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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟶

Merchant, 15 de septiembre de 1892

Por horas, Theodore desapareció del mapa. No fue visto en sus bares favoritos, en su trabajo, en su casa, vecindario, en sus parques favoritos... en ningún lugar familiar.

Queriendo evitar ser hallado, él se adentró en uno de los establecimientos más mal hablados, bajos y vulgares de todo el puerto; un fumadero de opio. O mejor, lo que restaba de un antiguo fumadero y ahora se había transformado en una "Mopper House"  —o, traducido, "Casa de Trapeador"—.

El nombre en sí era una burla directa a los clientes que la visitaban, que al estar bastante aletargados y fuera de sí, generalmente se caían al suelo y lo "trapeaban" con sus caras.

Este particular tipo de antro había surgido un poco después del fin de la guerra de independencia, cuando la variedad de drogas y de dependientes a las mismas comenzaron a aumentar en las Islas. Antes de eso, los fumaderos eran llamados de "Sleeping Cribs" —o "Cunas de Dormir"— y se dedicaban únicamente al opio. Pero en la era de Theodore, se podía encontrar de todo en esas guaridas. Y a medida que las variedades de narcóticos aumentaban y el precio de venta descendía, el problema que estos lugares presentaban solo empeoraba.

Pagar por una esterilla donde recostarse en una Mopper House no era caro. Con un par de monedas plateadas, cualquier ciudadano promedio tenía derecho a una. Pero si se deseaba estar a solas, en una cama más confortable, el caso era distinto.

Theodore en el momento no tenía mucho dinero que ofrecer, así que se contentó con la única opción que tenía, el felpudo. Todavía se sentía inmundo, con tantos insectos recorriendo su cuerpo y su ropa. Tenía frío, por su presentación lastimosa y su falta de abrigo, pero sudaba como si estuviera viviendo en pleno verano. Sus músculos se acalambraban a cada cinco minutos por correr tanto y su rodilla parecía haber sido golpeada por un mazo. Su estado era agónico y no sabía cómo lograría sobrevivir a la noche.

Adentro le ofrecieron opio para soportar el dolor, pero él se negó a fumarlo. Le ofrecieron láudano, pero se negó a tragarlo. Terminó pagando por un trago de whiskey y se quedó acostado en el suelo, con un vaso de arcilla en la mano. Al vaciarlo, al fin logró dormir.

Pero eso no fue lo mismo a descansar, ya que en sus sueños se imaginó a los gritos desesperados de su hermano en el hospital, a su hija y yerno ahogándose en el lago, a su padre muerto en las aguas del río rojo, a las palizas que su madre recibió sin razón alguna, a la cara traumatizada de Caroline luego de ser abusada por su progenitor, a su prematura muerte, al rostro decepcionado de Janeth al descubrir sobre su infidelidad... Escena tras escena, trauma tras trauma, las horas se pasaron en un tormento continuo.

Cuando se despertó, lo hizo con una voz familiar hablándole y una mano sacudiéndole el hombro.

—Arriba, Gauvain.

—¿Griffin? —él murmuró, aletargado.

Se sentía dolorido, nauseado y exhausto, pero al menos los insectos que había visto la noche anterior habían desaparecido. Tampoco oía los rugidos de Raoul por todos lados, acusándolo de mentiroso, traidor y asesino. Había recobrado su cordura. O al menos, eso esperaba.

—Sí amigo, soy yo —el tabernero le respondió, ayudándolo a sentarse—. Toda tu familia te está buscando. Les diste un tremendo susto ayer.

—¿Qué horas son?

—Las dos y media de la tarde, creo.

—Joder, tengo que ir a trabajar...

—Estás demente. No irás a ningún lado que no sea tu casa.

—No.

—¿No?

—No quiero ver a nadie hoy. Quiero trabajar.

—¿Y crees que Helen no te irá a buscar a la imprenta?

Theodore corrió una mano por el rostro, masajeándolo en un patético intento de energizarse, de reconquistar un poco de su lógica.

—Tienes razón... no puedo ir a la imprenta.

—Entonces te llevo a casa.

—No. Tampoco —sacudió la cabeza—. No iré a ningún lado. Déjame aquí.

—Gauvain...

—No —insistió.

—Entonces déjame llevarte a la casa de la señora Janeth.

—Peor, no.

—No puedes huir de todos y quedarte en este fumadero para siempre.

—Buen punto, ¿cómo siquiera me hallaste aquí?

Griffin apuntó con la cabeza a la derecha. En la entrada de la sala donde Theodore se había acostado, al final de una fila de hombres y mujeres desacordados, estaba Frankie Laguna, con los brazos cruzados y la mirada fija sobre su silueta.

Claro. La Hermandad de los Ladrones era dueña de la gran mayoría de los fumaderos actuales. Uno de sus miembros debía haberlo encontrado.

—Me iré de la ciudad —el periodista reclamó—. Solo así para que me dejen solo y en paz.

—No, no te dejaremos hacer eso.

—No fue una pregunta, Gerald.

Usar el nombre real del tabernero evidenció su mal humor, pero Theodore no logró herir al hombre. Al menos, no tanto como quería. Para quien había pasado gran parte de su juventud en una cárcel, una ofensa verbal tan liviana no era nada:

—Llamarme por mi nombre de pila no logrará que te deshagas de mí. Ahora levántate, vístete los pantalones de hombre adulto y padre de familia, y sígueme afuera —Griffin se enderezó la postura y caminó hacia Frankie, sacudiendo la cabeza.

Theodore bufó, molesto, pero hizo lo demandado porque se sentía culpable por haber mencionado la antigua identidad del tabernero. A duras penas se alzó sobre sus pies, haciendo una mueca de sufrimiento al poner todo su peso sobre su rodilla mala.

—Creo que Gauvain necesitará un bastón para moverse —el tabernero observó, irritándolo aún más.

—¡No! ¡Estoy bien! —y para probar su punto, cojeó con pasos pesados hacia la puerta, encarando a Griffin y al Comandante de los Ladrones con una actitud intimidante—. Déjenme conservar al menos un poco de mi dignidad.

—Estabas durmiendo en el suelo de una Mopper House, no te hagas ilusiones. Ya no tienes dignidad —Frankie lo reprochó, poco importándose por su mal humor—. Ahora por el amor de Cristo, deja de ser tan orgulloso y acepta nuestra ayuda —le empujó algo al pecho. Theodore, al mirar abajo, vio que era un abrigo—. La señora Durand me pidió que le diera esto. Ahora entiendo por qué... ¿Sin terno y chaleco en un frío de estos, Gauvain? Aparte de verte impropio estás implorando para morir congelado, ¿no?

El periodista sintió la textura del material y lo observó con ojos llorosos, antes de vestirse. Entendía el gesto de su amante por lo que era, un pedido para que volviera luego a su hogar.

—No me voy a congelar. Y no quiero ver a mi familia ahora —murmuró, de pronto sentimental—. Si me tienen que llevar a algún lado, que sea a la casa de Jane.

Con un suspiro frustrado, Frankie asintió y el tabernero a su lado sacudió la cabeza.

—Ahí es mejor que aquí. Supongo —el Ladrón comentó y con eso, llevó al periodista a su destino junto a Griffin, sin intercambiar más palabras o hacerle cualquier tipo de pregunta.

El silencio fue incómodo, pero Theodore nunca se sintió tan grato por su existencia. No quería hablar con nadie. Al llegar a la calle Colburgue, Frankie fue el que golpeó la puerta de la residencia Durand y el que le explicó a su dueña dónde lo habían hallado.

El señor Gauvain continuó callando durante toda la conversación, con los hombros caídos y la mirada fija en el suelo. En su cabeza, lo único en lo que podía pensar era las palabras que le había dicho a su amada la noche anterior, en su confesión ridícula, en los errores que había cometido y todo lo que seguramente había perdido por culpa de ellos.

No supo en qué momento sus lágrimas comenzaron a caer de nuevo, pero no las detuvo. No supo en que momento Frankie y Griffin se retiraron tampoco, pero estaba seguro de haberlos oído decir "cuídate" antes de marcharse. Cómo entró a la sala de estar de la residencia a su frente y se sentó en el sofá, fue otra incógnita. Janeth no le dijo nada. O a lo mejor sí lo hizo, pero él estaba demasiado aturdido y cansado como para siquiera registrar sus palabras.

—Lo lamento —murmuró, pensando que ella no lo escucharía.

Pero claro que lo hizo.

—¿Lo lamentas? Desapareces por horas, dejas a todos preocupados al punto de arrancarnos los pelos de la cabeza, ¿y eso es todo lo que tienes que decir? ¡¿Que lo lamentas?!

—¿Qué más quieres que te diga?

—No, lo sé, ¿qué tal si empiezas explicándome por qué estabas tan desorientado y angustiado ayer? ¿O por qué me metiste los cuernos?

—Lo siento.

—No —ella apuntó un dedo acusador a su rostro—. No te atrevas a decir que lo sientes ahora. No después de que me hayas dejado atrás a llorar por una hora completa. No después de haber evidenciado que no me amas de verdad.

—Eso no es cierto... no lo es —él exhaló, sin resaltar su convicción o exaltarse en lo absoluto—. No amo a ninguna mujer como te amo a ti.

—¿Entonces por qué te acostaste con Régine? ¿Con tu maldita cuñada?

—Porque me sentía solo. Tenía un hueco en mi pecho que pensé podría llenar con tu amor, pero... te fuiste. Cuando más necesité tu presencia, tú no estabas aquí. Y no te culpo, tenías que ir a reconectarte con tu hermano. Pero que no estuvieras... sí me dolió. Más que cualquier lesión física que tenga. Y pensé que podía curar esa agonía con mi medicación. Porque al inyectarme esas malditas ampollas todos mis sentimientos cesaban de existir... Mis preocupaciones se desvanecían —admitió, aún sin mirarla a los ojos—. Pero todo tiene un precio. Y el de la coca fue mi sanidad. No tenía ningún control sobre mí mismo, ninguna autonomía... y mi apetito sexual aumentó de una manera vergonzosa —frunció el ceño, molesto con su propio comportamiento—. Tú estabas lejos, Régine estaba cerca, y yo... yo estaba loco. Pero no la amo. Jamás la amaré. Nunca amaré a alguien como te amo a ti... Me creas o no.

El silencio que prosiguió sus palabras lo hizo preguntarse si Janeth se había ido de la sala mientras hablaba. Pero no había escuchado pasos, ni a la puerta de su habitación cerrarse. Ella seguía allí.

—Mírame —su voz fría, firme, era una que no había oído a años. Para él, pareció ser un dictamen de que nunca lo perdonaría. Un mal augurio del futuro que había tallado con sus propias manos. Pese a esto, siguió su orden. Se forzó a levantar su vista del suelo y observar su rostro. Hacerlo le quitó un ruido quejumbroso del pecho—. Me miras a los ojos cuando me dices que lo sientes y me miras a los ojos cuando me dices que me amas. ¿Entendido?

—S-Sí.

—Entonces dilo.

—T-Te amo y lo s-siento.

—Excelente... ahora acuérdate de esas palabras —ella se secó sus lágrimas—. Y aférrate a ellas. Porque son las últimas que me dirás mientras mi corazón aún te pertenezca.

El golpe de su decisión apenas empeoró la aflicción del periodista. Pero la mujer mantuvo su seriedad y no se dejó afectar por su sufrimiento. Sus ojos vidriosos, llenos de emociones conflictivas, fueron la única evidencia de lo devastada que se encontraba. Nada más.

—Jane...

—Váyase, señor Gauvain. Su esposa e hijos lo esperan en casa.

—P-Por favor...

—Vete —le dio la espalda y caminó a sus aposentos, dejándolo a solas con su arrepentimiento y su vergüenza.

Una vez ella había cerrado la puerta de su habitación, se derrumbó contra la madera, copiando los sollozos de su amante, y se encogió hasta que su cuerpo reflejara la insignificancia que sentía. Abrazó sus piernas y se escondió en la gruesa tela de su falda, como solía hacerlo en los peores años de su juventud. En aquel entonces, llorar hasta que sus ojos ardieran era una tarea diaria. Pero luego de años de relativa felicidad, hacerlo nuevamente le resultó aún más hiriente.

Afuera, en la sala, Theodore tomó una decisión precipitada. Buscó un pedazo de papel, un lápiz y le escribió algunas líneas melancólicas antes de irse, gimoteando.

No volvería a su casa. No quería ver el rostro irritado de su esposa y tener que lidiar con su eterna frustración por haberse comprometido con un hombre al que nunca de verdad amó. No quería tener que ver el ojo negro que seguramente le había dado a Lawrence, o sentir su miedo, o recordarse a sí mismo de que se había convertido en lo que más temía y odiaba, su propio padre —un hombre agresivo, malhumorado y corrompido por sus adicciones—. No quería sostener a Nicholas sabiendo que la sangre que corría entre sus venas no era suya y que él merecía algo mejor para su futuro que un padrastro entristecido y amargado.

No. No podía hacerlo. No podía regresar ahí. Así que se arrastró al bar más cercano y gastó todo el dinero que le restaba bebiendo. Necesitaría el coraje líquido para lo que tenía planeado hacer a seguir.

Salió del bar a las siete y algo. Había pasado toda la tarde sin comer, llenándose el vacío en su alma con alcohol. Estaba ebrio, somnoliento y lo único que quería hacer era descansar.

Caminó hacia el lago Colburgue, sin pensar en nada más que en su culpa. Con pasos imprecisos y titubeantes, llegó al final del muelle principal. Se quedó de pie allí, sin decir nada, por media hora.

El cielo ya estaba oscuro para ese entonces. No había barcos o veleros navegando en el horizonte. Las olas del lago estaban parcialmente congeladas, pero el hielo aún no era grueso lo suficiente como para invocar la presencia de patinadores. Caminar, o caerse sobre él, sería un error fatal.

Hazlo —la voz incorpórea de Raoul regresó, pero de esta vez, él no se asustó. Había escuchado sus gritos durante toda la madrugada; un susurro tan frío y diminuto como aquel no era nada—. Salta.

Theodore vio el agua y el hielo triturado bajo el muelle revolcarse. Entre los destellos de verde y azul, avistó a los cuerpos de Eleonor y Charles, flotando bajo la superficie. Por ya conocer de antemano cómo lucían los cadáveres congelados, imaginarse los colores y texturas de los mismos no le fue difícil. No había visto a la pareja en su estado final, pero tenía una idea clara de cómo se habrían encontrado. Y por esto mismo, no logró determinar si lo que sus ojos veían era verdad o mentira.

Papá... —vio a los labios azules de su hija modular, pero no logró oírla entre el sonido agitado de las ondas.

La lluvia comenzó a caer. Pero su llanto no pasaba desapercibido entre las gélidas gotas que caían del cielo. Miró arriba, dejando que mojaran su rostro y lo limpiaran de su inmundicia. Cerró los ojos. Sintió el muelle vibrar con el estallar de la espuma abajo. Abrió los brazos y se inclinó adelante, dejando que la gravedad cumpliera sus deseos.

Cayó al agua sin escuchar el alarido aterrorizado de Janeth en la distancia.


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(Diez minutos antes)

La señora Durand había sollozado tanto contra la puerta de su habitación que terminó quedándose dormida, de tan agotada. Había pasado la noche completa del día anterior despierta, preocupada por Theodore, pero al verlo regresar y certificarse de que estaba bien, todo su recelo fue intercambiado por decepción y rencor.

Aún no podía creer que él la había engañado. Jamás pensó, en todos los años que estuvieron juntos, que él sería capaz de hacer algo así. De comportarse como todos los otros cerdos que lo habían precedido, de dejarse llevar por sus impulsos y no por sus emociones, de  convertir en realidad su mayor y más justificado temor.

No sabía si debía creerle a Helen tampoco. Sí, Régine podría ser culpable de manipularlo, pero él era tan responsable por sus acciones cuanto ella. Había decidido arruinar su relación más íntima por cuenta propia. Eso no era excusable.

Indecisa y desasosegada, Jane soltó un exhalo largo y se masajeó el rostro. Tenía que levantarse del suelo en algún punto. A duras penas, se obligó a hacerlo más temprano que tarde. La espalda le dolía y el cuadril también, pero nada era peor que el vacío en su pecho. Se alzó sobre sus pies y caminó afuera, agradeciendo que al menos Theodore la había obedecido y la había dejado en paz. Pero claro, no se había ido sin antes implorar una última vez por su perdón.

Sobre la mesa de su comedor encontró la nota que él le había escrito por la tarde, y por un instante de rabia, la agarró entre sus dedos y la aplastó, lanzándola al basurero. Pero pocos minutos se pasaron y su curiosidad venció a su ira; la recogió y la aplanó lo máximo que pudo, queriendo descifrar su mensaje.

Antes de comenzar a leerla, pensó que se encontraría con la típica prosa romántica del periodista, florida y pomposa, pero se sorprendió al depararse con lo contrario. Parágrafos cortos, directos y escritos con una caligrafía temblorosa, por poco irreconocible:

"Ya no hay manera de reparar todos los errores que he cometido. Son demasiados. Lo siento por herirte tanto, tantas veces. Por fallarle a Caroline. Por fallarte a ti.

Todo el dinero que le había guardado a nuestra hija, para su educación, está en tu cuenta. No te lo mencioné antes, pero realicé la transferencia días después de su entierro. Es tuyo.

Dile a Helen que lo siento. A mis hijos, que lo siento.

Pero ya no puedo seguir haciéndoles daño.

Te amo. Y eso no cambiará nunca.

Perdóname, si puedes."

Estas contadas palabas, lúgubres y melancólicas, no le sentaron ni un poco bien a Janeth. Podía sentir, en cada línea, el quebranto y la desdicha de Theodore. Y pese a no querer volver a preocuparse por él, ella también lo amaba. Así que lo hizo.

—¿Qué diablos vas a hacer ahora? —indagó en voz alta, sintiendo su pulso acelerarse y su estómago revolcarse.

Una sensación de terror puro se apoderó de su cuerpo. Similar a la que sintió cuando encontró al cuerpo de su tío, muerto sobre su cama, décadas atrás. O la que sacudió su figura al sentir las manos de su primer cliente tocar su silueta desnuda. Un miedo tan profundo, tan paralizante, que le logró helar hasta el alma.

Levantó la mirada del papel y la llevó a la pared más cercana, mientras la respuesta que anhelaba finalmente llegaba a su mente. Esto no era un pedido de disculpas, no en verdad. Era una carta de despedida.

Un estruendo la hizo voltear su cabeza hacia su habitación. Caminó hacia la puerta y buscó su causa. Adentro, la caja de música que Theodore le había regalado se había caído al suelo. Verla rota, despedaza al lado de su cama, fue como obtener la validación del universo; ella tenía razón. Algo terrible estaba sucediendo.

En ese instante, sin embargo, no logró sentir pánico. Estaba asustada, turbada, pero aún lograba razonar. Tenía que descubrir —y rápido— dónde estaba el señor Gauvain, antes de que él pudiera tomar una decisión abrupta y cometer un error irreparable.

Mierda, él se había ido de ahí horas atrás. Podría ya haber hecho algo estúpido.

—¡Piensa Janeth, PIENSA! —gritó de pronto, caminando de un lado a otro por la sala.

No supo por qué, pero en su mente comenzó a rezar. Por alguna intervención divina, un momento de claridad, lo que fuera. Pero no esperó que sus plegarias fueran contestadas con tanto apuro, o de manera tan directa.

Cerca del sofá, vio un destello de luz blanca. Al mirar el espacio con más atención, se encontró con una figura brillante, vestida de blanco, de pie al frente del mueble. A su lado, una joven, usando prendas similares. Sin aliento y con el rostro consumido por su terror, Janeth detuvo sus pasos. Se demoró pocos segundos en identificar aquellas apariciones; eran la madre de Theodore y su propia hija, Caroline. Presentándose ante sí de la misma manera en la que lo habían hecho durante su visita al chamán Onasino, como fantasmas.

La nota que la editora sostenía entre los dedos se cayó al suelo y ella dio un paso hacia atrás, profundamente emotiva y despavorida por lo que veía.

¿Estaría alucinando por el estrés? ¿Por su falta de sueño? ¿Por el hecho de que no había comido nada en las últimas horas, de tan nerviosa?

Él está en el lago —la señora Leónie le habló, con una voz seria y preocupada—.Ya no tengo como protegerlo... Teddy te necesita.

—¿Q-Qué?

¡Corre, mamá!

—Carol... —Jane estiró su mano hacia su querida hija, pero con pestañeo, la visión se disipó.

Absolutamente devastada por lo que acababa de ver y oír —pero ahora convencida de que aquel momento había sido real— la señora Durand corrió hacia la puerta, agarró su abrigo y salió a la calle, mientras se lo ponía.

Afuera, el cielo era negro. Llovía a cántaros y si la temperatura descendía unos pocos grados más, era muy probable que comenzara a granizar.

Sin detenerse a contemplar lo que hacía, ella se dejó llevar por su intuición y por su fe. Llegó a las orillas del lago Colburgue en tiempo récord. Miró adelante, hacia el muelle más cercano. Tal como aquellos amados espíritus le habían dicho, Theodore en efecto estaba allí, observando a las aguas violentas a sus pies con una expresión vacía, derrotada.

Ella corrió hacia él, pero toda su velocidad no le sirvió de nada. Soltó un grito agudo e inquietante al verlo tirarse del muelle y derrumbarse sobre las olas, y no detuvo sus pasos en momento alguno. Se quitó el abrigo con urgencia, arrancó el polisón de su vestido con toda su fuerza, removió sus zapatos y se tiró de cabeza a la fría superficie del lago, siguiéndolo a la oscuridad, como si no tuviera miedo alguno a la muerte y estuviera dispuesta a pelear con ella.

Su piel ardía como si hubiera sido rostizada por las mismísimas llamas del infierno. Sus pulmones se comprimieron y su corazón por un segundo pareció detenerse. Pudo sentir los trozos de hielo que flotaban en el lado rozar contra su ropa y arañar sus extremidades. Pero no se dejó amedrentar. Prácticamente a ciegas buscó a su amante, quien a cada segundo se hundía más y más en el abismo, y por pura suerte sus manos lograron sujetarlo de su abrigo, antes de que desapareciera por completo en el vacío abajo. Lo sacudió, esperando alguna reacción de su parte, pero se dio cuenta que él estaba desacordado. O sea que no estaba sujetando su aliento, que ya se había empezado a ahogar, y que estaba muriendo entre sus manos. Lo tenía que llevar a la superficie y lo tenía que hacer ahora.

¿El único problema? Theodore era un hombre alto, corpulento, macizo. Y aunque Janeth tenía bastante vigor y fibra, la fuerza bruta no era lo suyo. Siguiendo esta lógica, no lograría sacarlo del agua a solas nunca. Pero pese a reconocer esto, ella se negó a dejarlo atrás. Pedaleó con todo lo que tenía, empujándolo arriba. Cuando ya estaba a punto de ahogarse junto a él, fue testigo de un nuevo milagro.

Alguna fuerza invisible la ayudó a arrastrarlo a la superficie. Ella miró alrededor, pero en la negrura del lago no logró ver a nada extraordinario. Solo estaban ellos, las plantas muertas, los naufragios antiguos y burbujas diminutas. Aún así... sintió una presencia junto a ella. Una energía reconfortante, calma, y amable. No supo si era su amor por Theodore motivándola, o si era Dios extendiéndole la mano y ayudándola a vencer dicho desafío, pero de alguna manera, el peso de su amante desapareció. Con un último pedaleo hacia arriba, ella logró su cometido.

Su cabeza emergió entre las olas primero y jadeante, ella usó la poca energía que le restaba para jalar al periodista consigo, antes de llevarlo a la orilla. Por la hora y por la hostilidad del clima, no había nadie cerca para ayudarlos, a no ser la providencia divina. Estaban entregues al destino.

—¡Theodore! —Jane le dio unos palmazos a su rostro mojado, en un desesperado intento de despertarlo. Él siguió sin moverse. Tenía un corte sangriento en su frente, causado por el impacto de su cabeza contra alguna roca o pedazo de hielo. Ella usó sus dedos temblorosos para remover la sangre de sus ojos, pero de nada le valió el esfuerzo; la hemorragia no se detenía, y él no se despertaba—. ¡No te atrevas a dejarme así, mierda! —lloró y comenzó a darle golpes repetitivos en la parte inferior de su pecho, con la intención de hacerlo regurgitar el agua que se había tragado—. ¡THEODORE!

El mamporro final lo hizo estremecerse y escupir todo el líquido que lo estaba ahogando. Aspiró el aire a su alrededor con un ruido fuerte, rasposo, y se giró a un lado cuando otra arcada lo hizo vomitar también todo el alcohol que había consumido por la tarde. Por no haber comido nada en horas, lo único que dejó su boca fue bilis y espuma.

—¿P-Por qué no m-me dejaste morir? —fue lo primero que dijo así que fue capaz de hablar, expresando una amargura e irritación que desconcertó aún más a su amante.

—¿C-Cómo me preguntas eso?...

—¡¿POR QUÉ NO ME DEJASTE MORIR?! —volvió a rugir, golpeando con su puño la tierra y los guijarros bajo su cuerpo.

Janeth se alejó un poco de él, pero no lo dejó solo. Sabía que si se iba ahora el periodista volvería a entrar al lago y que, por la creciente agresividad de las olas, sería imposible rescatarlo nuevamente. Pero tenía que moverse. Ambos estaban temblando, sus labios volviéndose azules. Pronto entrarían en hipotermia.

En vez de prestarle atención a los reclamos del hombre a su lado, llevó su mano a su espalda y la acarició, mientras él convulsionaba y volvía a vomitar.

No le gritó, sabiendo que nada de productivo pasaría si se dejara llevar por su exasperación. Se levantó, tambaleando por el peso de sus ropas mojadas, el frío que sentía, y el cansancio que salvarlo le había ocasionado, y lo jaló hacia arriba otra vez. Con uno de sus brazos reposando sobre sus hombros, lo cargó a casa, ignorando sus lamentos y quejas. No se acordó de su abrigo y su polizón abandonados en ese momento; estaba demasiado concentrada en salvarlos como para pensar en cualquier otra cosa. No supo de dónde sacó la energía para llegar a su hogar, pero logró su objetivo y eso era lo más importante. Dejó a Theodore sobre el sofá, prendió la chimenea y comenzó a desvestirse.

—¿Qué h-haces? —él murmuró, inamovible.

—Lo que tú deberías estar haciendo. Secándome y entrando en calor.

—No.

Ella se volteó hacia el periodista, aun removiéndose sus prendas.

—¿No?

—No —sus ojos llorosos delataron sus motivos; él de verdad no quería vivir.

Pero Janeth no había arriesgado su propio pellejo por nada. Así que, ya en su ropa interior, caminó hacia él y comenzó a desnudarlo por cuenta propia. Pensó que su gesto sería respondido con alguna agresión, verbal o física, pero Theodore no levantó un dedo. Llorando, con el labio inferior temblando, permaneció quieto sobre el sofá, dejando que ella se encargara de todo.

—Piensa en tus hijos —la mujer ordenó, con voz firme—. Si ya no te queda fuerza alguna, piensa en ellos. ¿De veras los dejarás crecer sin un padre?

—Serían m-más felices sin mí.

—¿Eso crees? ¡¿Eso crees?! Porque yo no tuve padres y no lo fui.

—Janeth...

—No, Theodore. No te voy a conceder la razón de esta vez. Lawrence estaría devastado. Acaba de perder a su hermana mayor, por todos los cielos... ¿Y qué hay de Nicholas? Es tan pequeño ahora, ¿siquiera te recordaría al crecer?

—Prefiero q-que no me recuerden, y que me o-odien por mi ausencia... A que s-sufran por mi presencia —la miró—. Le l-levanté la mano... g-golpeé a Laurie. Los asusté a ambos, y a Helen... —su garganta sé cerró, pero el señor Gauvain obligó las palabras a salir de todas formas—. No los v-voy a herir más... n-ni a ellos, ni a ti...

—¡NADA NOS DOLERÍA MÁS QUE PERDERTE! —ella estalló.

—E-Eso es una m-mentira —él sacudió la cabeza—. Y a-aunque no lo f-fuera... Ya no soy d-digno del amor de n-nadie.

—No digas eso...

—Mis hijas murieron por mi culpa —afirmó, con un pesar avasallador—. Caroline murió p-porque yo insistí e-en ese estúpido paseo... Y Eleonor m-murió... por mi o-orgullo. Si t-tan solo la hubiera escuchado... si ella h-hubiera pasado ese f-fin de semana en nuestra c-casa, como s-siempre lo hacía... s-si me hubiera... disculpado... —su mentón se desplomó y él volvió a sollozar.

Pero de esta vez, en lugar de ser abrazado por las gélidas olas del lago, sintió un par de manos delgadas deslizarse por sus hombros y espalda, jalándolo hacia un cuerpo cálido, humano, mucho más gentil y reconfortante.

—La culpa no fue tuya —Jane insistió y contra su propio buen juicio, acarició la base de su cuello, donde su cuero cabelludo comenzaba. Sabía que hacerlo lo tranquilizaría—. Su muerte no fue tu culpa.

Este puñado de palabras lo hizo abrazarla de vuelta, sosteniéndola como si tuviera miedo de dejarla ir y perderla para siempre.

Pese a su molestia y a su corazón partido, en ese momento, la señora Durand se arrepintió de sus duras respuestas durante la mañana.

Si su mayor temor era ser traicionada, el de su amante era perder a las personas que amaba. Y ella lo sabía. Por eso mismo, afirmó que lo dejaría. Quería repagarle el dolor que sentía con la misma moneda. Pero no tenía idea que su desdén y deseo de venganza lo destruirían tanto. No pensó, en ningún momento, que lo vería lanzarse de un muelle por voluntad propia, o ser devorado por las olas asesinas del lago, mientras las nubes caían del cielo. No sabía que los restos carbonizados de su corazón habían desaparecido el día en que Eleonor fue declarada muerta. Que adentro de su pecho ahora solo restaba un abismo, negro y mugroso. Tal vez, si lo hiciera, hubiera tomado decisiones distintas. Lo hubiera apoyado más. Lo hubiera amado más.

—No me hagas esto de nuevo —le rogó, en un tono tan bajo y vulnerable que por poco no resultó inentendible—. Prométemelo, Theodore... Prométeme que no te voy a perder así...

—No p-puedo.

—Theodore —ella se apartó de él por pocos centímetros y sujetó su rostro entre sus manos, haciéndolo mirarla—. Por el amor de Dios...

—No —él pestañeó y en sus ojos, nada más que tristeza se reflejó—. No s-soy tan fuerte como tú... c-como mi m-madre... n-no puedo soportar t-todo esto.

—Lo eres —ella insistió—. Y voy a pasar el resto de mi vida probándolo si es que debo hacerlo.

—Ya no estaré aquí...

—No me digas eso, porque no te creo —lo interrumpió con una sonrisa llorosa—. ¿Quién se hará cargo de la Gaceta? ¿Hm?... ¿Quién despedazará la reputación del alcalde?... ¿Quién defenderá a los pobres, prostitutas, locos y vagabundos si tú no estás?

—Hay d-decenas de o-otros periodistas en esta ciudad...

—¿Quién mantendrá a la señora Gauvain con los pies en el suelo y las manos lejos de su billetera? —lo volvió a cortar—. ¿Quién jalará la oreja de Lawrence cuando se meta en problemas y le dará consejos románticos cuando los necesite? ¿Quién le demostrará a Nicholas lo que significa ser un buen hombre, generoso y amable?

—Jane...

—¿Quién más me amará, Theo? ¿Si tú no estás, quién lo hará?

—Mereces a alguien mejor.

—Pero no tengo a nadie más. Y no quiero a nadie más.

—No mientas... L-Lo que me dijiste por la tarde...

—Mentiras y ya —admitió—. Quería golpearte en dónde sabía, te dolería más... quería que sufrieras tanto como sufrí cuando me dijiste... lo que me dijiste.

—No amo a Régine.

—Lo sé.

—N-No sé por qué lo hice —se repitió—. Fui débil y... s-sé que no es una excusa...

—Aún no te perdono —Janeth lo detuvo, más una vez—. Pero eso no significa que te odio, que te quiero lejos de mí... o muerto. No podría soportar perderte y quiero que eso te quede claro. Ya me basta con Carol... —le puso énfasis al nombre de su hija, para convencerlo de su sinceridad—. Si realmente me amas, me ahorrarás el sufrimiento.

Ante esta petición, él al fin desistió de debatir sobre su futuro. Nadie jamás entendería sus motivos, o le concedería la razón a sus sentimientos y actitudes. Si su último acto de misericordia era terminar dicha discusión ahí mismo y ocultar sus verdaderas intenciones del amor de su vida, para su bienestar, él lo haría. Y apenas en la mañana, mientras ella durmiera, la volvería a dejar atrás por la oscuridad del lago.

Algunos dirían que su muerte fue accidental. Otros, que fue un designio de Dios. Y unos pocos, la culparían en influencias sobrenaturales. Él prefería este último tipo de especulación, si era sincero. Que sus amigos y parientes pensaran que él había sido ahogado por un Kelpie* le parecía más digno y respetable que la verdad: él se había quitado la vida sin interferencia de nadie. Lo hizo, porque quiso hacerlo.

Janeth, exhausta por el sobrehumano esfuerzo que había realizado queriendo salvarlo, se quedó dormida entre sus brazos, ahí mismo sobre el sofá. Él la llevó a su cama, la acomodó bajo las cubiertas y regresó a la sala, listo para su partida. Se quitó el brillante anillo que por años decoraba su meñique, ojeando el zafiro —ya dañado por el paso del tiempo— con una melancólica nostalgia.

Cuanto daría para poder volver a la noche en la que él le había regalado una copia de la sortija a su amada, en una de las incontables madrugadas que pasaron juntos en Hurepoix. Cuanto daría para poder verla sonreír con ganas otra vez, sabiendo que era querida y amada por un hombre que la veneraba, la añoraba, y que nunca la engañaría.

Él quería que su arrepentimiento le sirviera de algo en ese momento. Que alguna manera existiera de volver al pasado y frenar al acelerado tren del destino, antes de que los atropellara a todos y los dejara desangrando sobre los rieles. Pero su culpa era inútil. Sus pedidos de disculpa, demasiado superficiales. Nadie le creería cuando les dijera que de verdad lamentaba sus equívocos. Ya había cometido tantos, que hacer algo bien era la verdadera excepción a su rutina.

Así que dejó la sortija sobre la mesa. Soltó un exhalo largo, tomando coraje para volver a salir afuera. Cojeando, se aproximó a la puerta. Puso su mano sobre la manija. La giró.

¿Vas a romper tu promesa? —una voz cariñosa trajo más lágrimas a sus ojos hinchados y rojizos.

Sin temor, pero envenenado por su pesar, él se giró sobre sus talones. En el medio de la sala, luciendo mucho más sana y bien dispuesta que en vida, se encontró con Caroline. O mejor, con el espíritu de Caroline. Estaba vestida de blanco, destellando como una estrella entre las tinieblas del recinto.

Era una visión celestial.

—Lo s-siento. No s-soy fuerte lo suficiente...

Pero ella te ama.

Él sonrió.

—Es justamente por eso que la debo dejar.

Teddy —una nueva voz hizo a su boca desplomarse y sus cejas curvarse, en la expresión más agónica que pudo haber hecho.

De pie a su izquierda, mirándolo con una compasión y una pena tan obvia, que lo hizo doblegarse y caerse al suelo de rodillas, él vio a su madre.

—Mamá...

No lo hagas —ella le ordenó—. No vuelvas a ese muelle. No valdrá la pena.

—No me digas eso... Déjame ir.

Soy tu madre. No puedo dejar que cometas un error tan grave. Viva o muerta.

—No merezco el cuerpo al que habito.

Eso no es cierto.

—Entonces dime... ¿D-Dónde está Eleonor? —mencionó a su hija, a quién extrañaba más que a su propia felicidad y cordura—. ¿Dónde?... Yo la perdí por mi propio orgullo y desdén. Si hubiera sido un buen padre, si la hubiera amado más, seguiría aquí junto a mí. Pero no lo fui. Y por eso, al contrario de ustedes, ella jamás me volverá a buscar —sacudió la cabeza—. Viva o muerta.

Eso no es cierto —una tercera voz se sumó a la extraña conversación—. Siempre estoy a tu lado —a su derecha, mucho más cerca de sí que todas las otras apariciones, encontró su hija, de pie junto a Charles. Ambos tenían las manos entrelazadas y vestían ropas comunes, al contrario de Caroline y de la señora Leónie, que estaban cubiertas de níveas telas. La pareja llevaba los mismos atuendos que vestían al morir ahogados en el lago, él se dio cuenta—. Pero has estado tan ocupado extrañándome que tu luto te impide de sentirme cerca.

Su afirmación rompió a Theodore y lo hizo gimotear hasta que perdiera el aliento, la voz, y las ganas de regresar al lago.

—Lo s-siento... ¡Lo siento t-tanto!

Lo perdonamos, señor.

Y te amamos también.

—Lenny... —su nombre sonó más como una plegaria—.Mi Lenny...

Eleonor miró a Charles y soltó su mano, para así poder acercarse a su padre, caído en el suelo, y agacharse a su frente.

Él debería estar aterrado. Él debería estar gritando, porque seguramente lo que veía apenas era una alucinación más, un producto de su aflicción y de su duelo interminable. Pero al sentir su presencia cerca de sí, no logró sentir nada más que amor y añoranza. La extrañaba tanto, que hasta le resultaba difícil comprender el tamaño de dicha carencia. Se sentía tan furioso, tan decepcionado consigo mismo por como la había tratado hasta el fin de sus días, que sabía que tal desprecio jamás desaparecería. Nunca sería capaz de perdonarse.

Y como el pasto amarillento de una planicie seca que implora por la llegada de la lluvia, él a diario les rogaba a los cielos por su regreso, pensando que nunca vendría. Esta garúa repentina era, por lo tanto, un verdadero milagro. Debía serlo. Porque por un instante, por un minuto de piedad celestial, su suplicio fue suspendido y su castigo, suavizado. La llovizna cayó sobre sí. El alivio se le fue otorgado. Su hija estaba de vuelta.

Vio a los dedos transparentes de su querida Eleonor tocar su rostro y acariciar su mejilla, como si quisiera secar las lágrimas que las mojaban, pese a saber que no podría. Y al rozar su piel, él no sintió la misma calidez que habían portado en vida, pero los sintió de todas formas. Y eso le bastó.

Te estaré esperando... hasta el día en que de verdad tu alma deba dejar tu cuerpo. Te lo prometo, papá. Estaré aquí.

Sus labios tocaron su frente, reposando justo en la herida que la coronaba. Pero él no sintió ardor o dolor alguno. Apenas un toque sutil, delicado, como si alguien hubiera dado un pequeño soplido sobre ella.

Y entonces, con este dulce gesto fresco en su memoria, Theodore se despertó de su sueño. Porque los últimos quince minutos de charla apenas habían sido eso, un mero sueño.

Al dejar a Jane sobre su cama, se había acostado junto a ella. Nunca se había levantado y marchado a la sala. La sortija con el zafiro que abrazaba su meñique seguía unida a él, tampoco la había dejado sobre la mesa.

Al darse cuenta de que todo había ocurrido en su cabeza, mientras reposaba, él comenzó a llorar de nuevo. Y por accidente, terminó despertando a su amada también.

—¿Theo?

No pensó dos veces. Luego de verla sentarse sobre el colchón y mirarlo a los ojos, él llevó una palma a su cuello y la jaló hacia sí. La señora Durand, para su más grande alivio y satisfacción, no ofreció resistencia alguna a su gesto. Lo besó de vuelta como si fuera parte de su naturaleza hacerlo, con una docilidad y receptividad que la asustó incluso a ella.

—No te quiero perder... —él murmuró en contra de sus labios—. No me dejes perderte. Por f-favor.

Janeth estaba segura de que se arrepentiría de ello después, pero en aquel momento, dejó sus sentimientos contradictorios a un costado. Nunca había visto a Theodore tan descompuesto, frágil y sensible antes. No a este punto. Y hacerlo le apuñaló los interiores con una daga.

En la oscuridad de su habitación, la luz tenue de las farolas de la calle la ayudó a visualizar las facciones arrugadas y entristecidas de su amante. Supo, luego de años de convivencia y de todo lo sucedido por la tarde, que aquello no era un acto. Que su sufrimiento era genuino. Que todas las palabras por él dichas hasta ahora tenían valor y eran sinceras.

Por esto mismo, volvió atrás en su decisión de mantener la distancia entre ambos. Lo besó de nuevo, por cuenta propia, poniendo toda su emoción y cariño a su disposición, rindiéndose a sus pies, pese a saber que no debía. Lo hizo porque reconocía esta verdad, por más delicada y compleja que fuera; pese a sus errores y trasgresiones, ella no podía vivir sin él. Y ahora que ambos habían escapado de la hoz filuda de la muerte por pura suerte, no quería tampoco.

—No me iré a ningún lado... si me prometes lo mismo.

—Me quedaré contigo —al fin Theodore entró en razón, y le brindó un poco de tranquilidad al alma desasosegada de su amante—. Se lo prometí a Carol... y te lo prometo a ti. No me iré... aunque lo que más quiera hacer sea marcharme.

—¿Lo juras?

—Con todo lo que soy, y con todolo que tengo.


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Kelpie de agua: Nombre escocés otorgado a un espíritu del agua capaz de cambiar de forma. Según la mitología, suele habitar los lagos (Loch) y estanques de Escocia.

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