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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺

Merchant, 02 de junio de 1888

Luego de varios días de conversación por notas y mensajes de terceros, la familia Gauvain, la familia Hampton y la familia Fouché al fin lograron establecer un momento y hora exacta para conocerse. En aquel frío sábado por el que se decidieron, los tres clanes se unieron a almorzar en la casa de Theodore, en seguida saliendo en conjunto a navegar por las gélidas aguas del lago Colburgue.

El periodista y su futuro yerno se llevaron bien casi que de inmediato. Aunque el señor Gauvain encontraba la diferencia de edad entre el muchacho y su hija algo preocupante —Eleonor tenía dieciséis y él diecinueve, casi veinte—, no halló otros defectos dignos de ser reprochados. Charles fue educado y considerado con todos, a todo momento. Además, con apenas mirar al objeto de sus deseos él dejó claro lo mucho que la adoraba y quería. Eleonor reflejaba aquellos sentimientos en igual medida, aunque con un poco más de inocencia que él. Y Theodore no era ciego ante su afecto, por más sutil y cauteloso que fuera. Supo de inmediato que ambos se amaban y que dicho amor era puro.

Sentimientos y carácter aparte, Charles también demostró ser un excelente marinero aquella tarde. Navegó por las agitadas aguas del lago con versatilidad y con astucia, haciendo que un viaje peligroso entre el hielo triturado fuera extremadamente disfrutable y seguro. Esto era una proeza destacable, su suegro debía admitir.

Pero su control absoluto sobre el velero no fue la única cosa que sorprendió al señor Gauvain. Ese día él también descubrió el real tamaño del poder económico de la familia del joven, al ir a visitar a su abuelo, el señor Jedidiah, al otro lado del Colburgue.

El anciano residía en una propiedad tan grande que podría ser considerada un palacio, con establo y muelle propio. También era dueño de una goleta pequeña, de dos mástiles, que usaba en el verano y primavera como bote de recreación. Y les mencionó a todos, durante su corta visita, que dichos lujos serían traspasados al nombre de Charles así que él falleciera. Su casualidad al compartir dicha información no logró hacerla menos sorprendente.

Theodore alzó sus cejas y curvó las esquinas de su boca hacia abajo, impresionado. Su esposa abrió sus párpados más allá de lo normal, por poco sacando a sus ojos de sus órbitas. Ambos se miraron y el señor Gauvain cruzó los brazos, sintiéndose victorioso. John Tubbs podría ser un estudiante de medicina brillante, pero jamás tendría una mansión como aquella, no trabajando en Merchant. Y eso hasta ella lo reconocía, pese a su disgusto.

Al dejar el hogar de Jedidiah, todos se trasladaron a la casa de los Hampton, a terminar el día con una deliciosa cena. La variedad de platos preparados por la matriarca de la familia dejó a sus invitados boquiabiertos —especialmente a Helen, quien a años competía con la dama por el puesto de mejor madre y ama de casa—.

Theodore fingió no reconocer la aparente envidia de su mujer y agradeció a la señora Hampton por su esfuerzo, aplaudiendo su deliciosa culinaria mientras ella lo pateaba por debajo de la mesa.

Con el fin de la cena, todos se trasladaron a la sala de estar. La hija menor de los Hampton, Judith, comenzó a tocar el piano para entretenerlos y algunos se levantaron a bailar. Entre ellos, Eleonor y Chales.

El señor Gauvain los ojeó desde un rincón, mientras bebía su vino caliente. Se rio de sus movimientos poco coordinados, se encariñó de su afecto y de sus sonrojos, y por un minuto se olvidó de su esposa, de pie a su lado, molesta por su nada disimulado coqueteo.

—¿No te parece que están felices? —le preguntó para callarla.

—Me parece que son demasiado jóvenes para saber lo que quieren.

—Pero se gustan.

—Se sienten atraídos, existe una diferencia —Helen bebió un sorbo de su propio vino. Él volteó su cabeza hacia ella, de pronto irritado—. ¿Qué? No me mires así.

—¿Cómo quieres que te mire? Diciendo todo lo que dices...

—Sabes que estoy siendo honesta —lo cortó, sin remordimientos—. Nosotros éramos así cuando nos conocimos. Parecíamos ver el universo completo en los ojos del otro. Y ahora, todas las estrellas se han ido, solo resta el vacío.

Indispuesto a alimentar otra discusión, él volvió a mirar a la pareja y se quedó callado. Suponía que en parte Helen tenía razón. Los dos jóvenes podrían quererse ahora —y no los impediría de hacerlo—, pero aún eran muy inexpertos para comprometerse. Un matrimonio por el momento estaba fue de cuestión.

—Charles te pedirá su mano en breve —Ella volvió a hablarle, mientras observaban a los jóvenes reírse, dejar de bailar, e ir a servirse unos vasos de Candola a la mesa.

—Lo sé...

—Y ¿qué le dirás?

—Que no lo permitiré.

—Bien.

—No te hagas ilusiones. No dejaré que se casen apenas por su edad, pero él puede seguir cortejándola por ahora. La trata con amabilidad y con respecto, y es bien claro que Eleonor está feliz junto a él. No los obligaré a separarse.

Helen sacudió la cabeza.

—Estás tomando una pésima decisión.

—No dejaré que se case con John Tubbs —reafirmó—. Así que desiste de esa loca idea de una vez por todas.

—Él le podría dar una vida cómoda, adinerada.

—Charles también. Tuviste prueba de eso hoy —La miró a los ojos—. Ya lo dije, desiste.

La mujer, contrariada, se apartó de él y se fue a cuidar a Lawrence. Theodore no se incomodó por su partida. Permaneció justo dónde estaba, sonriendo y apreciando el escenario.

Cuando Judith dejó de tocar, estando demasiada cansada para continuar, Eleonor tomó su lugar. Su pretendiente se apoyó en el piano, viendo el movimiento de sus dedos con una expresión enamoradiza. No se dijeron nada, apenas disfrutaron la compañía ajena. Y al ver el intercambio de miradas entre los tórtolos, el señor Gauvain no pudo ignorar los cálidos recuerdos que resurgieron en su mente, de los primeros días de romance entre él y Helen.

Aunque ahora ni una pizca de felicidad les restaba, años atrás su amor había sido fuerte, intenso. Un verdadero idilio, que empezó en la genuinidad más pura y terminó en la infidelidad más amarga.

Lo más triste de aquel doloroso final no fue la decepción en sí, sino el hecho que, aún después de tanto tiempo, Theodore aún no lograba superarlo. Cuando miraba a su esposa, la chispa que había encendido el fuego de su pasión aún existía, escondida entre las grietas profundas de su carbonizado corazón. Pero, ya habiendo consumido todo combustible a su alcance, no tenía nada más que quemar, que arder. Era pequeña, débil y estaba a punto de extinguirse.

No quería que su hija tuviera que convivir con aquella misma diminuta chispa por el resto de su vida. Ni ella, ni Charles, merecían semejante sufrimiento. Por eso mismo, cuando el chico se le acercó a conversar, ya en el final de aquella maravillosa reunión, se vio forzado a reprimir sus ambiciones.

—Sé que la amas —lo tranquilizó—. Y no dudo de la honradez de tus sentimientos. Pero me preocupa la diferencia de edad de ambos.

—Señor, le aseguro que no tengo ninguna pretensión...

—No digo que la tengas —lo detuvo con amabilidad—. No se trata de eso. Confío en tu carácter, he observado tu comportamiento durante todo el día... pero siento que ambos están en diferentes momentos de su vida. Y me pregunto qué pasará en algunos años más, cuando desees asentarte, tener una familia y ella aun quiera vivir una vida simple, sin obligaciones, sin responsabilidades.

—Entiendo a lo que se refiere. Ya hemos conversado sobre ello —el joven aseguró, entristecido.

—No me opongo a su unión —Theodore dejó claro, intentando consolarlo—. Puedes seguir viéndola, pueden seguir conversando... bajo mi supervisión, por supuesto —añadió, más por obligación que por gusto—. Pero no apruebo su matrimonio, no por ahora. Tal vez, en el futuro.

—Cuando ella cumpla veinte... —Charles elevó la mirada—. ¿Me dejaría entonces desposarla?

—¿Esperarías tanto tiempo?

—Estoy dispuesto a esperar cuanto sea necesario.

El señor Gauvain enderezó su postura.

—Está bien —Estiró su mano y el muchacho la tomó—. Cuando ella tenga veinte, les daré mi bendición. Por mientras, eres más que invitado a venir a mi casa, pasar tiempo con ella. Conocerla mejor... Asegurarte de que realmente la amas.

—Lo hago.

Theodore sonrió, reconociendo su antiguo entusiasmo en la voz enternecida del joven.

—Lo sé —aseguró, algo melancólico—. Mira... para que no sientas que toda esperanza está perdida... —Soltó su mano y metió sus dedos en el bolsillo de su chaleco, sacando de ahí su reloj, acompañado por una leontina de oro—. Esto le perteneció a mi padre. Es uno de los únicos recuerdos que tengo de él —Se lo entregó al joven, para su sorpresa—. Ahora es tuyo. Es prueba de que siempre tendrás un espacio en nuestra familia.

—No puedo aceptar algo con semejante valor.

—Es tuyo —insistió—. Solo te pido que lo cuides con cariño. Bueno, a él y a mi hija.

—Lo haré, señor... gracias.

—De nada. Ahora ve a hablar con Eleonor —Señaló con la cabeza a la muchacha, quien intentaba, junto a su madre, escuchar fragmentos de la conversación desde el sofá—. Algo me dice que quiere saber por qué nos estamos demorando tanto.

El chico se rio.

—No son discretas.

—Para nada —Theodore sonrió de vuelta—. Después de tantos años, uno se acostumbra.

Charles sacudió la cabeza y se apartó, caminando hacia su amada. Helen no se demoró en levantarse y toman su lugar.

—¿Qué le dijiste?

—Lo mismo que a ti.  Puede cortejar a nuestra hija, pero no tiene mi bendición —Apenas terminó de hablar y Judith se volvió a sentar en el piano, a tocar un par de composiciones más antes que todos se fueran a casa. A oír la familiar melodía, Theodore volteó la cabeza hacia la niña—. Espera, ¿no es esa?...

Devil's Dream*. Sí —Su mujer no logró reprimir su sonrisa, tan sorprendida como él—. La tocaron la noche de nuestro primer beso.

—Sí... —él murmuró, nostálgico—. Pero con violines, ¿no?

—Violas.

—¡Verdad!... Tu primo era el que estaba tocando, ¿cierto? Se movía con tanto entusiasmo que su peluquín se despegó...

—Y nadie tuvo el valor de decírselo —Ella se rio, hasta recordar con quien estaba conversando. Al hacerlo, su buen humor se desvaneció—. Fue un espectáculo.

Theodore, percibiendo la tensión, volvió a beber un sorbo de su vino.

—Aunque no me creas... —murmuró—. Esa fue una de las mejores noches de mi vida.

Su esposa le dio un brindis tímido con su propia copa.

—De la mía también —Bebió entonces el resto de su contenido, antes de dejarla a un lado.

Permanecieron allí, uno al lado del otro, en completo silencio, por lo que pareció una eternidad.

—Quieres... —La voz del periodista se partió.

—¿Quiero?

—¿Ir a bailar?... creo que deberíamos hacerlo, al menos una vez —Intentó excusar su oferta de paz con una obligación social—. Después de todo, la señorita Judith ha tocado toda la noche y...

Helen, quien había entendido su estrategia, suspiró y lo tomó de la mano, callando sus explicaciones con su voz cansada.

—Vamos.


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"Devil's Dream": Canción popular del siglo XIX en algunos países anglosajones. 

(Y cuyo audio está en el header)

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Sketch que hice pero que no terminé nunca jajajaja:

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