𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟼
Merchant, 15 de junio de 1883
Aquel invierno sería conocido, por el resto de la historia, como uno de los más fríos y violentos ya experimentados por las Islas de Gainsboro. En el norte de la Gran Isla, las temperaturas no subían más de los 5°C durante el día y por la noche, podían descender con facilidad a los -15°C. En el sur, el pronóstico era aún peor. En el cénit, -8°C; en plena madrugada, -35°C.
Para los ciudadanos más perjudicados por la nevada, la escasez de comida fue uno de los problemas más graves que tuvieron que confrontar; nada crece jamás bajo cuatro pies de nieve. Además, los graneros y silos —ubicados en las zonas rurales—, también habían sido cortados de los grandes polos urbanos por el cierre de los caminos intrarregionales, empeorando lo que ya era un desastre.
Sin embargo, los habitantes de Merchant y Brookmount eran versados en sobrevivir a las fuerzas de la naturaleza; eventualmente lograron adaptarse a la agresividad del clima, explotando la mayor riqueza que poseían, los lagos. Por ellos, se salvaron de la inanición. Por ellos, el consumo de pescados triplicó. En las ferias, todas las tiendas especializadas en frutas, hortalizas y legumbres pasaron a vender salmones, truchas, coregonus, tímalos, y otras variadas especies endémicas, capaces de nadar en las gélidas aguas dulces de la región sin morirse.
Los que pudieron, protegieron a sus gallinas, cabras y vacas con su vida, sacrificando a sus caballos cuando la carne roja comenzó a faltar. Hasta los más ricos, cambiaron su preciado arroz por piñón tostado.
En resumen; las condiciones no eran optimas, pero eran soportables.
Theodore, con dos niños pequeños que criar, se esforzó el doble para que su diario vendiera más en aquellos difíciles tiempos. Pasaba horas sentado en su despacho, redactando artículos hasta que sus manos se acalambraran, hasta su muñeca le rogara por un descanso con fuertes punzadas de dolor. Cruzaba las níveas montañas de la ciudad como si fueran los mismísimos campos elíseos, sin reclamar se su respiración jadeante o del entumecimiento de sus pies. Y cuando podía, compartía sus ganancias con los más pobres, intentando aliviar su sufrimiento con un puñado de granos y unas cabezas de pescado.
El día más despreciable de su vida lo había empezado haciendo justamente aquello; donando una bolsa de trigo a la Iglesia de Saint Walburga. El acto lo enorgulleció, le trajo un falso sentido de superioridad moral y —pese a haber en efecto ayudado a un grupo considerable de personas— no le hizo ningún favor a su ego. Porque en ese entonces, él no prestaba auxilio a los necesitados apenas por la bondad de su corazón; lo hacía para ganarse la gracia del público que leía sus publicaciones, para construirse una fama de hombre íntegro, afable. Lo peor de todo, era que el acto le funcionaba, y bastante bien. La sociedad que lo rodeaba lo veía como un hombre religioso, de familia, iluminado por su fe y por su empatía. Vaya falacia, vaya ilusión. Pues al momento en que un buhonero se le acercaba estando desacompañado, él retrocedía, asqueado. Cuando un mendigo lo miraba por demasiado tiempo, él giraba su rostro, avergonzado. Si un enfermo se atrevía a jalarle el pantalón, le pateaba la mano, irritado.
Volverse rico, luego de años en la más profunda pobreza, lo hizo aprender a detestar a su pasado; a todo y a todos que lo recordaran de él. En algún momento indeterminado, su aborrecimiento se convirtió en rabia, que a la vez lo transformó en una farsa de ser humano, cuya benevolencia no se extendía más allá de los gestos que le generaran provecho y de los ideales que expandieran su supuesta grandeza.
No obstante, de todos los grupos a los que despreciaba, las prostitutas eran sus enemigas más aparentes. Tal vez porque acostarse con ellas era el único placer que sentía en su extenuante rutina. Tal vez, porque cada nuevo engaño lo hacía cavilar por horas sobre la infidelidad de su esposa y la fragilidad de su matrimonio. O a lo mejor, porque veía reflejado en sus rostros cansados el mismo agotamiento que sentía en el alma, en sus ropas desgarradas por el tiempo y los elementos, la decadencia de su juventud.
Reprimía su disgusto por los minutos que les compraba y se contentaba con sentir un deleite fugaz, vergonzoso y mediocre, por saber que en casa no encontraría el éxtasis que anhelaba.
Esto fue cierto hasta conocer a Jane.
En aquella época, la dama se ganaba la vida como cortesana en los círculos sociales más refinados y lujosos. Sus cabellera negra, ojos ovalados, complexión delicada y belleza indudable, lo cautivaron desde la primera mirada que intercambiaron, saliendo de la platea del teatro Odeón. Inexplicable fueron las emociones que sintió aquella noche. La deseó sin siquiera conocerla. Se interesó antes de llegar a hablarle.
Dominado por sus más bajos impulsos, dejó que su esposa se fuera a casa sola. Le mintió, diciendo que el señor Ashman lo había invitado a una cena particular junto a otros directores editoriales y que sería una desdicha no atender.
Una vez a solas, con la sutileza y discreción de un hombre encaprichado, la sedujo y la convenció a dejar el lugar junto a él. O al menos eso pensó que había hecho, pero se engañó rotundamente; la dama no se doblegó a su voluntad en ningún momento. Hablaron por una infinidad de horas, eso es cierto, pero ni el más profano de sus versos logró conquistarla y guiarla a la cama. El sueldo que se había acostumbrado a derrochar no la compró tampoco. Y al final, él se encontró confundido por su fuerza de carácter y su inflexibilidad; no eran rasgos comunes para una cortesana.
Cuando ambos regresaron a sus respectivas casas, sintió que la volvería a ver, por razones que no pudo comprender del todo. Tal vez, era premonición. Tal vez, era un deseo propio. Pero el caso fue que esto fue cierto; sus caminos se volvieron a cruzar en una manifestación contra el alza del precio de la harina.
Otra vez, se vieron atraídos uno al otro. Otra vez, pasaron todo su tiempo charlando.
No mucho se pasó hasta que cada nuevo encuentro dejara de ser un accidente y pasara a ser un hábito. La amistad que entablaron los condujo a enamorarse y la pasión que descubrieron juntos los llevó a amarse.
Al descubrir la previa profesión de la mujer, él sintió su corazón romperse en mil pedazos. Que fuera una cortesana lo podía ignorar, pero que hasta el año anterior hubiera sido una prostituta cualquiera, una sombra más de la noche, prisionera de las encrucijadas, se le era imposible perdonar.
La discusión que tuvieron luego de esta revelación fue explosiva y su separación fue inevitable. Él la odiaba gracias a su retorcido sentido de superioridad; ella lo pasó a detestar por ser un hipócrita. Los dos sufrieron por su irremediable prejuicio, pero se aferraron a él para preservar su orgullo. Ambos sufrieron en su rincón, pero él aún más por saber que se había equivocado y aun así seguir insistiendo en lo contrario. No quería admitir sus sentimientos, ni reconocer la raíz de ellos. Se había enamorado de su enemigo moral. Se había fascinado por aquello que había jurado detestar.
Pero sin ella, sus días volvieron a ser grises. Sin ella, volvió a contentarse con diminutas migajas de placer, que no hicieron más que agravar su hambre, aumentar su desespero. Con su ausencia, su taza de vino se había secado, su cornucopia se había vaciado, su campo florido, llenado de arena. Nada lo alentaba, nadie lo entusiasmaba.
En el día más despreciable de su vida, no había logrado mostrarle desdén a las muchachas que vendían sus cuerpos en las esquinas, apenas una irritación superficial —que nada más era sino la ramificación de su tristeza—. En el día más despreciable de su vida, alimentó y medicó a los vagabundos para tratar a la úlcera de su propia soberbia.
Aun así, hizo su trabajo con rigor, como de costumbre, y caminó kilómetros para verificar sus fuentes, como siempre. Pero su rutina fue de pronto interrumpida, sacándolo de su infeliz comodidad. Mientras vigilaba el ir y venir de sus funcionarios en la Gaceta, vio aparecer entre las imprentas, correas, tuercas, bobinas de papel y carretillas un cadete de la policía, sujetando en su mano una nota.
—¡Señor Gauvain! —el sujeto lo llamó, cortando el fragor mecánico del ambiente con su voz alta, energética—. Su presencia es requerida en la comisaría N°2 de Newell.
—¿Y puedo saber por qué?
El joven le entregó el mensaje que sostenía; era de Jane. La habían llevado detenida por "conducta impropia y adulterio". Furioso por las acusaciones —a las que reconocía como ciertas—, él levantó el mentón, tensó la mandíbula y guardó el papel en el interior de su bolsillo.
—Dígale al comisario que iré allá cuando termine de trabajar.
—¿Y a qué hora sería eso, señor?
—A las siete y quince, generalmente.
Salió a las nueve de la noche, cuando todos sus empleados ya se habían retirado. Con pasos apresurados, atravesó la calle desierta, cortando la gruesa ventisca con su postura curvada y su ceño fruncido. Estaba rezando para que nadie más que él hubiera leído aquella nota. No podía verse envuelto en un escándalo, no en medio a aquel horrible momento de la historia. No podía perder a su trabajo, ni dejar que sus ventas se desplomaran; tenía una familia a la que proteger y alimentar, un invierno al que sobrevivir, una carrera que solidificar.
Llegó a la comisaría de Newell en menos de cinco minutos. Cruzó por las picotas de madera sin darle mucha importancia a los presos ahí amarrados. Sus quietos cuerpos azulados no le llamaron su atención; la negrura de sus narices y dedos, mucho menos. Estaba tan concentrado en su miedo, que pasó por los muertos sin percibir lo que en verdad eran; humanos.
Habló con el comisario y con el fiscal, les pagó todo lo que Jane les debía y con la suma adecuada, consiguió que la soltaran. Caminó junto al inspector hacia las celdas reservadas para las mujeres, arrugando la nariz al sentir el nauseante aroma del lugar. La mezcla de sudor, sangre, limitada higiene personal y humedad era repugnante. Por poco no se llevó la mano a la boca, reprimiendo una arcada.
—Ahí está —El hombre a su lado apuntó con su luma a los barrotes al final del corredor.
Theodore dejó que el sujeto le abriera la puerta de la última celda, luego se le aproximó. En un espacio que cabían diez personas, había veinte. Todas asustadas por su aparición, todas intrigadas por sus motivos. Y en un rincón, recogida contra la pared, con los brazos cruzados y la silueta encorvada, vio a la muchacha que había venido a buscar.
—Janeth Durand —el inspector anunció su nombre.
Confundida, ella levantó la vista del suelo. Tenía las mejillas hinchadas, los ojos enrojecidos; había estado llorando por horas. Cuando vio a Theodore, su desespero se transformó en un profundo temor. Él, por su parte, se sintió herido por su espanto y por primera vez en años se vio forzado a reevaluar sus actitudes, sus decisiones. Al frente suyo, necesitando de su ayuda, estaba una amiga a la que amaba. ¿Sería su prejuicio y vanidad tan grandes que más una vez volvería a cegarse ante la realidad? ¿Continuaría siendo el insensible, frívolo hombre que se había vuelto?
De un momento a otro, el paraíso de mentiras en el que vivía se desvaneció. Nada restó, pero su culpa, su arrepentimiento y los intensos sentimientos que lo unían a la dama, que lo ahorcaban y demandaban ser reconocidos.
—¿Theo? —Su voz débil lo hizo despabilar.
Se quitó su grueso abrigo Ulster, caminó hacia ella, la envolvió con su calidez. Incrédula ante su bondad —genuina, al fin—, ella solo se dejó ser levantada del suelo y escoltada afuera de la comisaria.
El periodista no comprendió el verdadero impacto de sus acciones hasta que se vio de pie en medio de la calle, desarropado y desorientado. Pese a reconocer que, durante todo aquel tiempo, él había sido el villano en su relación, no pudo evitar la estúpida verborrea que se escapó por sus labios.
—¿Cómo te atreves a escribirme durante mi horario de trabajo? ¿A pedirme que venga a esta mierda de barrio, a librarte de un encierro merecido, justificado por las leyes divinas?
—¿Ni siquiera vas a dejarme explicarte qué pasó?
—¿Debo hacerlo? —replicó con crueldad—. Creo que es bastante evidente porque viniste a parar aquí... por ser descuidada. Por ser impura. Por ser una... una...
—Dilo —Ella dio un paso adelante, con los ojos vidriosos pero la dignidad intacta—. Mírame... mírame de verdad y llámame por lo que crees que soy —Ambos no volvieron a hablar por un largo instante. Apenas el rugir del viento rellenó el vacío entre los dos—. ¿Sentiste al menos una gota de empatía por mí? ¿Me quieres, en lo absoluto?
Él volteó su cabeza a un lado.
—¿Por qué crees que estoy aquí?
—¡No lo sé, Theodore! —ella estalló, cansada. —¡En un momento dijiste que me amabas, en el otro me desechaste como si nunca te hubiera importado!...
—¡RAZONES NO ME FALTARON! —bramó, mostrando sus dientes como un perro rabioso. —¡TE ACOSTASTE CON TODA LA MALDITA CIUDAD! ¡TIENES UNA HIJA CON DIOS SABE QUIÉN! ¡Y TE TOMASTE EL TIEMPO DE ILUSIONARME, DE... CEGARME CON TUS ENCANTOS!...
—Y tú eres un hombre casado, con dos hijos, que todos ven como un santo, un virtuoso... pero no pasas de un hipócrita. Una farsa —le dijo con una convicción indestructible, que lo apuñaló en su punto más débil; su idealizado carácter—. ¿Y lo peor de todo?... Te has subido a un pedestal tan alto, tan inalcanzable, que ya no puedes mirar a la tierra. Ni siquiera te dignas a intentarlo... Prefieres ver las nubes blancas que te ciegan, a la suciedad que te rodea los pies. Prefieres vivir en tu fantasía de superioridad, de arrogancia, a reconocer que eres un hombre infeliz, insatisfecho con su vida... Más miserable en la cima del mundo que en el fango, entre las almas a las que juzgas... —Tomó un respiro al verlo soltar la primera lágrima, aún sin responderle nada. Esperó con paciencia a que le gritara, que le pegara, que al menos reaccionara, pero él se mantuvo impávido—. Te agradezco por venir aquí... a esta "mierda de barrio" a rescatarme... pero ya no te quiero ver más. Y no te causaré más problemas —Se quitó el abrigo, devolviéndoselo con un empujón—. Adiós, señor Gauvain. Espero que sea feliz en su soledad.
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Concepts que hice para el capítulo hace rato jeje:
(¿Quieren saber un fun fact sobre este capítulo? 90% de él fue basado en una pesadilla terrible que tuve en septiembre de 2021... La discusión, las acusaciones, todo, fue parafraseado de ese sueño).
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