𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟺
Merchant, 24 de septiembre de 1892
Aquel sábado, en vez de quedarse en casa descansando su rodilla, Theodore se vio obligado a salir a la calle nuevamente, a ir a charlar con su hermano. Los dos no vivían muy lejos uno del otro, así que no necesitó pedir un carruaje o subirse a un tranvía para poder visitarlo. Se fue caminando.
—¿Theo? ¿Qué haces aquí tan temprano?
—Vengo a conversar.
—¿Conversar?
—Sí. ¿Me dejas entrar?
—Claro, pasa —el hombre al fin se movió de la puerta, abriendo el paso a la sala—. Dime, ¿qué te trae aquí?
—Régine.
—¿Qué hay de mi esposa?
—Sé por qué la encerraste en ese manicomio —él fue derecho al punto, mientras su hermano se sentaba en el sofá.
—¿Perdón?
—Ella te pidió el divorcio, tú te negaste, ella fue vista con su amante en público y encerrada por adulterio... Me contó todo, de frente a reverso.
—¿Y cómo te contó, si te dije que no la fueras a visitar?
—Ah, pero no fui. Helen fue en mi lugar —Theodore se sentó en el sillón—. Lo que yo hice fue apenas borrar sus antecedentes criminales y sacarla del hospital.
—¡¿Qué?!
—No demostraste emoción alguna al comentar sobre su encierro —el periodista continuó, sin prestarle atención a la actitud molesta de Bernard—. Hasta parecías estar aliviado de que había sido capturada. No querías contarle la verdad a Herb y a Harry. No querías mover un dedo para rescatarla... Y para empeorar las cosas, dijiste que ella había sido llevada a la comisaría del barrio latino, cuando en verdad, fue llevada a Newell. Un comportamiento bastante extraño, ¿no crees?
—¿Qué es esto? ¿De qué me acusas, exactamente?
—No tenías intención de salvarla. Porque sacarla de ese hospital significaría el fin de tu matrimonio. Y tú no querías; me corrijo; no quieres, eso. Eres un hombre de fe y romper tus vínculos nupciales no es aceptable para ti. Quieres el respeto de los demás y sabes que un divorcio te impediría de tenerlo. Así que tu plan era dejarla morir ahí... o hacerla sufrir tanto que terminara cambiando de opinión.
Bernard estaba sorprendido y atontado por las palabras cortantes, impiadosas de su hermano.
—¿Quién te hizo creer en semejante falacia?
—Mi sentido común —el periodista dio de hombros—. Ahora, te voy a decir lo que va a pasar a seguir. Vas a recibir a Régine en tu casa, sin atacarla, sea física o verbalmente, la dejarás vivir su vida en paz y jamás volverás a hacerle algo así en toda tu vida, ¿entendido?
—¿Y qué harás si no te obedezco?
—Recordarte que esta casa es mía, que tu empleo puede dejar de existir en un segundo y que nuestra madre estaría bastante decepcionada si te atrevieras a lastimar a tu propia esposa, como papá la lastimó a ella.
La agresividad pasiva de Theodore logró darle a Bernard el golpe de realidad que necesitaba para entender que no estaba en una posición de poder, y que lo único que le restaba ahora era abajar la cabeza y acceder a sus exigencias.
—Está bien... La aceptaré de vuelta a nuestra casa.
—Excelente. Ahora intentaré convencerla a que no pida el divorcio. Si no lo logro, te quedarás callado, aceptarás tu pérdida y no le pondrás un solo dedo encima, ¿he sido claro?
—Sí.
El periodista se levantó, ajustó las solapas de su abrigo y señaló a la puerta. Su visita fue corta, pero eficaz. Ahora debía irse.
—Una última cosa.
—¿Qué?
—Sé que también la estás engañando. Te vi, cerca del lago Colburgue, con una mujer cualquiera, realizando actos que prefiero no discutir en voz alta —Theodore levantó un dedo, callando a su hermano antes de que pudiera seguir mintiendo—. No seas un fariseo más. Créeme, no es una vida envidiable. Si quieres tener tu propia independencia, sin destruir tu matrimonio y tu buena fama, comienza a ser sincero con tu esposa. Si yo y Helen logramos encontrar un equilibrio entre nuestra vida pública y privada, ustedes también pueden hacerlo.
—Ustedes normalizaron ser adúlteros, ¡Yo no haré eso!
—No, claro que no... Seguirás negando el hecho de que tu matrimonio es tan vacío como el hueco en tu pecho, eso es lo que harás. ¡Seguirás fingiendo ser un hombre santo, puro y de familia, cuando literalmente estás cogiendo a una puta en un parque público!
—¡No subas la voz en mi casa!
—¡MI casa! ¡Esta casa es MÍA! —el más joven de los Gauvain perdió la paciencia—. ¡Yo pagué por ella! ¡Yo te saqué de la miseria en Brookmount! ¡Que no se te olvide!
—¡Y yo soy tu hermano mayor!
—¡Entonces actúa como uno, carajo!
Otra vez, Bernard se calló. Y el otro hombre, furioso, caminó con pasos pesados hacia la puerta y dejó la propiedad, negándose a oír una palabra más de su parte. Fue una salida dramática, sin duda, pero necesaria para resaltar su punto. No lo dejaría herir a Régine. No otra vez.
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Al regresar a casa, el periodista descubrió que Lawrence había salido junto a los Hampton. Al parecer, su pretensión de casarse con la hija menor de la familia era genuina. Él no se opondría a su decisión —no repetiría el mismo error cometido con Eleonor—, pero aun así se incomodaba con la resignación de su hijo. Era aparente, para cualquier persona con dos ojos, que Laurie y la chica no se amaban. Su unión sería una financiera y social, pero no sentimental. Era una estrategia para asegurar su comodidad, nada más que eso.
Ya Nicholas estaba en el patio, jugando con una de las mucamas y su madre. Régine, en la cocina. Cuando él entró al último recinto, la vio de pie cerca de la ventana, ojeando el vecindario mientras comía una manzana.
—Buenos días, señor Gauvain —ella le dijo en un tono de burla, manteniendo la formalidad apenas por la presencia de las demás empleadas.
—Buenos días —él respondió con cierto desánimo, recogiendo una botella de Coihue de la alacena. No quería tomar Whiskey hoy; necesitaba algo más fuerte—. Tengo que hablar contigo. Vayamos a mi despacho, por favor.
Régine tiró el resto de la fruta a la basura y lo siguió sin hacer más preguntas. Al llegar a su escritorio, él cerró la puerta, pero no le pasó la llave.
—¿Qué ocurre?
—No tengo una manera sutil de decirte esto, así que seré bruto y sincero: debes regresar a tu hogar. Después de lo que dijiste acerca de mí en el hospital, lo mejor que ambos podemos hacer es mantener la distancia.
—Pero Bernard...
—Hablé con él —la cortó—. No te tocará, no te gritará, no hará nada de lo que temes. Lo tengo bajo mi control y si se atreve a hacer cualquiera de estas cosas, házmelo saber. Arruinaré su vida con gusto.
—Pero pensé... —la rubia pestañeó, confundida—. Pensé que me querías aquí.
—¿Qué?
—¿Por qué me salvaste de ese hospital? ¿Para qué te arriesgarías tanto?
—Por la estima y el cariño que te tengo, claro.
—¿Cariño? —ella se rio, un poco incrédula—. Cariño no te llevaría a desearme con tantas ganas.
—Lo que tuvimos... lo lamento, pero fue un error —el periodista decidió detener sus fantasías románticas de una vez por todas—. Y agradecería si nunca vuelvas a mencionarlo otra vez.
—¿Así que soy otra más en tu vida? ¿Solamente eso?
—¿No eras eso lo que querías?
—Sí, pero no necesitas ser tan crudo al decirlo.
—No lo estoy siendo. Solo te digo la verdad, tal y como es. No quiero que lo nuestro se repita. No es justo que te mienta al respecto.
Régine lo miró de arriba abajo, antes de jalarlo de las solapas de su traje y besarlo. Él la empujó con gentileza hacia atrás, removiendo sus manos de su ropa.
—Huh... Realmente has cambiado —ella llegó a la conclusión, luego de usar el gesto como una prueba de sinceridad—. Está bien, Theodore. Te dejaré en paz.
—Gracias.
—Pero espero que sepas lo que haces... Porque si te equivocas con respecto a Bernard, mis hijos crecerán sin una madre.
—Él no te matará.
—Lo sé... pero yo no soportaré vivir con un lunático —su cuñada avisó de antemano, para que no hubiera sorpresas en el futuro.
El señor Gauvain frunció el ceño.
—¿Abandonarás a tus hijos?
—No quiero hacerlo.
—Pero si tuvieras que...
—Si —concordó—. Y espero que, si eso llega a pasar, no me culpes por ello.
Y con esto la dama se retiró de su despacho, dejándolo solo con sus enmarañados pensamientos.
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