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𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟸

Merchant, 21 de junio de 1888

Aquella semana estaba siendo una completamente caótica para Theodore. Sus escritos en la Gaceta sobre la corrupción del alcalde y su alianza con los mercenarios, sobre los montajes de la policía en relación a las manifestaciones, sobre la ira justificada de los trabajadores y sindicalistas hacia el gobierno, y su más reciento artículo juzgando la doble moral de los hombres de Merchant —inspirado por la charla que había tenido con Janeth—, hicieron que las ventas de la Gaceta triplicaran.

Esto significó más dinero para sus bolsillos  —algo por lo que él siempre sería grato— pero también un sinfín de ataques y defensas más a su nombre. Los textos publicados en su diario desataron una guerra de opiniones sin precedente entre los círculos más elevados de su sociedad, envolviéndolo en una interminable polémica y aumentando su controversial fama aún más. Y Helen no estaba ni un poco feliz por ello.

—¿Estás loco? —Su muy irritada esposa entró a su despacho particular con pasos rápidos, tiró un ejemplar de la Gaceta encima de su escritorio y por poco derribó su tintero.

—¿Qué hice ahora?

Ella cerró la puerta.

—Sabes que no tengo ningún problema con que salgas de casa por la noche, desaparezcas entre la niebla y te metas a alguna pocilga de quinta para joder a tu "acompañante"...

—Hey.

—... Pero ¿necesitas hacer evidente tu caso? ¿De verdad necesitas hacerlo?

—No entiendo de lo que hablas.

—¡El texto, Theodore! —Helen golpeó ambas manos sobre la mesa, obligándolo a que la confrontara—. ¡Ser amigo de una ramera es una cosa, defenderla frente a toda Merchant es otra!

—Si quieres que siga siendo tu esposo, remueve esa palabra de tu vocabulario ahora —le respondió con su usual calma, mirándola sobre sus anteojos de lectura—. Y antes de que te vuelvas histérica, el texto no es sobre ella. En lo absoluto. Es sobre una situación que presencié, volviendo de la imprenta por la noche.

La dama giró los ojos y se rio, sarcástica.

—Puedes mentirle a tu público, pero no a mí.

—No miento —Theodore bajó su pluma, comenzando a molestarse—. Escribí lo que escribí porque ya estoy cansado de que esas mujeres sean maltratadas...

—¡Putas! ¡Impuras! ¡Llámalas por lo que son!

—¿Quién eres tú para juzgar eso? —Se levantó de su asiento, cerrando su cuaderno—. ¿Qué superioridad crees que tienes, señora Gauvain? ¿Te olvidas de lo que me hiciste? Porque si quieres hablar de no seguir los designios de Dios y de la Iglesia...

—¡Lo sabía! ¡Sabía que ibas a tirarme ese error a la cara!

—¿Error? —Él rodeó su escritorio y se paró frente a ella—. Error sería engañarme una vez. Infidelidad sería engañarme dos veces. Lo que tú hiciste fue ser maldadosa. Te embarazaste de un hombre casado, que ya tiene su familia, y casi destruyes la vida de nuestra hija por querer que él se quedara en Merchant. ¿O acaso no te acuerdas del fiasco que fue su casi compromiso con John Tubbs?

La dueña de casa cruzó los brazos, evitando su mirada.

—Me equivoqué.

—No sería la primera vez —Theodore respondió de mal humor—. No voy a discutir contigo sobre morales, siendo que no las tienes, y no voy a discutir contigo sobre lo que escribo o dejo de escribir en mi diario. Lo lee el que lo quiera comprar; la opinión de cada persona es reservada apenas a ella. Acéptalo.

El periodista quiso irse, pero Helen lo detuvo, sujetándolo del abrigo.

—¡La gente habla! —La misma lo reprochó con un murmullo agresivo.

—Pues deja que hablen —Él hizo que lo soltara—. Eso aumenta las ventas.

Ahora sí, logró salir de su despacho y huir a las escaleras. Pero claro, su esposa lo siguió.

—¿Adónde vas?

—Ya lo dije, esta conversación se acabó —Bajó los peldaños, escuchando más pasos tras su espalda—. Además, tengo que encontrarme con Charles...

—¿Charles?

—Lo invité a cenar al Viking's.

—¿Ese asqueroso bar cerca de la playa?

—Venden la mejor langosta de Merchant.

—¡Es literalmente una casucha llena de ebrios! 

—¿Y qué? Eso no me impedirá de disfrutar mi langosta, ¿o sí?

—¡Theodore!

—¡ADIÓS! —la cortó, trotando hacia la puerta principal.

Agarró su abrigo, su sombrero y se deslizó afuera, ignorando los alaridos indignados de su mujer. Con un exhalo cansado, se acomodó la ropa y descendió por la calle, enfrentado el frío y el viento para llegar a la casa de su yerno. Al hacerlo, golpeó la puerta y esperó unos minutos bajo la mortal ventisca que alguien lo recibiera.

—¡Señor Gauvain! —Fue el señor Fouché quien le abrió, con una sonrisa tan cálida y brillante como la luz de los candelabros al interior de su hogar—. ¡Pase, por favor!

—Gracias —Él le sonrió de vuelta, removiéndose el bombín, cubierto de nieve—. ¿Está su hijo?

—Sí, sí... Charles está en el patio. Le pedí que buscara un poco de leña antes de que saliera. Me contó de sus planes para la noche.

—Ah, ¿sí?

—¡Sí! —El señor Fouché se sentó en el sofá, señalándole que el periodista se sentara a su lado—. ¿Irán al Wild Tulip, cierto?

Theodore, pese a no reconocer el nombre del establecimiento, concordó.

—Así es... él me dijo que era un buen lugar para ir a cenar.

—Es un excelente restaurante, se lo aseguro. Muy refinado, elegante, tiene un menú ostentoso... —El padre de Charles se inclinó adelante y en un volumen bajo, añadió:— Le recomiendo que pruebe su cerveza de castañas, es deliciosa.

—¡Te escuché, Robert! —Su esposa, la señora Fouché, apareció en la puerta que daba al comedor—. Buenas noches, señor Gauvain. No le haga caso a este impertinente de aquí. Es mejor si se mantienen sobrios, no queremos que tengan algún accidente en medio a esta nevada.

—Tranquila, señora... No beberemos nada demasiado fuerte, se lo aseguro.

—Eso espero, porque mi querido Charles es un peso liviano cuando a alcohol se concierne. Una copa de vino y ¡poof!, ya se desplomó al suelo.

El periodista se rio, más por cordialidad que por concordar.

—Como le dije, señora Fouché, no habrá nada de lo que preocuparse. Solo iremos a comer y conversar —Asintió, aliviado al ver el muchacho aparecer al fin, al lado de su madre.

—Buenas noches señor Gauvain. Perdón por la tardanza —Levantó su mano, con la que cargaba la madera pedida por su padre—. Estaba afuera buscando leña.

—No hay problema... —El periodista vio al joven dejar los troncos cortados dentro del leñero de metal, cerca de la chimenea, y se levantó otra vez. Ambos supieron apenas con mirarse que querían irse de ahí lo más rápido posible—. ¿A qué horas partimos?

—Ahora mismo. Si mis padres ya no me necesitan para nada más, eso es.

—No, no... Pueden irse —El señor Fouché hizo un movimiento para alzarse del sofá y despedirse formalmente de Theodore, pero fue detenido por el mismo.

—No necesita levantarse, usted ha trabajado durante todo el día y debe estar cansado. Quédese ahí.

El padre de Charles soltó una risa mezclada con suspiro de alivio. Realmente no quería moverse.

—Gracias al buen Dios.

—Robert, modales —Su esposa lo volvió a retar, antes de estirarle la mano al periodista—. Ojalá ambos tengan una excelente noche. Y que Dios los proteja.

—Bendita sea, señora —Theodore la tomó y la cubrió con su otra palma, dándole una leve sacudida—. Le prometo que Charles regresará aquí mañana, sano y salvo.

—Y sobrio, sin duda —El señor Fouché les guiñó un ojo y ambos se rieron. 

—Sin duda.

—Confío en usted, señor Gauvain —La dama enseguida miró a su primogénito—. Cuídate, Charlie. Y compórtate.

—Lo haré... —El muchacho la abrazó y al apartarse, añadió:— Buenas noches, a los dos —Ya abrigado, apenas se puso una bufanda roja alrededor del cuello y una boina de lana sobre la cabeza—. No esperen por mí.

—Gracias por permitirme llevarlo a pasear —el periodista dijo a seguir, caminando hacia la puerta.

—No es ningún problema, señor Gauvain... ¡Tengan una buena velada! —la mujer se despidió y su esposo siguió sus palabras con un gesto de su mano.

Luego de este rápido intercambio el dúo regresó a la intemperie, portando expresiones aliviadas. Habían conseguido engañar a sus familias sin que nadie levantara una sola sospecha sobre sus verdaderas actividades. No irían al Viking's, ni al Wild Tulip. Su destino era uno mucho más lejano y peligroso: La isla del faro.  Un pedazo de tierra tan pequeño que no aparecíaen los mapas del archipiélago, y cuya única función —como su nombre lo indicaba—  era portar una de las torres de señalización del puerto. Theodore tenía que realizar un viaje investigativo allí y su yerno, siendo un excelente marinero, había accedido a llevarlo.

—Lo logramos —El periodista se rio, con infantil entusiasmo.

—Le dije que lo lograríamos —Charles sacó los guantes que había guardado en el bolsillo de su abrigo y los vistió—. Aunque confieso que tengo una duda.

—¿Sí?

—El velero ya está encajado en el remolque, pero ¿cómo lo arrastraremos del lago Colburgue a la playa? ¿a pie?

—No, claro que no. Jamás te haría caminar por una hora por las calles de Merchant, cargando un barco. Mucho menos en este frío —Theodore cruzó los brazos—. Yo tengo unos cuantos sementales en el establo comunal. Los usaremos para llevar el barco a la costa. Ya conversé con el Señor Wyatt de antemano, él nos está esperando.

—Ah. Eso hace más sentido —El muchacho sacudió la cabeza, siguiendo el paso de su suegro.

Los dos cruzaron las gruesas montañas de nieve que cubrían la calle a paso de tortuga, cuidadosos para no caerse en alguna zanja oculta o tropezarse con algún desnivel escondido. Al llegar al edificio de la casa de postas —una construcción vecina al establo comunal— vieron que la puerta aún estaba abierta y la luz de la recepción seguía prendida. Ambos entraron y dieron de cara con el dueño de ambas propiedades.

—¡Theodore! —el sujeto exclamó, contento de verlo. Ya estaba preparado para cerrar todo y marcharse del lugar, pero como le había hecho una promesa al periodista de que lo esperaría, la estaba cumpliendo—, ¡Al fin apareciste! Ya pensaba que me habías dejado plantado aquí.

—Buenas noches, Hunter —Él le estrechó la mano, sonriendo—. ¿Mis caballos están preparados?

—Listos para el viaje, tal como los pediste —Giró sus ojos hacia el chico que lo acompañaba—. Y usted... es el señor Fouché, si no me falla la memoria.

—Charles Fouché —el joven concordó—. Buenas noches.

—Buenas... —El señor Wyatt se rascó la barbilla—. Me sorprende verlo aquí a estas horas.

—Es un buen amigo de la familia. —Gauvain aclaró, acercándose por un instante al oído de su amigo—. Está cortejando a Eleonor.

—Ah... —El maestro de postas se apartó, con una expresión alegre—. Entendí... pero eso no explica nada. ¿Adónde lo llevas?

—Vamos a cenar —Charles respondió en lugar de su suegro, no queriendo darle el nombre de otra falsa dirección al desconocido.

—Hm... Claro —Hunter, ya conociendo a Theodore a años y sabiendo de sus inúmeras aventuras nocturnas, no se creyó la corta explicación del muchacho que lo acompañaba. Pero terminó dando de hombros de todas formas, dejando de lado su curiosidad por un asunto que no le pertenecía. Agarró entonces un llavero que colgaba de la pared y se lo lanzó al periodista, sin ningún aviso previo—. Ya sabes cómo abrir la puerta del establo, cómo cerrarla y dónde guardar esas llaves. Haz lo tuyo, porque yo me voy. Quiero llegar a casa antes de que la nieve de la madrugada me entierre.

—Buenas noches, Wyatt. Gracias por quedarte aquí hasta más tarde. Te debo un favor.

—De nada, Theo... Buenas noches también, a ti y al señor Fouché —Hunter se acomodó su sombrero, antes de esconder sus brazos dentro de su chamanto rojo de lana y salir a la gélida vereda.

Con su adiós, el dúo hizo su camino al establo. Abrieron las puertas, buscaron los caballos ya equipados con sus sillas de montar y los arrastraron afuera. Les dieron un poco de agua antes de partir y de cerrar todas las puertas de la casa de postas.

Theodore ayudó que el muchacho subiera a su corcel primero, sabiendo que no tenía mucha experiencia con dichos animales. Charles era excelente grumete, pero pésimo jinete. Y cuando se convenció de que no se derrumbaría de cara a la nieve, se montó al suyo y lideró el camino hacia la calle.

—¿Adónde dejaste el remolque? —le preguntó al joven, entre los bufidos de su caballo y la percusión de sus herraduras.

—Escondido detrás de unos arbustos en la parte sur del lago Colburgue.

—¿Cerca del monóptero?

—Ahí mismo —el muchacho respondió, mientras el otro hombre se decidía por cual camino seguir.

—Creo que deberíamos ir por la calle Adrien Pettra, es la que nos ahorraría más tiempo.

—Entonces vamos.

Los dos se demoraron poco tiempo en arribar al local, pero bastante en conectar los caballos al remolque y arrastrarlo hacia fuera del pasto. La noche era tan helada, que el lago Colburgue se había congelado por completo, así como el terreno que lo rodeaba. Desde el horizonte hasta sus cercanías, todo era blanco.

—¿A cuál playa nos vamos? —Charles preguntó, tapando su nariz con su bufanda.

—La de Romero.

—Está en el barrio latino, ¿no?

—Así es —Theodore le hizo un nudo más a las sogas que aseguraban el velero al remolque—. Tenemos que llegar a la isla del faro, como te dije. Y un amigo mío que vive por ahí me insistió que la ruta más segura ahí es a través de la playa de Romero.

—¿Y porque siquiera estamos yendo allá? Usted no me dio muchos detalles.

—Ah, quiero entrevistar a Wade Nicholson, el farero. Me respondió a un artículo de la Gaceta donde hablé sobre la corrupción de los oficiales de la marina. Él dijo que quería mostrarme algo que encontró en la isla del faro y que podría estar relacionado a ello.

—¿Y no le dijo qué había encontrado?

—No. Solo me mencionó que tenía que ver con la desaparición de algunos reos de la prisión de Isla Negra, nada más —Theodore exhaló, creando una larga nube blanca a su alrededor—. Y es justo por eso que no puedo ir solo a encontrarlo. Necesito revisar el material que él me ofrece, porque puede ser importante y puede ser legítimo, pero no quiero arriesgar a que ese caballero me mate y que nunca nadie se entere —Apoyó ambas manos en su cintura—. No digo que tendrás que acompañarme a su hogar, eso sí. De hecho, preferiría que ni siquiera pises en la isla. Quédate en el bote. Lo único que te pido es que me lleves allá y que estés atento al paso del tiempo. Si  ves que no he regresado a la costa después del transcurso de una hora, quiero que le avises a mi familia que estoy muerto...

—Señor Gauvain, ¿está loco? Claro que iré junto —El joven sacudió la cabeza—. No puedo dejar que usted entre solo a la casa de un farero cualquiera, al que no conoce, y cuyas intenciones no son del todo claras.

—Charles...

—No, no me perdonaría si algo le ocurriera. Voy junto, usted lo quiera o no.

El periodista lo observó por un largo minuto, pasmado por su determinación y su atrevimiento. Luego, se rio.

—Ahora entiendo por qué Eleonor se interesó tanto en ti. Los dos son igual de tercos...

—Hablo en serio.

—Sé que lo haces. Pero yo tampoco me perdonaría si algo te pasa. Por eso, insisto, quédate en el velero.

—Señor...

—Por favor —Theodore dijo, con mayor emoción y seriedad—. No sé si este hombre es un loco o un criminal. Él podría ahogarme en el Mar de Diamantes o descuartizarme a hachazos... Esta situación es peligrosa. Déjame hablar con él a solas.

—Señor, usted sigue sin hacer sentido. Si él intenta atacarlo y yo estoy ahí, serán dos hombres contra uno...

—Charles.

—No me convencerá. ¿No me dijo que era parte de su familia, que siempre habría un lugar para mí en ella?

—Así es...

—Entonces déjeme actuar como si usted fuera parte de la mía; no dejaré que arriesgue su vida y que se enfrente a un desconocido por cuenta propia. Iré junto a usted a su casa. Punto final.

Theodore consideró la osada respuesta del joven con el mismo cariño que le concedía a sus hijos. Relajó la postura, respiró hondo y sacudió la cabeza.

—Está bien —Accedió y lo vio empuñar la mano en un gesto celebratorio—. Pero no te despegas de mi lado y si algo sale mal, corres al velero, te subes a él y te vas, sin mirar atrás.

—De acuerdo —Charles le sonrió.

Y así, ambos abandonaron el lago Colburgue.

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