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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟿

Merchant, 14 de junio de 1888

Apenas cuando la última cabeza, del último individuo despierto en toda Merchant se acomodó en su almohada, cayendo en un profundo sueño, el señor Gauvain se atrevió a poner su pie de nuevo sobre el suelo de la residencia Durand.

—¡Shh! —Su amante le hizo una seña de sigilo antes de que entrara a la sala.

Luego de besarlo y darle la bienvenida, ella caminó hacia la habitación de su hija, a certificarse que la chica ya se había quedado dormida. Él la siguió con pasos lentos y observó a madre e hija desde la oscuridad del pasillo. Vio a Janeth acomodar las frazadas de su cama y apagar la vela del velador, antes de besar la tez a la pequeña, murmurarle un calmo "te amo" y rezar para que tuviera una noche de sueño larga, agradable.

La escena le sacó una sonrisa a su melancólico rostro. Para él, la domesticidad y la paz de momentos como aquel eran más placenteras que cualquiera de sus innúmeros, frívolos vicios.

Cosas como el sexo, los bailes, juegos de apuesta, el tabaco y el alcohol jamás podrían rellenar por completo el vacío que tenía en su corazón, al haber vivido en una familia fracturada por la pobreza, la enfermedad y, principalmente, por el abandono de su principal protector.

Desde joven se había intentado divertir con gozos mundanos, adoptando una postura libertina cuando los ojos críticos de la sociedad no estaban encima suyos, juzgándolo por apenas existir. Pero no había logrado encontrar satisfacción en ninguno otro lugar que no fuera en los brazos de sus amadas, sujetando las manos de sus hijos, o riéndose junto a sus exuberantes vecinos.

Claro que disfrutaba la relación carnal que tenía con Jane, sería ridículo negarlo. Pero no era apenas por ello que la buscaba en sus momentos de mayor debilidad e inestabilidad. No era apenas por ello que se rendía de rodillas casi todas las noches, sin perder su interés, su anhelo de cercanía, su fascinación por su belleza. Lo hacía porque la amaba más allá de lo que debería, más allá de lo que sus circunstancias le permitían. Porque no la veía como una simple cortesana, sino como una amiga, una pareja, una madre, una actriz, una mujer talentosa y, sobre todo, como un alma compleja, que merecía todo el respeto y cariño que le podría entregar.

Por este mismo motivo, no entendía las acciones de hombres como Albert Durand. Mucho menos, las de August Tubbs. Un sujeto adinerado, poderoso, que había estado cortejando a su esposa por Dios sabría cuánto tiempo, sin importarse por sus deberes y obligaciones a con ella. ¿Cuál sería su motivo para mantener una relación tan duradera? Si tan solo quisiera sexo, se hubiera marchado como una lagartija al haber sido sorprendido en el acto a tantos años atrás, y lo haría sin siquiera despedirse. Pero no, él no se había ido. Por lo contrario, había comprado una casa al final de la calle, con el pretexto de continuar viéndola cuando sus agendas se lo permitieran. ¿Acaso nunca había pensado en la posibilidad de que sus encuentros podrían terminar así? ¿Con un embarazo indeseado? ¿Para qué gastar tanto tiempo en un vínculo que estaba dispuesto a deshacer con tanta rapidez? ¿Por qué no se distanció de ella así que consiguió el gozo que tanto quería?

Aquellas serían preguntas que tal vez nunca sería capaz de responder. Tal vez era mejor que jamás lo hiciera. Pero si algo sabía con total certeza, viendo de lejos la tranquila silueta de Caroline con una mirada encariñada, es que su amor paterno no era finito. Si era capaz de querer a esa chica tanto como a cualquiera de sus hijos biológicos, sería perfectamente capaz de integrar al nuevo bebé a su familia. No sería tan distante, cruel y violento como su propio progenitor. Sabía muy bien, por sus terribles experiencias con el mismo, que ningún espíritu —por más pequeño o grande que fuera— merecía sufrir por la mala disposición de los que los trajeron al mundo. Ni tampoco por las actitudes imbéciles de aquellos que lo concibieron.

—Pareces estar pensando mucho hoy —La actriz observó en voz baja, acercándosele—. ¿Estás bien?

—Sí... es que algunas cosas pasaron... —Se calló por un instante y siguió mirando a su protegida, dejando sus ideas divagar—. Ella está tan grande.

—E inteligente —Jane añadió con orgullo, apoyando su cabeza en el hombro de su amado, permitiendo que él la abrazara—. Estoy tan feliz de tenerla cerca de nuevo. No sabes cuánto.

—Jamás se debieron haber separado —Él besó su frente, antes de estirar una mano adelante, hacia la manija—. No dejaré que eso pase de nuevo —cerró la puerta.

—¿Vamos adentro?

Theodore la miró a los ojos, asintió y la jaló con delicadeza a sus aposentos. Al llegar le pasaron llave al cerrojo —como de costumbre—, juntaron las cortinas de las ventanas y apagaron casi todas las luces, a excepción de una solitaria vela en la mesa de noche.

Mientras se quitaban las ropas, Jane percibió que la atención del periodista no estaba concentrada por completo allí. Cada paso que tomaba era más lento de lo usual. Su semblante angustiado no coincidía con el deseo en sus ojos. Y su inquietud más parecía ser causada por su ansiedad que por su pasión.

Al verlo abrir su camisa con notable desánimo, decidió que había tenido suficiente y chasqueó sus dedos frente a su rostro, trayéndolo de vuelta a la realidad. Él, por su parte, abandonó sus contemplaciones con un salto asustado, temeroso de haberla enojado con su actitud abstraída.

—Perdón... ¿dijiste algo?

—¿Estás bien? —Ella tomó sus palmas y las besó—. No tenemos que hacer nada si no te sientes bien.

—No... estoy perfectamente... —Respiró hondo y sacudió su cabeza—. Después de nuestro encuentro de la mañana, sería una desdicha si no te diera el mismo placer que me diste...

—Esto no es una competición; nadie está anotando los puntos —lo interrumpió, con amabilidad—. Y créeme cuando te digo que disfruté bastante nuestra mañana. Además, yo solo me sentiría mal si te acostaras conmigo ahora teniendo la mente en otro lado —Lo llevó hacia la cama, donde los dos se sentaron—. Dime, ¿qué pasó? —A su frente Theodore abrió la boca, pero no produjo sonido alguno. Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas, pero ninguna se derramó sobre sus mejillas—. Amor... —Ella acarició su rostro, anclándolo al presente—. No necesitas reprimir tus emociones frente a mí.

—Lo sé —Él respiró, entregándose a su toque—. Y no lo hago, genuinamente no. Pero es que... no sé cómo debería sentirme ahora —confesó con voz trémula—. Porque Helen me entregó una noticia hoy que me desorientó... y me hirió bastante.

—¿Tu familia está bien?

—Sí... —afirmó con fuerza, al notar su preocupación—. No es nada grave... al menos nada tan grave que yo no pueda hacerme cargo.

—Me estás confundiendo.

—Ella...  Helen... está embarazada —De inmediato, sintió como la postura de Jane se endurecía—. Pero... —El aliento de la dama se cortó—. No de mí.

La actriz se demoró unos segundos en comprender la complejidad de sus declaraciones. Frunció su ceño, bajó su mano y miró a la habitación a su alrededor, como si estuviera haciendo un mapa mental de todo el escándalo.

—¿Quién? —alcanzó a balbucear, antes que su boca se desplomara y sus ojos se abrieran, imitando a los de un búho asustado—. El p-padre... es...

—August Tubbs —dijeron al mismo tiempo, en tonos completamente distintos.

—¡Por eso ella no quería que él se marchara de la ciudad! ¡Por eso intentó comprometer a su hijo con Eleonor!

—Así es... tenías razón cuando desconfiabas de sus intenciones.

—Dios... —Lo volvió a mirar, pasmada—. ¡Theodore, no puedo ni pensar en cómo descubrir esto te debe haber lastimado!

—No te voy a mentir, dolió. Mucho —Tragó en seco—. Pero no logro sentir desprecio por Helen, no sabiendo a lo que se enfrentaría si esta verdad se hiciera pública.

—Sería condenada al ostracismo.

—Exacto. Y por más que resienta todo lo que me ha hecho... y que no pueda ignorar lo que casi le hace a nuestra hija... —mencionó al fiasco de John Tubbs—. Sigue siendo mi esposa. Me casé con ella porque la amaba. Nuestro tipo de relación puede haber cambiado desde entonces, pero mi afecto hacia ella no lo ha hecho. Sigue siendo una de mis más grandes amigas —Al recordar el rol de la mujer sentándose a su frente, él hizo una mueca de desagrado—. Bah. Perdóname, sé que no debería estar hablando sobre ella de tal manera a tu frente...

—Theo, puedes decirme lo que quieras, cuando quieras —lo tranquilizó otra vez, sin hesitar—. Tal vez no logre controlar mis reacciones a lo que me dices, porque no soy de piedra y claro que siento celos del cariño que le tienes... Pero entiendo que ella es tu esposa. Nunca dudaré sobre su importancia en tu vida. Nunca le faltaré el respeto. Y, si te soy sincera, admiro tu devoción hacia ella.

Él se rio.

—No creo que le sea devoto, no desde que la encontré en mi cama junto a mi mejor amigo.

—No hablo sobre fidelidad —ella se corrigió—. Hablo sobre tu capacidad de permanecer a su lado, aun cuando todo lo que quieres hacer es correr, bien, bien lejos de ahí... —La expresión burlona del periodista se disolvió—. Hablo de cómo valoras la importancia de ese anillo... — Jane miró a su alianza—. Y no lo consideras apenas un adorno.

—Cualquier hombre decente haría eso.

—La decencia es rara estos días —Le puso un fin a sus débiles contraargumentos con una verdad que él no podía negar.

—No soy un hombre noble. Tengo mis fallas.

—No digo que no las tengas —Se le acercó aún más, inclinando su tez hacia adelante, apoyándose en la de él—. ¿Por qué tienes tanta dificultad en aceptar un cumplido? —Sonrió por un instante, hasta verlo lagrimear.

—Supongo que no estoy acostumbrado a ellos —Se intentó apartar, pero ella lo jaló hacia sí, abrazándolo como si estuviera sosteniendo al mundo entre sus manos.

—Amor... —Ella besó el costado de su cabeza, enterrando sus dedos en su cabello.

—Lo siento...

—No te disculpes —murmuró, dejándolo descargar sus penas sin demandar explicaciones, sin presionarlo a hablar—. Ven... —De a poco, lo movió hacia abajo, acostándolo sobre el colchón.

Permitió que Theodore se acurrucara en su pecho y escuchara los latidos de su corazón hasta que se quedara dormido, encontrando el descanso que necesitaba entre sus brazos.


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Cuando él se despertó, horas después, el sol ya estaba naciendo. Sabía que debía marcharse, pero su espíritu le demandaba que se quedara. Podría inventar una mentira que excusara su ausencia más tarde. Por el momento, no sentía gana alguna de intercambiar su cálida almohada por una calle gélida, por más que su ausencia en el desayuno le resultara sospechosa a su familia.

—Tienes que irte —ella murmuró, aún con los párpados cerrados, pero sabiendo muy bien que él la estaba observando.

—Solo hay un problema... no quiero —Removió unos mechones de su rostro, deseando verla mejor.

—Sabes que no es prudente...

—No me importa —La besó, haciendo que sus ojos castaños se abrieran y se clavaran en su rostro—. Y en el fondo, sé que a ti tampoco.

—No me tientes, Theo... sabes que si de mí dependiera jamás saldrías de esta casa.

—Posesiva, ella —Se rio, antes de acomodarse a su lado, descansando su cerviz—. Gracias... por todo.

La actriz se giró hacia él, retribuyendo su beso con uno mucho más largo.

—Siempre que me necesites, estaré aquí —Le guiñó un ojo, antes de sonreír, rodear cadera con sus piernas y atraparlo bajo su cuerpo.

Se siguieron besando por un tiempo, pero el afecto continuó siendo más íntimo que sexual. Después de la noche que tuvieron, tenían consciencia de que su deseo tendría que esperar. Ninguno estaba en un estado emocional estable lo suficiente como para interactuar de esa manera, al menos no en el presente.

—Te quiero mucho aquí, conmigo... —Ella se separó, observándolo con un semblante agridulce, casi decepcionado—. Pero de veras te tienes que ir.

—Jane...

—Hablo en serio —Se levantó, contra su propia voluntad—. Caroline no te puede ver por aquí, tus vecinos no te pueden ver por aquí, tus hijos se preguntarán dónde estás... y Helen te necesita a su lado. Ahora más que nunca.

—Lo sé —Suspiró, igual de frustrado. Se quedó callado por un momento, antes de continuar:— Debería haberle hecho caso a mi madre.

La actriz, quien ya se había empezado a vestir, se volteó hacia él, confundida.

—¿Qué?

—Ella alcanzó a conocer a Helen, antes de que se muriera —Theodore se sentó sobre la cama y comenzó a abotonar su camisa—. Me preguntó, varias veces, si es que estaba seguro de que la amaba... si era ella de verdad la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida. Y aunque en ese momento mis sentimientos eran genuinos, y en cierta medida aún lo son, a veces me pregunto si es que ella no estaba teniendo alguna premonición —Se estiró adelante y recogió sus zapatos—. Si es que ella presentía que Helen no era la indicada.

—Supongo que nunca lo sabremos —El tono entristecido de Janeth resonó con los propios sentimientos del periodista, quien al terminar de ponerse los zapatos se le acercó con pasos lentos y le robó un último beso, antes de agarrar su abrigo, vestirse y prepararse para su inevitable despedida.

—De todas maneras... —Susurró en su oído—. Después de Helen, tú siempre serás mi esposa.

Ella sonrió entre sus lágrimas, lisonjeada por su confesión. Lo abrazó, le dijo adiós en una voz baja y quebradiza, y enseguida sintió como el olor amaderado de su amado la dejaba, a solas en la soledad de una habitación desarreglada, fría por su ausencia.

Sin importar cuantas veces ya hubiera experimentado aquella separación, jamás se acostumbraría a ella. Ni al dolor sobrehumano que la atacaba, todas las veces que lo veía irse.


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