𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟻
Merchant, 01 de julio de 1888
Desde aquella revelación, Theodore había mantenido su compostura apenas para mantener unida y estable a su familia. Puso la investigación sobre los cadáveres del faro a un lado por un momento e intentó concentrarse en apoyar a Bernard en su luto, así como aconsejarlo y auxiliarlo en su cambio de casa.
Aquella era la única buena noticia que había recibido desde su llegada; él había aceptado trabajar en la Gaceta y mudarse a Merchant. Régine y sus hijos dejarían Brookmount la próxima semana y junto a él se instalarían en una posada al final de la calle, hasta que Theodore lograra encontrarles una morada fija.
—No sé cómo agradecerte... por todo —su hermano mayor le dijo, sentado a su lado en la veranda, mientras ambos bebían un poco de Candola y charlaban sobre la vida.
—No necesitas hacerlo —él contestó, con una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Puede que suene egoísta de mi parte, pero te quiero cerca... te necesito por aquí.
No fue imprescindible que ampliara su explicación para que la melancolía detrás de sus palabras fuera bien denotada. Los dos requerían del apoyo ajeno para mantenerse a flote en aquellos tiempos tormentosos y no hundirse en las gélidas aguas de su dolor.
Pero también se debe mencionar que ellos no fueron los únicos que necesitaron un trato preferencial durante aquellos tenebrosos días; Helen también lo hizo.
Ella y Raoul se habían conocido poco después de la muerte de la señora Leónie, en la única visita del hombre al sur. Ambos se volvieron amigos con sorprendente rapidez. A partir de entonces comenzó su intercambio de cartas,que duró años. Incluso después de su decline mental y su consecutiva internación en el hospital psiquiátrico Val-de-Rose, él le siguió escribiendo, aunque con menor frecuencia. Pero ella no percibió los múltiples pedidos de ayuda en sus parágrafos hasta que ya era demasiado tarde.
—No sé qué hacer con todo esto... —La señora Gauvain señaló a todos los sobres que la rodeaban sobre la cama, en pilas—. Solo mirarlos me enferma.
—Entonces no lo hagas —su esposo le dijo con fría simplicidad.
—Ignorar el problema fue lo que nos llevó a este desastre, Theodore. Jamás lo fuimos a visitar... Limitamos nuestras interacciones con él... Yo apenas le escribí de vuelta estos últimos meses —sus ojos se anegaron.
—Helen... no hay nada que podríamos haber hecho. Solo el Señor podría haberle regresado su sanidad a Raoul y no lo hizo. Si la Providencia no pudo salvarlo, ¿cómo lo hubiéramos logrado nosotros?
Oír aquella respuesta la hizo colapsar de nuevo, y él nada más pudo hacer que sujetarla entre sus brazos, sintiendo su pesar aumentar con cada sollozo y resoplido.
---
Merchant, 02 de julio de 1888
Theodore no logró dormir aquella noche de domingo. Pese a reasegurar a su mujer que nadie era culpable por el suicidio de su hermano, una y otra vez, adentro de su corazón también compartía su arrepentimiento, su aflicción.
Pasó todo el lunes trabajando con la mente en blanco, dando órdenes sin siquiera oír su voz, hablando apenas por necesidad. Cuando fue tiempo de volver a casa, tomó otro camino, yendo a visitar a la residencia Durand primero.
Había salido temprano de la imprenta, por lo que llegó al hogar de su amante a las seis y media. Para su decepción, aún no había nadie por allí. Con un exhalo cansado se sentó en el porche, a esperar por su regreso. No se incomodaría en pasar incontables horas en el frío, si al final lograba tener una charla rápida con Jane. La necesitaba, ahora más que nunca.
—¿Theodore? —Cuando escuchó su voz, ya eran las siete y quince. Ella venía acompañada de su hija, Caroline. Dónde habían estado o qué habían estado haciendo, él no supo decir—. ¿Qué haces aquí?
—Quiero conversar contigo. Si es que puedes.
—Claro —la dama respondió, recelosa, mientras miraba alrededor y rogaba que sus chismosos vecinos no desconfiaran de la aparición del periodista.
—¡Teddy! —El entusiasmo de la chica a su lado logró distraerlo de la inquietud de Jane y hasta consiguió sacarle una sonrisa genuina de los labios.
—Ven aquí —él le dijo al erguirse y la abrazó con cariño, levantándola del suelo—. Huh... ¿es mi idea o estás un poco más alta?
—¡Crecí dos centímetros! —ella respondió al ser bajada—. Mamá dijo que pronto tendrá que comprarme vestidos nuevos.
—¿De veras? —Miró a su amada, esperando su confirmación.
—Sí... tendremos que hacer sus vestidos con las velas de un barco si es que sigue creciendo tan rápido.
—No, no... nada de velas; me encargaré de que tengan las mejores telas a su disposición, aunque se vuelva tan alta como una montaña.
—La vas a malcriar así.
—Pues lo merece —Theodore amplió su sonrisa, mientras la actriz abría la puerta—. Al menos, por lo que me has contado, le está yendo excelente en sus estudios. Un premio sería justo.
—Saqué un 9.8 en mi examen de francés.
—¡Felicitaciones! —Él hizo una expresión sorprendida antes de exclamar—. ¡Ves! ¡Es un motivo excelente para regalarle un vestido nuevo!
—O un abrigo... un abrigo sería más útil.
—Dejemos que la señorita Caroline decida.
—Abrigo —ella terminó concordando con su madre, pese a su desilusión.
Al percibir que la chica se había resignado a escoger lo que más necesitaba y no lo que realmente le gustaba, él decidió que le daría ambos regalos, aunque su billetera terminara vacía al final del mes.
Todos entraron a la casa.
—Cariño... dejé un ensopado en la cocina. ¿Puedes ir a calentarlo? Así cenamos antes de que te vayas a casa de la señora McKay.
—Claro —La joven asintió y salió de la sala.
—¿Se va a ir a la casa de la señora McKay? Pero queda a cuadras de aquí...
—Tengo una función del teatro hoy a las ocho. No puedo cuidarla, y tampoco quiero dejarla sola.
—Pero... pensé que ahora solo actuabas en la matiné.
—La actriz nocturna se enfermó. El señor Ashman me pidió que tomara su lugar en esta función, porque la reemplazante está de viaje y solo llega mañana.
—Pues... no necesitas llevarla tan lejos de su casa. Yo me puedo quedar aquí hasta que vuelvas.
El semblante de Jane se congeló y por un minuto no logró respirar. Theodore notó su temor de inmediato, sin tener que hacerle preguntas, o esperar por una explicación voluntaria. Habiendo sido abusada por hombres mayores desde su infancia, era de esperarse que ella temiera dejara a su hija a solas con uno, por más que confiara en él con todo su corazón.
—Yo... —Ella pestañeó, a duras penas alejándose de sus memorias más sombrías—. Yo no...
—No la voy a lastimar —él aseguró, acercándosele—. Jamás lo haría. Tengo hijos, lo sabes.
—Eso nunca los detuvo...
—¡Mamá! —su hija la llamó desde la habitación continua—. ¡No alcanzo los platos!
—Yo me encargo —Theodore le dijo antes de que pudiera reaccionar y entró a la cocina, dejándola atrás a recuperarse de la desagradable sorpresa—. Carol, ¿adónde los dejan?
—Ahí arriba —La chica apuntó a la parte superior del armario a su frente. El agarró los dos platos que necesitaba y aprovechó de bajarle los vasos también. Al ver que no había separado uno para sí, ella hizo una mueca entristecida—. ¿Usted no se quedará a cenar?
El periodista no supo qué responderle. Había venido con la intención de pasar una velada agradable junto a la mujer que amaba y a pedirle su apoyo en un tiempo difícil, pero terminó siendo rechazado por su desconfianza —que le resultaba entendible, pero no justificable—. Quería quedarse, mas no sabía si aquello era posible en el momento. Resolvió entonces permanecer callado y sacudir la cabeza, negando su participación. Caroline, sin embargo, no logró comprender el significado de su gesto a tiempo; la voz de su madre capturó su atención primero.
—Lo hará —Jane respondió al entrar al recinto, ya recompuesta—. Él te cuidará hoy por la noche, hasta que yo vuelva.
—¡¿En serio?!
—Sí —concordó luego de un momento de hesitación, intercambiando una mirada tensa con el hombre—. Lo hará.
Que le cediera su puesto como guardiana de la chica pese a su aprensión, pese a los horripilantes recuerdos y experiencias de su pasado, calló a todas las inseguridades del periodista con respecto a su relación y lo hizo reprocharse por su propia molestia.
Al ver a la chica salir de la cocina, a poner la loza sobre la mesa, la actriz se le acercó y golpeó su pecho con la punta de su dedo índice.
—La tocas...
—Y me matas, lo sé.
La apariencia amenazante de la señora Durand se deshizo así que escuchó su réplica. Su voz, delicada y temblorosa, le partió el corazón a su amado.
—Lo siento —Bajó la vista—. Confío en ti, pero...
—No te disculpes por nada —Él le sonrió, queriendo reconfortarla—. Hablaremos sobre ello más tarde, cuando vuelvas. También tengo algunas cosas que contarte.
—Theo...
—Después —La tomó de la mano—. Ahora vamos a comer... dejemos esta discusión para otra hora.
—De acuerdo.
---
Resulta que el señor Gauvain tenía razón respecto a sus suposiciones. Cuidar a Caroline le resultó tan fácil y divertido como cuidar a cualquiera de sus otros hijos. Jugar con sus muñecas, fingir estar en una fiesta de té, leerle cuentos en voz alta, removió todos los problemas de adulto que pesaban en su cabeza, le amenizó la angustia que le comprimía el pecho y lo hizo olvidarse de su luto, por un necesitado par de horas.
Pero debía admitir que lo que más disfrutó hacer en toda su estadía fue jugar a las canicas con la chica.
Si bien para su entorno social poseer un puñado de aquellas inofensivas pelotitas era algo impropio para una dama, a ella aquello poco le importaba. Sin que su madre lo supiera, disputaba contra sus compañeros de clase en los recreos y tenía una puntería tan certera que, en su poco tiempo en Merchant, ya se había montado una impresionante colección. Poquísimos alumnos la lograban vencer y ella se jactaba de ello. Podría ser una chica, pero era una experta en el juego. Y le gustaba tanto como a su cuidador.
—¡NO!... —Theodore se lamentó con genuinidad, viendo que su canica más grande, de vidrio blanco, había sido arrematada por una pequeñísima pelota verde, lanzada a un metro y medio de distancia—. ¡Ugh!... ¡Era la mejor que tenía!
—Qué pena —Ella se rio, extendiendo su mano—. Pague, señor Gauvain.
El hombre giró lo ojos, más dramático que molesto, y le pasó la esfera. Ahora tendría que disparar desde el exterior del circulo que habían formado en el centro de la sala, usando un hilo de lana. Como quería recuperar al menos una canica grande para poder seguir jugando dentro del área, tuvo que planear su próximo ataque con sumo cuidado. Se acercó lo más que podía al suelo y eligió a su canica más liviana para realizarlo.
—Mira esto... —alardeó, tirando la pelota con toda la fuerza de su pulgar.
Esta golpeó contra su objetivo a alta velocidad, haciéndola atravesar el límite del campo, marcando su victoria. Caroline hizo una mueca de disgusto al ver el espectáculo; ahora también había perdido su canica favorita.
—¡SÍ! —Él celebró su suerte alzando un puño al alto, con una inocencia jubilosa, que no había experimentado en su infancia.
Fue en ese momento que la puerta se abrió y Jane entró a la sala, pasmada por la visión. El periodista más reverenciado de todo el sur, sin su terno, con las mangas de su camisa dobladas hasta su codo, yacía lanzado sobre el suelo como un chico cualquiera, inmerso en su regocijo. Sentada a algunos pasos de distancia del mismo, su hija la encaraba con una expresión asustada.
—¿Y qué es todo esto?
—Estamos jugando a las canicas.
—Lo veo. Y no me lo creo.
—¡El señor Gauvain me las regaló!
Ante su pánico, Jane soltó una risa corta, humorada.
—No mientas —Cerró la puerta y cruzó sus brazos, moviéndose hacia el sofá, donde se desplomó con un exhalo cansado.
—Las gané en el recreo —la chica eventualmente confesó, bajando la mirada—. Me desharé de ellas pronto, lo prometo.
—¿Deshacerte? ¿Por qué?
—Son juguetes de niño.
—¿Y?
—Yo soy una señorita —dijo con obviedad—. La tía Florence dijo que no es correcto, que yo juegue con ellas... Me hizo tirar a la basura todas las que había ganado en Brookmount, pero me dio pena hacerlo, así que las regalé a mis amigos del vecindario antes de que me fuera.
—Pues aquí no necesitarás hacer esto —Theodore cubrió los garabatos de su amante con su voz, compartiendo su irritación, pero no queriendo que la joven la percibiera—. ¿Cierto, señora Durand?
—Claro... —Ella asintió, luego de un momento intentando recuperar su tranquilidad—. Todo lo que es tuyo es tuyo... no necesitas dar, o botar, nada. No hay juguetes de niño o niña en esta casa. No hay ropas de niño o niña en esta casa. Solo existen cosas tuyas.
—¿En serio? —Su rostro se iluminó—. ¿O sea que puedo quedarme con ellas?
—Sí.
—¿Hasta las que perdí para Teddy?
El periodista carcajeó.
—Sí, hasta las que gané... toma —Le entregó las canicas que había tomado prestado para jugar, levantándose del suelo—. Ahora que tu madre llegó, me debo ir... —Le guiñó un ojo a Jane, diciéndole en secreto que volvería más tarde—. Me encantó pasar la tarde con usted, señorita Caroline.
—Yo igual, señor Gauvain —La pequeña le copió los movimientos, abrazándolo en seguida, antes de inclinarse sobre el círculo, recoger sus bolitas, guardarlas en su bolsita de fieltro y regresar a su habitación para esconderlas.
La actriz ojeó toda la interacción con una sonrisa débil en el rostro, enternecida por el cariño que ambos compartían.
—Gracias... por cuidarla.
—Siempre que me necesites —Él enderezó su camisa y se vistió su terno—. Como dije, debo irme... pero en breve regreso.
—Te estaré esperando.
Y su palabra fue cumplida; cerca de dos horas después él había vuelto, con el estómago lleno, el cabello perfumado y el cuerpo cubierto por ropas más gruesas y cálidas.
—Ella ya se quedó dormida. Me preguntó cuándo es qué la puedes venir a cuidar de nuevo, porque se divirtió mucho contigo —Su amante lo dejó entrar y le pasó llave al cerrojo.
—Todas las veces que me necesites, haré el esfuerzo por venir —él contestó, caminando derecho a su habitación, como de costumbre.
—Theodore...
—¿Hm? —Se sentó sobre su cama, mientras ella entraba al recinto y cerraba su puerta.
—Yo... quiero pedirte disculpas, por cómo reaccioné a tu propuesta.
—No la voy a aceptar e insisto, no tienes que disculparte por nada. Tienes tus motivos para no confiar en ningún hombre y los entiendo.
—Pero tú no eres cualquier hombre. Eres el hombre al que amo. Y tengo que aprender a confiar más en ti. Después de todo lo que has hecho por mí, debo hacerlo...
—Janeth —la cortó, algo frustrado—. No me debes nada. Que hayas dejado que cuidara a Caroline hoy me hizo muy feliz, después de tener dos días despreciables... —Frunció el ceño y sacudió la cabeza, reformulando sus pensamientos—. Aprecio, con todo mi corazón, que hayas confiado en mí, pese a tus miedos, pese a tu aprensión... Pero no te obligues a aceptar algún pedido mío porque sientes que tienes algún tipo de deuda, porque eso no es cierto. Si alguien aquí debe algo, ese soy yo.
—¿Qué?
Él respiró hondo, bastante emocionado.
—Últimamente he pensado demasiado en las acciones que tomé en el pasado, en mi propia ignorancia y en mi privilegio...
—¿Es esto sobre el artículo que escribiste?
—No... no es solo sobre eso —admitió, mientras ella se sentaba a su lado—. Estoy investigando un crimen, que será denunciado en la Gaceta pronto; un grupo de prisioneros ahogados fueron encontrados en la playa de la isla del faro, cerca de Romero. Yo fui en persona a ver los cuerpos y logré hallar a sus familias... Resulta que todos eran nativos, Onasinos, y fueron asesinados por defender su tierra de las invasiones perpetradas por los hombres de Thomas Morsen.
—Eso es terrible.
—Lo sé... y ni siquiera fue lo peor que pasó esta semana... —confesó con una voz fragmentada, antes de caer en llanto—. Mi h-hermano falleció...
—¿Bernard?
Él sacudió la cabeza.
—Raoul... —Hundió su rostro entre sus manos, curvándose hacia adelante—. Él... se m-mató.
—No...
—Estaba e-encerrado en un hospital, y... de a-alguna manera logró r-remover uno de los cinturones de su cama.
—¿Cinturón?
—Estaba i-internado por problemas mentales... sufría de m-melancolía severa, psicosis, ansiedad... tenía alucinaciones y a veces era n-necesario... —Se forzó a decir la siguiente parte—, Atarlo, para que no h-hiriera a los demás... o a sí mismo. Pero él... él usó una de estas ataduras para a-ahorcarse... y por estar confinado, nadie se dio cuenta a tiempo. No pudieron salvarlo.
Jane, sorprendida por toda la nueva información, compadeciendo su descontrolada tristeza, lo abrazó de lado, acariciando su espalda.
—Lo lamento, Theo...
—Y-Yo lo herí tanto... sentí tanta vergüenza de tenerlo como hermano. Me n-negué en visitarlo por años porque creí que reconocer su e-existencia ensuciaría mi reputación... —Levantó su cabeza, queriendo confesar todos sus crímenes con elocuencia—. Fui un desgraciado... con él, contigo, con todas las personas que p-pensé, eran inferiores a mí... Fui un malcriado de mierda... Un o-orgulloso de mierda...
No pudo seguir ofendiéndose. Sus sollozos le robaron la voz, el ánimo, la determinación, todo. Su amante, asustada y preocupada por la rabia en su voz, lo abrazó con mayor fuerza y lo acercó más a sí.
—Has cambiado... ya no eres así.
—Pero lo fui... —él se lamentó—. Y el daño ya está hecho. Mi hermano está m-muerto... muerto.
La actriz reconoció que, en aquel momento, no había nada que pudiera decir o hacer para consolarlo. Se resignó entonces a sujetarlo, a compartir sus lágrimas, haciendo suyo su dolor, aliviando un poco su languidez.
Cerca de media hora se pasó, hasta que él encontrara las fuerzas para levantar su mirada y estirar su espalda. Ella no lo dejó solo, por un segundo.
—¿Quieres un poco de agua? —Corrió una mano por su cabello, peinándolo con sus dedos. Al verlo asentir, le dio un beso en la tez y fue a buscar su vaso en el velador—. Toma.
Theodore bebió un sorbo largo y se lo devolvió de inmediato. No sabía si lograría sujetarlo por más tiempo, pues sus manos aún no paraban de temblar.
—Si cambié... —La miró—, es por todo el amor que me diste... Por toda la paciencia que tuviste conmigo. Y lo siento... mucho... Por haberte tratado de una forma tan desdeñosa y cruel cuando nos conocimos.
—Eso ya está atrás —Ella volvió a besarlo, se recostó sobre la cama y le hizo una seña con los dedos—. Ven aquí.
Él respiró hondo, se deshizo de sus ropas más pesadas, y se lanzó a su lado, acurrucándose en el espacio entre sus costillas y su bíceps. Ella no demoró en sostenerlo otra vez y en acariciar su cabellera, la parte trasera de su cuello, y dejar que se desmayara sobre su pecho, agotado. Solo logró dormir al oírlo roncar, al estar segura que el pobre hombre estaba descansando como debía. Pero lamentablemente, ni en sus sueños él logró estar en paz.
------
Dibujito de Raoul:
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro