𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟷
Merchant, 17 de junio de 1888
Luego de pasar gran parte del día en las orillas del lago Colburgue junto a su familia, los Hampton y los Fouché, Theodore se excusó de todo y todos para ir a visitar a Jane. La extrañaba demasiado y tenía pensado cubrirla de besos y caricias, para compensarle la noche que había perdido llorando, acurrucado entre sus brazos. Porque, por más que ella le dijera que no era necesario, él quería complacerla y aún sentía que se lo debía, de alguna forma.
Apenas la puerta de su residencia se abrió y él la jaló adelante, besándola con ternura. Tomada de sorpresa, la actriz no pudo evitar reírse.
—¿Sentiste tanto mi falta?
—Siempre lo hago —Se apartó y le entregó el regalo que le había traído.
—¿Qué es esto? —Tomó la caja misteriosa entre sus manos, alzando una ceja.
—Ábrelo y verás.
Por el peso, Jane supo de inmediato que no era ningún comestible, prenda, o accesorio. Deshizo entonces el lazo que cerraba el contenedor, quitándole la tapa con una mirada intrigada. Al ver lo que escondía, sintió una colonia de mariposas volar libre por su vientre y una calidez asentarse en el rostro. Su alma no solo había sido tocada por la delicadeza del gesto, también besada, alabada, amada por él.
—¿Es una caja de música?... —La retiró con sumo cuidado del envoltorio, volteándose y caminando hacia la sala.
Él tomó el gesto como un permiso para entrar y cerrar la puerta.
—¿Te gustó?
Ella, sentándose en el sofá, lo miró con ojos acuosos.
—Theo, es preciosa... ¡claro que me gustó! —le respondió con una sonrisa—. Y estos bailarines... —mencionó al adorno que cubría la caja.
—Sí, somos nosotros —El periodista se sentó a su lado—. Le pedí a un amigo mío, que es relojero, que la fabricara. Él también hizo la escultura. Le mostré una fotografía tuya y creo que le hizo justicia a la referencia...
—¿Y no preguntó por tu esposa?
—Él sabe de lo nuestro.
—¡¿Qué?!
—Tranquila. Es Michael Goldenberg, el padre de Henry... ese chico de la fábrica al que le pago por enviarte mensajes al Odeón.
—Sé quién es —Jane frunció el ceño—. Pero, ¿no crees que es un poco arriesgado? ¿Qué él sepa?
—No. Hace años que se enteró; si no ha dicho nada hasta ahora... —Theodore divagó y se recostó sobre las almohadas, con cierta pereza—. Además, él necesitaba el dinero de este trabajo con urgencia. Le pagué el triple de lo que debería, solo para ayudarlo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—La hermana de Henry tuvo un accidente. Una de sus manos fue jalada por los engranajes de una máquina, en una fábrica textil para la que trabajaba. Perdió mucha sangre... y la visita del médico, más el tratamiento, fue cara.
—Dios —La actriz se llevó una palma al pecho—. Pobre niña.
—Sí... su familia no tenía dinero para pagar las cuentas, así que decidí intervenir. Era lo único que podría hacer por ellos. Además, gané una linda caja de música como un bono.
—Hiciste lo correcto —Ella la volvió a mirar—. Y sí, es muy linda... gracias.
—Mi placer —Sonrió—. ¿Caroline está durmiendo? ¿O la puedes hacer tocar?
—Está acostada, pero la puerta de su habitación está cerrada. No escuchará nada —Jane le dio vueltas a la llave dorada que tenía en un costado, activando el mecanismo.
Las figuras comenzaron a girar un par de segundos después del inicio de la canción. La melodía que producía el instrumento en sí era suave, lenta, encantadora a los oídos. Nunca la había escuchado antes, pero de alguna manera le resultaba familiar.
Porque era el mismo sonido que acariciaba su ser luego de interminables noches de pasión, de largas caminatas por el parque, de risas compartidas, de aventuras vividas. Era el ritmo armonioso del amor que con Theodore compartía, tomado forma. Y Janeth lo adoraba.
—Por tu silencio, ¿supongo que te gustó de verdad?
—Más que eso —La mujer abrazó su regalo, feliz—. La amé.
—Te la quise dar para que te acuerdes de mí, todas las veces en la que me tengo que marchar... en las noches que no tengo otra opción a no ser irme. Tal vez sea pretensioso decirlo, pero sé que te duele mi ausencia tanto como a mí.
—No, no es pretencioso. Porque es cierto. Es una tortura tenerte lejos —Tomó su mano—. Agradezco profundamente que hayas pensado en esto... e insisto, es preciosa. La guardaré al lado de mi cama, para verla siempre. Hablando de ello... ¿vayamos adentro?
—No necesitas pedirme dos veces —Theodore se levantó junto a ella.
Como de costumbre, restringieron la fuerza de sus movimientos hasta llegar a la habitación; no querían incomodar a Caroline. Una vez la puerta se había cerrado, toda la sutileza fue dejada a un lado. Jane dejó la caja de música en su velador y se volteó hacia el periodista, entregándose a un beso no quería terminar nunca. Ella le sacó el abrigo, luego de que él le desamarrara el pelo, y juntos se deshicieron de las múltiples capas de ropas que llevaban encima, disfrutando cada segundo de aquella privacidad con expresiones contentas, entusiasmadas y enamoradas.
Todo iba bien, hasta que ella le quitó su camisa y desabotonó el mono de lana que llevaba por debajo.
—¿Qué diablos te pasó? —No logró contener su espanto al ver los moretones en sus brazos y torso y le demandó explicaciones con una mirada firme.
—Nada grave... solo tuve una pelea con August.
—No —Ella lo sujetó en su lugar, deteniendo su intento de besarla—. Me cuentas lo que pasó para que termines así primero, después continuamos.
—Janeth...
—No me llames por mi nombre completo en un intento de disuadirme.
—¿De verdad me forzarás a hablar?
—Theodore, estás a un paso de volverte un arándano, ¡claro que lo haré!... ¡Y no te rías!
—Perdón... —Sacudió la cabeza—. De acuerdo, ya... te cuento que pasó —Señaló a la cama, como diciéndole que se sentara. Ella le hizo caso—. Estaba volviendo del trabajo, era de noche...
El señor Gauvain le relató toda la historia, desde el grito de socorro que lo invocó a apalear al señor Tubbs, hasta la expresión aliviada de la señora Tubbs, al volver a verlo.
—¿Entonces él no te pegó?
—No.
—¿Tú le pegaste a él?
—Sí.
—¿Y cómo está la chica a la que él atacó?
—A decir verdad, no lo sé... luego de dejarlas a todas en la posada, yo me fui. No encontré pertinente permanecer a su lado, siendo yo un hombre. No quería que se sintiera amenazada por mi figura de alguna manera.
—Lo entiendo —Jane asintió, pensativa—. Dada las circunstancias... es lo mejor que podías haber hecho.
—Hey... —Él se sentó a su lado—. Ella estará bien.
—Eso espero... pero no tenemos como saberlo —El pesar en su voz fue aparente—. Las calles pueden ser un lugar terrible, especialmente cuando una aún es una niña. Y Merchant en específico es una tierra de nadie. Aquí no existe la piedad.
Notando lo conmovida que se encontraba al terminar de hablar, Theodore se sintió inclinado a abrazarla, así que lo hizo. Sabía que el pasado de su amada había sido extremadamente difícil. Sabía que había sufrido más de lo que cualquier alma debía sufrir, y a una edad demasiado temprana para comprender el real tamaño del daño que su ser había adquirido por todas las adversidades superadas.
Lo que más lo devastaba, sin embargo, era saber también que todo su conocimiento no conformaba ni la mitad de las tragedias personales de Janeth, y que en su memoria aún existían recuerdos que le resultaban demasiado dolorosos contemplar, siquiera explicar a alguien más.
—Si quieres hablar sobre cómo te sientes, sabes que estoy escuchando...
—Lo sé —Ella cerró los ojos, apreciando el reconfortante olor de su perfume—. Pero no creo que logre decir nada hoy.
—¿Quieres que sigamos con lo que estábamos haciendo antes, entonces? —Le dejó la oferta, con un aire de seductor barato que le levantó los ánimos y la hizo reír—. ¿O por acaso prefieres que nos vayamos a dormir? Cualquiera de los dos es aceptable, mientras me dejes ser la cucharita grande.
Ella giró los ojos y masajeó su rostro con la palma de su mano.
—Eres increíble, señor Gauvain.
—No sé si eso es un reclamo o un halago.
—Ambos. —bromeó—. Ven aquí... —Circuló su cuello con sus dedos, jalándolo adelante y conectando sus labios, retomando de a poco el ritmo acelerado que habían perdido.
Él, teniendo consciencia de que su estado emocional no era de los mejores, dejó que ella decidiera cuán rápido quería progresar las cosas y le cedió todo su control sobre la escena. Permitió que lo lanzara sobre su espalda en la cama y que se subiera encima suyo, con amplias libertades de hacer lo que quería, sin interrumpirla y sin oponerse a nada.
Llegar al éxtasis no les resultó difícil, nunca lo era. Conocían sus cuerpos mejor que la palma de sus propias manos. Sabían dónde morder, jalar, arañar, besar y cómo hacerlo, a fin de traerle al otro la mayor cantidad de placer posible. Mantener la tranquilidad y la paz que prosiguió aquel deleite, sin embargo, fue lo arduo.
Ambos se quedaron dormidos luego de compartir un último y mojado beso, entrelazados bajo las sábanas. Theodore cayó en un sueño profundo en menos de media hora, roncando y babeando como un perro viejo. Jane, en la otra mano, no logró entregarse a un descanso pleno. El rostro de su marido, de sus antiguos clientes y de los infelices hombres que la acosaron y usaron para su propio beneficio la atraparon en una pesadilla continúa, interminable, que la hicieron sacudirse y llorar sobre la cama como una niña pequeña.
El periodista, despertándose de golpe, la sujetó de los hombros y llamó por su nombre, intentando tranquilizarla, en vano.
—¡SUÉLTAME! —Ella saltó hacia el lado, levantándose con el cabello enmarañado y el rostro sumergido en lágrimas.
Él no luchó contra su demanda. La dejó ir sin decirle nada, sin ordenar que se quedara, o implorar por una explicación. Apenas le sirvió un vaso de agua y esperó que se calmara lo suficiente para acercársele con pasos tímidos y la postura hundida. Aprovechó el momento para traer consigo una de las sábanas limpias y entregársela. Tan desesperada por su libertad estaba, que ni siquiera pensó en recoger su bata. Desvestida, temblaba sobre la silla en la que se había acurrucado —no solo por su fragilidad sentimental, sino también por el aire frío—.
—Toma —Le estiró la mano con el vaso—. Bebe.
—G-Gracias —Jane se encogió más en contra del respaldo del asiento.
—¿Puedo? —Él alzó la tela, temeroso a inquietarla aún más—. Hace frío... y no quiero que te enfermes —Ella consideró la pregunta por un largo instante, pero terminó asintiendo. Su amante entonces cubrió su espalda con la sábana, percibiendo cuan erizados estaban sus pelos y cuán helada se había vuelto su piel. Debía haber traído una manta más gruesa para abrigarla—. ¿Quieres que me vaya? —indagó a continuación, receloso que su presencia empeorara sus ánimos. Ella volvió a sacudir la cabeza, pero de esta vez, negaba—. Okay...
—Quédate cerca. Por favor.
—¿Quieres que te abrace?
—No... —Cerró los ojos, luchando con sus emociones—. Solo quédate.
—Aquí estoy —Le ofreció la mano, a la que ella tomó con el agarre de un halcón.
Por minutos, volvieron a una insoportable quietud. Desnudos en un rincón de la álgida habitación —sombría por su mayor parte—, con los cabellos desarreglados y ojos hinchados por el sueño, el par formaba una imagen pintoresca. Tomando en cuenta el trágico pasado de ambos, la triste singularidad de dicho cuadro solo se profundizaba. Sus cuerpos inmóviles, sacudidos por el viento polar que se deslizaba por las rendijas de ventana, traspasaban la misma rigidez y dramatismo de una antigua escultura de mármol, olvidada en los confines de una catedral. La luz azulada que atravesaba la cortina no era fuerte lo suficiente para iluminar sus rostros, apenas para definir a medias sus siluetas, envueltas por las tinieblas. Era una visión pesarosa, sin duda, pero memorable.
—Lo siento... —Jane dijo, luego de varios minutos en silencio—. No quería haber gritado contigo.
Él se agachó a su lado.
—Estabas teniendo una pesadilla... no te preocupes por ello —Besó su mano.
Tocada por la suavidad de su inflexión, la actriz tomó coraje para acercársele y besar su tez, antes de abrazarlo.
—Soñé con Albert —le confesó, hundiendo su rostro entre su hombro y cuello—. Con las cosas repugnantes que él me hizo... y que todos los demás hombres que lo siguieron hicieron. Juro que pensé que estaba gritando ellos y no contigo.
—Tranquila —Theodore llevó sus dedos hacia su larga cabellera, acariciándola—. Ya te lo dije, no me ofendí por nada...
—Pero te herí, ¡lo vi en tus ojos!
—No hiciste nada mal —Se apartó, queriendo mirarla—. Lo que viste en mis ojos fue temor, nada más que eso. Solo me asusté. Por tus gemidos pensé que algo más grave te estaba pasando... Sabes que yo duermo como una piedra; cuando me despiertan siento que un rayo me partió en dos y que el mundo se está acabando. Me desesperé.
—Estás siendo sutil... duermes como un muerto —Jane se limpió las mejillas.
—Y babeo como un San Bernardo, lo sé. Acepto mis fallas —él bromeó y ella se rio—. Pero a lo que iba es... No te culpes por reaccionar de la manera que hiciste. Estabas asustada, somnolienta...
—Pero igual... Perdón —la actriz respondió, volviendo a su desánimo—. Y Theo...
—¿Hm?
—¿Regresemos a la cama?... me estoy congelando aquí.
—Ven —Él la arrastró con gentileza al colchón.
Los dos adoptaron la misma posición anterior a su despertar; acostados uno al lado del otro con las piernas entrelazadas, mirándose bajo las cubiertas.
—Fue lo que me contaste sobre esa chica... —Ella volvió a abrir la boca, cuando ya casi se quedaban dormidos de nuevo—. Creo que fue eso lo que me hizo soñar con todos esos horribles, asquerosos recuerdos.
—Lo siento... si supiera que te afectaría tanto, no hubiera dicho nada.
—No, no te culpes. El problema que tengo no es contigo o con lo que me digas, es con la sociedad. Es con las noticias que derivan de ella.
El periodista arrugó un poco el entrecejo.
—¿A qué te refieres?
—Es que... han pasado cinco años, Theodore... casi seis, desde que dejé de trabajar como cortesana. Y todo lo que viví, desde mi infancia a mi juventud sigue ocurriendo. Nada ha cambiado —Exhaló, afligida—. Y me duele... pensar que las mismas injurias que sufrí, que el mismo salvajismo humano que sentencié, sigue ocurriendo allá afuera. No lo sé... no logro entender la maldad de la gente —Al oírla, él tragó en seco, avergonzado de su antiguo comportamiento, prejuicioso y moralista—. ¿Acaso no ven que una prostituta sigue siendo una persona? No importa si ella hace lo que hace porque quiere o no, sigue mereciendo respeto... Sigue siendo una mujer. Un ser humano —Volvió a llorar, incapaz de soportar su frustración—. Me irrita, pensar que los mismos hombres que se creen todopoderosos, que piensan que pueden imponer su voluntad sobre la nuestra, sean los mismo que todo domingo van a misa, a oír el sacerdote hablar sobre amor, consideración y hermandad... Ellos se comportan como animales en las sombras de la noche y fingen ser santos en la luz del día...
—Son unos hipócritas —el señor Gauvain concordó—. Lo digo porque yo fui uno... por años —Bajó la mirada—. Y la manera como te traté, cuando nos conocimos... Ugh. Nunca me voy a perdonar por ello.
—Tú fuiste ignorante, Theo, es cierto... pero no fuiste cruel. No como los sujetos que conocí antes —Jane lo cortó, pese a saber que sus lamentos eran genuinos—. Nunca intentaste imponer tus deseos y tu placer sobre mi cuerpo, sobre mi pudor... Si oías un "No", te ibas... al contrario de muchos de mis viejos clientes.
—Si pudiera los mataría con mis propias manos.
—Créeme, yo también —Sacudió la cabeza, molesta—. Ellos... no creo que siquiera me veían como una persona. Solo como un objeto, siempre disponible y descartable.
—Hijos de perra... —Él bufó, irritado con su confesión.
—Es la realidad... y no hay cómo negarla. No hay ser más menospreciado en esta tierra que una mujer joven, sin familia, que trabaje en la calle por las noches. Para ella, no hay seguridad, jamás. No hay respeto... solo ostracismo. O, si tiene suerte, indiferencia.
—Lo siento —Se le acercó aún más—. Nadie debería pasar por eso... mucho menos una dama.
—Si tan solo todos los compañeros de tu sexo pensaran igual que tú, el mundo sería un poco más confiable de lo que es —Besó su frente—. Pero hasta que eso ocurra, años tendrán que pasar...
Él no supo que responderle. Concordaba plenamente con su aseveración, pese a no encontrarla justa. Y sabía que algo debía ser hecho, aunque fuera en vano. Permaneció entonces en silencio, la abrazó con todo el cariño que podría entregarle, y comenzó a formular ideas para un nuevo artículo en la Gaceta. Si la sociedad no oía las voces de aquellas mujeres por su oficio, su situación, y su género, él usaría su privilegio y poder para ampliar su volumen. Era lo único que podía —y debía— hacer. Solo así lograría deshacerse de su culpa por haber sido cómplice de aquel desdén generalizado.
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Para escribir este capítulo y el anterior escuché mucho la canción del header y esta de aquí:
https://youtu.be/VLLyzqkH6cs
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