𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟾
Merchant, 26 de junio de 1892
En los meses siguientes a la conversación, la salud mental de su ahijada mejoró. Había vuelto a salir de su casa, a ir al colegio, a abrazar a Theodore, e incluso a sonreír.
Pero la física, comenzó a decaer. El estrés y el dolor de lo que le había ocurrido, sumado al enfriamiento del clima la llevó a tener resfriados con más frecuencia, así como fiebres y calofríos repentinos. Sus niveles de energía también disminuyeron. Volver a casa de sus estudios la dejaba exhausta y apenas tocaba su cama se desmayaba por el sueño.
Tanto su madre como su padrino estaban preocupados. Ningún médico contratado por Theodore lograba determinar la causa de su desanimo, pero la gran mayoría asumía que se debía a algún tipo de "histeria". Apenas un doctor —el mismo que le había recetado su nueva medicación para la rodilla— les dio una respuesta diferente: Neurastenia, o "fatiga de los nervios".
No había mucho que se pudiera hacer al respecto. Tratar los músculos cansados con toallas mojadas con agua caliente y tomar ciertas pastillas para el dolor reumático, nada más que eso.
La fragilidad de Caroline hizo al periodista sentirse aún más agotado de lo que ya estaba. Intentaba disimular su preocupación frente al resto de su familia, pero su rostro mal humorado y mirada lejana lo delataba. No estaba viviendo un buen momento de su vida.
No ayudaba el hecho de que Charles aún estaba intentando conversar con él sobre su matrimonio con Eleonor —el que debía ocurrir pronto, si él realmente era un hombre de su palabra—. Su hija mayor había cumplido los veinte años de edad. Su novio, al que todavía amaba y miraba como si hubiera colgado la luna en el cielo, veinticuatro. Ambos ya eran adultos, querían formar una familia y tener su propia casa. El único obstáculo que tenían a su frente era el señor Gauvain. Podría ser egoísta de su parte, pero no quería ver partir a su querida Lenny. No quería que tuviera otro hombre en su vida y que él fuera apenas un visitante de fin de semana. Temía perder a su cariño, y se negaba en aceptar que ella ya había crecido.
La tensión entre Theodore y la pareja creció hasta el punto de estallar. Los tres discutieron y Eleonor le reveló que se iría de casa en una semana. Helen, apoyando a su hija, afirmó que ya sabía de sus planes y que incluso los había ayudado a buscar por una nueva residencia mientras él trabajaba.
Furioso, decepcionado, completamente fuera de sí, el periodista recogió uno de sus maletines de viaje, lo llenó de ropa, sacó efectivo de su cofre en el subsuelo y desapareció de la noche a la mañana. Se había ido a la residencia Durand, sabiendo que Jane se había tomado una semana de vacaciones del teatro para cuidar de su hija.
Cuando llegó, la actriz no entendió el porqué de su repentina visita. Él tampoco le dio una explicación muy elaborada sobre porque había abandonado su hogar, así que prefirió dejarlo en paz. Desayunaron juntos, conversaron sobre otros asuntos mientras comían e intentaron ignorar el gran elefante en la habitación: ¿qué hacía Theodore ahí?
—Tengo que ir de compras... —ella de pronto recordó, mientras terminaban de limpiar los platos—. ¿Podrías mantener un ojo en Caroline hasta que yo vuelva?
La pregunta de su amante lo animó. Ver que ella aún confiaba en él y que sabía que no le haría daño alguno a su hija fue reconfortante.
—De hecho, mamá... —la chica, sentada en un taburete en el otro lado de la cocina, bebió un poco de su jugo después de hablar—. ¿Podría ir con Teddy al lago? Creo que necesito tomar un poco de aire.
—Hace mucho frío afuera, cariño.
—Lo sé —la joven concordó—. Pero la ventisca al fin se detuvo... y yo quiero salir de casa un poco, a ver la nieve.
Ambos adultos se miraron. Si bien ella se encontraba débil, aquel día su cuadro no era tan severo como los anteriores. No se encontraba resfriada o con alguna infección, por lo que no había peligro alguno en realizar un paseo corto. De hecho, algunos de sus médicos habían dicho que salir a caminar podría mejorar su salud, así que hacerlo era incentivado por dichos profesionales.
—De acuerdo... puedes ir. Si Theodore está dispuesto a llevarte...
—¡Sí!... —él concordó con entusiasmo—. También necesito aire fresco.
Y con estas cortas palabras, sus planes para las próximas dos horas estaban decididos. Janeth salió al mercado, mientras el periodista y su ahijada fueron al lago, a dar unas vueltas por sus orillas. Por el extremo frío afuera, poquísima gente se atrevía a caminar por aquellos blancos márgenes. Tal vez más tarde, si la temperatura aumentaba un poco, algunos Merchanters aparecerían con sus patines y trineos para jugar sobre el campo de hielo a su frente. Pero por ahora, ellos estaban solos.
Theodore, vestido con el abrigo de piel que se había comprado el invierno anterior, parecía un oso pardo desde la distancia. Caroline se rio al mencionar este hecho y logró sacarle una sonrisa a su preocupado y ansioso rostro.
—¿No le asusta, que algún familiar o amigo lo reconozca junto a mí? —ella de pronto preguntó, luego de que ambos se detuvieran para admirar el paisaje.
—No. Y lo digo con franqueza; si para algo soy bueno, es para excusar mi comportamiento. Ya que nadie sabe mucho sobre mi vida particular, nadie puede negar mis excusas. Podrías ser una prima lejana, o una sobrina de la que nunca he hablado antes. Sin pruebas de lo contrario, nadie tiene cómo acusarme de nada —Se encogió de hombros—. Además... —la miró y extendió su sonrisa—. El riesgo vale la pena. Por ti, lo vale. Hace bastante tiempo que no nos reímos juntos y tenemos un paseo. Los extraño.
—Yo también —la chica confesó y los dos volvieron a admirar el lago, por algunos minutos en absoluta quietud. Hasta que de pronto, ella volvió a hablar: —Yo... nunca le agradecí. Por haberme salvado aquel día.
El buen humor de Theodore rápidamente se volvió agrio.
—No necesitas hacerlo.
—Debo —lo cortó—. He pensado mucho sobre lo que ocurrió. No es como si pudiera dejar de hacerlo tampoco, es como una pesadilla recurrente. Las memorias aparecen, me atormentan, se van y prometen regresar mañana. Y el día después, y después, y después... —suspiró—. Lo único que me reconforta un poco es saber que ese monstruo está muerto. Y que usted me salvó antes de que me pudiera hacer algo peor.
La cabeza del periodista se volteó con tanta rapidez hacia su ahijada, que llegó a marearse.
—¿Tu madre te contó? Que él...
—¿Murió?
—Sí.
—No, ella no me dijo nada. Yo me enteré sola.
—¿Cómo?
—Lo vi en un diario que mi profesor estaba leyendo, durante el recreo, hace ya un tiempo atrás —su falta de empatía o emoción llegó a asustar a su acompañante—. Fue un alivio. No sé si eso me convertirá en una mala persona, pero lo fue...
—No —Theodore respondió de inmediato—. Lo que él te hizo... no tiene perdón. No tiene explicación. No fue tu culpa, no fue justificado, y no tienes porqué sentir pena, o compasión por el fin que él tuvo —hizo una pausa, repensó sus palabras y añadió:— O bueno, puedes sentirte cómo quieres. Solo... no te culpes por ello. Todas tus emociones y sensaciones son válidas.
Caroline asintió, meditabunda.
—Pues... me siento triste. Traicionada —pestañeó para limpiar su vista, pero no lloró—. Y a la vez... contenta de que ya no podrá tocarme, ni hablarme, nunca más.
Que ella tuviera la fuerza necesaria para mantener la espalda recta y las emociones bajo control, no significó que el señor Gauvain fuera capaz de hacer lo mismo. Él no pudo detener sus lágrimas cuando llegaron, o el vencer al remordimiento que a meses lo azotaba, sin descanso o piedad.
—Él nunca debió hacerlo... —frotó sus ojos con la palma de su mano—. Nunca debió herirte. Y lo siento... por no poder encontrarte antes... por no poder protegerte.
—¿Qué?
—Llegué tarde. Le dije a tu madre que iría a visitarlas a las seis cuarenta, pero me demoré en el trabajo y tan solo aparecí en su casa a las siete y quince. Podría haber evitado todo esto. Podría haber hecho más. Si hubiera estado allí, si hubiera cumplido con mi palabra, tú no tendrías que estar sufriendo tanto...
—Teddy —Caroline al fin percibió su fragilidad, la que él había ocultado a la perfección por meses—. Me salvaste... no entiendo a qué te refieres...
—No. No pude hacerlo —escondió su rostro entre sus dedos y luego de un breve instante de silencio, comenzó a sollozar—. Te fallé... ¡Te fallé!
—¡No! —al oír sus lamentos, la chica lo jaló a un abrazo—. ¡¿Cómo puedes decir eso?!...
—Lo s-siento, Carol... No sabes c-cuánto lo siento..
Copos se nieve volvieron a caer a su alrededor, pero la calidez entre ellos los mantuvo bien protegidos del frío. La quietud de la tormenta que estaba a punto de desatarse era intimidante, pero el llanto sincero y lo susurros cariñosos eran familiares, reconfortantes. Estaban a solas, siendo vulnerables uno con el otro, pero no se sentían indefensos, ni amenazados. Podían dejar las pretensiones a un lado. Allí, en la privacidad otorgada por la hostilidad de la naturaleza, podían comportarse como la familia que eran.
—No eres responsable por lo que Albert me hizo. Yo no te culpo por nada y tampoco deberías hacerlo tú —ella se apartó de su pecho, pero mantuvo las manos apoyadas sobre sus brazos.
La informalidad de sus palabras lo asustó menos que el contenido de ellas. Caroline usualmente solo lo "tuteaba" cuando estaba enojada con él, pero de esta vez, lo contrario era cierto. Y este hecho, por una multitud de razones distintas, recalentó su corazón y le brindó un alivio que no podía explicarse con palabras.
—¿No me culpas?
—¡No! ¡Claro que no! —la chica insistió—. ¡Tú no eres el culpable!
Theodore levantó la cabeza. Respiró hondo. Más lágrimas cayeron por sus mejillas, pero ningún gemido dolorido volvió a salir de sus labios. Si su ahijada estaba siendo honesta o no, él no tenía cómo saber. Pero elegiría creer en ella de todas formas. Por su propia serenidad y paz de espíritu, lo haría.
—Gracias... por decir eso —él murmuró, emocionado—. Y gracias al buen Dios que tengas la misma personalidad de tu madre —sorbió la nariz—. Quisiera tener tu misma resiliencia. Eres tan joven... y tan fuerte.
—No soy fuerte.
—Lo eres. ¿Para poder hablar sobre todo esto sin huir? ¿Sin empujarme a un lado e ignorar lo que pasó?... Eres muy fuerte. Tienes agallas. Tienes valor.
—Bueno, lo aprendí de ustedes —ella sonrió, entristecida—. Y Teddy...
—¿Hm?
—Me quiero disculpar.
—¿Qué?...
—Por la manera en la que les hablé, a ti y a mamá, cuando ustedes me contaron sobre cómo decidieron estar juntos.
—No tienes que disculparte...
—Sí, sí tengo —lo cortó—. Yo quería depositar la rabia que sentía sobre toda la situación con mi padre en los dos. Quería deshacerme de mi melancolía siendo irónica, sarcástica, cruel...completamente insensible y rígida con mis creencias...
—No aceptaré tus disculpas —él sacudió la cabeza—. Habías acabado de pasar por una experiencia horrible. Tu mente no estaba en el debido lugar. Tu corazón estaba herido. Cualquier ofensa que nos dijiste, cualquier dolor que nos causaste... la perdonamos ese mismo día. No tienes que disculparte. Créeme cuando te digo, tu madre y yo somos expertos en actuar con la cabeza caliente y los sentimientos hirviendo. Ya nos hemos dicho cosas horribles uno al otro, ya nos hemos herido de manera espantosa, pero sabemos que cualquier ataque no de ese tipo es momentáneo. No tiene real significado.
Caroline suspiró, aliviada.
—Qué bueno que lo entiendas.
—Como ya te lo dije... pasé por situaciones muy similares a la tuya. Claro que no fingiré ser sabio; jamás entenderé cuán grave las trasgresiones de tu padre fueron. Y si quieres, no necesitas hablar sobre ello nunca más. Pero algo te pido, te ruego, que no te culpes por reaccionar mal a un evento tan pavoroso como ese. Aún más siendo tan joven como eres. Es inevitable estar malhumorado después de semejante tragedia —Theodore habló con seriedad, mirándola a los ojos—. Y otra cosa... tus pesadillas pasarán. Sé que parecen eternas. Sé que la melancolía a veces te hace trizas por dentro. Pero esas tristes memorias se desvanecerán con el tiempo... No se irán por completo; siempre estarán ahí, en un rincón lejano de tu consciencia, esperando el momento más inoportuno para reaparecer... pero cuando lo hagan, ya no te asustarán tanto. No como lo hicieron la primera vez —desenganchó una de sus manos de su abrigo y la sujetó entre las suyas—. Ya no estarás sola cuando eso pase. Porque tienes el apoyo de tu madre y el mío. Siempre que nos necesites, estaremos aquí. Te lo prometo.
Caroline, abrumada por su discurso, no logró responderle nada. Simplemente asintió, le dio una sonrisa agradecida y volvió a apartar la mirada, de esta vez, hacia las montañas de nieve que cubrían el camino por dónde regresar a casa.
—La ventisca está empeorando —ella observó—. Creo que deberíamos seguir andando, o seremos enterrados aquí. Y no sé qué piensa usted, pero no yo quiero morir congelada.
El periodista se rio, pero concordó con su sugerencia. Ambos regresaron al sendero que cruzaba el terreno alrededor del lago y volvieron a deambular por él, tomados del brazo.
Con el fin de esta conversación, no volvieron a mencionar a Albert.
Entre los árboles secos y arbustos muertos, pintados de blanco y endurecidos por la escarcha, apenas los pinos, abedules, sauces y cedros seguían vivos. Cubiertos por una cencellada dura, de apariencia intimidante, pero vivos. La espesa niebla que había alrededor apenas empeoraba este paisaje boreal, haciendo imposible saber dónde terminaba la naturaleza y comenzaba la ciudad.
Para algunos, este tipo de clima era detestable y hostil. Theodore entendía el porqué; el invierno no perdona a los desprovistos y la desdeñosa sociedad apenas empeora su sufrimiento. Ser pobre es un castigo por sí solo, pero en días así, la condena era doble. Él había experimentado la falta de comida y de calor en su niñez, sabía de lo que hablaba. Se compadecía de los ciudadanos que rondaban las calles en estas épocas del año, mendigando por un pedazo de pan al que devorar, un trozo de carbón al que arder, o un simple refugio para pasar la noche.
Sin embargo, al mismo tiempo que entendía todas las complejidades que el frío involucraba, sería un mentiroso al afirmar que no le agradaba.
Todo era blanco en sus cercanías. El habitual coro de voces chillonas, de murmullos prejuiciosos, que siempre existían durante la primavera y el verano, ya no existía. Todos los arácnidos e insectos que detestaba con todo su corazón habían migrado al norte, o sido ejecutados por el aire gélido. El olor a leña quemada era placentero, a diferencia del olor a sudor y mugre de las otras estaciones. Por estas y muchas otras razones, Theodore amaba el invierno. Y Caroline, pese a su salud débil y constantes resfríos, también lo hacía.
No fue sorprendente, por lo tanto, que en determinado momento de su paseo ambos comenzaran a lanzarse bolas de nieve entre los troncos congelados.
Sí, él era un hombre adulto que ya había sentenciado una guerra, epidemias, sobrevivido incontables intentos de asesinato y perdido a la mitad de su familia para muertes horrendas. Sí, ella era una joven a punto de convertirse en una dama, que había perdido su inocencia y gozo por la vida por culpa de un patán degenerado al que solía llamar padre. Pero sus padecimientos y sus tristezas no los impedía de ser felices. Su pasado no era una premonición de su futuro. Y la relación de amor y confianza que ambos tenían sin duda alguna lograría perseverar a las dificultades impuestas por el destino.
—¡¿Cómo se atreve a atacarme por la espalda?!
—¡Tú te volteaste! —el periodista reclamó, recibiendo una bola en el hombro como retaliación.
La sorpresa lo hizo tambalear y resbalar en el suelo, cayendo de espaldas sobre la nieve —que, por suerte, aún estaba blanda y maleable—.
—¡Teddy! —la chica carcajeó y se le aproximó—. ¿Estás bien?
—¡No! ¡Me temo que me desangro, señorita Durand! —él rodeó su torso con el brazo izquierdo, fingiendo que le habían disparado a quemarropa—. ¡La muerte ha venido a por mí! —se rio mientras se sentaba—. ¡Hasta creo que veo al Fantasma de las Navidades Futuras*! ¡Me dice que me arrepienta de mis pecados antes de morir!
—¿Ser exagerado cuenta como uno?
Él carcajeó y se levantó con ayuda de la joven.
—Posiblemente sí.
Ella se rio de vuelta, tan fuerte que llegó a toser.
—¿Estás bien?
—Sí, sí... —sacudió una mano en el aire—. Su cara me divirtió, tan solo fue eso.
—¿Le parezco chistoso, señorita Caroline?
—¿Cubierto de nieve y con el cabello de punta? Bastante, señor Gauvain.
Theodore se arregló la apariencia con una sonrisa en el rostro.
Aquella felicidad no se desvaneció hasta el día siguiente.
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El "Fantasma de las Navidades Futuras" es un personaje de la obra de Charles Dickens, "Un cuento de Navidad". Se trata de un espectro, al que no se le ve la cara, y nace de las sombras del protagonista.
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