𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟸
Merchant, 10 de diciembre de 1888
Con el paso de los días, el cuadro de Helen se volvió más estable. Por ello, sus médicos concordaron con su pedido de regresar a casa y ser tratada en la comodidad de su hogar. Como aún no podía caminar o permanecer sentada por mucho tiempo, fue movida a su residencia a través de una ambulancia y hamaca. Theodore ayudó a los enfermeros a cargarla al segundo piso, ignorando el creciente dolor en su rodilla —que desde su tropiezo en Hurepoix le causaba problemas—.
Luego de acomodarla, agradecer la amabilidad de los funcionarios y escoltarlos a la salida, él regresó a sus aposentos, cojeando. Pese a su tontura y desorientación —causada por el coctel de remedios que se veía obligada a tomar—, la señora Gauvain percibió la irregularidad de su caminar y no logró esconder su preocupación.
—Tienes que descansar —le dijo al verlo cerrar la puerta.
—Quisiera —el hombre se quitó los zapatos y se sentó en el lado vacío de la cama—. Pero no puedo. Tengo cosas que hacer.
—Theo —rogó—. Acuéstate un poco. Aunque sea solo por media hora.
El quejumbroso periodista quiso negar su petición, pero decirle que no últimamente le resultaba difícil. Así que acabó derrumbándose sobre su almohada, con un exhalo largo.
—Tengo que ir a la imprenta...
—Más tarde.
—Y al mercado...
—Después. Solo relájate.
—Si lo hago me quedaré dormido... y no puedo.
—La Gaceta estará bien —se mantuvo un tiempo callada, hasta que una idea cruzó su mente—. A no ser que no es ahí donde realmente quieres ir.
Él respiró hondo. Jugó con el anillo en su meñique, observando la brillante piedra azul que lo coronaba. Contemplaba si debía ignorar su duda o si debía decirle la verdad. Al final, decidió que de nada le serviría mentirle; Helen no creería en sus débiles argumentos.
—¿Podemos no hablar sobre esto ahora? —fue la única respuesta franca que se le ocurrió para escapar de su interrogatorio, sin tener que romper su confianza.
—Me dijiste que quieres ser un hombre mejor.
—Y lo hago.
—Entonces deja de mentirme.
—No estoy diciendo ninguna mentira. Solo no quiero hablar sobre nada ahora.
—Me dijiste que tienes que ir a la Gaceta y al mercado, cuando ambos sabemos que Bernard se está encargando de tu trabajo y que nuestras mucamas sin duda ya han ido de compras.
—Bueno... —dejó de hablar al ver que no podía refutar su argumento.
—Ted —ella dijo luego de un tiempo—. No tienes porqué mentirme.
—Y no quiero, pero... no quiero herirte tampoco —confesó, con un tono más genuino—. Y sé que la explicación que demandas será dolorosa para ti.
—Puse un pie en el umbral de la muerte hace unos días, créeme que nada será peor...
—No digas eso —él se molestó.
—Estoy siendo sincera.
—No, estás siendo cruel para forzarme a hablar. Si quieres la verdad, no hagas eso... por favor —volteó su rostro hacia la ventana.
Helen quiso darse un palmazo a su propia cara.
—No percibí que estaba siento cruel —murmuró—. Lo siento... solo bromeaba.
—Está bien.
—No, no lo está... pero es que... —sacudió la cabeza—. Me preocupa, nunca saber dónde estás, o a dónde vas... No te dije nada al respecto antes porque nunca tuvimos la oportunidad de discutirlo, pero...
—¿Quieres que deje de verme con Jane, es eso?
—¡No! —lo interrumpió, antes que se enojara—. No es eso en lo absoluto.
—¿Y entonces?
—¿Qué pasa si algún día tenemos alguna emergencia aquí en casa y no sé dónde estás? ¿O si sufres algún accidente y no sé cómo encontrarte? Siempre sales por la noche, Dios sabe adónde fuiste, o vas, con quién, y qué haces... Y mira, no te detendré de irte de aquí jamás. No soy tan ingenua como para creer que me harías caso si siquiera lo intento, pero... me preocupo por ti. No puedo evitarlo. Me preocupo al no saber dónde estás. Es por eso que quiero que seas sincero conmigo. Que me digas la verdad sobre tus paseos. No por querer controlarte... sino por querer estar tranquila, al saber que estás bien.
Al oír sus palabras, él bajó sus murallas y dejó de lado su actitud recelosa, defensiva. Nunca había sospechado, ni supuesto, que Helen sentía semejante angustia. A años creía que ella no quería saber cuál era su destino en lo absoluto, y que lo único que exigía de su parte era discreción, no explicaciones.
—¿De verdad te importas por eso?
—¿Crees que no?
—No, yo... pensaba que... —abrió y cerró la boca un par de veces, atónito—. Sabes... no importa. No importa lo que pensaba. Si quieres realmente quieres saber dónde estoy...
—Lo quiero.
—Estoy casi siempre en la calle Colburgue, número 1806 —admitió—. En la menor de todas las propiedades de la cuadra. No es difícil encontrarla.
—Pero la calle Colburgue queda muy cerca de aquí...
—Es donde Jane vive —Se encogió de hombros, ocultando la otra parte de la verdad; él le había comprado la residencia—. Ella y su hija se cambiaron ahí hace unos meses.
Su esposa asintió lentamente, absorbiendo la nueva información.
—¿Y qué hay del padre de esa niña? Me acuerdo que comentaste algo a su respecto hace algunos meses. Si no me equivoco, él quería llevársela de aquí a Saint-Lauren, ¿cierto?
—Él no ha vuelto a aparecer, por suerte —le respondió, aliviado—. Solo lo hace cuando quiere dinero. No se importa por ella en lo absoluto. Jane es la que actúa como padre y madre para Caroline... Y yo intento ser una figura paterna en su vida, para que no se sienta abandonada, pero... no es lo mismo.
—Entiendo —Helen tragó saliva—. Y por curiosidad, ¿cuántos años tiene?
—Cumplirá catorce en enero.
Ella hizo una mueca apenada. Recordar su edad la devastó.
—Aún es una muchacha.
—Sí. Y merecía a un hombre más decente como padre, no a ese hijo de perra de Albert... —Sacudió la cabeza, irritado con el simple pensamiento del sujeto—. Pero, en fin. Se fue de Merchant y ojalá no regrese nunca.
—Por tu voz, pareces odiarlo más que a August —ella bromeó, con una casualidad que lo tomó desprevenido.
—No lo sé... ese bastardo está a la par —Se acomodó sobre la cama, queriendo verla mejor—. Pero... creo que estamos hablando demasiado sobre mí. ¿Cómo te sientes tú, respecto a él?
—Que bueno es recordar que la sutileza no es lo tuyo.
—Solo quiero ser directo. Perdón, si te ofendí...
—No, no... —Ella miró al techo, luchando contra sus emociones—. La verdad... aún no sé cómo debería sentirme. Yo... yo lo... —Suspiró.
Él, entendiendo el punto que su esposa quería hacer, pero sabiendo que le faltaba el coraje para hablar, tomó a una de sus manos y la acarició.
—Repito lo que me dijiste, no necesitas ocultarme nada. Si yo puedo ser sincero contigo, tú también lo puedes ser conmigo.
—No quiero que te enojes.
—No lo haré —prometió con una voz suave—. Ya no te juzgaré por nada. Me convencí de ello en el hospital.
—Theo...
—Dilo —insistió.
—Yo amaba a August —Sacudió la cabeza, indignada por sus propios sentimientos—. De verdad lo hacía. Y sé que para él lo nuestro fue apenas un caso más, pero para mí... lo fue todo. Tú estabas siempre lejos de aquí, trabajando... Yo no lograba conectar con mi vida como dueña de casa. No lograba divertirme con nada... él era el escape perfecto. La dulce ilusión que necesitaba para olvidarme de mi agria realidad.
—Te entiendo —Ella volvió a mirar a Theodore, luego de oír su respuesta—. No puedo decir que es la misma situación, pero... lo mío con Jane comenzó de la misma manera. Yo quería un escape de todo. Y ella estaba ahí.
—¿La amabas?
—¿Cuándo la conocí? No... me sentí muy fascinado por ella a primera vista, eso es cierto, pero... —Su remordimiento por sus viejas actitudes era notorio—. Como te lo dije, mis relaciones siguientes a nuestra separación fueron basadas en placer y en venganza. Quería desquitarme contigo teniendo amantes por doquier. Y creí que ella podía ser mi próxima conquista, pero me rechazó —Sonrió, nostálgico—. Yo creí que sería fácil tenerla para mí, pero no lo fue... ni un poco. Y tan solo entonces mi atracción por ella se convirtió en amor. Cuando noté que tendría que luchar por ella, y que tendría que esforzarme para ganarme su cariño.
—¿De veras? —Helen alzó las cejas, sorprendida—. Pensé que lo de ustedes había sido algo instantáneo.
—No, no... pasé meses intentando ganarme su confianza. Ella no quería involucrarse con un hombre casado, famoso en el puerto, y en retrospectiva, no la culpo por ello. Nuestra relación hasta hoy es muy peligrosa. Pero yo no me rendí. Y en algún momento, mi deseo superficial pasó a ser interés... lo que me llevó a quererla de verdad, a volverme su amigo, y a encantarme por su alma —Pestañeó, deslumbrado por la sinceridad de su confesión—. Pero mi plan inicial no era enamorarme. Solo... divertirme. Nada más.
—Pero no sé puede controlar al corazón.
—No... definitivamente no.
Helen desvió su mirada al techo otra vez, pensativa.
—¿Y cuál su opinión sobre mí? Debe odiarme...
—No. Por lo contrario, Jane te tiene un respeto sin tamaño. Lo sé por la cantidad de veces que me ha regañado por no pasar más tiempo en casa contigo y con los niños.
—¿Ella te regaña por eso?
—Todo el tiempo —Theodore se rio—. Y desde el día en que la conocí hasta hoy, no acepta que yo haga el mínimo reclamo sobre ti... se vuelve furiosa. Dice que debo respetarte como mi esposa y tiene la razón. Debo hacerlo.
A su lado, la expresión de la señora Gauvain pasó de sorprendida a arrepentida.
—Siento que he sido demasiado cruel y desdeñosa con ella. Es cierto, nuestra situación no es... Cómoda, mucho menos ideal, o moralmente corecta —Hizo una pausa y le dio un apretón a la palma de su esposo—. Pero es evidente que ustedes se aman. Y por eso creo que debemos llegar a un acuerdo, para poder convivir en paz, entre todos.
—¿Cuál?
—Me dices dónde estás antes de partir y yo nunca vuelvo a cuestionar tu ausencia. Me prometes que nunca dejarás de ser mi amigo y puedes continuar siendo su amante.
—Helen... no necesito prometerte eso. Jamás te abandonaré —juró, antes de respirar hondo y abrazarla—. Solo te pido algo de vuelta.
—¿Qué?
—Que me perdones por todos mis errores y ofensas.
—Ya te dije que no hay nada que perdonar.
—Lo hay. Sabes que lo hay —Se separó y se acomodó a su lado, apoyando su codo en la almohada y su cabeza sobre su mano. Pasó un tiempo callado, apenas observando el subir y bajar de su pecho, antes de preguntar:—¿Y qué hay de ti y August? Tú también lo amaste. ¿Tienes pensado reencontrarlo?
—Nunca más lo quiero ver, si de mí eso depende. Ese desgraciado me destrozó... y no quiero darle ese poder sobre mí de nuevo. No quiero entregarle mi corazón para que lo deseche como si de nada le importara.
—Lamento que hayas tenido que pasar por eso.
—Y yo lamento haber confiado en él algún día —Lo miró de vuelta, sensible y vulnerable—. Nunca debí haber caído en sus mentiras, en sus promesas vacías...
—La culpa no fue tuya, no cuando a esto se refiere. Él se comportó como un canalla por cuenta propia. No necesitas reprocharte por su partida... aunque lo que sí me preocupa es no saber qué le diremos a Nicholas cuando crezca... ¿Siquiera quieres que él sepa la verdad sobre quién es su padre de sangre?
—No. No quiero que se acerque a August. Es un pésimo modelo a seguir y a cada día que pasa me convenzo más de ello. Además, Nick ya tiene el padre que necesita aquí mismo... No querrá a nadie más que tú.
Theodore, luego de asentir, amplió su sonrisa. Su voluntad sería cumplida, para asegurar el bienestar del niño. Si su esposa creía que era mejor para él estar lejos de su padre biológico, no se opondría a ello.
Considerando aquel como el final perfecto para su conversación, el periodista se volvió a acomodar sobre la cama, ahora apoyando la espalda en el colchón. Con el rostro mirando al techo y una de las manos aun sujetando la de Helen, acarició su piel con cariño, agradeciendo en silencio el tiempo que habían compartido y la amabilidad con la que se habían tratado.
Luego, él se tomó una siesta corta, de más o menos unos treinta minutos. Ella lo siguió en su sueño y —para su total estupefacción— se despertó envuelta por sus brazos. Pese a estar inconsciente, Theodore se había acomodado a su lado sin lastimarla y sin tocar áreas aún sensibles en su cuerpo. Su agarre también era bastante delicado, distinto al que caracterizaba sus noches con August, y le ofrecía la oportunidad de escaparse de él así que lo hallara debido. Pero ella no se quiso apartar. Estaba cómoda ahí.
Además, verlo dormir con la cabeza sobre su hombro, acurrucado a un costado de su torso como un gato con frío, la hizo sonreír con completa felicidad por primera vez en días, y le causó un rubor inocente en las mejillas, que no había sentido desde su juventud.
Con un suspiro sereno, ella corrió los dedos por sus mechones y masajeó su cuero cabelludo, sintiéndolo respirar más hondo, con menos apuro. Cuando al fin su esposo abrió los ojos, hinchados por su sopor, él pareció confundirse con la domesticidad de la situación. Aun así, no reclamó de nada.
—¿Qué horas son?
Helen miró al reloj de la pared.
—Las dos con treinta y seis.
—Tengo que irme a la imprenta... y no miento de esta vez. De veras tengo que irme ahí antes de visitar a Jane —Exhaló, algo molesto de tener que levantarse. Luego, se inclinó adelante y por impulso, besó la frente de su mujer—. Gracias... por todo.
—Tú igual —Pestañeó, contenta—. Ahora ve... pero antes, pídele a Régine que me traiga a Nicholas, por favor. Quiero quedarme un poco con él.
—¿Segura?
—Sí. Ahora ve a resolver tus asuntos pendientes; te estaré esperando aquí.
---
Theodore se dio un baño antes de salir, queriendo verse un poco más energizado de lo que se sentía. Aprovechó la instancia para afeitarse la barba y aparar su bigote, devolviéndole la forma que había perdido, luego de tanto tiempo sin cuidados. Después de perfumarse, vestirse, regresó a su habitación, se despidió de Helen otra vez, bajó las escaleras, habló con Régine, y se despidió de todos.
De ahí, se subió a la primera diligencia que encontró y corrió a su imprenta. Quería ver si todo seguía funcionando de acuerdo a sus parámetros y si Bernard había logrado hacer un buen trabajo en su ausencia. Para su alivio, la línea de producción continuaba tan activa como siempre y a la sala de redacción no le faltaba creatividad.
Los principales temas que discutirían aquella semana eran la lucha del ministro de justicia por aprobar la Ley de Derechos Civiles y el aumento del presupuesto militar, autorizado por el ministro de Defensa. Temas lo bastante controversiales como para volver a llamar la atención del público hacia el diario, pero neutros lo suficiente como para protegerlos de cualquier odio radical de parte de los mercenarios.
—¿Y? ¿qué piensa usted? —uno de sus reporteros le indagó, al mostrarle la maqueta del periódico del miércoles.
—El texto está excelente, pero me encantaría exponer la opinión de Thomas Morsen al respecto de todo esto.
—Perdón, señor, pero creo que es bastante obvio qué piensa... Ha hecho de todo para detener el paso de la Ley de Derechos Civiles.
—Las acciones y actitudes son olvidadas por el tiempo, Harrison. Las palabras permanecen. Necesitamos evidencia tangible de su intolerancia —Le devolvió los papeles—. Así que intenta conseguir una entrevista con él o con alguno de sus funcionarios.
—¿Y si se niegan a dar una?
—Busca a uno de sus antiguos empleados que renunciaron recientemente, sin duda querrán contar su lado de la historia y tendrán muchas opiniones que dar —Se quitó sus lentes del rostro—. Si eso tampoco resulta, eres libre de publicar esto tal y como está. Pero insisto, sería perfecto tener una declaración formal por parte de Morsen. Sea positiva o negativa.
—De acuerdo —El sujeto suspiró—. Intentaré contactarlo.
—Dale... y ¿qué más tienen preparado?
La reunión con su equipo de periodistas duró menos de una hora. Theodore escuchó atentamente a todo lo que habían hecho y escrito en su ausencia e intentó dar su opinión más sincera en cada uno de los proyectos discutidos. Luego, salió de la sala y entró a su despacho, a revisar sus cuadernos de cuentas —actualizados en su ausencia por su hermano—. Después de comprobar que todos sus gastos coincidían con el monto final, guardó la pila de libretas en su debido cajón, caminó hacia la línea de producción y ojeó el trabajo de sus funcionarios de cerca, llegando a charlar con algunos de ellos, queriendo saber los minuciosos detalles de lo que había ocurrido mientras acompañaba a Helen en el hospital. Fue mientras conversaba que Henry regresó al edificio, luego de haber completado la entrega de los tirajes del día siguiente a los quioscos de la ciudad.
—Hey... —El periodista le hizo una seña, antes de moverse hacia él.
—¡Señor Gauvain! ¡Al fin regresó!
—Sí... Al fin —Le sonrió, viéndolo apoyar su bicicleta contra la pared—. ¿Cómo has estado?
—Nada de lo que reclamar. ¿Y Usted? Oí que su hijo nació.
—Así es... se llama Nicholas y está muy bien, gracias —contestó de buen humor, ocultando el frágil estado de salud de su esposa para no arruinar la liviandad de su interacción—. Ehm, ¿podrías hacerme un gran favor? Cuando termine tu hora de almuerzo, ¿puedes ir al Odeón y entregarle un mensaje de mi parte a la señora J.?
—Puedo ir ahora mismo, si quiere —el chico ofreció—. Mis treinta minutos de descanso acaban de empezar. Voy a la panadería de mi tío a comer. Puedo pasar al teatro antes de llegar y le entrego el mensaje.
—Eso es aún mejor —Sacó de su abrigo la nota que le había escrito a la actriz mientras aún estaba en su despacho, junto a un puñado de monedas—. Toma. No estaré aquí cuando regreses, así que... mejor te pago por tu servicio ahora.
—No es necesario, señor...
Theodore alzó una mano, callando sus protestas.
—Quédatelas —Le dio unas palmaditas en el hombro—. Y tómate quince minutos más de tiempo libre.
—Pues gracias, señor.
—De nada y ten un buen viaje.
Henry, ya pensando en gastar toda su propina en la tienda de dulces, volvió a subirse a su bicicleta, entusiasmado, y pedaleó lo más rápido que pudo hacia el teatro. Al llegar, entró por el acceso destinado únicamente al personal, se deslizó por las tramoyas y bambalinas siguiendo un camino que ya conocía de memoria, corriendo entre las bailarinas y actrices con naturalidad. Al encontrar a Jane, conversando con algunos de sus compañeros de escena, se quitó la boina y frenó sus pasos.
—Señora.
—¡Henry! —Ella le sonrió, algo nerviosa, y se apartó del grupo—. ¿Qué pasó?
—Le llegó mensaje —Estiró la nota adelante—. Es del señor G.
Al oír su comentario, el semblante contento de la dama se estremeció. A días no sabía nada sobre Theodore.
—¿Volvió a la imprenta?
—Sí, hoy mismo.
—¿Y cómo está?
—Se ve cansado, pero dice que está bien. Ah, y su hijo nació.
—¿De veras?... pues eso explica mucho. Mándele mis felicitaciones, por favor —Guardó el papel en el escote de su vestido—. Y gracias por venir.
Tomando aquellas palabras como un sutil pedido para que se fuera, el chico se volvió a poner el sombrero, le hizo un gesto de despedida con la mano y se marchó, dejándola atrás a revolcarse en su curiosidad y en su angustia.
Así que pudo, Jane huyó al techo del edificio y desdobló el pequeño mensaje enviado por su amante, ojeándolo con interés.
"Perdón por desaparecer. Nicholas nació y Helen fue hospitalizada después del parto. No tuve tiempo de escribirte. Encuéntrame en el lago Colburgue, hoy a las doce, después de tu presentación. Te extraño y te amo.
-T.G."
Al terminar de leerlo, soltó un exhalo aliviado. Pese a tantos años de fidelidad y de confianza, pensó que el hombre había seguido el ejemplo de todos sus anteriores amantes y la había abandonado, yéndose de su vida sin siquiera despedirse. Una parte de sí se odió por haber asumido lo peor, pero la otra —acostumbrada a una decepción amorosa tras otra— insistió que su suposición había sido lógica. No correcta, no justa, pero racional.
Gracias a la nota, su tarde de trabajo pasó en un pestañeo. Así que pudo corrió hacia el lago, atravesando las tinieblas de la noche para lanzarse a los brazos de su amante.
Al verla aproximarse, él la atrapó con todo el cariño que había guardado para sí durante su ausencia, hundiendo su rostro en su hombro y respirando su suave perfume con una sonrisa aliviada. Tambalearon de un lado a otro por unos minutos, antes de apartarse para poder mirarse y así tranquilizar sus aflictos corazones.
—Te pido mil perdones por haberme desvanecido, sin avisarte nada...
—No necesitas disculparte. Solo cuéntame qué pasó, me estoy muriendo de curiosidad. Y explícame porqué nos tenemos que encontrar en este parque, en vez de hacerlo en mi casa.
—Es porque no puedo estar lejos de Helen por mucho tiempo. Solo vine aquí porque necesitaba hablar contigo —Acarició su mejilla—. Después debo volver a mi hogar.
—Con este tono me estás asustando —ella admitió—. ¿Qué sucedió?
—Helen tuvo ciertas... complicaciones en el parto.
—¿Complicaciones? ¿Cuán graves?
—Tuvo una atonía uterina. No puedo explicarte exactamente qué es, porque no lo sé... Solo te puedo afirmar que es grave, y que perdió mucha sangre. Y el flujo no... no paraba —se forzó a decir y apenas por su inflexión, la actriz supo que la situación era mucho más severa de lo que se había imaginado—. No tuve otra opción a no ser llevarla al hospital. Ahí la operaron y le removieron el útero.
—Dios... —Jane no pudo ocultar su espanto—. ¿Y eso fue hace cuantos días?
—Cuatro.
—¿Y ya está en casa?
—Regresó hoy.
—Supongo que ha mejorado un poco, entonces.
Él hizo una mueca incierta.
—Más o menos. Puede hablar, comer y respirar... pero no logra caminar, ni permanecer despierta por mucho tiempo —Exhaló—. Finge estar bien, pero logro ver que miente. Aún tiene bastante dolor... y está débil. Solo dejé que volviera a casa porque me rogó que la sacara del hospital, pero... estoy temiendo lo peor. Creo que tal vez me equivoqué al ceder ante su voluntad.
—Si ella te pidió eso, es porque sabe que estará bien. Conoce su situación mejor que nadie. Mejorará —La actriz detuvo su pesimismo con su bondad—. Además, no dudo que le hayas conseguido el mejor equipo médico de Merchant mientras estaba internada. ¿Dónde la operaron?
—En el Marcel Meyer.
—¿Y qué hay del bebé?
—Nicholas está bien... es un niño fuerte, guerrero. Tiene el espíritu y el rostro de su madre, gracias al buen Dios —bromeó por un instante, luego lagrimeó—. No quiero que él crezca sin ella a su lado... no quiero que Helen...
—No morirá —Llevó su mano a su mejilla y le secó la piel con su pulgar—. Si ya ha sobrevivido a la cirugía y al sangrado, vivirá. No tengo dudas de ello —Lo jaló a otro abrazo, más estrecho y amoroso que el anterior.
—¿Y tú? —el periodista le preguntó, de pronto—. Estoy tan desorientado por lo que pasó que se me olvidó preguntarte cómo estás; perdón.
—Estoy bien, no te preocupes —contestó al apartarse—. Caroline está resfriada, pero lo peor ya pasó. Está mejorando.
—Quería ir a verla... pero...
—Ella lo entenderá, tranquilo. Te diré que le enviaste un beso y un abrazo —Sonrió—. Tengo una buena noticia, eso sí.
—¿Cuál? Estoy rogando para oír algo positivo estos días.
—Me eligieron para el rol protagónico de la próxima obra del teatro.
—¿De veras? —Theodore se limpió las mejillas y copió su semblante entusiasmado.
—Sí... participaré en la obra de un escritor Carcoseño, que fue escrita ya hace unos años... No sé si la conoces, se llama "Fensalir"... —Al verlo sacudir la cabeza, ella aclaró:— Es una ópera sobre la Diosa nórdica Frigg, la esposa de Odín.
—¿Tú serás una Diosa? —Alzó una ceja, impresionado—. Bueno, ya tienes la belleza y la gracia de una, era de esperarse.
Ella, riéndose, lo tomó de la mano.
—Sí, seré Frigg. Que es, entre otras cosas, la Diosa del matrimonio... Irónico, considerando mi situación con Albert.
—Ese malnacido puede ser tu esposo en el papel, pero yo soy el tuyo en espíritu — Theodore levantó su mano, señalando al anillo que les había comprado—. Así que no creo que estás tan mal.
—Tienes razón —Lo besó—. No lo estoy.
Al oír voces acercándose, se vieron obligados a interrumpir su ternura. Se separaron con expresiones asustadas, antes de comenzar a caminar en la dirección opuesta a los demás peatones, escapando de sus miradas curiosas por las orillas del lago.
Fueron a parar a una rosaleda mal iluminada, a unos metros de distancia. La ausencia de la luna y de lámparas los tranquilizó. Aunque una multitud cruzara el sendero paralelo al jardín, nadie los vería en medio a las tinieblas.
—Eso fue por poco —Ella se rio, nerviosa. Pero al ver el rostro del periodista, su buen humor y liviandad se esfumó. Se veía exhausto—. ¿Estás bien?
—Mi rodilla... —Sacudió la cabeza, apoyándose contra uno de los soportes de metal dónde se enredaban las rosas—. Desde ese viaje a Hurepoix me causa problemas, más aún cuando estoy estresado.
—¿Aún? ¡Pero ese accidente fue hace meses!
—Lo sé... debe ser la edad —Sonrió e hizo su mejor esfuerzo en ignorar su tono patético, derrotado—. Voy a cumplir cuarenta y uno en un par de meses, después de todo... las articulaciones comienzan a fallar.
—Deberías descansar cuando vuelvas a casa.
—¿Sin que tú estés a mi lado? Creo que es imposible. Puedo dormir, pero sigo agotado —Enderezó su postura y se le acercó—. Quería mucho poder pasar la noche a tu lado, solo reposando... viendo tu respiración volverse cada vez más lenta... viendo la luz de las estrellas cubrir tu piel... y escuchando tus quejidos al voltearte —le dijo en un tono bajo, atascado entre melancólico, nostálgico y seductor, antes de llevar una mano a la mandíbula de Jane—. Prometo que en breve lo haré —La besó a seguir, sintiéndola rodear su cuello con su brazo, aproximándolo aún más a su cuerpo—. Así que Helen mejore... estaré de vuelta.
La actriz concordó, pese a parecer más preocupada en seguir besándolo que en aceptar su sutil pedido de disculpa. Él por su parte prefirió no comentar nada al respecto, rindiéndose ante sus deseos sin objeción alguna. Y lo hizo porque sabía que su ausencia era mucho más dolorosa para ella, que para él.
Aquella mujer delante de la sociedad era reducida apenas al rol de su amante. No podía evidenciar sus celos a gusto, no podía demandar que dejara de pasar tiempo con su familia para complacerla, ni tampoco exigirle su total lealtad. Él podía ser el único sol al que ella tenía, pero ella no era el único planeta en su sistema solar. Y él entendía la gravedad de aquella injusticia.
Por lo tanto, si podía traerle al menos un poco de felicidad y satisfacción, lo haría sin pensar. Si eso involucraba callarse y aceptar todos sus caprichos, no se opondría. Él no podía darle todo su tiempo, pero siempre le entregaría su cuerpo y alma, sin hesitar.
—¿Cuánto tiempo le dijiste a que estarías fuera de casa? —Jane le preguntó, corta de aliento.
—No le especifiqué nada... solo le dije que volvería antes del amanecer. Pero no me siento bien dejándola sola toda la madrugada.
—No necesito toda la madrugada. Al menos no hoy —Lo prensó contra la estructura de metal a su espalda, siendo un poco más brusca de lo que había esperado—. Hoy solo quiero besarte. Tenerte —Mordió su cuello—. Y recordarte que también eres mío.
Una de sus manos descendió por sorpresa hasta la parte inferior de sus pantalones. Él, sintiendo un escalofrío descender por su espalda y cierto nerviosismo correr por sus venas, cerró sus ojos por un instante.
—No es una buena idea... hacer esto aquí.
—¿Por qué? —Ella sonrió, algo maliciosa—. ¿Tiene miedo a involucrarse en un escándalo, señor Gauvain?
—Yo...
—Pues tu temor no es necesario. No hay nadie más que tú, yo y las sombras por aquí.
—No... no es por eso —Se forzó a mirarla y a hablar, con la respiración jadeante—. No traje... Ningún pañuelo. Y no quiero ensuciarme.
—No creo que eso sea un problema.
—Jane... —Se rio, sacudiendo la cabeza. Hasta en la oscuridad ella pudo percibir lo rojo que se había vuelto—. No me digas cosas así...
—Y tú no finjas que no quieres esto tanto como yo.
—Lo quiero —confesó—. Pero... no ahora. Pídeme todo, menos esto. Porque te juro, estoy físicamente agotado.
Ella, aunque decepcionada, asintió y apartó sus dedos de su entrepierna, llevándolos hacia su pecho.
—¿Cuándo entonces, Theodore?
—¿Cuándo es el estreno de tu obra?
La dama hizo una mueca asombrada.
—¿Vas a ir?
—No me perdería ese evento por nada en el mundo —le respondió—. ¿Cuándo es?
—Este viernes... comienza a las diez, termina a las doce.
—Perfecto. Estaré ahí —La volvió a besar—. Y entonces podrás hacerme lo que quieras.
—¿Lo que quiera? —Ella alzó una ceja, de pronto interesada—. ¿Estás dispuesto a ir tan lejos?
—Te extraño. Estoy dispuesto a todo.
Aquella súbita admisión la hizo poner de lado su coqueteo casquivano y regresar a su cariño enternecido, amable.
—Ya tendremos tiempo de estar los dos juntos. Helen mejorará en breve, ya verás.
—Eso espero... porque me muero por volver a quedarme dormido en tus brazos.
—Lo harás, mi amor —Jane besó el costado de su cabeza, luego de su cuello—. Lo harás.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro