darle una oportunidad de probarme que sus poderes son genuinos.

—Lo entiendo. Yo también estoy curiosa, ahora que me mencionas todo esto.

—¿Entonces aceptas ir?

—Claro que sí —ella le devolvió el sobre, el cual él guardó otra vez en su bolsillo—. No negaría un viaje contigo por nada. Te he extrañado mucho.

—Yo también —Theodore volvió a sonreír y se quitó su sombrero, dejándolo en el perchero junto a su abrigo. Sintió algo rozar sus piernas y al mirar abajo, encontró al nuevo gato adoptado por Jane, al que habían nombrado Napoleón—. ¿Y qué hacemos con este gordo aquí, hm? —él apoyó a su bastón en la pared y se agachó para recoger al animal—. Esta bola de pelos necesitará una niñera —añadió, con el felino entre sus brazos.

—Puedo dejarlo con mi vecina.

—¿Y estás segura de que esa vieja no lo matará?

—No seas tan cruel.

—Oh no, créeme que mi duda es genuina —él hizo a Jane reírse y miró al gato—. Tú tienes que preparar tu testamento de antemano si te dejamos con esa vieja.

—¿Y qué me dejará a mí este criminal peludo? —ella le acarició el mentón al animal—. ¿Más platos rotos y ratones muertos?

—Deberías agradecerle por mantener tu hogar limpio de plagas.

—Tienes razón. Gracias, Napoleón.

El gato, confundido por la interacción, maulló y luchó contra los brazos de Theodore para que fuera bajado de nuevo al suelo. Ambos carcajearon por su desespero, dejando al pobre bicho huir de su afecto como quería.

—Hasta ahora no puedo creer que lo hayas nombrado así.

—Tú querías nombrar a tu perro August, eso sí es ridículo.

—Y ¿por qué? ¡Es un can pequeño, obeso y baboso! ¡Igual a August!

—Eres increíble. Pero no de una buena manera.

—Solo soy sincero.

—Y un poco malvado, admítelo.

—Si te hace un poco más feliz, lo hago. Soy un hombre terrible —él le hizo una mueca dramática, sentándose en el sofá con las piernas cruzadas.

Janeth giró los ojos, se rio otra vez, y se sentó a su lado a seguir conversando. Tenían, al final de cuentas, un viaje en pareja al que planear.

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