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Merchant, 14 de diciembre de 1888

Tal como se lo había prometido a Jane, Theodore reorganizó su agenda y puso a un lado sus obligaciones para atender al estreno de su obra en el teatro Odeón. Llegó ahí solo, vestido con su mejor atuendo. Su bigote había sido bien aparado y su cabello, recién cortado.

Sus ojos —más resplandecientes y tranquilos por la mejora progresiva de su esposa— no abandonaron la silueta de su amante durante todo el espectáculo. Cada vez que la actriz hablaba o cantaba, él sonreía. No por la historia o por el interés que tenía en entenderla, sino por el orgullo que sentía al ver a su amada siendo una estrella, comandando el escenario con su regia autoridad.

Cuando el evento terminó, no se ahorró los aplausos y los silbidos. Las esquinas de su boca se curvaron tanto que su rostro empezó a dolerle, pero ni los calambres detuvieron su entusiasmo.

Queriendo que ella disfrutara su gloria lo más que podía, no se le acercó mientras hablaba con el público en la salida del camarín. La ojeó de lejos, con las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón y el rostro iluminado por su felicidad.

Cuando ella al fin lo vio, finalizó todas las conversaciones con una voz amable, anunciando su temprana partida. Él —entendiendo el mensaje escondido en la simple mirada que le dio— salió a la calle, a esperarla en el otro lado de la acera. Con discreción, ambos se alejaron del edificio, caminando lado a lado como si fueran extraños. Solo se sacaron su máscara de cordialidad un par de cuadras más abajo, cuando el flujo de peatones era bastante más reducido y las luces de la ciudad, atenuadas.

El señor Gauvain —luego de alabar su actuación y felicitarla por su arte— la tomó del brazo y se dejó ser conducido hasta su residencia, cerca del lago Colburgue. Caroline no estaba allí, Jane la había llevado a la casa de la señora McKay horas antes. Como había aceptado trabajar en la función nocturna —que pagaba más y atraía más público— durante la primera semana que proseguía el estreno de la obra, su hija tendría que pasar los próximos siete días durmiendo fuera de casa. Ella no quería que la chica tuviera que pasar tantas horas a solas, pese a reconocer que capaz de cuidarse sin el auxilio de un adulto.

—¿Se ha portado bien últimamente?

—Carol siempre se porta bien. Está entre las tres mejores alumnas de su clase y ya tiene varios amigos aquí... aunque extraña a los que tenía en Brookmount.

—Es de esperarse, ella fue criada con ellos —Theodore escondió sus manos en los bolsillos de su pantalón—. El próximo año podríamos ir allá de paseo. Yo pago.

—Siempre quieres pagar —la dama giró los ojos—. Pero siento que yo debo hacerlo, al menos una vez. Como agradecimiento, por todo lo que me has dado.

—No tienes porqué...

—Pero quiero. Y hablando de agradecimientos... —abrió la puerta de su casa y corrió adentro—. ¡Te compré algo!

—Jane...

—¡Se acerca la navidad!... —ella se defendió, entrando a su habitación y regresando con un empaque rectangular, alargado—. Y sé que probablemente no te podré ver en breve por culpa de las fiestas, así que... ten.

—¿Me compraste un regalo de navidad? — Theodore carcajeó, tan contento como un niño—. ¿En serio? —llevó una mano a la cabeza y la rascó, mientras la otra recibía la caja.

—No es mucho, pero... espero que te guste.

—Puedes darme una pila de basura y estaré contento —pese a decirlo con un tono burlón, su comentario era parcialmente verdadero y la hizo reír por su genuinidad. Sin demoras, él abrió el envoltorio—. ¡Suspensores con diseños! ¡Wow!... ¡Son preciosos! —abrió los ojos lo más que podía, entusiasmado—. ¡Y una camisa nueva!... Justo estaba necesitando una —llevó sus nuevas pertenencias a su pecho y miró a su amante con adoración—. Te amo.

—Theo, no es para tanto... solo es ropa.

Él no se importó por su respuesta. Con cuidado dejó todo sobre el sofá y la jaló a un beso apasionado.

—Es mucho más que eso —sonrió contra sus labios, deslizando sus manos por su cintura—. Gracias, en serio.

—Me alegra que te haya gustado.

—¿Ahora me dejas darte otro regalo de vuelta? —dijo, entre besos, mientras tambaleaban hacia el pasillo—. ¿Para felicitarte por tu excelencia esta noche?

—Mi mayor regalo es que estés aquí conmigo.

Ambos, enloquecidos por su larga separación y por las ganas que tenían de volver a amarse, se desvistieron con apuro, dejando las prendas olvidadas sobre el suelo del corredor. Jane, entregándole al periodista una sonrisa diabólica, lo empujó contra la pared y le mordió el cuello, viéndose atrapada en la misma situación segundos después.

—¿Dominante, hoy?

—Quiero que pases un buen rato... esta noche es sobre ti.

Olvidándose de su irritante dolor en la rodilla, Theodore la levantó del suelo. No pudo evitar reírse, cuando la oyó soltar un chillido sorprendido.

—No me vayas a soltar —la actriz exigió, rodeando su cabeza con sus brazos.

—Nunca —dejó el pasillo y la cargó a la cama.

Se sentía tan energizado y extático, que ni siquiera pensó en seguir su usual rutina de pasarle llave a la puerta de la habitación y cerrar las cortinas. En ese momento, poco le importaba si algún vecino los veía joderse en la oscuridad. Tal vez la visión le devolviera un poco de pasión a sus propias vidas sexuales, aburridas y desazonadas.

Jane tampoco pareció incomodarse por el riesgo que aquellos descuidos suponían. Estaba muy concentrada en disfrutar las pocas horas que tenían juntos y aprovechar la presencia de su amado al máximo.

Con la ausencia de Caroline, también se permitieron ser más ruidosos. Normalmente, intentaban ocultar cualquier gemido o suspiro demasiado alto, no queriendo despertar la curiosidad de la chica, pero al estar solos, esta precaución desapareció.

Por primera vez en mucho tiempo, se dejaron llevar por sus impulsos en primer lugar, ignorando al mundo exterior y los miedos que este les imponía en su totalidad. Una supernova podría estallar afuera y no se importarían. El cielo podría colapsar y tragar a la tierra que conocían; Saturno podría descender del cosmos y buscar nuevos hijos a los que devorar; les daba lo mismo. Flotarían por el espacio juntos durante el reino del caos, con los cuerpos entrelazados y las mentes conectadas, sin percatarse del brillo de las estrellas, el frío del abismo, o el silencio del infinito. Tenían los ojos unidos, concentrados apenas en ellos mismos. Tenían el calor de su piel para reconfortarlos. Tenían un centenar de palabras que sus bocas no necesitaban comunicar, expresadas a través de sus caricias, besos, toques e inmensurable cariño. Ni el fin del todo podría separar a aquellas almas enamoradas.

Y por más bruscos que sus movimientos fueran, por más carnal que aquel momento fuera, esta verdad no podía ser borrada; se amaban. Gracias a este amor, Theodore fue capaz de respirar con gusto, por primera vez en semanas.

La adrenalina que ahora lo controlaba era bastante diferente a la que lo había esclavizado durante los últimos días. Ya no se hallaba sometido por ella, sino encantado. El apuro de su corazón no lo asustaba, lo motivaba. Los escalofríos que sentía no eran de temor, pero de asombro. La nube negra que oscurecía sus pensamientos y su visión ahora se transformaba en una aurora colorida, relajante, donde podía dejar a su consciencia flotar, libre de cualquier expectativa o responsabilidad.

—Dime qué quieres que te haga.

—Lo peor que puedas pensar... —ella balbuceó—. Y lo que más te interese ahora.

—¿No puedes ser más específica? —él sonrió, sintiendo las uñas afiladas de su amante descender por su espalda—. Usa tus palabras.

—Tu eres el escritor aquí, no yo.

—Jane... —él apartó su rostro de su piel, queriendo mirarla—. Solo dime...

—Ya te dije —tomó una de sus manos y la llevó a su entrepierna—. Sé creativo.

Theodore, incrédulo pero excitado, hizo justamente lo que se le fue solicitado. El movimiento experto de sus dedos fue acompañado por una respiración entrecortada, músculos cada vez más tensos, y una agitación incontenible por la forma mortal de su amante. 

Frente a sus ojos la misma se veía bellísima. Su piel de porcelana se había teñido con un rosado intenso, cálido, y lo único que él quería era intensificarlo, era transformar aquel tenue tono coral en un rojo intenso, brillante, cautivante. Y lo hizo, al acelerar su ritmo y su fricción. Al añadirle el combustible de sus besos y de sus caricias. 

Una chispa fue encendida en el centro de su ser y pronto, todo el cuerpo de la mujer estaba en llamas. Y el pirómano, fascinado por el fuego que había creado, lo siguió avivando con entusiasmo y diligencia, hasta que eventualmente ella alcanzó la cumbre del placer y se deshizo en cenizas. 

Los sonidos que Janeth soltó al colapsar fueron una dulce sinfonía para sus oídos. 

Cuando ella al fin se tranquilizó, Theodore sintió la sonrisa en propio su rostro extenderse, al ver la expresión de pura satisfacción y gozo de su pareja. No creía que existía un cuadro más hermoso y admirable que aquel.

Más que alcanzar su propio orgasmo, verla ser consumida por el suyo era lo que más le traía placer en la cama.

—El sexo contigo realmente es mágico —contempló en voz alta.

—¿De dónde vino esa súbita epifanía? —ella se rio, sudorosa y abochornada.

Sorprendido por su propio comentario, él copió su reacción, levemente ruborizado.

—No lo sé —confesó—. Pero es cierto.

—Pues... ¿quieres que te enseñe un nuevo truco? —la actriz bromeó con cierta malicia, antes de acercársele aún más, conducir su boca a su cuello y darle un chupón en la parte inferior.

—Me vas a matar —él exhaló, cerrando los ojos—. Joder...

—¿Cansado, señor Gauvain?

—No... no aún —contestó, y al segundo ella lo empujó al lado vacío de la cama y rodeó a su cuerpo con sus piernas—. ¿Qué haces?

—Bueno, me dijiste hace unos días que me dejarías hacerte lo que quisiera... —se deslizó hacia abajo, corriendo sus manos por su pecho hacia sus muslos—. Es hora de que cumplas con tu promesa.

—¿Q-Qué?

Al sentir sus labios besar la parte inferior de su ombligo y luego descender hacia la parte más sensible de su cuerpo, el periodista no vio estrellas, sino galaxias completas formarse y expandirse a su alrededor.

Deseó, con todo su corazón, que el sol fuera exiliado y que el reino de la noche fuera eterno. No quería tener que vivir alejado de semejante placer por los próximos días o semanas. No quería pensar en el momento maldito en el que tendría que alejarse de aquellas nebulosas, olvidarse de aquellas policromáticas constelaciones y volver a la tierra, cayendo con la gracia de un meteorito en su aburrida y desaturada realidad.

Lo que más anhelaba era perderse entre esas paredes de madera para siempre, desaparecer entre las mantas húmedas y las voluminosas almohadas para jamás ser encontrado, permaneciendo cerca del vibrante espíritu que lo acompañaba por el resto de sus días.

Esta fantasía era la más bella de todas y la más decepcionante. Porque sabía que, así que tuviera que dejar aquel dulce espacio, cualquier probabilidad de convertirla en realidad se volvería nula.

Pasó las próximas horas acariciando la cabellera de Jane, contemplando qué podría hacer para congelar el tiempo y volverse parte estática de aquel maravilloso cuadro. Eran pensamientos inútiles, pero genuinos, que provenían de un simple hecho; no quería dejarla otra vez.

Con un suspiro, se alzó sobre sus pies, la acomodó sobre la cama y se vistió. Caminó a la cocina, les preparó un desayuno simple y abrió la ventana de la sala. El sol aún no nacía, pero lo haría pronto. Con pasos pesados y el corazón decepcionado, le dio un beso de buenos días y la despertó.

—Pronto me tengo que ir —dijo, masajeando su hombro descubierto—. ¿Veamos el amanecer juntos antes?

Jane levantó su cabeza de la almohada, confundida.

—¿Qué horas son?

—Las seis y media.

—¿La noche pasó tan rápido así?

—La felicidad es efímera —le sonrió, entristecido—. Además, es verano... El sol sale temprano.

—Pues extraño el invierno —ella lo jaló de vuelta a la cama y le dio un abrazo apretado.

—Mi amor...

—Sólo quédate cinco minutos más aquí.

—Pero el desayuno...

—Solo cinco —insistió, sabiendo que él sería incapaz de decirle no.

Escucharon el canto suave de los pájaros y el rodar de los primeros carruajes en la calle. Oyeron la campana del lechero y el silbido del repartidor de periódicos del barrio. Vieron, a través de la ventana, como el cielo abandonaba el misterio del azul por la templanza del celeste y la ternura del rosado, y como los árboles se sacudían en la distancia, siguiendo el movimiento del viento junto a las olas del lago Colburgue. Jane estiró entonces su mano libre, le dio cuerda a la caja de música y dejó que su reconfortante melodía les besara los oídos.

—En caso de que no te vea hasta el próximo año... —ella murmuró—. Quiero desearte suerte y mucha tranquilidad, para que puedas trabajar en paz y vivir tu vida sin sufrimiento alguno. Y quiero también agradecerte. Por primera vez en mucho tiempo podré pasar la navidad al lado de Carol... Tan solo pensar en eso ya me hace extremadamente feliz.

Él, apoyado en su pecho, giró la cabeza y la miró.

—Es lo que mereces. Lo que siempre has merecido... Serenidad, comodidad y amor...

La actriz, conmovida por su sinceridad, se inclinó y le besó la tez, sonriéndole con ternura. Tal vez no lo vería en un buen tiempo a partir de entonces, pero sabía que aguardaría el paso de las horas con paciencia, teniendo aquellos bellos recuerdos para hacerle compañía.

—Ten unas felices fiestas, Theo.

—Tú igual, mi amor.  

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