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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟻𝟻

Hurepoix, 22 de julio de 1892

Aquella discusión no había sido la última entre Theodore y Jane, pero si la más intensa de todas. Después de ella, cualquier ofensa y maldición les resultó débil y superficial. Tal vez porque el tamaño de su rabia y su negación sobre lo que había ocurrido venía disminuyendo, día tras día. Tal vez, porque ahora ambos comprendían que el dolor que sentían era similar, pese a no ser idéntico. Pero lo importante es que, con el paso del tiempo, su furia disminuyó y su tristeza aumentó. Su agresividad verbal se convirtió en un silencio tenso, sus gritos en suspiros cansados, su humor volátil, en una actitud fría, marchita.

Pronto, cada uno se volvió el reflejo del otro. Seres corrompidos por la melancolía, falta de fe, de ánimo, de gusto por la existencia misma. Al final, ¿cómo se puede mantener la cabeza en alto y ser feliz luego de perder la parte más valiosa de sí mismo? ¿de ver morir a la persona que uno más quería proteger y al amor más intenso que sentía? ¿cómo comprender la muerte de un hijo?

La respuesta a estas preguntas es extremadamente dolorosa y difícil de aceptar; tal tragedia es insuperable e inolvidable. La agonía de la pérdida puede desaparecer de tiempo en tiempo, sin embargo, tal como las olas del mar que siempre vuelven a la costa, esta siempre regresa. Su existencia es oscilante, pero permanente.

Theodore había aprendido esto gracias a Lucien. Después del luto, la vida se pasa entre intervalos; momentos en los que uno se olvida de sufrir y momentos en que uno se resigna a ello.

En el presente, Jane se hundía en un estanque negro, lúgubre, de dolor y de añoranza, sin saber cómo escapar, o si sobrevivir siquiera era una opción. Pero él, habiendo estado allí antes, sabía que ella lograría dejar este espantoso escenario atrás, eventualmente. ¿Cuántos meses o años le tomaría levantarse y limpiarse de aquellas turbias aguas? Solo Dios sabría decirlo. Pero él estaría ahí, junto a ella, sentado en la lodosa orilla. Se llenaría de musgo y de insectos, se mezclaría con el paisaje en un descanso eterno, si necesario. Pero no la dejaría sola en su agonía. Esto era lo más importante, no la dejaría sola. ¿Era ternura lo que necesitaba para seguir a flote? ¿caricias? ¿palabras dulces? ¿compañía silenciosa? no importaba. Él la consentiría. Le daría todo su apoyo, toda su alma, para no ver a su cabeza desaparecer bajo las olas, los nenúfares, helechos y juncos.

—Hazme olvidar —ella le rogó, mientras veían caer la nieve desde la ventana de la cabaña, abrazados—. Aunque solo sea por algunos minutos... hazme olvidar que todo esto está pasando.

—No sé si será una buena idea.

Jane se volteó y sin hacerle caso, lo jaló del cuello hacia abajo, callándolo con un beso desesperado.

—Nuestra relación no nació de una buena idea —respondió en voz baja y antes que él pudiera contradecirla, le dio un mordisco al cuello. Sabía lo que estaba haciendo. Sabía que lo estaba provocando. Pero no se importaba. Ya nada le importaba—. Nuestro amor nunca fue una buena idea. Eso no significa que no la hayamos disfrutado. Que no nos trajo felicidad.

Luchando contra su cuerpo y toda la excitación que cada murmullo nuevo le causaba, él la apartó de sí mismo.

—¿Estás segura de esto? No estás en un buen momento...

—Mi vida es trágica, siempre lo ha sido —ella sacudió la cabeza—. Si me privara de placer cada vez que me siento miserable, viviría en una melancolía constante.

—Cariño...

—Por favor —la mujer insistió, mirándolo a los ojos—. Hazme olvidar de todo. Hazme el amor hasta que mis pensamientos ya no existan. Hasta que mis pulmones pierdan todo su aire. Solo hazlo. Te lo pido de rodillas si es que lo quieres. Jódeme.

Theodore contempló la cruda petición de su amante con cuidado, temiendo infeccionar la herida abierta que era la pérdida de su hija y ampliar el hueco que su ausencia había dejado en su propio pecho. Porque una mala decisión sería dolorosa para ambos. Un desliz podría arruinar lo único agradable que aún les restaba, su unión. Pero al final, él cedió. Porque Jane tenía razón, si se privara de placer, su vida desabrida se volvería agría e insoportable.

Tragando sus miedos como si fueran un remedio amargo, hizo una mueca inconforme y se le aproximó, decidido a ponerle su boca en buen uso. La besó de vuelta con cierta rigidez, hasta comprobar que ella realmente lo deseaba y necesitaba en aquel momento y que no estaba hablando apenas por hablar. No quería ponerla en una situación incómoda, ni llevarla a hacer algo de lo que se arrepintiera después.

—Si en cualquier momento cambias de idea... —el periodista le dijo, jadeante, mientras se movían a la habitación—. Házmelo saber.

La dama no le respondió. Lo jaló por la camisa y volvió a unir sus labios, cerrando los ojos y apagando la luz de su consciencia. No quería pensar en nada más que él, no quería sentir nada más que placer.

Su lengua se deslizó entre sus dientes como si ya no conociera todo el territorio que tocaba. Quería explorar todo de nuevo, aprenderse la textura de su boca de memoria. Las puntas de sus dedos se apuraron en desabotonar la camisa del periodista, con una imprecisión y brusquedad opuesta a la de él.

Theodore retiró la ropa de su amante con tranquilidad y lentitud; ella estuvo a meros segundos de rasgar la tela de sus pantalones, de tan impaciente. Aquello lo preocupó, pero no lo hizo detener su ritmo. Al ver su cuello descubierto, arrastró su nariz desde su base hasta la mandíbula, donde plantó un beso suave antes de morder su blanquecina piel. Al mismo tiempo, una mano delgada descendió hasta el borde de sus pantalones. Era Jane, queriendo saltarse todas las formalidades y cortesías previas al sexo y comenzarlo de una vez. Cuando la sintió tocar su miembro, soltó un exhalo agudo, casi virginal. Se rio por un instante, pero ella no se incomodó. Hacía bastante tiempo que los dos no compartían semejante intimidad, era de esperarse que sus reacciones fueran exageradas.

—Te quiero arruinar, señor Gauvain —su afirmación más pareció un gruñido—. Y cuando termine te dejaré implorando por más.

Jane entonces lo soltó y lo empujó hacia la cama, haciéndolo caerse sobre su espalda, sin camisa, con los pantalones resbalándose sobre sus muslos, el cabello sacudido, la piel ruborizada y el bigote mojado. La noche mal había empezado y él ya había perdido todo su decoro, y su amante, toda su vergüenza.

Al ver su mirada firme, autoritaria, Theodore supo que estaba perdido. Si lo que ella quería era robarle toda su sanidad, arrebatarle su autocontrol, sujetar su libertad por una correa, él no se lo negaría. Si aquello era lo que necesitaba para sanar, o al menos olvidar su dolor por un instante, estaba a su merced. Se entregaba de pie, de rodillas, acostado, como quisiera.

—¿No que querías que yo te jodiera? —él bromeó, corto de aliento y la vio levantar una ceja.

—Tenemos tiempo para hacer los dos, ¿no?

El periodista no le contestó. Amplió su sonrisa —que no llegaba a ser del todo genuina—, le hizo un gesto para que ella se subiera al colchón y se acomodó sobre las almohadas. Pero, antes de acercarse, Jane recogió su corbata del suelo, con una expresión maldadosa.

De todos los escenarios que Theodore imaginó, que ella la usara para atar sus muñecas sobre su cabeza fue el más inesperado y excitante. Es cierto, ya la había visto ser mandona, posesiva y dominante antes, pero de esta vez, algo diferente había en su comportamiento y su actitud, que la convertía en una amenaza aún mayor para su compostura.

¿Sería la falta de piedad en su mirada? ¿Su deseo de ver el mundo arder? Él no lo sabía con certeza, pero no se sentía intimidado por ello. La llama de la destrucción siempre lo había atraído y en el momento, quería ofrecer su cuerpo desnudo al fulgor del fuego y quemar, hasta que aquella cama se convirtiera en su propia pira funeraria y sus huesos en ceniza. Sabía que vivir bajo sus manos en las próximas horas sería un castigo. Pero el beso de la lujuria era irresistible y soportaría cualquier tortura para saborearlo.


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Theodore agradeció a todos los ángeles, divinos y caídos, que aquella cabaña hubiera sido construida en el medio de la nada, porque ni los zorros del bosque vecino lograban emitir sonidos tan impúdicos y obscenos. Joder, ni él sabía que era capaz de gemir y gritar tanto.

—V-Voy a tener un ataque c-cardíaco.

—¿Qué? —ante su desespero, Jane se apartó de su entrepierna y levantó la cabeza para mirarlo—. ¿Qué dijiste?

—N-Nada.

—¿Seguro?

Él respiró hondo. La frustración lo había sobrecalentado y el sudor que corría por su tez lo comprobaba. Sus ojos, irritados y húmedos, apenas eran capaces de concentrarse en la silueta difusa a su frente. Su corazón disparado y sus músculos rígidos, contraídos, tan solo empeoraban su enfermizo estado. Su agonía era profunda, pero la adoraba. Sabía que no duraría mucho más, pero luchaba por alargarla.

—¿Me puedes desatar?

Jane, meditabunda, lo miró de arriba abajo.

—¿Te vas a comportar?

—Siempre me comporto.

—Eso es una mentira —uno de los rincones de su boca se curvó—. Te desataré si prometes que no te tocarás. Yo me encargo de todo.

—Por favor...

—¿Me harás caso?

Desesperado, él asintió. Ella se rio, deshizo el nudo que sostenía sus muñecas unidas y lo dejó bajar los brazos.

—¡Mierda! —el periodista reclamó, acalambrado.

—¿Ya está sin energía, señor Gauvain?

—No, solo... d-dolorido.

—Eso se puede remediar.

Jane volvió a deslizarse sobre su cuerpo. Besó sus extremidades, desde sus hombros hasta la punta de sus dedos, masajeando sus muslos con sus manos y con su lengua. Un premio, por haber seguido bien sus órdenes durante la última hora.

Cuando terminó de trazar líneas por su piel, de cubrirla de saliva y de mordiscos, la respiración de su amante ya había retomado cierta normalidad. Ella sabía que él necesitaba aquel descanso o de verdad corría el riesgo de infartar. Y por más que le encantara provocarlo, no quería realmente hacerle mal. Lo amaba demasiado para ponerlo en peligro.

—¿Mejor?

—Sí —suspiró—. ¿Cuánto tiempo tienes pensado torturarme?

—El apuro es la principal razón de la decepción.

—Poético, pero...

—El que espera es siempre bien recompensado —sus dedos traviesos volvieron a bajar más allá de la ingle de Theodore, estremeciéndolo.

—No creo que p-pueda seguir esperando.

La mirada de Jane invadió sus ojos y se acomodó en las tinieblas de su pupila.

—Vas a esperar.

Y ¿quién era él para contradecir su decisión?


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Quince minutos se pasaron como si fueran quince horas. Cuando su orgasmo al fin lo golpeó, luego de tanta anticipación y tormento, él no se pudo contener un segundo más; rompió la regla de su amante. Levantó sus manos temblorosas de la sábana y buscó su cuerpo, decidido a tomar venganza.

Ella ya se había divertido. Ahora era su tiempo de invertir el juego y hacer lo que se le diera la gana.

—Vas a pagar —usó la poca energía que le restaba para empujarla a un lado y voltear sus posiciones.

—¿No deberíamos limpiar este desastre primero?

—No antes de que termine.

—Vaya, señor Gauvain. ¿Acabas de venirte y ya quieres continuar? ¿Ni quieres tomar un descanso primero?

—Si tomo un descanso, me quedaré dormido. Y no voy a dormir mientras tú no estés satisfecha.

—Pero ya lo estoy...

Fue el turno del periodista de callarla con un beso.

—Salva esa afirmación para cuando yo termine contigo.

Es innecesario decir que ninguno de los dos durmió aquella noche.



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Sexo para reprimir el trauma, pero que buena estrategia de afrontamiento, ¿no? *sarcasmo*

En fin, tomen, les dejo un regalito:


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