𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 1
Merchant, 19 de mayo de 1888
En la oscuridad de una noche invernal, de pie entre los castaños secos y los arbustos congelados, la señora Durand esperaba con ansias la llegada de su amante, el señor Gauvain. Vestida con ropas demasiado simples para aquel gélido clima, la dama se frotaba los brazos con movimientos energéticos, temblando con cada resoplido del viento. Ocasionalmente revisaba su reloj, atenta a sus alrededores, recelosa de su soledad. Reconocía el riesgo que corría estando sola en aquel parque desierto, a aquellas escandalosas horas de la madrugada, pero el deseo de reencontrar a su amado era superior a cualquier miedo que en el presente tuviera.
Al verlo llegar al fin, cortando la espesa niebla con sus pasos rápidos, acelerados, confirmó que su valentía fue justificada. Corrió hacia él con una sonrisa amplia y se colgó de su cuello con entusiasmo. Gauvain soltó una risa tímida, al abrazarla con todo el cariño que durante el día no entregaba a su propia esposa.
—Pensé que no vendrías —ella murmuró, reacomodándose para poder mirarlo a los ojos.
—Lamento la tardanza. Pero Eleonor no se quedaba dormida y Lawrence quería seguir jugando a la guerra con esas espadas de madera que su abuelo le regaló la semana pasada.
—¿Y Helen?
—¿De verdad tenemos que hablar sobre ella?
—Es tu queridísima esposa, claro que debemos hacerlo.
Él hizo una mueca de descontento.
—Dijo que se sentía mal y se acostó temprano.
—Te dejó a cargo del hogar otra vez...
—Sinceramente, prefiero que lo haga. Al menos yo no reclamo tanto de cuidar a mis propios hijos —Giró los ojos y sacudió la cabeza—. Maldito el día en que decidí casarme con esa mujer.
—No le faltes el respeto. Aún es tu consorte.
—Para mi más profunda decepción —Apenas terminó de hablar y ella lo golpeó, sin ira—. ¡Hey!
—Es la madre de tus hijos. Insisto, aunque no nos agrade... respétala.
—Como sea —Él exhaló, cansado—. Mejor olvidémonos de ella por ahora. ¿Nos vamos a nuestra habitación? ¿o quieres continuar aquí en este frío?
—Habitación —la mujer respondió con obviedad—. Me muero de ganas de besar cada centímetro de tu cuerpo.
—Me agrada demasiado esa idea —Gauvain sonrió y se apartó de su pecho, en seguida ofreciéndole su brazo.
La señora Durand lo tomó y juntos comenzaron a recorrer los pastos blanquecinos del parque central. Caminaron a paso lento mientras la nieve descendía, irritados con el clima, pero contentos de al fin poder estar cerca uno del otro. Conversaron sobre una infinidad de temas, desde los quehaceres domésticos que los atolondraban hasta los nuevos reportajes de los próximos ejemplares de la Gaceta Dorada —el periódico que Gauvain dirigía—, y en especial, discutieron el artículo que relataba el más reciente e increíble escándalo mediático de la nación: el adulterio del Ministro de Justicia, Claude Chassier.
—¿Puedes creer en la hipocresía de ese sujeto? Defendió la santidad del matrimonio con uñas y dientes, criticó a todos los hombres de este país con vehemencia durante meses, cuestionó nuestra moral, condenó nuestros amoríos extraconyugales, la debilidad de nuestros matrimonios... y terminó siendo igual de problemático que todos nosotros. Hizo el ridículo, al frente de toda la nación.
—Confieso que eso me sorprendió bastante. Después de toda la prensa positiva acerca de su boda y como tú dices, su discurso político, pensé que sería un poco más fiel a sus ideales. A sus valores. Pero fue una decepción... y ahora todo el país lo odia. Es una pena, porque podría haber hecho tantas cosas maravillosas en su cargo. Pero con este escándalo...
—Su carrera está acabada —el señor Gauvain concordó—. Solo siento compasión por su esposa, la señora Chassier. No debió casarse con ese hipócrita nunca.
—Hablas como si la conocieras...
—Lo hago, de hecho —Él vio a su amante arquear sus cejas—. Hace un año, cuando viajé a Carcosa, nuestros caminos se cruzaron. Es una joven bastante educada y simpática, pese a poseer un carácter fuerte. Sabe comandar su negocio muy bien, por lo que vi.
—¿Ella es la dueña de un restaurante, no es así?
—Lo es. Y la comida de ese lugar... —El periodista hizo una mueca de placer—. Es impecable. Ningún restaurante en toda Merchant se le compara.
—Tienes que llevarme ahí algún día.
—Tal vez lo haga —Él le guiñó un ojo a su acompañante, antes de apuntar a la derecha.
La pareja salió del parque y cruzó una calle adoquinada, moviéndose en dirección a una pequeña iglesia. Su plan era el de siempre; atravesar un par de cuadras y dirigirse a un conventillo viejo, dónde ambos poseían una habitación discreta donde amarse, lejos de los ojos curiosos de la sociedad.
Hasta en la madrugada, intentaban ser lo más cuidadosos posible. No querían que nadie se enterara de su caso o siquiera supusieran que tenían uno. Pero aquella noche no pudieron ignorar el mundo exterior y correr hacia su rincón de libertad con apuro, como de costumbre. Porque afuera de la iglesia vieron a una pequeña multitud de indigentes sentados en la nieve, blancos como los muertos bajo sus pies, tan miserables como los mártires a los que idolatraban. Sus ropas deshilachadas eran inútiles ante la hostilidad del clima. Sus cuerpos delgados, esqueléticos, tampoco los ayudarían a sobrevivir al frío. Estaban condenados a la muerte si no eran amparados a tiempo.
—Theo... mira —La señora Durand señaló con la cabeza a las figuras, profundamente conmovida por el escenario.
Ambos disminuyeron la velocidad de sus pasos hasta detenerlos por completo.
—Dios... —él balbuceó, igual de agobiado—. ¿Sabes qué horas es?
La mujer volvió a sacar su reloj.
—Las dos con treinta y cinco.
—Mierda, todos los negocios de la ciudad ya están cerrados y las panaderías solo abren a las seis.
—Siete, recuérdate que estamos en invierno.
—Verdad —Él miró alrededor—. Pero ya sé qué podemos hacer. Ven conmigo.
Los dos caminaron hasta la esquina, deteniéndose otra vez frente a un almacén que conocían a media década y que con frecuencia visitaban para comprar vinos y quesos —los que dejaban guardados en un armario de su habitación secreta—. Como no podían ser vistos juntos en restaurantes y cafés muy a menudo, comer en la soledad de aquellas cuatro paredes era la única opción que les restaba.
Pero de tanto aparecerse por aquel almacén ambos ya se habían hecho amigos cercanos de su dueño, el señor Gershom Carter. Él era uno de los pocos judíos que habitaban la ciudad y el único a ser abiertamente reformista. Por ello, su negocio era habitualmente atacado por los cristianos ultraconservadores del puerto. El año anterior, de hecho, un grupo de vándalos le habían prendido fuego a su tienda y causado una pérdida financiera considerable, tanto a él como a su familia. Fue entonces cuando el señor Gauvain, furioso con semejante injusticia, le realizó un préstamo milagroso para que pudiera reconstruir la bodega y recuperar su fuente de ingresos.
Este gesto no fue olvidado. Gershom siempre le daba descuentos en sus compras —algo que el señor Gauvain adoraba, dada su esencia económica y tacaña—, como también lo ayudaba con cualquier favor pedido o favor. Fue justamente por esto que el periodista se atrevió a golpear la puerta de su hogar a tan tardía hora de la noche. Los Carter vivían sobre su negocio —donde todos también trabajaban—. Ellos podrían ayudarlo.
—Vamos, Gershom... ábreme —El hombre insistió con el martilleo, hasta que el sujeto en efecto le abrió, vestido con su piyama, sin su Kipá negro de gamuza.
Este último dato fue una obvia señal de cuán cansado y somnoliento estaba. Nunca antes lo había visto sin la prenda.
—¿Señor Gauvain? ¿algo sucedió?
—¿Vendiste todos los panes que hornearon ayer?
Pasmado por su repentina aparición y la espontaneidad de la pregunta, el comerciante consideró su respuesta por un largo minuto, antes de contestar:
—¿Creo que no? —Frunció el ceño y le echó una mirada a su derecha, hacia otra puerta, que llevaba al almacén—. Déjenme revisar.
La pareja, tiritando de frío en la vereda, aguardó su regreso con impaciencia. Cuando Gershom al fin reapareció, sujetaba un canasto con algunos pocos panes, cubierto por un pañuelo rojo.
—Me quedaron ocho...
—Excelente —Gauvain sacó de su abrigo todos los billetes que tenía, entregándoselos con prisa—. Quédate con el cambio. Considéralo mi pedido de disculpa por despertarlo en plena madrugada del Shabat*.
—No necesita disculparse. Pero, ¿por acaso puedo preguntar para qué exactamente quieren tantos panes a esta hora?
—Mire hacia el cementerio de la iglesia.
El sujeto lo hizo y su confusión desapareció.
—Oy gevalt*... —Carter murmuró en Yiddish, boquiabierto. Le hizo un gesto a sus visitantes para que esperaran y volvió a los interiores penumbrosos de su negocio. Al retornar, trajo consigo un par de botellas de vino y un nuevo canasto, repleto de huevos—. No puedo darles más que esto, me temo. El repuesto de mi mercancía solo llegará el lunes, por ahora estoy bajo en productos...
—Es más que suficiente señor, se lo agradezco. Cualquier ayuda es grata —respondió Gauvain, sacudiéndole la mano mientras su amante se encargaba de sujetar las donaciones—. Lo dejaré en paz ahora. Dios le pague por esto.
—Igual, mi amigo —contestó con una sonrisa debilucha, elevando la vista al horizonte—. Y que tenga piedad de esas almas.
—Y del alcalde, por su ruindad.
—Sí. —Se rio. —Y del alcalde.
Con esto, la pareja se despidió del comerciante y cruzó la calle en dirección al camposanto, mientras él cerraba la puerta de su hogar y regresaba a su cama.
El señor Gauvain, al ver el desastre al que se acercaba, sintió su estómago voltearse. Aquella realidad deplorable era una a la que jamás se acostumbraría. El desdén del gobierno, su falta de respuesta, de acción, y la preponderancia nefasta de los demás ciudadanos que lo apoyaban, lo asqueaban.
Cierto es que su ciudad natal, Carcosa, no era un lugar hermoso, libre de defectos. Muy por lo contrario; todas sus fallas y problemas de la capital eran graves, pero la miseria que veía en las calles, veredas y alamedas de Merchant lograba ser aún peor. La pobreza que envolvía la urbe sureña era de un carácter macabro, dantesco. Entre hambrunas, plagas, enfermedades y purgas, la ciudad equiparaba en atmósfera y cualidades al noveno círculo del infierno. Este sufrimiento, claro, no bastaba para los infelices que allí vivían. El frío polar que la abatía durante el invierno le hacía compañía, abrazándolos con sus garras hirientes, de hielo puro.
Él hacía lo que podía para amenizar el martirio de los desfavorecidos que recorrían su superficie, pese a los continuos reclamos de su esposa, que se negaba a entregar una sola moneda de su pesada bolsa de oro a cualquier causa ajena a su propia prosperidad financiera. Helen sostenía la firme creencia de que el dinero regalado era dinero perdido.
Su amante, por el contrario, pensaba que toda buena acción sería retribuida por la justicia divina. Aunque sus gastos eran ostentosos y su consumismo a veces desmedido, el alma caritativa de Janeth Durand no podía ser cuestionada. A lo mejor su infancia difícil, empobrecida, la había hecho más sensible al padecimiento ajeno. O a lo mejor, quería probarle a su amado que sus ideales y morales eran distintas a las de su despreciable consorte. De todas formas, cierto era que los dos disfrutaban ayudar aquellos que vivían en la sombra del mundo, deambulando por las calles por días, sin rumbo, sin metas, sin alegrías que vivir. Podrían discordar en muchas cosas, pero su empatía y altruismo eran compartidos. Así como la bondad que genuinamente tenían en sus corazones, pese a sus fallas y sus rasgos más oscuros.
—¿Theodore, estás bien? —ella le preguntó, después de alimentar a los desafortunados indigentes de la iglesia y dirigirse al conventillo.
Sentado sobre la cama de su habitación secreta, con los hombros caídos y el rostro inmerso en pena, el señor Gauvain sacudió la cabeza e hizo una mueca asqueada.
—No, en lo más mínimo no —al contestar, la mujer se sentó a su lado—. Siento que podría haber hecho más por esas pobres almas. Y sé que otras personas podrían haber hecho aún más... ¡Se están congelando allá afuera! —Gesticuló, furioso.
—Si te reconforta saberlo, no estás solo. También estoy indignada —Le sujetó una de las manos y le plantó un beso en los nudillos—. Pero creo que aún hay algo que podemos hacer.
—¿Qué?
—Todas estas frazadas —Jane señaló sus alrededores—. No necesitamos de todo esto para dormir. Podemos llevarlas a ellos, para que no pasen tanto frío.
—Sí... ¡Sí! ¡Tienes toda la razón! —Él sonrió, antes de conectar sus labios—. Por ideas así te amo.
—Por eso y mucho más —ella bromeó y se volvió a levantar. Recogió las mantas mencionadas y abrió la puerta—. ¿Vamos?
—Claro —Él se ajustó el abrigo, parándose con cordialidad—. Damas primero.
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"Shabat" o "Sabbat": El día sagrado de la semana en el judaísmo rabínico, en el judaísmo mesiánico y para la Iglesia Adventista del Séptimo Día. Se observa desde el atardecer del viernes hasta la aparición de tres estrellas la noche del sábado.
"Oy gevalt": Expresión yiddish de miedo, shock o asombro.
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Hola hola, gracias a todos los que se animaron a leer esta historia ^^
Voy a poner ilustraciones y canciones en algunos capítulos, para ayudarlos a visualizar mejor la historia... Algunas serán composiciones de música clásica, otras serán actuales... Pero es solo para darle un boost al contenido, nada más jeje. Ojalá disfruten el contenido extra también. Bye :D
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Gracias por el premio, editorialsol2022
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