𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟼
Merchant, 16 de julio de 1883
El frío del mes anterior había disminuido, pero la nieve seguía cayendo sobre el puerto desolado. La falta de comida había llevado algunos ciudadanos al desespero y el número de crímenes sufrió un alza inesperada. Suicidios, homicidios, robos, golpizas; las acusaciones eran múltiples y los arrestados, pocos. La ineficacia de la policía tampoco ayudaba —gran parte de los acusados eran personas inocentes que los oficiales habían detenido por error—.
Las calles de Merchant siempre habían sido pavorosas, pero en aquel invierno, se habían convertido en un matadero. Y entre cadáveres y verdugos, la única manera de sobrevivir era volviéndose aún más abominable que los dos.
Theodore no era una excepción a la regla. Desde su pelea con Janeth en junio, su repugnante carácter tan solo había empeorado. Como una manzana podrida, esparcía su veneno hacia sus demás compañeros, parientes y amigos, infectándolos con su mal humor y negatividad. Demostraba al mundo la versión más aborrecible, despreciable e ignorante de sí mismo para protegerse, pensando que nadie se le acercaría si era un completo patán. Fingía ser fuerte y rudo para disfrazar la verdad, estaba débil. Se sentía triste y decepcionado por la manera en la que había tratado a su amante y la extrañaba, pese al conflicto moral que estar cerca de ella le causaba. Tales sentimientos lo hacían vulnerable y en una tierra tan despiadada como la suya, sentirlos en su plenitud podría ser un error fatal.
Pero no sabía decir qué era mayor: Su temor a ser destruido por la mujer que más amaba, o su arrepentimiento por haberla hecho sufrir tanto.
—¿Usted solía coger con una antigua colega mía, no es cierto?... ¿Zafiro? —Josephine, una de las trabajadoras de su burdel favorito, le preguntó con osadía una determinada tarde.
La dama era unos años más joven que él, pero bastante más sincera y descarada que sí mismo. Por esto se sentía tan atraído hacia ella. No le hacía fácil el juego de seducción.
—¿Y eso te incumbe?
—No, pero ¡no necesita ponerse tan molesto! —la muchacha se rio, abotonándose la camisa—. Solo le pregunto porque los vi juntos en la plaza, a un tiempo atrás... y supuse que eran pareja. O al menos, que se importaban uno por el otro.
—Solíamos estar juntos —él respondió con amargura—. Pero eso ya está en el pasado.
—Asumo entonces que usted ya se enteró de la gran noticia...
—¿Noticia? ¿Qué noticia?
—El almirante Harper le propuso matrimonio.
—¿Qué? —Theodore se sentó en la cama con un salto, y no logró esconder su cara de terror—. Cómo así, le propuso...
—Se rumorea que él la conoció en el teatro... así como usted, creo. Al parecer la vio en la nueva obra en la que está trabajando y fue amor a primera vista. Están juntos desde entonces.
—¿Está segura de lo que habla?...
—Pues sí. Los he visto dando vueltas por la ciudad, tomados de la mano. Él y Zafiro sonuna pareja un tanto cuanto... peculiar —Josephine hizo una mueca de disgusto—. Me sorprendió, la verdad. Mis amigas me dijeron que a meses ella solo le prestaba atención a usted. Y me dio curiosidad también, saber qué pasó para que los dos se separaran así, de la nada...
El periodista —entre irritado, triste y ofendido— sacudió la cabeza.
—Insisto, ¿es esto de su incumbencia?
—No, pero no perderé nada con preguntar —ella se encogió de hombros—. Además... puede que usted sepa cómo ayudarla.
Él se levantó y apoyó ambas manos en su cadera.
—¿Ayudarla?
—Conozco al almirante Harper. No es un buen hombre. Y conozco a Zafiro, quien definitivamente es una buena mujer —la actitud relajada de la joven cambió a una de inquietud—. No sé qué tipo de conexión ustedes tuvieron en el pasado, pero... si en algún momento la amó, la quiso, o le tuvo el mínimo de cariño... protéjala de ese desgraciado. Aléjela de él.
Y con eso, Josephine recogió el resto de sus pertenencias y lo dejó a solas en la habitación.
Theodore pensó, por horas, qué debía hacer. No sabía quién era el almirante Harper. No sabía cómo se había ganado el corazón de Jane tan rápido. ¿Le habría ofrecido dinero? ¿Seguridad? ¿Un reencuentro con su hija? ¿Era amor lo que los unía, o apenas conveniencia y sexo?
Solo pensar en qué tipo de relación ambos compartían lo enfermaba. Y de esta vez, no era su moral la razón de cada arcada, sino sus celos. Su culpa. Su remordimiento. Su envidia. Pero, sobre todo, su miedo.
No quería perderla para un patán cualquiera. No quería que su amada viviera las mismas tragedias que su propia madre vivió y que fuera maltratada por un idiota al que mal conocía. Porque, para que Josephine decidiera alertarlo sobre su pésima conducta, buen carácter el sujeto no debía tener.
Caminando por la nieve, el señor Gauvain contempló qué hacer a seguir. ¿Admitir que su ignorancia, desdén y rencor lo habían llevado a ser un hombre engreído, egocéntrico, cruel e insensible? ¿O seguir avanzando por el mismo camino y revestirse de cinismo, para fingir que no se arrepentía de haber dejado ir al verdadero amor de su vida?
Detuvo sus pasos. Miró al cielo cerrado y a los copos que lentamente descendían. Se preguntó qué diría su madre al verlo así. Una mujer religiosa, de fe inquebrantable, que pese a sus convicciones lograba ser la persona más empática y amable que ya había conocido. ¿Lo repudiaría por haberse enamorado de una prostituta? ¿Una actriz? ¿O le diría que toda alma es merecedora de perdón y felicidad, pese a su pasado? ¿Lo regañaría por tratarlas como criaturas infrahumanas, por verlas apenas como servicios a su disposición, seres con los que gastar su dinero? ¿Qué pensaría al saber que su gentileza al prójimo, y a aquellos que no lograba comprender, había dejado de existir?
Sin saber qué hacer, entró a la iglesia de Saint Walburga. No había mucha gente por ahí a aquellas horas. Se sentó en una de las bancas más alejadas de altar y apreció el silencio a su alrededor. Todo era tan callado y vacío, que se sentía a solas con Dios. Y necesitaba aquella intimidad. Necesitaba la quietud para concentrarse en sus plegarias y aguardar por su respuesta.
¿Pedirle perdón a Jane? ¿O continuar con su camino, dejándola a merced del almirante?
Pocas veces, el universo responde a nuestras oraciones con rapidez. El tiempo celestial a menudo no condice con el humano, pero, en aquella ocasión, Theodore tuvo suerte.
No alcanzó a terminar de murmullar su discurso hacia el altísimo. Una voz familiar lo distrajo de su meditación y lo hizo mirar hacia la izquierda. Detrás de uno de los gruesos pilares que sostenía los intradoses del techo, vio la silueta de una pareja. Sabiendo que la dama era Jane, dedujo que el hombre que la acompañaba era el almirante.
—¿Por qué me trajiste aquí, de todos los lugares?
—Porque quiero que Dios escuche todo lo dices. Quiero que sepa que eres una puta y una zorra —él le respondió. Sonaba y se veía furioso, pero por el ambiente que los rodeaba, no podía alzar la voz—. Sé quién eres ahora, Zafiro. Oí la verdad a tu respecto.
—No sé qué oíste, pero te aseguro...
Él la calló con un manotazo. Theodore por instinto se preparó para levantarse, pero no lo hizo. Quería entender qué estaba pasando.
—Tienes una hija. Eres casada, pero tu marido te abandonó. No tienes educación formal. Y la informal, te sirvió apenas para arrodillarte ante hombres y hacerlos gozar. Estás llena de deudas. Y para pagarlas te sigues vendiendo en las esquinas, en el muelle, en burdeles... Toda la ciudad sabe que eres una cualquiera. Y aun así... lograste engañarme. Me hiciste creer que tenías algún valor. Pero eres sucia. Eres una mentirosa. Y lo nuestro se acaba aquí... frente al Creador, a quién jamás podrás engañar.
—¿Terminaste? —ella indagó.
Si sus comentarios la hirieron, su voz no delató su dolor. Si su corazón se partió, su rostro no evidenció su fractura. Ningún musculo se movió, ningún mechón se salió de su lugar. Su tranquilidad acusaba la costumbre; no era la primera vez que la ofendían así.
El pecho de Theodore se estrechó al escuchar la vil verborrea. Su aliento se atascó en su garganta y sus manos se cerraron en puños. De pronto, se vio confrontado con otra versión de sí mismo y pudo ver reflejado, a su frente, todas las horribles fallas e imperfecciones que lo conformaban.
Creía ser un hombre correcto. Creía ser el dueño de la razón. Creía poseer todas las verdades de la vida. Pero todas las reglas y códigos de conducta que dictaban su existencia lo habían convertido en un sujeto intolerante, maleducado, hiriente... Completamente insoportable. Igual al almirante.
Limpiando las lágrimas en sus ojos antes de que cayeran, se levantó. Caminó hacia la pareja cuya discusión estaba espiando. Ni siquiera miró a Jane, concentró toda su atención en el oficial.
—Vete de aquí, si quieres mantener tu carrera.
El hombre, asustado por su repentina aparición, pestañeó un par de veces antes de contestar:
—¿Lo conozco?
—Theodore Gauvain, dueño de la Gaceta Dorada. También conocido como el caballero que puso al banquero Igor Falkes en la cárcel el mes pasado. ¿Le suena?
El reportaje que el periodista mencionaba sería, en el futuro, el que más fortuna le había traído aquel año. Nadie en Merchant no lo había leído, o al menos oído hablar sobre él.
—Es... u-usted...
—Sí. Un placer. Ahora váyase.
—Pero...
—No me repetiré. Deje a la señora Durand en paz y tal vez, solo tal vez, no lo incluya en el artículo que saldrá la próxima semana sobre la corrupción en la marina —Theodore estaba inventando cosas, semejante texto no existía—. Váyase.
No sabía si había sido su amenaza lo que había atemorizado más al oficial, o si había sido la posibilidad de ser denunciado ante sus superiores lo que lo hizo marcharse, pero lo importante es que se había ido. (Cualquier marinero, independiente de rango, que fuera públicamente acusado de tener relaciones con una prostituta o cortesana corría el riesgo de ser depuesto o arrestado por sus acciones. Él no sería la excepción. Al final, la Ley podría ser moldeable en Merchant, pero el poder de la prensa era grande.).
Solo entonces, el periodista tuvo suficiente coraje de mirar a su ex amante. Sus ojos oscuros eran más temibles que los cielos de tormenta afuera, y la mirada de Dios y de sus santos adentro.
—¿Qué haces aquí? —ella le preguntó, carente de cualquier sentimiento a no ser desconfianza.
—Vine a rezar.
—¿En pleno lunes?
—Tengo que modificarme algún día, ¿no?
Jane intentó suprimir una sonrisa, pero las esquinas de su boca la delataron. Si su chiste la había irritado o entretenido, él no pudo decir.
—No necesitabas expulsar a Roger de aquí.
Theodore asumió que ese era el almirante.
—Te agredió, tuve que hacerlo.
—¿Ahora eres un caballero?
—Nunca fui uno. No pretendo serlo ahora. Simplemente no quería que te hiciera algo peor que darte un manotazo.
—¿Crees que me asusta una paliza? —ella se rio y sacudió la cabeza—. Ya pasé por cosas bastante peores, señor Gauvain. ¿Acaso no lo escuchó? ¡Me vendí por toda la ciudad!... ¿De verdad cree que ya algo me asusta? —la última parte sonó más como una exclamación que una pregunta, considerando la reprimida ira en su trasfondo, pero él decidió tomarla como una duda.
—Sé que nada te asusta. Sé que ya has pasado por cosas inimaginables. Pero no porque tu pasado sea trágico significa que tu futuro tiene que ser igual. Él no debió tocarte, herirte, ofenderte... No porque no te asuste, significa que lo que él hizo es algo justificable, o correcto. Y lo mismo se aplica conmigo. Me puedes ver como otro patético hombre más en tu vida, puedes odiarme cuanto quieras, percibirme cómo quieras, pero lo que yo hice sigue siendo horrible. Y perdón si crucé una línea que no debía, pero al verlo tratarte así... recordé lo que yo te hice.
—Ah, ¿entonces por eso estás jugando al héroe? ¿Cargo de consciencia?
—Sí —fue directo y honesto—. Y también lo hago porque te amo.
Esta última afirmación fue la única capaz de invocar alguna emoción verdadera en el rostro apático de la actriz. Ella dio un paso adelante, apuntó a su cara con el dedo índice y frunció el ceño, furiosa.
—¿Cómo te atreves a decirme algo así? ¿No te bastó, jugar con mi corazón durante meses, para luego armar ese escándalo al frente de la comisaria? ¿No te bastó humillarme, apedrear mi orgullo, usarme para tu propio placer sin jamás considerar el mío?
—¡Siempre consideré el tuyo y es justamente por eso que me odiaba! —él finalmente explotó—. ¡El cariño que te tengo va en contra de todos mis principios! ¡de todos mis valores!... ¡Para mí, el sexo debía ser solo eso! ¡sexo! ¡Pero contigo jamás pude separar mis sentimientos de mi apetito! ¡Contigo sentí una pasión que a años creía muerta y eso me asustó! ¡me aterró! ¡Porque ambos sabemos que tengo mis obligaciones y que amarte sería una locura! —la última parte pudo haber sido censurada a último momento, pero ella entendió su razonamiento. Él tenía una esposa, hijos; una familia completa. Tener casos espontáneos era diferente a mantener un amorío duradero—. ¡Y te amo, Janeth! ¡Te amo, aunque amarte me costará mi vida! ¡Te amo, a pesar de mi mismo! ¡Y me detesto, por haberte tratado como te traté!... —su voz se partió—. Mis inseguridades y dudas me hicieron transformar mi confusión e frustración en ira... Y la usé para herirte. Jamás me perdonaré por eso.
Él se apartó de la actriz segundos antes de comenzar a llorar. Corrió afuera, agradeciendo la soledad que lo rodeaba por un nuevo motivo. Nadie lo vería tocar fondo y caer a su nivel más bajo.
Escapó de la nave de la iglesia por una puerta a su izquierda. A su frente estaba la calle y cruzándola, una plaza desierta. No había nadie ahí tampoco. La tempestad arriba y la hora del día no favorecía el ir y venir de peatones. Desesperado, sin pensar con claridad, siguió corriendo hasta llegar al blanco terreno.
La ventisca había empeorado y el viento era feroz. Pero la nieve era el menor de sus problemas. Corto de aliento, paralizado por su rencor hacia sí mismo, se derrumbó bajo un árbol seco y aceptó morir congelado allí mismo. Su visión se nubló. Su garganta se cerró. De pronto, el poco aire que aún lograba inhalar desapareció. Su cuerpo lo traicionó y su pánico lo venció.
No vio a Jane correr detrás de él. No la sintió agarrarlo de su abrigo, rogándole que reaccionara. Sí sintió el palmazo que ella le dio en la mejilla. Pero el dolor valió la pena, al menos volvió a respirar.
—¡¿Theodore?!
—Lo s-siento... —pestañeó y sacudió la cabeza—. A años n-no me pasaba esto...
Sus músculos se negaban en dejarlo levantarse, pero su determinación perseveró. Débil, mareado, sin equilibrio alguno, se forzó a levantarse, apoyándose del árbol. Quería seguir corriendo. Quería volver a huir de Jane. Pero apenas dio un paso y ella lo sujetó en el lugar, sabiendo que, al metro, él se volvería a caer.
—Ven conmigo.
La actriz lo tomó del brazo y lo jaló de vuelta a la calle. Lo ayudó a caminar hacia un edificio viejo, cercano a una de las esquinas de la calle Cochrane. Si estuviera un poco más lúcido y consciente de sus alrededores, sabría que ya había estado ahí un par de horas atrás, junto a Josephine.
Mientras subían las escaleras, vio a ratones, cucarachas, polillas, y una infinidad de telarañas cruzarse por su camino. Pero nuevamente, su turbación lo impidió de sentirse asqueado. Ni siquiera supo en que piso se detuvieron, o en cual puerta entraron, hasta más tarde. Estaba tan desorientado, que el viaje de quince minutos le pareció haber sido de tres.
Jane lo sentó sobre su cama y el rechinar del metal, de todas las cosas, fue lo que lo hizo despabilar. Ella lo había llevado a su hogar.
—Ten.
Un vaso de agua se materializó a su frente. El periodista lo tomó de las manos de la actriz sin realmente saber qué hacer con él. Se demoró en darse cuenta de que debía beberlo. Cuando lo hizo, no evitó sentirse culpable. Otra vez, estaba siendo un inconveniente en la vida de aquella mujer.
—Lo siento.
—Ya es la quinta vez que me dices eso.
—¿Quinta? —frunció el ceño—. Pues... Lo sie...
—No lo digas de nuevo —ella lo interrumpió—. Me volverás loca si lo haces.
—Perdón.
Jane giró los ojos y sonrió, por una fracción de segundo. Luego, su resentimiento regresó y ella se sentó a su lado, con la misma expresión vacía de antes.
—Necesitamos hablar. Y no vas a huir de esta vez. Vas a escuchar todo lo que tengo a decir primero. Y luego me responderás a todas mis preguntas sin hesitar. ¿Entendido?
—Sí.
—Excelente —respiró hondo—. Quiero que me digas algo primero.
—¿Qué?
—¿Por qué estabas en esa iglesia?
Él bajó la mirada. Jugó con su alianza. Y le contó todo. Desde su encuentro con Josephine, a la conversación que tuvieron y que lo llevó a sentarse en aquella sagrada banca. Y de ahí, su confesión se extendió. Le explicó lo que había hecho en su ausencia y no se saltó ningún detalle. No mintió, no omitió información, no intentó hacerse el santo e inocente. Porque sabía que serle deshonesto una vez más sería equivalente a perder su confianza para siempre. La perdería a ella para siempre.
Se había ahogado en alcohol. Desmayado en callejones oscuros. Pasado casi todas sus noches en burdeles. Trabajado hasta caer casi todos los días. Ignorado a sus hijos para no darles pena, o sentirse avergonzado de sí mismo. Evitado ver a su esposa para no ser reprochado. La lista de sus pecados no tenía fin, así como la de sus malos hábitos.
Janeth tenía pensado torturarlo con sus indagaciones, pero no necesitó hacerlo. Él fue brutalmente sincero y no se guardó ninguna crítica hacia sí mismo.
Ella siempre lo había percibido como un hombre orgulloso y narcisista. Pero luego de aquella verborrea, había llegado a la conclusión que su egocentrismo se inclinaba más hacia el autodesprecio que a la vanidad.
Theodore se odiaba. Y Jane entendía el porqué; toda su vida era una mentira. Su figura pública fuerte, osada, marcada por valores y su amor hacia la verdad, era una farsa. Él era todo lo contrario. Pero más que darle pena, la hizo identificarse con su situación.
Ella también era otra mentirosa. No era una experta en resiliencia, como afirmaba ser. No había superado los traumas de su pasado. No era indestructible. Y pese a su actitud fría, impasible, no poseía un alma de cántaro. Sentía más de lo que decía. Amaba más allá de lo apropiado. Y sufría con su dolor interno, como cualquier otro ser humano en su situación lo haría.
Y sí, pese a no quererlo, poseía empatía por el periodista. Tal vez porque sabía que detrás de su máscara él no era un hombre ruin.
Cuando Theodore terminó de hablar, su opinión no había cambiado. Pese a sus errores, sus vicios, sus problemas, su personalidad difícil, y a todas las despreciables ofensas que él le había tirado, no era un villano despiadado. Simplemente había cometido equívocos. La diferencia estaba en que, al contrario de todos los otros sujetos que ella conocía, él genuinamente parecía estar arrepentido por ellos.
Su pedido de perdón no era apenas una formalidad. Era una necesidad.
Además, él la había rescatado de su discusión con el almirante. Arriesgó su reputación, su seguridad, para protegerla. No tenía ninguna obligación con ella. No tenía nada a ganar con aquel gesto, solo a perder. ¿Entonces por qué lo había hecho?
—... Al verlo ofenderte, denigrarte de semejante manera, me sentí avergonzado por la manera en la que te traté. Y me vi forzado a aceptar una verdad que por años he tratado de ignorar; soy un hipócrita. Tenías razón, al acusarme de ello aquella noche en la comisaría. Soy un tartufo disimulado, un mentecato que finge ser un genio, un hombre de familia sin valores... Soy una ilusión. Nada más. Juzgo a las mujeres como tú y Josephine porque veo en su profesión un reflejo de la peor parte de mí mismo... la parte más deplorable de mí mismo —se limpió la nariz—. Pero ustedes... se venden por dinero que necesitan. Tienen una razón para lo que hacen. Sea para mantener un techo sobre sus cabezas, o para ayudar a sus familias. Tienen un propósito importante; sobrevivir. Y sobrevivir no conlleva opción. Ustedes hacen lo que deben, pero no porque quieren, sino porque no existe otra alternativa... Pero hombres como yo... —hizo una pausa—. Engañamos a nuestras esposas, a nuestros hijos, amigos, a todos, para satisfacer nuestros deseos más bajos y vulgares, para amenizar nuestras carencias... pero tenemos una opción. Podríamos estar en cualquier otro lado, haciendo cualquier otra cosa, pero decidimos ir a buscar su compañía... Así que el verdadero crimen no está en lo que ustedes nos ofrecen, pero en lo que nosotros decidimos comprar. En lo que nosotros decidimos hacer... y es más fácil... culpar a alguien más por nuestras trasgresiones. En especial cuando el acusado no tiene el poder o los medios para defenderse. Por eso las ofendemos, le apuntamos el dedo en público, las tratamos como la escoria de la sociedad... por comodidad y cobardía —frotó su rostro con ambas manos, desistiendo de ocultar lo mucho que temblaban. Suspiró, recolectó sus fuerzas, y continuó: —Me demoré demasiado en percibir todo esto... en aceptar que soy parte de todo esto. Y me disculpo... aunque no tienes que perdonarme, ni tienes que entenderme. Pero de veras lo siento... y espero que sepas que Dios no culpó a la manzana por existir. Él castigó a Adán y a Eva por devorarla —añadió con un tono críptico, antes de volver a mirarla—. Tú no eres la culpable en esta historia; lamento si te hice sentir que lo eras. La responsabilidad es mía. Yo debo pagar por mis errores. No tú. Tú no mereces sufrir por lo que yo y todos los hombres antes de mí hicimos. No eres la culpable.
La actriz, asombrada por su honestidad al punto de hallarse incrédula y anonadada, se tardó en reaccionar.
No exageraba cuando decía que aquella era la primera vez en su vida que un hombre reconocía sus fallos ante sí. La primera vez que un cliente —o ex cliente— le pedía perdón por sus injurias. No estaba acostumbrada a este tipo de cosas. Esto no era común.
—Me heriste, Theodore —no supo por qué, pero decidió responder con esa dura confesión—. De verdad pensé que eras mi amigo. Más allá del sexo, del coqueteo, de todo... pensé que te importabas por mí.
—Me importo —la corrigió.
—No te creo.
Él volvió a llorar, pero en silencio. Ya no le sobraba ni un poco de energía para sollozar.
—Pues pasaré el resto de mi vida probándotelo —le prometió, limpiándose las mejillas—. Si me dejas.
El acuerdo propuesto no debió sorprender a Jane, pero como todo lo que había ocurrido en la última hora, lo hizo. No sabía si debía confiar en el periodista. No sabía si el mantendría su palabra. Pero si sabía que ningún hombre casado, bien acomodado, correría detrás de una ex prostituta apenas por placer. Con todo el dinero que tenía, encontrar a nuevas amantes le sería más fácil que respirar. O sea que no estaba ahí apenas por sexo. Quería algo más.
Nerviosa pero intrigada, ella recogió una de sus manos. Miró el anillo de matrimonio que la decoraba. Frunció el ceño.
—¿Por qué engañas a tu esposa?
Theodore sintió que lo habían golpeado en la boca del estómago. Hizo una mueca de dolor, movió su cabeza a un lado para que la actriz no la viera, y reveló en una voz baja, rencorosa:
—Porque ella me engañó primero —su semblante avergonzado se inundó de rabia—. Con mi mejor amigo. En mi casa. En mi cama.
—¿Qué? —el espanto de Jane lo hizo asentir.
—No sé qué la llevó a hacerlo... Yo la amaba y creí que ella también lo hacía. Nuestro matrimonio no era uno de conveniencia, nunca lo fue. Solíamos ser mejores amigos y por eso nos casamos. Y por eso pensé que seríamos felices... lo teníamos todo para ser felices juntos —limpió sus mejillas de nuevo—. Así que, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué me destrozó de tal manera?... No lo sé. Creo que nunca lo sabré.
La mujer a su lado le dio un apretón a su palma. Luego, la levantó a sus labios y la besó. No contempló si era una buena idea hacerlo. Simplemente lo hizo.
—Lo lamento —ella susurró—. Eso no fue justo de su parte.
—No... no lo fue —él dijo, al recobrar control sobre sus emociones. El beso dado por Jane le trajo más lágrimas al rostro. No se merecía semejante amabilidad y se hallaba sorprendido por haberla recibido. Tal fue su pasmo, que, por un momento, se le olvidó cómo hablar—. Tenemos un acuerdo ahora... ella tiene sus casos por ahí, yo también. No hablamos sobre ello, pero... es algo implícito. Yo sé que ella me engaña y ella sabe que yo hago lo mismo. No es sano, pero es mejor que fingir que todo está bien.
—¿Y por qué no se separan?
—Mis hijos —su respuesta fue inmediata—. No quiero que crezcan sin una familia estable. Sin un padre, o una madre presente. Yo pasé por eso... no quiero que sufran lo mismo que yo. Además, un divorcio arruinaría la reputación de Helen y de su familia. Y puede que nosotros no estemos en buenos términos, pero... mis suegros y mis cuñados no merecen la habladuría. Son buenas personas.
—Lo entiendo.
Silencio. Theodore ya había contado su lado de la historia. Jane ya había hecho todas sus preguntas. ¿Qué seguía?
—Me debería ir...
Ella lo jaló a un abrazo antes que pudiera terminar de hablar. Él no se movió.
—No lo hagas —murmuró sobre su hombro—. Quédate. No necesitamos hablar, solo... quédate aquí. Conmigo.
El periodista la abrazó de vuelta. Y por los próximos años, lo hizo. Se quedó a su lado en las tormentas más oscuras, aguantando viento, tromba y lluvia sin jamás reclamar. No quería perderla otra vez. Y haría de todo para probarle que su amor era genuino.
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