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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟾

Merchant, 13 de septiembre de 1892

Janeth le avisó sobre su viaje a Bachram el miércoles 07 de septiembre, exactamente un día antes de su partida.

Theodore se hubiera sentido herido por el aviso tardío, si estuviera sobrio. Pero su nueva droga de uso lo bendijo con una templanza sintética, que neutralizó toda emoción negativa que pudiera sentir al respecto. Por ello, en vez de hallarse resentido por su ausencia, se sintió contento por ella.

Y no estaba siendo sarcástico o cruel cuando decía esto; de veras se sentía feliz por Jane y por su hermano perdido. Ella merecía todo el afecto y apoyo del mundo luego de haber sufrido con una vida tan miserable e injusta como la suya. Viajar, entablar amistades, aprender cosas nuevas, disfrutar su existencia por lo que era, y ser libre de sentir emociones livianas eran cosas que Theodore deseaba para su amada,y jamás podría enojarse con ella por conseguirlas.

Pero, aunque su alegría y orgullo fueran genuinos y duraderos, su entusiasmo por tenerla lejos de sí era completamente falso. Y su paciencia para aguardar por su regreso, efímera. A los tres días de la despedida, él ya la extrañaba como si nunca más la fuera a ver y estaba enloqueciendo por su añoranza.

En una mano, porque sentía la falta de su reconfortante compañía y porque no sabía cómo vivir sin ella; en la otra, porque padecía de una insatisfacción física que solo Jane podría saciar. Necesitaba sus toques, caricias, abrazos, besos, sus gemidos y su sexo, ahora más que nunca.

Le resultaba extraño admitirlo, pero desde que había comenzado a inyectarse las ampollas de coca recomendadas por su médico, su libido se había intensificado a un punto nunca antes visto. Su cuerpo rogaba por un toque que por el momento no podía tener. Sus músculos vibraban y la inquietud que los sacudía no lo abandonaba nunca. Sus pantalones se sentían ajustados, pero la talla no era el problema. Su sudor se deslizaba por su piel en cascadas, por ninguna razón en particular. Y nada que él hiciera, por cuenta propia, amenizaba su excitación. En palabras más simples, él estaba sexualmente frustrado. Y al ser un hombre muy conectado a su sexualidad, consciente de sus deseos y del funcionamiento de su cuerpo, él estaba molesto por no lograr complacerse. Detestaba admitirlo, pero los últimos días lo habían forzado a reevaluar su propia intimidad.

La situación era tan grave, de hecho, que hasta había vuelto a tener erecciones en público —algo que no sucedía desde los áureos tiempos de su juventud, y que lo avergonzó al punto de no poder conversar con su médico al respecto—. Ni sus sueños se habían salvado de ser devorados por su apetito desenfrenado. Todos fueron influenciados por fantasías lujuriosas, donde la mujer que más amaba —y la única que no tenía a su disposición en el momento— era la protagonista. Algunos escenarios habían sido tan obscenos que él se había despertado en pánico, indispuesto a seguir observándolos.

Él sabía que aquello no era algo sano, pero no tenía la más mínima idea de qué hacer para frenar dichos impulsos. La distancia y la añoranza lo estaban matando por dentro. Su cuerpo lo estaba torturando por fuera. Y por estar desesperado y excitado al punto de perder la razón, él se tropezó con su propio pie, dejando caer al cáliz de sus pecados sobre su consciencia, manchándola para siempre con su remordimiento y con su culpa.

Aquel martes 13 de septiembre, apenas a tres días del santo regreso de Jane, Theodore había abandonado los confines de su imprenta bien temprano, para investigar a una huelga en una fábrica textil del barrio latino.

Luego de fisgonear por la multitud como una anciana metiche por horas y horas, él soltó un exhalo cansado, cerró su cuaderno de anotaciones, lo guardó en su bolso y decidió ir a almorzar al Viking's.

Por coincidencias de la vida, se encontró con Régine a medio camino.

—¿Tú aquí, a estas horas? —él no logró ocultar su sorpresa—. ¿Qué haces en el barrio latino?

—Vine a descubrir con quién diablos Bernard se está metiendo —su cuñada contestó, airada.

—Pero Bernie está en la imprenta, lo dejé a cargo de...

—Oh, sí sé que está en la imprenta. Justamente por eso vine aquí ahora. Quiero charlar con la ramera que lo sedujo frente a frente, sin la interferencia de ese maldito. Descubrí que trabaja en un burdel de la calle Mars y hacia allá voy...

—¿De veras tienes que llamarla así?

La mujer se inclinó adelante y con una furia que sorprendió a Theodore, murmuró:

—¡Desde el momento en que se metió con mi marido, sí! ¡Es una ramera!

—Reg... —él suspiró, preocupado:— Piensa bien en lo que estás a punto de hacer. ¿Ir a un prostíbulo sola, en plena luz del día, a discutir con la amante de tu esposo? ¿Cómo reaccionará la gente que te conoce si se enteran de que armaste un escándalo así de grande, en un lugar tan deplorable cómo ese? ¿Cómo te tratarán, a ti, a tus hijos?... Y sabes que al final hacerlo no te servirá de nada, porque Bernard seguirá haciendo lo suyo cuando no lo estés mirando.

—¡Pues que la gente diga lo que quiera de mí!...

—Régine —la interrumpió y otra vez, intentó hacerla razonar:— Ven conmigo al Viking's a almorzar. Estás estresada, enojada y te entiendo. Sabes que lo hago. Pero hacer público problemas que deberían permanecer privados solo te hará sufrir a ti. Él estará bien. Al mes, toda Merchant se habrá olvidado su adulterio. Pero ¿tú?... nadie jamás te verá igual. Y lo sabes.

—Theodore, lo quiero matar.

—Lo sé. Pero ven... —la tomó del brazo—. Desahógate conmigo primero y comete el crimen que quieras después.

Ella terminó concordando con su oferta, pero su rabia no se desvaneció de inmediato. El periodista la tuvo que ir reduciendo de a poco, con algunos tragos, abundante comida y palabras amigas, hasta que eventualmente la mujer logró tranquilizarse. Y él, aliviado por haber evitado un alboroto gravísimo, también consiguió relajarse y entregar parte de su confianza a su cuñada.

Por la temprana hora del día, el Viking's no estaba del todo lleno. Esto les permitió a ambos ser más explícitos con el contenido de su charla y mencionar cosas que normalmente solo se atreverían a discutir en las seguras paredes de sus casas. Esta libertad y falta de censura se amplió después de que Theodore fuera al baño, a inyectarse cocaína en la pierna. Había caminado demasiado aquella mañana y el dolor que sentía en la rodilla lo evidenciaba.

Unos treinta minutos de su regreso y Régine fue capaz de notar el radical cambio en su comportamiento. El señor Gauvain, quien solía ser bastante calmo y recatado, ahora estaba sacudiendo las piernas, mordiéndose las uñas, el cuero de los dedos, arrugando su nariz y jugando con su bigote, inquieto al punto de parecer infantil. Eso sin hablar de su respiración corta, pulso acelerado y pupilas dilatadas al punto de esconder sus iris.

—Theo...

—¿Hm?

—¿Estás bien? Pareces más agitado de lo normal.

—Sí, no te preocupes —hizo un gesto con su mano—. Es un efecto secundario de un medicamento que estoy tomando ahora. ¿Te conté sobre ello o no? ¿Sobre las ampollas de coca?

—No, creo que no.

—Bueno, las estoy tomando para gestionar el dolor que siento en la pierna.

—¿Te pasó algo con ella?

—No, no... nunca me rompí ningún hueso o lo saqué de lugar. Solo me caí a algunos años atrás y el dolor nunca se fue. Desde entonces estoy teniendo varios problemas con mi rodilla y ningún doctor puede decirme con exactitud porqué. Solo me llenan de pastillas para ver si mejora... A excepción del último, que me recomendó inyectar cocaína directo al muslo. Y tengo que felicitarlo, porque es el tratamiento que mejor ha resultado hasta ahora. Me reduce bastante la intensidad de las punzadas y también ha subido bastante mis ánimos. Pero claro, no es un agente perfecto. Tiene sus efectos adversos y el principal es dejarme bastante inquieto.

—Sí... puedo ver que lo estás.

—¿Te molesta? Si te molesta puedo irme, solo tengo que ir a pagar la cuenta...

—No, no te preocupes. No estoy reclamando, para nada. Apenas confesando que ese cambio me llamó la atención.

—Entiendo...

—Pero, ahora me dio curiosidad. ¿Cuáles son los otros efectos secundarios?

—Uff, hay muchos —sonrió—. Mis manos tiemblan todo el día. Mi corazón golpea con tanta fuerza que siento que se quiere escapar de mi pecho. Mi boca está siempre seca. Como ya dije, me vuelvo muy agitado... —se inclinó adelante—. ¿Y sabes qué más? —bajó el volumen de su voz, pese a estar prácticamente a solas con su cuñada en aquella parte del bar—. Te puedes reír cuanto quieras, pero siento unas ganas de joder a alguien que a años no sentía —ella, en efecto, carcajeó—. No, pero estoy siendo sincero. Siento que a cualquier momento mis bolas explotarán...

—¡Theodore! —ella escondió el rostro entre las manos mientras soltaba otra risotada—. ¡Vaya manera de ser sutil!

—Ah, ¡Por favor!... Sabes muy bien que tú y yo tenemos historia y no necesitamos andar embelleciendo lo que decimos.

—Eso es cierto —Régine admitió, después de recuperar su compostura y volver a mirarlo—. Y es la mejor parte de nuestra amistad.

—¡Salud por eso! —él recogió su vaso de licor y ambos brindaron, a modo de broma.

La "historia" que ambos tenían, no era linear ni muy profunda. Habían compartido algunos besos apasionados, antes de comenzar sus respectivos noviazgos. Se masturbaron juntos una vez, un poco antes de la boda de Régine con Bernard. Decidieron nunca cruzar esta línea así que Theodore se casó con Helen. Y a excepción de unos manoseos indebidos – que ocurrieron después de que él se enterara sobre el caso de su esposa con August Tubbs-, ambos habían mantenido su palabra. Nunca tuvieron sexo juntos. Y tenían buenos motivos para ello.

El periodista no quería volver a mentirle a su hermano. La ama de casa, no quería entretener la posibilidad de un amorío con él.

La verdad es que Régine siempre se había sentido atraída por Theodore, y no quería que él jugara con sus sentimientos - que ya eran delicados por sí solos- apenas para divertirse. Por eso nunca buscó en sus encuentros algo más que placer. Sensación que, en el presente, escaseaba para ambos.

—Si quieres, puedo echarte una mano —la rubia le ofreció, con mayor seriedad—. Si estás tan desesperado por un momento de alivio, no veo que mal haría.

—Ya te dije que estoy en una relación con alguien más.

—Sí, pero ella no está en Merchant, ¿o sí?... Porque si estuviera aquí, estoy segura de que tú no estarías tan frustrado. A no ser que últimamente las cosas no estén muy buen entre ustedes.

—Bueno, considerando que ambos perdimos a nuestras hijas casi al mismo tiempo... —él dio de hombros, algo molesto—. No creo que el sexo es nuestra prioridad en el momento. Ya lo hicimos y fue bueno, pero... no tan bueno como solía ser. No con nuestro luto colgando sobre nuestras cabezas. Un par de veces bastó para que decidiéramos darnos un descanso.

Régine respiró hondo, preocupada por su cambio de humor.

—Theodore... no tengo la intención de sonar cruel cuando digo esto, pero... —ella lo tomó de la mano—. Aunque hayas perdido a Eleonor y ella haya perdido a su hija; que Dios las cuide a ambas; tú sigues siendo un hombre con gustos y necesidades. Entiendo que, por su duelo, la pasión no sea la misma de antes... pero no es excusa para que dejen de lado esa parte de su relación. No pueden ignorarla para siempre. La vida sigue.

—Lo dices porque no has perdido a ninguno de tus hijos. No sabes cuánto eso duele...

—Y no pretenderé que lo sé. Pero no estoy hablando sobre luto. Estoy hablando sobre ella, y estoy hablando sobre ti. Descuidar tu vida, sea laboral, social, o sexual, no traerá a tu hija de vuelta. Y llenarte de medicaciones tampoco.

—No me estoy llenando...

—Helen ya me comentó al respecto.

—¿Qué?

—Sé por qué dejaste de tomar tus otras pastillas... no tenía idea que las habías intercambiado por inyecciones eso sí. Y puedo estar equivocada, pero no creo que tu actual "frustración" se deba a ellas. Al menos no del todo... creo que se debe al hecho de que no estás logrando conciliar tu luto con tu placer. No estás logrando concentrarte en tus necesidades, porque tu mente te sigue llevando de vuelta a tu sufrimiento y tu dolor. Y justamente por eso estás viviendo esta vida de excesos. Te ayuda a ignorarlos. ¿Me equivoco?

Él se quedó callado por unos minutos —no por no querer hablar, sino por no saber qué responderle—. Bebió el resto de su licor, sacudió la cabeza y buscó alguna forma de defenderse de aquella irritante acusación. No halló ninguna.

—No, no lo haces —dijo, con cierto disgusto hacia sí mismo.

Sin saber cómo continuar con la charla después de aquel duro golpe de realidad, él se forzó a hacer lo que no quería; contemplar qué pasaría si cediera a las embestidas de Régine y aceptara su "favor".

Si ambos mantuvieran el secreto, nada de muy grave. Pero, si su consciencia les demandara una confesión o si alguna información delicada se resbalase por accidente entre sus dientes, ambos podrían perder sus familias, sus seres amados y todo aquello que les resultaba cómodo y conveniente.

Theodore en sí no quería traicionar a Janeth, ni dejarla ir. La probabilidad de ser el destructor de su relación lo aterraba. Pero su cuñada tenía razón; él era humano. Su cojonera e hipertensión empeoraban con cada nuevo día. El permanente incómodo que sentía en sus testículos era patético, considerando que ya no era un varón casto y virginal a décadas. Sin mencionar la tortura que era no lograr alcanzar el éxtasis solo y la decepción vergonzosa que sentía todas las veces que desistía de intentarlo.

Su alma y corazón le rogaban que esperase el regreso de su amada. Su cuerpo y sus sentidos, que los priorizara. Era una cuestión de psique versus materia. Pero él no poseía la sobriedad requerida para mantener intactas sus convicciones y su moral. Terminó tomando la peor decisión de su vida.


---


Por primera vez en años, Theodore tuvo un orgasmo tan mediocre que llegó a aumentar su frustración. Régine en si no hizo nada mal o fuera de lo común, pero ese fue justamente el problema; la falta de sorpresas, de risas, de sentimiento.

No se besaron en lo absoluto. Los toques en zonas no erógenas, pudo contarlos en una sola mano. Las palabras intercambiadas entre ambos fueron reducidas a órdenes precisas. "Más rápido", "más lento", "no hagas eso", etcétera.

En síntesis, el sexo había sido insípido, anodino y mecánico. La satisfacción que sintió al terminar no le quitó el aliento, hizo su cuerpo derrumbarse por la falta de energía, o sacudió su alma. De hecho, era más parecida a la que uno siente al rascarse la picadura de un mosquito, o encontrar dinero suelto en una ropa vieja, que cualquier otra cosa. Agradable, sin duda, pero nada monumental o digna de ser recordada. Diablos, una sacudida de manos le resultaría más memorable.

Su cuñada pareció disfrutar el acto un poco más que él, pero tampoco había alcanzado un éxtasis profundo. La gran diferencia entre los dos era que ella estaba acostumbrada a estos encuentros casuales, aceptables, pero ni un poco gloriosos. Él, en la otra mano, tenía un estándar que Régine jamás siquiera comprendería.

Estándar que había sido creado e instaurado por Janeth. La mujer que él acababa de engañar.

La culpa que debió sentir al cerrar sus pantalones y despedirse de Régine fue momentáneamente oculta por la droga todavía circulando en sus venas. Pero una vez su organismo se había deshecho de su influencia y su mente comenzado a despertarse de su estupor, se dio cuenta de que se había acuchillado el propio estómago y cometido un error fatal.

Había traicionado a la única mujer que nunca lo traicionó.

Había apuñalado la espalda de su propia alma gemela.

Aquello lo comprobaba. Él era un hombre detestable.

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